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El huésped siniestro

Cuentos: E. T. A. Hoffmann

La tormenta bramaba y el vendaval presagiaba el invierno, arrastrando negras nubes y torrentes de lluvia y granizo. Cuando el reloj de pared dio las siete, la coronela de G. se dirigió a su hija Angélica y dijo:
—Hoy vamos a estar solas; el mal tiempo espanta los amigos. Me contentaría con que mi esposo estuviese de vuelta.
Un instante después hizo su entrada el caballero Moritz de R. Le seguía el joven jurisconsulto que animaba el círculo con su humor ingenioso, y que todos los jueves acostumbraba visitar la casa de la coronela, de manera que, según hacía notar Angélica, aquel círculo íntimo no tenía nada que envidiar a una sociedad más numerosa. Hacía frío en el salón; así que la coronela atizó el fuego de la chimenea y aproximó la mesa de té.
—Señores —dijo—, no voy a creer que estos dos caballeros, que han venido desafiando la tormenta y el vendaval con un heroísmo caballeresco, vayan a conformarse con nuestro insípido y flojo té. Así, pues, que mademoiselle Margarita les prepare una buena bebida nórdica que servirá para contrarrestar el mal tiempo.
La francesa Margarita, que no sólo por el idioma, sino por otras cualidades, era acompañante de la señorita Angélica, apareció e hizo lo que le ordenaban. El ponche humeaba, el fuego crepitaba, y todos fueron a sentarse muy juntos. Escalofriados y estremecidos, aun cuando hacía poco habían recorrido la sala hablando alegremente, como si un silencio momentáneo les sobrecogiese, dejando así percibir extrañas voces que las ráfagas de la tormenta traían con sus ululantes silbidos.
—No cabe duda —dijo al fin Dagoberto, el joven jurisconsulto— que el otoño, la tormenta, el fuego de la chimenea y el ponche contribuyen a despertar en nuestro interior temores siniestros.
—Pero que son muy agradables —le interrumpió Angélica—. Por mi parte, no conozco sensación más grata que el ligero escalofrío que me recorre cuando con los ojos muy abiertos, lanzo una mirada rápida a través del extraño mundo de los sueños.
—Sin duda —repuso Dagoberto—, así es. Este agradable escalofrío nos sobrecoge precisamente ahora, y después de la mirada que hemos lanzado sin quererlo al mundo de los sueños nos sentimos un poco silenciosos. Gracias a que todo ha pasado y que ya hemos vuelto de ese mundo a la bella realidad que nos ofrece esta magnífica bebida.
—Dime —dijo Moritz—, si tanto tú como la señorita Angélica, y yo mismo, consideramos que es dulce ese escalofrío y ese estado de ensoñación, ¿por qué no permanecer allí más tiempo?
—Permíteme, amigo mío, que te haga notar —repuso Dagoberto— que no se trata de esa ensoñación, en la que se pierde tan gustosamente el espíritu como en un juego. El auténtico escalofrío que produce la tormenta no es sino el primer síntoma de ese estado incomprensible y misterioso que está en lo más profundo de la naturaleza humana, frente al cual el espíritu se rebela en vano. Me refiero al terror, al miedo a los fantasmas. Todos sabemos que el mundo siniestro de los aparecidos sólo se manifiesta por la noche y que sale de su oscuro cobijo preferentemente si hace mal tiempo, emprendiendo así su errante peregrinación, de suerte que no es de extrañar que en estas circunstancias seamos testigos de alguna visita espantosa.
—Bromeáis, Dagoberto —dijo la coronela—, y aunque no niego que el temor infantil, que a veces sentimos, esté fundado en nuestra naturaleza, más bien creo que radica en el recuerdo de aquellos cuentos e historias absurdas con que nuestras nodrizas y sirvientas nos entretenían en la infancia.
—¡No —repuso Dagoberto con vivacidad—, no, respetable señora! Esas historias, que tanto nos encantaron en nuestra niñez, no resonarían con tanta intensidad en nuestra alma si en nuestro mismo interior no existiesen cuerdas que vibrasen resonantes. No puede negarse el mundo de los espíritus que nos rodea y que a menudo se nos manifiesta con maravillosas visiones y extraños sonidos. El escalofrío del miedo, del terror, brota de un impulso de nuestro organismo terreno. Es el gemido del espíritu encarcelado que se manifiesta de este modo.
—Sois un visionario —dijo la coronela—, como todos los hombres de viva fantasía. Aunque esté de acuerdo con vuestras ideas y crea realmente que le es permitido al mundo desconocido de los espíritus manifestarse con sonidos y aparecer ante nosotros en forma de visiones, no comprendo por qué la Naturaleza ha hecho que los vasallos de ese reino misterioso parezcan ser enemigos nuestros, de modo que sólo causan terror y espanto enormes.
—Quizá —repuso Dagoberto—, sea el castigo de una madre hacia unos hijos que han rehuido sus cuidados y su tutela. Me refiero a aquella edad dorada, cuando el género humano vivía en íntima unión con toda la Naturaleza y ningún miedo ni terror nos sobrecogía precisamente porque en la paz profunda no existía ningún enemigo que nos pudiera producir este pavor. Hablo de esas voces de los espíritus, pues si no,
¿cómo se explica que todos los sonidos de la Naturaleza, cuyo origen conocemos de sobra, puedan parecemos gemidos quejumbrosos y llenar nuestro pecho del más profundo terror? Lo más notable de estos sonidos de la Naturaleza es la música o las llamadas voces diabólicas de Ceilán, a las que hace referencia Schubert en sus Consideraciones de los aspectos nocturnos de la ciencia de la Naturaleza. Estas voces de la Naturaleza se dejan oír en las noches calladas con sonidos semejantes a voces humanas quejumbrosas, que ora parecen venir de muy lejos, ora resonar próximas. Causan tal efecto en el ser humano que hasta los más tranquilos y razonables observadores no pueden menos de sentirse horrorizados.
—Es cierto —dijo Moritz, interrumpiendo al amigo—, es verdad. Nunca estuve en Ceilán ni en los países vecinos y, sin embargo, oí un sonido tan terrorífico que no sólo yo, sino todos los que lo oyeron, experimentaron ese sobrecogimiento que ha descrito Dagoberto.
—Me agradaría mucho —repuso éste— que nos relataras cómo sucedió aquello y al mismo tiempo podrías convencer a la señora coronela.
—Ya sabéis —comenzó Moritz— que estuve en España al servicio de Wellington para combatir a los franceses. Vivaqueé durante toda la noche a campo descubierto con una división de caballería española e inglesa antes de la batalla de Vitoria. Era la víspera y estaba tan cansado de la marcha que me sentía rendido y me había adormilado cuando me despertó un gemido. Me incorporé, pensando que se encontraba a mi lado alguien herido y que había escuchado los quejidos de su agonía; pero sólo oí roncar a mis compañeros.
—Apenas los primeros rayos del amanecer despejaron las densas tinieblas, me incorporé para ver quién de los tendidos estaba herido o agonizando. Era una noche tranquila; sólo, suavemente, comenzaba a dejarse sentir un vientecillo matinal que agitaba el follaje. Por segunda vez oí un largo gemido que atravesó el aire, como si resonase desde la lejanía. Parecía como si los espíritus de los caídos en el campo de batalla se incorporasen y gritaran su dolor hacia la amplia bóveda celeste. Sentí que temblaba y me sobrecogió un terror profundo e indecible. ¡Los gemidos que había oído proferir a gargantas humanas no eran nada en comparación con estos sonidos desgarradores! Mis camaradas se despertaron desconcertados, como enloquecidos. Por tercera vez resonó el espantoso gemido hendiendo el aire. Nos quedamos paralizados y hasta los caballos, inquietos, se encabritaron, pateando. Muchos españoles cayeron de rodillas rezando en voz alta. Un oficial inglés aseguró que ya había visto en otras regiones del Sur este fenómeno, que se producía en la atmósfera, y su origen era eléctrico, lo que era prueba de que iba a cambiar el tiempo. Los españoles, inclinados a lo maravilloso, creían escuchar las poderosas voces de los espíritus sobrenaturales, que eran anuncio de algo tremendo que iba a suceder. Encontraron confirmada su creencia cuando, al día siguiente, la batalla retumbó terrorífica.
