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El baile del Conde de Orgaz

Arturo Úslar Pietri

    Me imagino que fue un sabio malvado, conspirador de sótano, de barba y santo y seña, quien inventó esa máquina infernal, que llaman daguerrotipo. Más adelante veréis por qué. La casa toda estaba como descrita en un folletón de misterio. Tenía la poesía de que había de llegar un fiacre que dejaría huellas en la arcilla. Por la puerta claveteada y rechinante, que abría una llave enorme, saldría la luz pálida de un quinqué. En el vestíbulo estarían montando guardia dos armaduras gemelas llenas de aire húmedo. Al fondo, una escalera de madera por donde pasarían las ratas veloces. Seguramente alguna puerta disimulada en las molduras. Algunos sillones góticos. Un viejo reloj parado en las doce, adosado al muro; acaso otra puerta falsa. Algunos cuadros de anécdota, donde una señora de gris sonríe, a través de coches y árboles, a un caballero que cruza a caballo por un bosque donde no anochece. Acaso cerca pasa un río profundo y cavado en la tierra.

       Óyense las campanas de la catedral, especialmente en el oratorio, donde agitan la luz de un candil de aceite siempre encendido, que parece flotar señalando el derrotero al gran leño donde está crucificado un Cristo torcido y ensangrentado hasta los ojos.

       Pero arriba, en la biblioteca, cambia el decorado. Los muros están cubiertos de libros que ondulan, suben, caen, se arraciman, cambian de volumen y color, como las venas de una circulación extraordinaria. Algunos huecos para una cabeza de madera o de piedra: la melena de Beethoven, la nariz de Liszt, las arrugas desdentadas de Voltaire y un frío Platón ciego; en el centro, sobre la mesa que ilumina una lámpara verde, otra cabeza pálida, la greña negra y la patilla en marejada, los ojos extenuados, sobre el cuello fino las múltiples vueltas de una ancha corbata oscura; los labios sin color desgranando las palabras de la lectura:

       “Por la noche me propongo gozar de la salida del sol, y me quedo por la mañana en la cama. Durante el día me prometo admirar el claro de luna, y no salgo de la alcoba. No sabría decir por qué me acuesto, por qué me levanto. La levadura que hacía fermentar mi vida me falta; el encanto que me mantenía despierto en medio de las noches y me arrancaba el sueño en la mañana ha desaparecido.”

       En los tramos más anchos forman fila, como soldados tontos y automáticos, la colección empastada en negro y oro del “Monitor universal”, de la “Ilustración de ambos mundos”, de “La Ciencia al alcance de todos”, de “Las mejores poesías de los mejores poetas”, del “Florilegio de pensadores y moralistas” y de “Las cinco partes del mundo”. En los lomos, pequeños y dispares, estaban los nombres del “Discurso del método”, “Cándido”, el “Criticón”, Quevedo; resaltaba en blanco puro la “Imitación”, y de un grueso libro vecino flotaban palabras vagas: “Aquél que está oculto como la serpiente entre la hierba”. Circulaba un halo, limo, humo de palabras, simultáneas, contradictorias, indiferentes, torpes, como insectos sin cuerpo.

       Una atmósfera quieta y, sin embargo, delirante llenaba el aposento; flotaba el espíritu de todas las palabras maceradas en los libros y giraba una tormenta de voces mudas y angustiosas.

       En la mirada del lector está el daguerrotipo, mientras sus ojos van y vienen de un margen al otro de la lectura: “Hacia las once Werther preguntó a su criado si Alberto había regresado. El criado respondió que sí, que había visto pasar su caballo. Entonces Werther le dio un pequeño billete sin cerrar que contenía estas palabras: ‘¿Tendría la bondad de prestarme sus pistolas para un viaje que he de hacer? Adiós’”.

       Brilla la luz en el vidrio misterioso, se apaga, se presenta la silueta de un hombre barbudo, solemne, quieto, con un gran chaleco de ramos y arabescos, muerto en plomo gris; un instante después ya no queda sino el hueco de su figura, como un abismo ciego; después la silueta solemne, la oscuridad, y luego otra vez el brillo de la luz en el vidrio.

       De izquierda a derecha la mirada, de derecha a izquierda, mientras se celebra la extraordinaria metamorfosis de la luz y su creación en el daguerrotipo hasta que de pronto advierte que es una señal y siente el torbellino anhelante que hay en la biblioteca. Sombra, luz, la figura, el abismo, la figura, luz, sombra.

