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Buquineando

Cuentos: Amado Nervo

«Bouquin» quiere decir (entre otras cosas, porque tiene acepciones menos nobles) libro viejo.

«Bouquiner», por tanto, significa buscar, comprar, leer libros viejos.

Mi proverbial ignorancia de la «lengua vernácula» me impide dar aquí un verbo que traduzca exactamente el infinitivo «bouquiner».

Allá los filólogos. Yo me limito por ahora a decir «buquinear», castellanizando para uso exclusivo de esta historia el verbo francés y para no incurrir en algún «bibliotequear» de mi invención y cosecha, el cual, por esta sola circunstancia, sería vitando.

Uno de los pequeños placeres de París es, pues, «buquinear» a la orilla del Sena. A todo lo largo de los muelles, desde el puente de la Concordia, subiendo hacia el Jardín de Plantas, se extienden por ambos lados pequeñas alacenas repletas de libros viejos o de ocasión, desde cinco céntimos el ejemplar. Hay también estampas, medallas, gemas, útiles de escritorio… ¡qué sé yo! Es aquello a modo de baratillo, frecuentadísimo por bibliómanos y coleccionistas, como todo el mundo lo sabe.

De las dos manías adolezco yo, y durante mis breves estadas en París, quien me buscase tendría muchas probabilidades de encontrarme por allí, a la siesta, hurgando papeles, sin curarme de los cierzos invernizos, que a todo lo largo del río vienen aleando y encarnizándose con las mejillas y la nariz de los transeúntes.

Como confortable aquel sitio no lo es; pero el coleccionista, el divagador o «flaneador», viven horas de absorción, de embelesamiento, que serían nirvánicas si sobre ellas no flotase una íntima conciencia del yo, curioso y satisfecho.

No sé quién me contó (ni si será cierto) que el conde Kostia, nuestro viejo conocido, llegó en una ocasión a París, entró al hotel, dejó su saco de mano, fuese a los muelles a buquinear todo el día, y al siguiente se volvió a La Habana…

Yo comprendo al conde Kostia…

Es muy raro dar en los muelles con una primera o segunda edición del Quijote, con un incunable o siquiera con un ejemplar antiguo de la Grandeza y decadencia de los romanos. Tan raro es, que nadie da con eso. Los prenderos y baratilleros de París saben más de lo que les han enseñado. Pero sí topa uno a veces con curiosidades que para los contemplativos tienen su encanto.

Yo, por ejemplo, encontré recientemente un libro de versos, dedicado con su respectivo autógrafo y sin desflorar. Eso nada tiene de raro. De sobra sabemos que la casi totalidad de los libros que enviamos con melifluas dedicatorias a los amigos, cuando bien nos va, se quedan sin abrir, y cuando nos va mal, con autógrafo y todo, paran en un puesto de libros viejos.

Pero aquél de que hablo, colección de versos franceses, compuestos por no sé qué poetisa rumana, búlgara o servia (callemos pudorosos su nacionalidad), además de la dedicatoria llevaba una carta entre sus páginas, las cuales le habían formado como una bolsa, por estar abierta sólo en una de las aristas. Y esa carta, dirigida a una grande y notoria personalidad del París literario hacía ya más de veinte años, decía:

«Cher Maître:
»Vous avez bien voulu me promettre jadis, dans une soirée memorable, chez le roi Hugo, vous occuper de mon premier livre de poémes, dont vous avez daigné lire le manuscrit.
»Le voici done le pauvre petit livre, qui vient vers vous plein d’espoir et d’humbles hommages.
»Acceptez-le et dites le mot qui consacre, le mot genereux qui devient une aureole…
»Votre…, etc.»

El cher maître ni siquiera había presentido la afectuosa y humilde súplica.

Y pensé en el esfuerzo enorme de la pobre mujer para enhebrar aquellas estrofas en un idioma extranjero; pensé en el verberar de su pobre alma ilusa, impaciente de gloria; en su esperanza de que una palabra de consagración venida de tan alto la impusiese por un momento siquiera a ese París inmenso tan amado, ¡ay!, por todos los que procuramos crear ideal, belleza, ensueño, y al cual tantos hemos ido a pedir en vano una palabra de fraternidad mental, de aliento, de fe…

En esto pensé, y adquirido el libro por unos cuantos céntimos, púselo en un sobre con la carta muy visible, y escribí otra, poco más o menos, así concebida:

«Cher Maître:
»Voici une lettre qui aura voyagé plus de vingt ans, pour meriter d’etre lúe. Peut etre celle qui l’a ecrit est morte dejà… Mais son âme, par la main d’un inconnu, frappe a votre porte.
»Ouvre lui! II est encoré temps de tenir une promesse lointaine.
»Un bouquiniste. »

Y contento como si hubiese ejecutado una buena acción, fui a echar mi paquete, certificado, al correo.

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