—¿Tenemos que ir a Ceilán o a España —dijo Dagoberto— para escuchar esos extraordinarios sonidos quejumbrosos de la Naturaleza? ¿Acaso no podemos sentir el mismo pavor oyendo el sordo tronar de la tormenta, el ruido del granizo al caer, los gemidos y el ulular del viento? ¡Vaya! Dediquemos alguna atención a la loca música y a las mil espantosas voces que brotan de esta chimenea o a la cancioncilla fantasmal que comienza a cantar la tetera.
—¡Magnífico! —exclamó la coronela—. ¡Magnífico! Dagoberto, relega a la tetera los fantasmas que nos atemorizan con sus espantosos ayes.
—No creas que se equivoca nuestro amigo —interrumpió Angélica—. Los extraños silbidos y chisporroteos de la chimenea realmente me estremecen, y la canción que canta la tetera de modo tan quejumbroso me parece tan siniestra que voy a apagar la lamparilla para que termine de una vez. Angélica se levantó y, al hacerlo, se le cayó el chal. Rápidamente, Moritz se agachó para recogerlo y se lo entregó a la joven. Ella posó en Moritz la clara mirada de sus ojos azules y él, tomando su mano, imprimió con ardor en ella los labios. En el mismo instante, Margarita se estremeció como tocada por una descarga eléctrica; el vaso de ponche, que acababa de llenar e iba a ofrecer a Dagoberto, cayó al suelo y se hizo mil pedazos. Sollozando se arrojó a los pies de la coronela, acusándose de ser una necia y pidió permiso para irse a su cuarto. Todo lo que allí habían referido, aunque en parte no lo comprendiese, le había causado espanto, y ahora su terror, al hallarse frente a la chimenea, era indecible, sentíase enferma y quería irse a acostar. Después de decir esto, besó la mano a la coronela y la humedeció con sus abundantes lágrimas.
Dagoberto sintió gran violencia por todo lo sucedido y creyó necesario dar otro giro a la conversación. Arrodillándose a los pies de la coronela, suplicó con voz llorosa que concediese su gracia a la pecadora que había osado romper el valioso vaso que contenía aquel líquido capaz de animar la lengua de un jurisconsulto y de calentar un corazón helado. Respecto a la mancha que había dejado el ponche sobre la alfombra, juraba que, al día siguiente por la mañana, vendría a frotar con un cepillo, al tiempo que sus pasos y vueltas y piruetas, durante la hora que durase el trabajo, dejarían chico a un maestro de baile. La coronela, que al principio había dirigido miradas sombrías a Margarita, se sonrió ahora al escuchar las ingeniosidades de Dagoberto. Riendo, le tendió ambas manos y dijo:

—Levántate y seca tus lágrimas. ¡Has logrado que te conceda la gracia desde mi severa silla de juez! Margarita, tienes que agradecerle sus ingeniosas ocurrencias y su heroico sacrificio referente a la mancha del ponche, porque debido a ello no tendré en cuenta tu gravísima culpa. Pero no te voy a dejar sin castigo. Ordeno que, sin más melindres, permanezcas en la sala y obsequies a nuestro invitado con ponche, aún más diligente que antes, y que le des un beso a tu salvador en señal de tu profundo agradecimiento.
—Así que la virtud no queda sin recompensa —dijo Dagoberto con gran patetismo cómico, en tanto que cogía la mano de Margarita—. ¡Creedme —dijo—, creedme, hermosa mía!, aún quedan en la tierra jurisconsultos que se sacrifican incondicionalmente por la inocencia y el derecho! ¡Bueno! ¡Y ahora obedezcamos a nuestro juez y cumplamos su juicio, ya que no hay medio de apelación!
Al decir esto imprimió un ligero beso en los labios de Margarita, y volvió a colocarse en su sitio. La muchacha, ruborizada, se echó a reír, aunque todavía tenía lágrimas en los ojos.
—¡Qué tonta soy —dijo en francés—, qué tonta soy! ¡Haré todo lo que me diga la señora coronela! Voy a estar tranquila, serviré el ponche y oiré hablar de los fantasmas sin asustarme.
—¡Bravo, niña —gritó Dagoberto—, bravo! Mi heroísmo te ha entusiasmado, ¡y a mí la dulzura de tus labios! Mi fantasía tiene nuevas alas y me siento obligado a sacar lo espantoso del regno di pianto para nuestra diversión.

—Creo —dijo la coronela— que deberíamos callarnos y dejar de hablar de esos fatales seres siniestros.
—Por favor —interrumpió Angélica—, por favor, mamá; escucha a nuestro amigo Dagoberto. Tengo que confesar que no hay nada que me guste más que oír estas historias de fantasmas, que me producen escalofríos de miedo.
—¡Cuánto me alegro —gritó Dagoberto—, cuánto me alegro!
¡Nada es más encantador que una jovencita que tiene miedo, y por nada del mundo me casaría con una mujer a la que no aterrorizasen los fantasmas!
—Tú —dijo Moritz— nos asegurabas, querido amigo Dagoberto, que teníamos que precavernos de aquel pavor o ensoñación que nos sobrecoge cuando el primer terror fantasmal nos domina. ¿Quieres decirnos por qué?
—Parece ser que nadie permanece en aquella agradable ensoñación que se produce al primer contacto. A continuación le sobrecogen miedos mortales, un terror que pone los pelos de punta, pues, al parecer, aquella primera sensación agradable es el atractivo de que se vale el siniestro mundo fantasmagórico. Ya hemos hablado de cómo se explican aquellos sonidos de la Naturaleza y de su efecto tremendo sobre nuestros sentidos. A veces percibimos extraños sones, cuyo origen nos resulta indescifrable, y despiertan en nosotros un profundo terror. Por muy poderoso que sea el pensamiento de que pueda ser un animal oculto, una corriente de aire o cualquier ruido que se produzca de manera natural, es en vano. Todos sabemos por experiencia que cualquier ruido que se produce durante la noche, si suena en pausas medidas, ahuyenta el sueño y aumenta la angustia interior, hasta tal punto que ofusca el mismo sentido. Hace algún tiempo, yendo de viaje, tuve que detenerme en una posada, donde el posadero me preparó una habitación grande y muy agradable. A mitad de la noche desperté bruscamente. La luna lanzaba sus claros rayos a través de la ventana sin visillos, de modo que podía ver todos los muebles y hasta el más pequeño detalle del cuarto. Parecía estarse oyendo el sonido de una gota de agua al caer en un recipiente metálico. ¡Escuché! A pausas, en intervalos medidos, oía el mismo ruido. Mi perro, que yacía acostado a los pies de la cama, gruñó y se agitó, gimiendo en la habitación. Sentí como si me recorriesen el cuerpo corrientes heladas, y de mi frente cayeron frías gotas de sudor. Pese a todo, sobreponiéndome con valentía, grité, salté de la cama y me dirigí al centro de la habitación. La gota vino a caer delante de mí, como si me traspasase, yendo a dar en el metal, que produjo un ruido tintineante. Sobrecogido por un profundo espanto, corrí hacia la cama y me escondí bajo el cobertor, medio desvanecido. Parecía como si el sonido se reanudase poco a poco, resonando en el aire. Caí en profundo sueño, del que desperté a la mañana siguiente. El perro, que se había acurrucado junto a mí, saltó alegremente apenas me vio despierto, como si se le hubiese quitado el miedo. Entonces se me pasó por la cabeza que quizá yo fuese el único para quien resultase desconocida la causa natural de aquel extraño sonido; así que conté a mi posadero toda la aventura, que todavía estremecía mis miembros de pavor. Realmente, pensé, él me aclarará todo, aunque había hecho mal en no avisarme.
—El posadero palideció y me pidió, por lo que más quisiera, que no dijera a nadie lo que había sucedido en aquel cuarto, pues corría el peligro de perder su modo de ganarse la vida. Más de un viajero —dijo— ya se había quejado de aquel ruido, que se escuchaba en las noches más claras. El posadero había revisado todo concienzudamente, incluso el entarimado y el cuarto contiguo, sin haber podido encontrar lo más mínimo que pudiera causar el espantoso sonido. Desde hacía casi un año no se había vuelto a oír nada, de modo que creyó verse libre de los malos espíritus. Pero he aquí que, con gran espanto suyo, veía que aquel siniestro ser volvía a las andadas. Ya nunca más volvería a meter a ningún huésped en aquella maldita habitación.