       Hasta que ya no puede moverse, no puede evadir el vértigo del abismo central; la vorágine invisible lo aprehende y lo obliga a mirar. Mira. Es una sustancia blanca, lechosa, como un ojo enfermo; se le notan como granos de piel, como tejido. Más de cerca se ve vivir una vibración imperceptible. Ya es como una niebla que va clareando y oye una voz de adentro o de afuera que anuncia: “Ésta es la velada con que celebra la muerte mi señor el Conde de Orgaz”. Es una figura fina y sombría de adolescente, cera y luto. Detrás se apiñan muchedumbres de cabezas pálidas, silenciosas y transfiguradas en una masa de paños lúgubres. Brillan dos o tres hachones quietos. Se oye una música de cuerdas graves, espaciosa y vacilante, que no cierra melodía, y entra la primera dama dentro de una enorme falda de cobre viejo, ancha como un eco.

       No hay columnas, ni muros, ni arcadas, sino una materia fofa e informe como algodón negro que los contiene.

       Un hombre estrecho, agudo, alto, de picuda barba, parece dirigir los movimientos sin palabra. Parece decir a la dama: “No podéis entrar porque no tendréis paciencia para estar quieta por los siglos”. Y la dama responderle: “Tampoco quieta estará la muerte”.

       Se oye un diálogo, se adivina, debería oírse:

       —¿De qué ha de morir el Conde? –pregunta un caballero.

       —De la perpetuidad de un milagro –responde otro tan enlutado y austero.

       —¿Milagro del Espíritu Santo o del Hijo?

       —Un milagro de contraste, en que entrarán las tres Divinas Personas, la hora y el sitio.

       —¿Se le verá luminoso?

       —Nosotros haremos de sombra…

       La dama sola gira que no gira al compás del rezongo de los instrumentos y parece no tener pies.

       —¿Qué representa ella, el río o la nube oscura?

       Entran dos franciscanos en piel de rata y cuentan trescientos ducados relucientes, que pasan como luceros fugitivos por sus dedos opacos.

       El hombre estrecho los toma y los desaparece en su hábito profundo; con la otra mano cambia la luz y la hace de un metal irrespirable.

       Los caballeros sienten venir algo que ha de pasar sin dolor a través de sus cuerpos de tiniebla.

       —Ya el Conde muere…

       —Ya viene sin fuerzas y plegado como una hoja en el aire…

       —Ya comienza la eternidad absorta, de la que sólo se salvarán los ausentes…

       —Por eso don Felipe no quiso que cubriese su monasterio de ese frío mortal.

       Van a inclinar las frentes, pero ya la posición es la exacta y las cabezas se niegan rígidas.

       Apenas se oye musitar.

       —Ya llega. Siento pasar su sombra por la mía, vestida de hierros impalpables.

       —Maese Domenico —clama el coro—, maese Domenico, ya no queremos…

       —Comienza el milagro…

       De la mano del hombre estrecho va saliendo un hilo de luz que paraliza y fija las figuras torturadas y ansiosas. Delante del grupo flota en el aire un guerrero moreno, dormido en su armadura reluciente.

       La dama, enriquecida de matices, parece obstinarse delante de él, temblorosa y asustada.

       Aún vive una voz:

       —¿Dónde irán a buscarnos nuestras mujeres, su carne perdida en tanta palabra pérfida, su gozo manchado con tanto color desconocido, su espasmo decapitado por un relámpago glacial?…

       Una chispa de luz irisa el traje de la dama y crea de su masa vibrante dos figuras inclinadas que sustentan al guerrero…

       Como una explosión de magnesio, un tinte blanco irrumpe y baña la visión, surge la figura solemne con el chaleco recamado; después un reflejo de luz brillante, luego un paño de sombra opaca. La cabeza se ha movido y el daguerrotipo vuelve a vivir en su metamorfosis incesante. Vuelven los ojos a la lectura, pero en el torbellino salta claro un verso insistente, dominador: “El pincel niega al mundo más suave”.

       La hora es la misma. En las paredes duermen los libros saturados de palabras. La luz se aquieta en sus lomos tranquilos, como sangre que se coagula. Mil mundos yacen en la caprichosa ilación de las frases. Mil mundos más en sus sentidos absurdos. Verdaderos y falsos, presentes e invisibles, inminentes y deleznables. El personaje de patillas y ceñida corbata negra advierte que su vida es también verdadera y falsa y no podrá salir de un libro, ya casi olvidado. Su existir quedará interrumpido y en suspenso, acaso para siempre, cuando otro lector, quien a su vez puede que viva también falsamente en otro libro, se niegue a continuar leyendo el capítulo siguiente, titulado en gruesas palabras anticuadas: “Donde se explica la nunca vista aventura que aconteció a nuestro héroe después de su pesadilla en la mansión maldita”.

 

 

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