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Almas muertas

Fragmento inicial de la obra de Nikolái Gógol

Capitulo I

Frente a la puerta de la fonda de la ciudad provinciana de N. se detuvo un cochecillo de apariencia bastante grata, con suspensión de ballestas, como los que acostumbran a utilizar los solterones: tenientes coroneles retirados, capitanes, propietarios que tienen más de cien siervos, en resumen, todos aquellos a los que se da el nombre de señores de medio pelo. En el cochecillo viajaba un caballero que no era ni guapo ni feo, ni demasiado gordo ni flaco; no podía afirmarse que fuera viejo, aunque tampoco se podía decir que fuera muy joven. Su llegada a la ciudad no fue causa del menor ruido ni se vio acompañada de nada que se saliera de lo normal. Solamente dos campesinos rusos que se hallaban en la puerta de la taberna, frente de la fonda, hicieron alguna pequeña observación, que, por lo demás, concernía más al coche que a su dueño.
—Mira esta rueda —dijo uno de ellos a su compañero—. ¿Crees que con ella llegaría a Moscú, si tuviera que ir allí?
—Sí llegaría —contestó el otro.
—Y hasta Kazán, ¿crees que alcanzaría?
—Hasta Kazán no —repuso el otro. Y en este punto concluyó la conversación. Digamos también que cuando el coche se aproximaba a la fonda se cruzó con un joven que llevaba unos pantalones blancos de fustán, extremadamente cortos y estrechos, y un frac que pretendía ajustarse a la moda, y bajo el cual asomaba la lechuguilla, sujeta con un alfiler de bronce de Tula que tenía la forma de una pistola. El joven volvió la cabeza, se quedó contemplando el coche, llevó después su mano a la gorra, que poco había faltado para que el viento se la llevara, y continuó su camino. Al entrar el coche en el patio, acudió a recibir al caballero un criado o mozo, que es como se les suele llamar en las fondas rusas, tan inquieto y movedizo que hacía imposible ver cómo era su rostro. Con gran agilidad se aproximó llevando su servilleta en la mano, larguirucho y enfundado dentro de una levita de bocací, que por la espalda casi le llegaba hasta la misma nuca, agitó su pelambre, y con la misma agilidad condujo al señor arriba, por las escaleras de madera, hasta el dormitorio que ya tenía reservado.
El aposento era de cierto estilo, ya que la posada era asimismo de cierto género, exactamente como acostumbran a ser las posadas de las ciudades de provincias, donde por dos rublos diarios los forasteros pueden gozar de una habitación tranquila, con cucarachas como ciruelas que aparecen por todos los rincones, y con una puerta que da al aposento vecino, siempre cerrada mediante una cómoda; en él casualmente se halla un señor silencioso y tranquilo, pero en extremo curioso, que muestra gran interés por conocer todo lo que se relaciona con el viajero.
La fachada de la posada presentaba características que se correspondían con el interior. Era muy larga y tenía dos plantas. La inferior no estaba aún revestida de yeso, y así continuaba, mostrando sus ladrillos de color rojo muy enmohecidos a causa del tiempo, con sus desagradables cambios, y ya bastante sucios de por sí. La planta superior había sido pintada con el consabido amarillo. Abajo se encontraban diversos tenderetes en los que vendían artículos de guarnicionería, cuerdas y rosquillas. En la esquina, o para ser más exactos, en la ventana de la esquina, se había instalado un vendedor de hidromiel con su samovar de cobre y un rostro tan rojo como el samovar, hasta el extremo de que a distancia se habría llegado a creer que en la ventana había dos samovares, aunque uno de ellos ostentaba unas barbas más negras que la pez.
Mientras el recién llegado se dedicaba a pasar revista del aposento, fueron trayendo el equipaje, al que precedía una maleta de piel blanca un tanto des- gastada, con señales de que no era la primera vez que viajaba. Fue subida por el cochero Selifán (hombre de poca estatura que llevaba un gabán corto), y por el criado Petrushka, mozo de unos treinta años, vestido con un levitón muy usado —heredado del señor, por lo que podía suponerse—; con sus gruesos labios y respetable nariz presentaba un aspecto rudo. Detrás de la maleta siguió un pequeño cofre de caoba con incrustaciones de abedul de Carena, unas hormas para las botas y un pollo asado envuelto en un papel azul.
En cuanto todo esto se halló en la habitación, el cochero Selifán se encaminó hacia la cuadra para cuidar de los caballos, mientras el criado Petrushka disponía las cosas para acomodarse en la reducida antesala, un cuchitril muy oscuro en el que había dejado ya su capote, y, junto con él, un olor muy parti- cular que igualmente había sido comunicado al saco que después trajo y en el que guardaba algunas prendas de su uso. En este cuchitril puso, adosada a la pared, una estrecha cama de sólo tres patas, encima de la cual colocó algo que tenía cierto parecido con un colchón que había logrado sacar al fondista, pero tan duro y aplastado, y tal vez tan grasiento como un blin.
Mientras los sirvientes se hallaban disponiendo y ordenando las cosas, el señor se trasladó a la sala. Todo viajero conoce sobradamente estas salas: sus muros pintados al aceite, ennegrecidos en la parte alta a causa del humo de las pipas, y relucientes en la parte baja por el continuo roce de las espaldas de los viajeros, y todavía más por las espaldas de los mercaderes de la ciudad, ya que éstos se presentaban allí en grupos de seis o siete para tomar su consabido par de vasos de té; el techo ahumado, al igual que la araña, con su infinidad de vidrios que saltaban y chocaban entre sí cada vez que el mozo se deslizaba por el desgastado linóleo, llevando en sus manos con gran habilidad la bandeja donde había tan considerable cantidad de tazas de té como aves en la orilla del mar; los cuadros al óleo cubrían las paredes… En resumen, igual que en todas las fondas, con la sola diferencia de que en uno de aquellos cuadros figuraba una ninfa con unos senos como no cabe duda jamás vio el lector. Por lo demás, tal capricho de la naturaleza se puede contemplar en diversos cuadros acerca de temas históricos traídos a Rusia nadie sabe cuándo, de dónde ni por quién, a veces incluso por nuestros próceres, entusiastas de las artes, que los compraron atendiendo el consejo de los cocheros que los acompañaban.
El señor se desprendió de la gorra y de la bufanda de lana de vivos colores con que iba envuelto, una de esas bufandas que a los casados teje su mujer con sus propias manos y que le obsequia al mismo tiempo que le da las instrucciones pertinentes acerca de cómo debe taparse con ella, y que a los hombres solteros nadie sabría decir a ciencia cierta quién se las facilita. Yo jamás he usado bufandas de esa clase. Cuando estuvo situado ordenó que le sirvieran la comida. Mientras le iban sirviendo los platos usuales en las posa- das, a saber: sopa de col con una empanadilla que desde hace algunas semanas está aguardando al viajero, sesos con guisantes, salchichas con col, pollo asado, pepinos en salmuera y el eterno dulce de hojaldre dispuesto en todo momento para postre, se entretuvo charlando con el criado o mozo a fin de que éste le explicara toda clase de chismes sobre a quién había pertenecido anteriormente la posada y a quién pertenecía ahora, si proporcionaba sanea- dos ingresos y si el dueño era un pillo redomado. A lo que el criado dio la consabida contestación: «¡Oh, señor, es un bandido!» Igual que en la Europa modernizada, en la civilizada Rusia proliferaban las gentes respetables que cuando comían en la fonda tenían que charlar forzosamente, y en ocasiones incluso gastar alguna broma.

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