—¡Ay! —exclamó Angélica, temblando—. ¡Qué espantoso, es verdaderamente espantoso! Yo me hubiera muerto de haberme sucedido algo semejante. También a mí me ocurre que a veces, en medio del sueño, despierto súbitamente, sobrecogida por un miedo indecible, como si me hubiera sucedido algo aterrador. Y, sin embargo, no tengo ni la menor idea del motivo ni el menor recuerdo de aquel sueño, más bien me parece como si despertase de un estado inconsciente y casi mortal.
—Yo también conozco ese estado —añadió Dagoberto—. Quizá tenga relación con ese poder de las extrañas influencias psíquicas a las que nos entregamos involuntariamente. Lo mismo que los sonámbulos no se acuerdan de su estado de sonambulismo, quizá esa espantosa angustia sea como una especie de resonancia de aquel poderoso encanto, cuyo origen nos es desconocido, pero que nos atrae.
—Aún recuerdo muy vivamente —dijo Angélica— cómo hace unos cuatro años, la noche que cumplía los catorce, me desperté en un estado tal que el espanto me tuvo paralizada durante algunos días. En vano me esforcé por acordarme del sueño que tanto me había aterrorizado. Recuerdo claramente que muchas veces le hablé a mi buena madre de aquel sueño, sin poder recordar su contenido.
—Este raro fenómeno psíquico —repuso Dagoberto— tiene relación con el principio magnético.
—Cada vez estamos complicando más la conversación —dijo la coronela— y nos perdemos en cosas cuyo solo pensamiento me resulta insoportable. Le ruego, Moritz, que cuente en seguida algo divertido y gracioso para que terminemos de una vez con las siniestras historias de fantasmas.
—De muy buena gana —repuso el aludido—, de buena gana obedeceré vuestro mandato si antes me permitís recordar un acontecimiento horrible que desde hace un rato tengo en la punta de la lengua. En este momento me posee de tal forma que sería vano cualquier esfuerzo para tratar de hablar de otras cosas más divertidas.
—Bien —repuso la coronela—, descargad todo lo horrible que os domina. Mi esposo llegará de un momento a otro; así que entonces volveremos a enzarzarnos en alguna otra polémica o hablaremos con entusiasmo de hermosos caballos, aunque sólo sea para romper la tensión que me ha producido todo este asunto de fantasmas, ¿a qué he de negarlo?
—Durante la última campaña —comenzó Moritz— conocí a un general, ruso de nacimiento, apenas de treinta años. Trabé con él estrecha amistad, ya que el destino quiso que durante largo tiempo estuviéramos juntos frente al enemigo. Bogislav, que así se llamaba el general, tenía todas las cualidades para hacerse acreedor al mayor respeto y afecto. Era de gran estatura y noble presencia, ingenioso, de digno semblante varonil, rara cultura, la bondad misma y, por añadidura, valiente como un león. A menudo se alegraba mucho con la bebida, pero de pronto le sobrecogía el pensamiento de algo horrible que le había sucedido y que había dejado rastros de profundo dolor en su semblante. Entonces se callaba y, abandonando la compañía de la gente, paseaba solitario de un lado a otro.
Si estábamos en campaña, cabalgaba de avanzadilla en avanzadilla y sólo cuando era presa del agotamiento se entregaba al sueño. Añádase a esto que a menudo, sin necesidad alguna, se arrojaba a los mayores peligros, como si buscase en el campo de batalla la muerte, la cual parecía evitarle, ya que en las más duras refriegas no le tocaba ni una bala, ni un mandoble, no obstante lo cual era evidente que una pérdida irreparable o algún hecho imprevisto había destrozado su existencia.
Estando en tierras francesas, habíamos tomado al asalto una fortaleza, en la que permanecimos un par de días con el fin de que tuvieran un descanso las tropas agotadas. Las habitaciones donde se había alojado Bogislav estaban sólo a dos pasos de las mías. Durante la noche me despertó un ligero ruido, como si golpeasen la puerta de mi cuarto. Escuché con atención, oí mi nombre, y reconociendo la voz de Bogislav me levanté y abrí.
¡Ante mí estaba él en camisón de dormir, con el candelabro encendido en la mano, pálido como la muerte, temblando todo su cuerpo, incapaz de proferir palabra!
—Por todos los cielos, dime, ¿qué sucede, qué te pasa, querido Bogislav? —exclamé mientras le conducía medio desvanecido a una silla, después de lo cual le di a beber dos o tres vasos de un vino fuerte, que precisamente estaba sobre la mesa; luego cogí sus manos entre las mías y le consolé a mi manera, ya que no conocía el motivo de aquel espantoso estado en que se encontraba. El general se recuperó poco a poco, suspiró profundamente y empezó a decir con voz débil:
—¡No! ¡No! ¡Me volveré loco si la muerte, que deseo con toda mi alma, no me abre los brazos! ¡A ti, mi querido Moritz, te confiaré mi horrible secreto! Ya te conté una vez que hace varios años estuve en Nápoles. Allí vi a una joven, hija de una de las familias más notables, de la que me enamoré con ardor. Aquella criatura angelical correspondió totalmente a mi afecto y sus padres consintieron en que se estrechasen los lazos que serían causa de mi felicidad.
Era ya el día de la boda cuando apareció un conde siciliano que, interponiéndose entre nosotros, conquistó a mi novia. Traté de hablar con él y no hizo sino burlarse de mí. Nos batimos y le atravesé el cuerpo con mi espada. Corrí presuroso hacia mi novia. La encontré bañada en lágrimas y, llamándome maldito asesino, a mí, su amado, me echó de su lado. Dando muestras de horror, gemía desconsolada y se desvaneció cuando toqué su mano, como si un escorpión la hubiese tocado. ¿Quién sería capaz de describir mi espanto? A los padres les resultó incomprensible la transformación de la hija, que nunca había escuchado las pretensiones del conde.
El padre me atendió en su palacio y trató cuidadosamente de que abandonase Nápoles antes de que me descubriesen. Perseguido por las furias, cabalgué de un tirón hasta San Petersburgo. ¡Mi vida está destrozada, no por la infidelidad de mi amada, sino por un hombre secreto! ¡Desde aquel infortunado suceso de Nápoles me persigue el horror, el espanto del infierno! A menudo durante el día, con más frecuencia durante la noche, escucho gemidos de moribundo, ora desde la lejanía, ora muy cerca de mí. Es la voz del conde asesinado, que me estremece hasta lo más hondo. Cuando suenan los cañonazos más fuertes y se oye el tiroteo y el fuego de los mosquetes en medio de las batallas, oigo muy próximo a mí el horrible quejido, ¡de modo que en mi pecho despierta la rabia, la desesperación y la locura!
—Precisamente aquella noche, cuando lo estaba contando, un gemido sofocado, que se prolongaba como si viniese de la puerta, hizo que Bogislav y yo nos sobrecogiéramos de espanto. Daba la sensación de que alguien que estaba en el suelo, gimiendo y suspirando, se arrastraba hacia nosotros con ritmo inseguro. Entonces, Bogislav se levantó rápidamente de la silla y como si nuevas fuerzas le animasen, gritó con voz tonante y los ojos fuera de las órbitas: “¡Muéstrate, condenado, si es que puedes; ya verás lo que voy a hacer de ti y de todos los espíritus infernales que están a tus órdenes!” Entonces, el general y yo oímos un potente golpe…
Y en el momento en que Moritz, el narrador, decía estas palabras, se abrió la puerta de la sala donde estaban con un estrépito terrible.
Entró un hombre vestido de negro de la cabeza a los pies, el semblante pálido y la mirada seria y muy fija. Se acercó a la coronela, dando muestras de los más nobles modales del mundo elegante, y pidió que le perdonasen por llegar tan tarde, pero una visita inesperada, con gran disgusto suyo, le había impedido llegar a tiempo. La coronela, incapaz de recuperarse del terror que le había causado la entrada, balbuceó algunas palabras que poco más o menos significaban que el extraño podía tomar asiento. Acercó su silla junto a la coronela, frente a Angélica, se sentó y paseó su mirada en torno del círculo de los reunidos. Nadie se atrevió a decir palabra; parecía que todos estaban como paralizados. Entonces el extraño personaje comenzó a disculparse nuevamente por haber llegado con retraso y por haber hecho una entrada tan impetuosa. No era culpa suya, sino del criado, que al entrar en la sala había cerrado de golpe la puerta.
La coronela, tratando de vencer con esfuerzo el siniestro sentimiento que la dominaba, le preguntó con quién tenía el gusto de hablar. El extraño hizo como que no oía la pregunta, pendiente como estaba de Margarita, que parecía haberse transformado, riendo con estrépito, bailoteando delante del extraño, y que charlando a medias en francés, le dijo se estaban divirtiendo mucho con historias de fantasmas y que precisamente cuando él entró, el caballero que contaba la historia estaba a punto de hacer que apareciera uno.
La coronela pensó que no era cortés preguntar el nombre a quien parecía ser un invitado y tampoco hizo nada para impedir que Margarita siguiera mostrando una conducta improcedente. El extraño puso fin a la charla de la muchacha francesa al dirigirse a la coronela y tratar de entablar conversación sobre algún asunto sin importancia. Ésta respondió y Dagoberto trató de inmiscuirse en la conversación, que finalmente fue fragmentándose en diálogos diferentes.
Entretanto, Margarita tarareaba algunos estribillos de canciones francesas y se movía como si ejecutase nuevos pasos de una gavota, mientras que nadie se atrevía a moverse, pues todos se sentían oprimidos, ya que a todos les había sentado como un mazazo la presencia del extraño, y cuando miraban el semblante, blanco como la muerte, del huésped siniestro, se les helaban las palabras en los labios. Sin embargo, nada raro había en el tono, en los gestos y en la conducta de este hombre de mundo experimentado. El fuerte acento extranjero con que hablaba alemán y francés dejaba adivinar que no era ni alemán ni francés.
Por fin respiró la coronela cuando oyó ruido de jinetes ante la casa y se escuchó la voz del coronel. Un instante después entró éste en la sala. Nada más ver al extraño, se apresuró a exclamar:
—¡Bienvenido a mi casa, querido conde! ¡Muy bienvenido! Y volviéndose a la coronela dijo:

—El conde de… es uno de mis amigos más queridos y más fieles: lo conocí en el Norte y volví a verle en el Sur.
La coronela, perdido ya todo el miedo, con amable sonrisa, echó la culpa a su esposo por no haberle avisado, de modo que no le chocase haber sido recibido de forma tan extraña por sus amigos. Luego contó al coronel que se habían pasado toda la tarde hablando de fantasmas y que precisamente cuando Moritz contaba una historia espeluznante y decía las palabras:… y entonces se oyó un ruido espantoso, la puerta de la sala se abrió, entrando el conde.
—¡Dios bendito! —exclamó la coronela riéndose—. ¡Dios bendito! ¡Le hemos tomado, querido conde, por un fantasma! Parece como si Angélica mostrase todavía las huellas del terror en su semblante y que aún no se hubiese recuperado del susto; incluso Dagoberto perdió su alegría. Decidme, conde,
¿no llevaréis a mal que os hayamos tomado por un fantasma, por un aparecido?
—¿Acaso —repuso el conde con extraña mirada—, acaso hay en mi conducta algo fantasmal? Se habla ahora mucho de hombres que pueden ejercer un influjo psíquico sobre otros, por lo que causan un efecto siniestro. Quizá yo sea uno de esos que poseen tal poder.
—Bromeáis, querido conde —le interrumpió la coronela—, aunque es cierto que ahora perseguimos los más extraños secretos.
—Sí, es cierto —repuso el conde—; ahora se da crédito a toda clase de cuentos y raras imaginaciones. Hay que precaverse contra esta extraña epidemia. Sin embargo, como he interrumpido al señor capitán en el punto más interesante de su relato, le suplico que refiera el final, ya que ninguno de sus oyentes querrá quedarse sin oír el desenlace.
Al capitán le pareció el conde no sólo un personaje siniestro, sino, además, antipático. Encontró que en sus palabras había algo de burla, toda vez que se sonreía de modo diabólico al pronunciarlas; así es que repuso, echando llamas por los ojos y en un tono altivo, que temía alterar con sus cuentos infantiles la alegría que se había desatado al entrar el conde en aquel círculo tan serio y que, por tanto, prefería callarse. El conde hizo como que no tomaba en consideración las palabras del capitán. Jugueteando con la tabaquera de oro que tenía en la mano, se volvió hacia el coronel para preguntarle si la alegre dama era francesa de nacimiento.
Se refería a Margarita, que continuaba tarareando por la sala. El coronel se acercó a ella y le preguntó en voz baja si se había vuelto loca. Margarita fue a sentarse aterrorizada junto a la mesa de té. El conde tomó la palabra y fue contando diversas cosas que habían acaecido en corto espacio de tiempo. Dagoberto apenas podía pronunciar palabra. Moritz iba poniéndose cada vez más rojo y sus ojos lanzaban chispas, como si esperase la señal para atacar. Angélica parecía sumida en la labor que había empezado y no levantaba la vista. Todos evitaban mirarse llenos de desconfianza.
—Eres un hombre feliz —exclamó Dagoberto cuando se encontró a solas con Moritz—, no dudes más: Angélica te ama ardientemente. Hoy he visto en su mirada que está completamente enamorada de ti. Pero el diablo, que todo lo amaña, me parece que ha sembrado cizaña entre la mies floreciente. Margarita arde en su loca pasión. Te ama con toda la fuerza de un dolor inmenso que desgarra su pecho. La loca conducta de que ha dado pruebas hoy, no es sino la mejor muestra de un ataque furioso de celos. Cuando Angélica ha dejado caer el chal y tú se lo alcanzaste, besando su mano, las furias del infierno hicieron presa de la pobre muchacha. Y tú eres culpable de eso. Has extremado tus galanterías con la hermosa francesa. Ya sé que sólo piensas en Angélica, que todas las reverencias y elogios que haces a Margarita van dirigidos a aquélla, pero los falsos rayos que le has lanzado han incendiado su alma. La pena es que, en realidad, no sé cómo va a terminar la cosa y si tendremos que ver horribles sucesos y situaciones espantosas.
—¿Yo con Margarita —repuso el capitán— cuando Angélica me ama como dices? Entonces, aunque lo dudo, seré feliz y poco me importan todas las Margaritas que hay en el mundo y todas sus locuras. Pero un temor invade ahora mi ánimo. Este siniestro conde extranjero que ha hecho su entrada de modo tan misterioso, ¿no parece interponerse entre nosotros? Tengo la impresión de que a cualquier sitio que se vuelva va a hacer que suceda una desgracia, conjurada por él mismo desde lo más profundo de la noche. ¿Has notado con qué frecuencia su mirada se posa sobre Angélica y cómo sube un leve color a sus pálidas mejillas para luego desaparecer? Este monstruo ha hecho caso omiso de mi amor, por eso las palabras que me ha dirigido han sido tan burlonas, pero te aseguro que no pienso aguantarlo, aunque me cueste la vida.
Dagoberto dijo que el conde parecía un individuo fantasmal, al que no había que perder de vista, aunque quizá, detrás de esta apariencia, se escondiese menos de lo que se figuraban y que la sensación siniestra que causaba fuese debida a la tensión en que se encontraban cuando entró.
—Recibamos —repuso Dagoberto— a todos los seres desconcertantes con ánimo templado, con invariable confianza. No hay poder maléfico que haga doblar la cabeza al que se muestra poderoso y con ánimo entero.
Tiempo después, el conde, que visitaba cada vez con más frecuencia la casa del coronel, llegó a hacerse imprescindible. Todos coincidían en reconocer que el reproche de ser siniestro que le habían hecho recaía ahora sobre ellos.
—Acaso —decía la coronela—, acaso, ¿no podía él, con muchísima razón, tenernos por gente siniestra con nuestros pálidos semblantes y nuestra extraña conducta?
El aludido desplegaba en su conversación una rica gama de conocimientos y, no obstante ser italiano y expresarse con acento extranjero, era capaz de hacer una exposición perfecta. Sus relatos tenían un fuego irresistible, tanto que incluso Moritz y Dagoberto, que en un principio mostraron su enemistad al extraño, cuando éste hablaba y exteriorizaba en su bien formado semblante una sonrisa amable, llegaron a olvidar su enfado y, como Angélica, estaban pendientes de sus labios.

La amistad del coronel con el conde había llegado a un punto tal que éste le consideraba como uno de los hombres más nobles que había conocido. La casualidad les puso en contacto con el Norte, donde el segundo ayudó al primero con todo desinterés en una situación apurada en la que hubiera podido perder para siempre no sólo el dinero y los bienes, sino la fama y el honor. El coronel, que agradecía al conde en lo más hondo de su ser todo lo que le debía, estaba pendiente de él por completo.
—Ha llegado el momento —dijo el coronel un día a su esposa, cuando ambos se encontraban solos—, ha llegado el momento de que te diga el motivo de que el conde se encuentre aquí. Ya sabes que él y yo hace más de cuatro años que nos conocimos, y fuimos estrechando nuestra amistad de tal modo, que llegó un momento que nuestros cuartos estuvieron muy próximos. Sucedió que el conde, una mañana al entrar en mi habitación vio sobre la mesa la pequeña miniatura de Angélica, que siempre llevo conmigo. Conforme la miraba, su excitación iba en aumento. Incapaz de articular palabra, se quedó mirándola fijamente sin poder apartar los ojos de ella, hasta que, al fin, exclamó admirado que nunca había visto una mujer tan hermosa, tan encantadora, y que nunca había sabido qué era el amor, pero ahora le incendiaba el corazón con llamas vivísimas. Bromeé acerca del efecto maravilloso del retrato, llamé al conde nuevo Calaf, y le deseé suerte, pues sin duda Angélica no sería ninguna Turandot. Finalmente le di a entender de un modo indirecto que ya no era ningún joven para inflamarse con una pasión tan romántica y enamorarse de un retrato. Me juró con firmeza, dando muestras de verdadero arrebato, cosa propia de su nación, que amaba apasionadamente a Angélica, y que yo, si quería impedir que se hundiese en la sima de la desesperación, debía permitirle pretender la mano de mi hija.
Y el coronel terminó diciendo:
—Por eso se encuentra aquí, y por eso ha venido a nuestra casa. Está convencido de haberse ganado la inclinación de Angélica y ayer me hizo una petición formal. ¿Qué me dices del asunto?
La coronela no supo qué contestar, porque las últimas palabras de su esposo la estremecieron.
—Por Dios —exclamó—, ¿entregar nuestra Angélica a ese conde tan extraño?
—¿Extraño? —repuso el coronel ceñudo—. ¿Un extraño el conde a quien debo el honor, la libertad y quizá hasta la vida? Te confieso que, en efecto, su edad madura no concuerda con nuestra joven palomita, pero es un hombre noble y además rico, muy rico.
—Y ¿sin preguntarle nada a Angélica? —interrumpió la coronela—. ¿Sin preguntarle nada a Angélica, que quizá no sienta la menor inclinación por él, aunque éste se lo imagine en su loca fantasía de enamorado?
—¿Acaso te he dado alguna vez motivo —dijo el coronel, levantándose de un salto de la silla, y mirando furioso a su esposa— para pensar que soy un padre tiránico y loco que trata de emparejar de indigna manera a su adorada hija? Pero ya estoy harto de vuestra sensibilidad novelesca y de vuestras ternezas. Hay que ver qué cosas tan fantásticas se imaginan al casarse una pareja. Angélica es toda oídos cuando el conde habla, le mira muy favorablemente, se ruboriza cuando él besa su mano, que ha dejado entre las suyas. Así es como se expresa la inclinación de una joven inexperta, a la que un hombre hace feliz. No es necesario que sea un amor novelesco, ese que tantas veces ronda vuestra imaginación.
—Creo —le interrumpió la coronela—, creo que el corazón de Angélica no es libre, aunque ella ni siquiera lo sepa.
—¿Cómo? —exclamó enfadado él.
Y ya iba a salir precipitadamente, cuando en aquel instante se abrió la puerta y apareció Angélica con una sonrisa celestial, de la más pura inocencia. El coronel, abandonando su enfado y su mal humor, fue hacia ella, la besó en la frente y cogiéndola de la mano la condujo hacia una silla, yendo a sentarse a su lado. Luego se puso a hablarle del conde, alabando su noble figura, inteligencia, y sensibilidad; después preguntó a Angélica si le era soportable. Ella respondió que, al principio, le había resultado muy extraño y hasta le pareció siniestro, pero que luego supo dominar este sentimiento, y que ahora ¡hasta le mira con agrado!
—¡Oh, gracias sean dadas al Cielo! —gritó el coronel lleno de alegría—. ¡Vas a ser mi consuelo, mi salvación! El conde S., este noble caballero, siente por ti profunda adoración y pretende tu mano, si no se la niegas.

Apenas había pronunciado el coronel estas palabras, cuando Angélica, exhalando un gemido, cayó desvanecida. La coronela la tomó en sus brazos, al tiempo que lanzaba una mirada significativa a su esposo, quien contemplaba en silencio a la pobre criatura, pálida como una muerta. La joven se recuperó; un torrente de lágrimas brotó de sus ojos, y comenzó a gritar con voz desgarradora:
—¡El conde, el horrible conde! ¡No, no, jamás!
Con toda suavidad su padre le preguntó una y otra vez por qué motivos le parecía tan horrible. Angélica confesó que precisamente en el mismo instante en que el coronel le había dicho que el conde la amaba, había recordado de pronto aquel espantoso sueño que había tenido la noche en que cumplía sus catorce años y del que había despertado atemorizada, sin poder recordar lo más mínimo de ninguna imagen.
—Me hallaba —refirió Angélica— recorriendo un jardín muy agradable, entre los arbustos y las flores. De pronto me encontré ante un árbol maravilloso con hojas muy oscuras y flores enormes, extrañas y olorosas, parecidas a las del saúco. Parecía como si el árbol me hiciese señas, invitándome a acercarme a su sombra. Como atraída por invisible e irresistible fuerza, me tumbé en el césped bajo el árbol. Era como si se oyesen extraños sonidos a través del aire, como si un soplo de viento estremeciese el árbol, que se diría lanzaba temerosos suspiros. Sentí, entonces, una pena indescriptible y una profunda compasión agitó mi pecho. Yo misma no supe por qué. ¡Un rayo ardiente pareció atravesar mi corazón, desgarrándole! Pero el grito que traté de proferir no brotó; tan angustiado estaba mi corazón, que sólo pudo convertirse en un ahogado suspiro.
El rayo que traspasó mi corazón no era sino la mirada de unos ojos varoniles que me contemplaban desde un oscuro matorral. En el mismo instante, los ojos estuvieron ante mi presencia y una mano blanca trazó un círculo en torno mío. Y los círculos fueron haciéndose cada vez más estrechos, como si fueran un hilo de fuego, de tal forma que al final no podía moverme, envuelta en aquella tela de araña. Hay que añadir que la espantosa mirada de aquellos horribles ojos penetraba hasta mi interior y se apoderaba de todo mi ser; el solo pensamiento de depender de un tenue hilo, me causa una angustia de muerte. El árbol inclinó las flores hacia mí y entonces se oyó la voz agradable de un joven que decía: “¡Angélica yo te salvaré, yo te salvaré!” Pero…
El relato fue interrumpido cuando anunciaron al capitán de R. que venía a hablar con el coronel. Nada más oír el nombre de aquél, Angélica le llamó, de nuevo las lágrimas brotaron a raudales de sus ojos, y con una voz que expresaba un profundo dolor, y la pena de amor que se alberga en un pecho, exclamó:
—¡Moritz, ay, Moritz!…
El capitán al entrar oyó estas palabras y vio a Angélica bañada en lágrimas, que le tendía los brazos. Fuera de sí, quitándose la gorra militar que cayó al suelo, se arrodilló a los pies de Angélica, y como ésta, desvanecida por la pena, cayese en sus brazos, la estrechó contra su pecho. El coronel observó el grupo, mudo de asombro.
—Me figuraba —susurró la madre en voz baja—, me figuraba que se querían, pero no sabía nada.
—Capitán de R. —exclamó furioso el coronel—, ¿qué tiene usted que ver con mi hija?
Moritz, recuperándose, dejó con suavidad en la silla a la desvanecida Angélica, recogió la gorra del suelo, y dando un paso hacia el coronel, con el semblante rojo como la grana y la mirada baja, aseguró, por su honor, que amaba profundamente a Angélica, pero que hasta este instante nunca se habían dicho la más mínima palabra, y que ni la menor confesión de sus sentimientos había brotado de sus labios. Dudaba que Angélica le correspondiese. Era en este momento, por vez primera, cuando experimentaba una felicidad celestial, y ahora esperaba que el noble y cariñoso padre no le rechazase, si le suplicaba bendecir un lazo que estrecharía un amor puro y ardiente. El coronel midió al capitán y luego a Angélica con mirada sombría; luego se paseó por la habitación con los brazos cruzados, como alguien que ha tomado una decisión. Al fin se detuvo ante la coronela, que sostenía en sus brazos a Angélica, mientras la consolaba.
—Vamos a ver —dijo conteniendo su ira—. ¿Qué relación tiene un necio sueño con el conde?
Angélica se arrojó a sus pies y besándole las manos, que regó con sus lágrimas, le habló con la voz ahogada por el llanto.

—¡Padre mío! Padre querido, aquellos espantosos ojos que me traspasaban eran los ojos del conde, y su mano fantasmal es la que me rodeó con la tela de araña de fuego. ¡Pero la voz juvenil que me consolaba y que me llamaba desde las flores aromáticas del árbol maravilloso era la de Moritz, mi Moritz!
—¡Tu Moritz! —gritó el coronel volviéndose tan bruscamente que Angélica estuvo a punto de caer al suelo. Luego musitó en voz baja, para sus adentros—: “¡Fantasías infantiles, un amor oculto que sacrifica la sabia decisión del padre frente a las pretensiones de un noble caballero!”
Siguió como antes, paseándose en silencio de un extremo a otro de la habitación. Finalmente, dirigiéndose a Moritz, dijo:
—Capitán de R., bien sabéis lo que os aprecio, para mí nada sería más grato que teneros por yerno, pero he dado mi palabra al conde de S., al que estoy todo lo obligado que un hombre puede estarlo. No creáis, sin embargo, que soy un padre tiránico y obstinado. Corro a ver al conde y le descubriré todo.
¡Vuestro amor es como un desafío, quizá me cueste la vida, pero sea lo que sea, me rindo! ¡Esperad aquí a que vuelva!
El capitán aseguró, lleno de entusiasmo, que él prefería cien veces la muerte antes que el coronel sufriese el menor peligro. Éste, sin darle respuesta, salió apresuradamente. Apenas hubo abandonado la estancia, los enamorados se arrojaron en brazos el uno del otro en la plenitud de su dicha, jurándose felicidad eterna. Luego, Angélica afirmó que nada más oír al coronel la pretensión del conde, sintió en lo más hondo de su alma cuánto amaba a Moritz, y que prefería morir a ser esposa de otro. Tenía la sensación de saber desde hacía mucho tiempo que Moritz la amaba. Luego, ambos recordaron aquel instante en que descubrieron su amor, y, al recordarlo, se sintieron tan felices que olvidaron por completo la ira y la obstinación del coronel; tan gozosos estaban que parecían niños felices.
La coronela, que ya había observado este amor naciente, y que aprobaba de todo corazón la inclinación de Angélica, les dio palabra de hacer todo lo posible para que su esposo cesase de insistir en un enlace que a ella misma la espantaba. Apenas había pasado una hora, cuando la puerta se abrió y, con asombro de todos, entró el conde de S. Le seguía el coronel con mirada brillante. El conde se acercó a Angélica, cogió su mano y la miró con amarga y dolorosa sonrisa. Angélica se estremeció, y próxima a desvanecerse, dejó oír un murmullo:
—¡Ah, esos ojos!
—Palidecéis —comenzó a decir el conde—, palidecéis, señorita, como cuando por vez primera entré en vuestro círculo.
¿Verdaderamente os parezco un espantoso fantasma? ¡No! No os asustéis, Angélica, nada temáis de un hombre inofensivo, que os ha amado con todo el ardor, con todo el fuego de un corazón juvenil, y que era lo bastante necio para pretender vuestra mano, cuando ya vuestro corazón era de otro. ¡No! Ni siquiera mi vista os recordará los tristes instantes que os he proporcionado. ¡Pronto, quizá mañana, me volveré a mi patria!
—¡Moritz, Moritz! —exclamó Angélica arrojándose en brazos del amado.

El conde se estremeció, sus ojos brillaron con fuego inusitado y sus labios temblaron, profiriendo un sonido inarticulado. Se volvió hacia la coronela con una frase indiferente, y gracias a eso pudo dominar sus sentimientos. El coronel no cesaba de decir:
—¡Qué nobleza, qué hombre tan superior! ¿Quién podrá igualar a este hombre? ¡Es mi gran amigo!
Luego estrechó contra su pecho al capitán, a Angélica y a la coronela, asegurando sonriente que no quería saber nada del complot que habían tramado contra él y esperaba que, en el futuro, no sufrirían más bajo la mirada de ojos fantasmales. Como ya era mediodía, el coronel invitó al capitán y al conde a comer con él. Se envió a buscar a Dagoberto, que al punto acudió muy complacido y lleno de alegría. Al ir a sentarse a la mesa vieron que faltaba Margarita. Vinieron a decir que se había encerrado en su cuarto, y que, sintiéndose enferma, no podía acudir.
—No sé —dijo la coronela— qué es lo que le sucede desde hace algún tiempo, tiene un humor caprichoso, llora y ríe sin motivo, y su extraña imaginación la conduce a los extremos.
—¡Tu felicidad —susurró Dagoberto al oído del capitán—, tu felicidad es la muerte de Margarita!
—Visionario —repuso al instante éste—, visionario, no turbes mi felicidad ni estropees mi paz.
Nunca como ahora se sintió el coronel tan alegre, nunca tan feliz la coronela, que tanto se había preocupado por su hija, y ahora se quitaba de encima esta preocupación. Añádase a esto que Dagoberto rebosaba de satisfacción, y que el conde, olvidado de las heridas que le había causado la reciente pena, ponía todo su ingenio en la conversación, de tal modo que parecía como si en torno de la feliz pareja se tejiese una bella corona de flores.
Comenzaba a atardecer; el vino, de la mejor calidad, resplandecía en los vasos y todos bebían y brindaban alegremente por la pareja de novios, cuando he aquí que, suavemente, se abrió de improviso la puerta del salón contiguo, dando paso a Margarita que, con paso vacilante, vestida con camisón blanco, y los cabellos sueltos, parecía pálida y descompuesta, como muerta.
—Margarita, ¿qué broma es ésta? —exclamó el coronel, sin atender a lo que decía.
Ésta, dirigiéndose al capitán, y apoyando su mano helada sobre su pecho, imprimió un tenue beso en su frente, murmurando con voz ahogada:
—¡Que el beso de quien va a morir traiga felicidad al alegre novio!
Y cayó desvanecida al suelo.
—¡Qué desgracia —musitó Dagoberto al conde—, está locamente enamorada del capitán!
—Lo sé —repuso el conde—, y ha llevado la cosa tan lejos que incluso ha tomado veneno. —¡Dios mío! —exclamó asustado Dagoberto, yendo de un salto al sillón donde habían sentado a la pobre Margarita.
Angélica y el coronel se apresuraron a rociarle la frente con agua bendita. Cuando Dagoberto se acercó, precisamente en aquel instante, ella abría los ojos. La coronela dijo:
—Tranquilízate, hija mía, te habías sentido mal, pero ya todo ha pasado.
A lo que Margarita repuso con voz ronca y ahogada:
—¡Sí, pronto pasará todo…, me he envenenado!
Angélica y la coronela dieron un grito y el coronel exclamó furioso:
—¡Por todos los diablos! ¿Estás loca? ¡Qué llamen a un médico en seguida! ¡Qué traigan al primer médico bueno que encuentren!
Los sirvientes y el mismo Dagoberto se apresuraron a ir en su busca.
—¡Alto —exclamó el conde, que había permanecido quieto y tranquilo, hasta haber vaciado la copa colmada de su vino predilecto, un ardiente vino de Siracusa—, alto!… Si Margarita ha tomado veneno no es necesario que venga ningún médico, pues en este caso yo sé muy bien lo que hay que hacer. Dejen que la vea.
Y acercándose a Margarita, que yacía desmayada y agitado su cuerpo por calambres nerviosos, se inclinó hacia ella. Todos vieron cómo sacaba una cajita de su bolsillo, tomaba algo entre los dedos y le frotaba suavemente la región cervical y el epigastrio. Luego, dejándola, se volvió hacia los demás y dijo:
—Ha tomado opio, pero podré salvarla valiéndome de los medios de que dispongo.
Por mandato del conde, Margarita fue transportada a su habitación, donde sólo él permaneció a su lado. La doncella de la coronela, entretanto, había encontrado el frasquito que contenía las gotas de opio, que le habían sido prescritas a la coronela, y que la insensata había vaciado.
—El conde —dijo Dagoberto con tono irónico—, el conde verdaderamente es un hombre prodigioso. Ha adivinado todo. Nada más ver a Margarita, supo al instante que había tomado veneno, y desde el primer momento adivinó de qué clase era.
Pasada una media hora, el conde entró en la sala asegurando que Margarita estaba por completo fuera de peligro. Echando una mirada de reojo a Moritz, añadió que además esperaba haber acabado de una vez con la raíz del mal. Deseaba ahora que la doncella permaneciese al lado de Margarita, e incluso él mismo pasaría la noche en la habitación contigua, de forma que si sucediese algo, estaría presto para ayudarla. Con el fin de estar preparado, sólo pidió que dispusiesen en su estancia un par de vasos de buen vino. Después de esto, volvió a sentarse a la mesa con todos los caballeros, pues Angélica y la coronela, muy afectadas por el suceso, se habían ausentado. El coronel manifestó gran enfado por la maldita broma que les había gastado aquella loca, pues era así como juzgaba la conducta de Margarita. Moritz y Dagoberto se sintieron muy incomodados e intranquilos. Tanto más cuanto que el conde, al observar su estado, se mostraba más alegre y regocijado, aunque había algo siniestro en su alegría.
—Este conde —dijo Dagoberto a su amigo, cuando se dirigieron a su casa— me resulta un ser verdaderamente siniestro. Parece como si su conducta encerrase algo misterioso.
—¡Ay —repuso Moritz—, siento mi pecho agitado y los más negros presentimientos oprimen mi corazón, pues me parece que una desgracia amenaza mi amor!
Esa misma noche el coronel fue despertado por un correo urgente. A la mañana siguiente entró muy pálido en la estancia de la coronela, y dijo con fingida tranquilidad:
—¡Otra vez hemos de separarnos, querida mía! La guerra empieza de nuevo. Anoche recibí la orden. En cuanto esté preparado, quizá esta misma noche, tendré que salir con el regimiento.
La coronela, asustada, rompió a llorar. El coronel trató de consolarla, diciéndole que estaba convencido de que esta campaña terminaría con gloria, como la anterior, y que estuviese alegre, pues no sucedería ninguna desgracia.
—Entretanto —añadió—, mientras combatimos al enemigo y se firma la paz, puedes trasladarte a nuestras posesiones. Os daré un acompañante que os hará olvidar la soledad y el apartamiento de vuestra obligada estancia. El conde S. irá con vosotros.

—¿Cómo? —exclamó la coronela—. ¡Por Dios bendito! ¿Que el conde va a venir con nosotros? ¿El novio despreciado? ¿El intrigante italiano que oculta en su interior la rabia, dispuesto a lanzarla fuera en la primera ocasión? No sé por qué, pero desde ayer tengo siempre presente su figura y me resulta más odioso que nunca.
—¡Calla! —le interrumpió el coronel—. ¡Son insufribles las fantasías, las imaginaciones de las mujeres! ¡No comprenden la grandeza de alma de un hombre valeroso! El conde ha permanecido toda la noche, tal como digo, en la habitación contigua a la de Margarita. Ha sido el primero en saber la noticia de la nueva campaña. Su regreso a la patria ahora es imposible. Quedó tan sorprendido que le ofrecí que permaneciese en nuestras posesiones. Después de negarse reiteradas veces, se decidió por fin, y me dio su palabra de honor de protegeros, y de hacer todo lo que estuviese en su mano para acortar el tiempo de nuestra separación. Ya sabes todo lo que le debo; mis posesiones son ahora un refugio para él, refugio que no puedo negarle.
La coronela, al oír esto, no supo qué responder. El coronel no dijo más. A la noche siguiente, dieron la señal de partida y, con indecible dolor, se separaron los enamorados. Pocos días después, Margarita, totalmente recuperada, emprendió el viaje en compañía de la coronela y de Angélica hacia las posesiones. El conde les acompañaba con numerosos servidores. Éste, durante los primeros días, se dejaba ver poco ante las damas, siendo su conducta muy amable; únicamente aparecía cuando exigían su presencia, de otro modo, permanecía en su habitación o daba paseos solitarios. Al principio pareció que la campaña era favorable a los enemigos, luego se libraron combates gloriosos. El conde fue siempre el primero en recibir los mensajes de victoria y todas las noticias acerca del destino del regimiento que mandaba el coronel. En las batallas más cruentas, ni el coronel ni el capitán habían recibido ningún balazo o mandoble, y todas las cartas lo confirmaban. Así que el conde, siempre que aparecía ante las damas, semejaba un mensajero de victoria y de la felicidad. De tal forma que su conducta daba muestras de la más pura inclinación hacia Angélica, tal como si fuera un padre cariñoso, atento sólo a su cuidado. Ambas, la coronela y Angélica, tuvieron que confesarse que el coronel había juzgado rectamente al amigo, y que el prejuicio que sentían contra él era producto de una ridícula imaginación. También Margarita parecía curada de su loca pasión, y de nuevo era la francesa alegre y parlanchina.
Una carta del coronel a la coronela, y otra del capitán a Angélica, ahuyentaron los últimos restos de preocupación. La principal plaza fuerte de los enemigos había sido tomada y se había firmado la paz. Angélica se sentía plenamente feliz; siempre era el conde quien, con gran animación, relataba los audaces hechos de armas del valiente Moritz, y anunciaba la dicha que esperaba a la bella prometida. Al decir esto, un día tomó entre las suyas la mano de Angélica, la oprimió contra su pecho, preguntándole si seguía aún resultándole tan odioso como antes. Ruborizándose, avergonzada, con lágrimas en los ojos, Angélica repuso que nunca le había odiado, sino que había amado con todo su corazón a Moritz, por lo cual veía con horror toda otra pretensión. Muy serio y solemne, el conde dijo entonces:
—Considéreme, Angélica, como si fuera un amigo fiel y paternal —y al decir esto depositó un ligero beso en su frente, que ella, pobre niña, soportó, como si fuera su propio padre, que acostumbraba a besarla de tal modo.
Todos esperaban que en breve volviese el coronel a su patria, cuando he aquí que llegó una carta, cuyo contenido daba cuenta de una gran desgracia. El capitán, al pasar por un pueblo, acompañado de un criado, sufrió el asalto de unos campesinos armados que, después de malherirle, le llevaron consigo. La alegría que hasta entonces había llenado la casa se convirtió de pronto en horror, profunda pena y enorme desconsuelo.
En la mansión del coronel había un gran revuelo. Ricos criados de librea subían y bajaban las escaleras, los carruajes entraban en el patio del palacio con los invitados, a los que recibía él, cubierto el pecho por las condecoraciones ganadas en la última campaña. En una estancia del piso superior se encontraba Angélica vestida de novia, en la plenitud de su belleza y de su juventud, junto a la coronela.
—Querida hija —dijo ésta—, tú misma has escogido con entera libertad como esposo al conde de S. Tu padre, que tanto deseaba antes esta unión, ahora no ha insistido, tras la muerte del desgraciado Moritz. Sí, tengo la sensación de que comparte el mismo sentimiento doloroso que ahora no debo ocultarte. Me resulta incomprensible que hayas olvidado tan pronto a tu Moritz. La hora decisiva se acerca. Has concedido tu mano al conde; consulta a tu corazón, aún es tiempo. ¡No vaya a ser que el recuerdo del ausente sea como una negra sombra en tu clara vida!
—Nunca —exclamó Angélica, mientras lágrimas como perlas brotaban de sus ojos—, nunca olvidaré a mi Moritz, y nunca amaré tanto como he amado en otro tiempo. ¡El sentimiento que experimento hacia el conde es muy diferente! ¡Todavía no sé cómo éste ha sido capaz de ganar mi afecto!… ¡No!…, no le amo, no puedo amarle tal como amaba a Moritz, pero siento como si no pudiera vivir sin él, y como si sólo pudiese pensar a través suyo. Una voz interior me dice continuamente que debo ser su esposa, y que no existe para mí más vida que estando a su lado… Y sigo esta voz interior, que considero como un lenguaje secreto del presentimiento.
La doncella entró trayendo la noticia de que Margarita había desaparecido muy temprano y no se la encontraba. Un poco después, el jardinero trajo una cartita para la coronela, que Margarita le había entregado, con el encargo de dársela cuando hubiese terminado sus labores y llevase las flores al palacio. La esquelita que leyó la coronela decía así:
—Ya no me volveréis a ver más. Un cruel destino me lleva lejos de vuestra casa. Os suplico, a vos que siempre habéis sido como una madre para mí, que no me sigáis ni me forcéis a regresar. El segundo intento de darme la muerte resultará mejor que el primero. Que Angélica goce la felicidad que a mí me ha sido negada. Sed dichosos. Olvidad a la infeliz Margarita.

—¿Qué es esto? —exclamó la coronela—. ¿Se ha propuesto esta loca destruir nuestra paz? ¿Es que siempre tiene que hacer lo mismo cuando estás a punto de dar la mano al esposo? Que vaya donde quiera esta desagradecida, a quien he cuidado como si fuera una hija, que vaya donde quiera, nunca más volveré a preocuparme de ella.
Angélica rompió a llorar, al recuerdo de su perdida hermana, y la coronela le suplicó entonces que no prestase atención a una loca en momentos tan decisivos. Ya estaban todos reunidos en el salón grande, cuando sonó la hora de encaminarse a la capilla, donde un cura católico debía unir a la pareja. El coronel condujo a la novia y todos quedaron asombrados ante su belleza, realzada por la sencilla elegancia de su traje. Se esperaba al conde. Transcurrió un cuarto de hora, y luego otro, y no aparecía. El coronel se encaminó a su habitación. Un servidor dio la noticia de que el conde, después de vestirse, se había sentido repentinamente indispuesto y se dirigió al parque para dar un paseo con el fin de tomar el aire, prohibiéndole al criado que le siguiese.
Éste confesó que, no sabía por qué, la conducta del conde le preocupaba y le había pasado por la cabeza que algo espantoso le iba a suceder. Tras esto dijo que, como el conde iba a regresar de un momento a otro, debía llamarse inmediatamente a un famoso médico que se encontraba entre los invitados. Acompañado del criado, el médico aludido se encaminó al parque en busca del conde. Se dirigió por el paseo principal hacia una plazoleta rodeada de tupidos arbustos, que según recordaba el coronel, era el sitio favorito de aquél. Allí estaba totalmente vestido de negro, con la estrella de la orden refulgiendo sobre su pecho, los brazos plegados y sentado en un banco. Se apoyaba en el tronco de un saúco floreciente, y los miraba con mirada fija. Todos sintieron un estremecimiento al verle, pues la mirada sombría de aquellos ojos, que parecían vacíos, era espantosa.
—¡Conde S.! ¿Qué ha sucedido? —exclamó el coronel, pero no obtuvo respuesta, no se movía, no respiraba.
El médico se abalanzó hacia él, le quitó la casaca, el cuello, la camisa y le frotó la frente. Volviéndose hacia el coronel dijo con voz sofocada:
—Son vanos todos los remedios…, está muerto… El ataque le ha sorprendido precisamente aquí.
El criado prorrumpió en gritos. El coronel, sobreponiéndose al tremendo espanto que sentía, con valor varonil, le rogó que se apaciguara:
—Podemos causarle la muerte a Angélica si no procedemos con cautela —dijo.
Apenas hubo dicho esto el coronel, levantaron el cadáver y lo llevaron a un pabellón solitario, cuya llave guardaba aquél, dejándolo bajo la vigilancia del criado. Luego se encaminó con el médico hacia el palacio.
Sin saber la conducta a seguir, se preguntaba si debía ocultar a Angélica la fatal noticia o comunicársela con serenidad. Cuando entró en el salón, encontró un gran desconcierto y revuelo. Al parecer, Angélica se encontraba en alegre conversación, cuando de pronto, cerrando los puños, cayó desmayada. La habían transportado a la estancia contigua, donde reposaba en el sofá. Su rostro no denotaba palidez, no estaba desfigurado, incluso las rosas de sus mejillas estaban más frescas y floridas que nunca, y una expresión indescriptible de apacible felicidad, algo como celestial, se extendía por su semblante. El médico, después de observarla atentamente, afirmó que no existía el menor peligro y que la joven, de manera incomprensible, se encontraba en un estado magnético. No se atrevía a despertarla violentamente y contaba con que ella misma despertaría.
Mientras, se oía un murmullo entre los invitados. La repentina muerte del conde debía de haberse dado a conocer. Todos se fueron alejando, y, poco después, se oyó rodar los carruajes. La coronela, inclinada sobre Angélica, oía su respiración. Parecía decir palabras, que nadie podía comprender. El médico no permitió que desvistieran a Angélica, ni siquiera que le quitasen los guantes; cualquier contacto podía serle fatal. De pronto, Angélica abrió los ojos, miró a lo alto y dijo con voz aguda:
—¡Él viene! ¡Él viene!
Y levantándose del sofá, con toda la fuerza de que era capaz, se abalanzó hacia la puerta de la sala, escaleras abajo.
—¡Está loca! —exclamó la coronela espantada—. ¡Oh Dios mío, se ha vuelto loca!
—¡No, no —la consoló el médico—, no es locura, sino algo insólito que va a suceder!

Y siguió corriendo tras la joven. Vio cómo Angélica, saliendo por la puerta del palacio, se dirigía hacia el ancho camino con los brazos extendidos, corriendo como flecha disparada, de tal forma que la rica túnica ondeaba al viento y la cabellera suelta era juguete de la brisa. Un jinete, que cabalgaba a su encuentro, saltó del caballo y la abrazó, estrechándola contra su pecho. Dos jinetes más se detuvieron, descabalgando. El coronel, que había seguido apresuradamente al médico, permanecía asombrado ante el grupo, frotándose la frente, como tratando de despejar sus pensamientos. Era Moritz que estrechaba a Angélica; a su lado estaban Dagoberto y un caballero joven y apuesto con un rico uniforme de general.
—¡No! —exclamaba Angélica una y otra vez, estrechando al amado—. ¡No! ¡Nunca te he sido infiel, mi adorado Moritz! Y Moritz respondía:
—¡Ya lo sé!… ¡Ya lo sé! ¡Ángel mío! ¡Te había atraído con artes satánicas!
A lo que fue añadiendo más cosas mientras conducía a Angélica al palacio, en tanto los demás permanecían callados. Ante la puerta del palacio, el coronel suspiró profundamente, al parecer sobreponiéndose, y exclamó, mirando a todos, como si esperase respuesta:
—¡Qué aparición, qué prodigio tan grande!
—Pronto explicaremos todo —dijo Dagoberto, al tiempo que presentaba al coronel al forastero como el general ruso Bogislav de S., amigo íntimo del capitán.

Cuando llegaron a las habitaciones de palacio, Moritz preguntó, sin tener en cuenta el asombro y el espanto de la coronela:
—¿Dónde está el conde S.?
—Entre los muertos —repuso con voz sofocada el coronel—. Hace un instante ha sufrido un ataque. Angélica se estremeció.
—Sí —dijo—, lo sabía. En el mismo instante que murió tuve la sensación de que un cristal se quebraba en mi interior, y caí en aquel extraño estado. He debido ahuyentar aquel sueño espantoso, pues cuando recobré el sentido, ya no tenían ningún poder sobre mí aquellos ojos terribles; la tela de araña se rompió y me sentí libre. ¡Me inundó la felicidad, vi a Moritz…, a mi Moritz… Venía… Y yo volé a su encuentro!
Y al decir esto se abrazó al amado, como si temiese perderlo de nuevo.
—Alabado sea Dios —dijo la coronela, elevando su mirada al cielo—. Me habéis quitado un peso que casi me aplastaba; estoy libre de ese miedo indecible que me sobrecogió en el instante que Angélica debía entregar su mano al infeliz conde. Siempre he tenido la sensación de que mi querida hija, al tomar el anillo nupcial, se desposaba con un siniestro poder.
Como el general de S. pidiese ver el cadáver, le condujeron junto a él. Cuando quitaron la tela que cubría al difunto, y pudo contemplar el semblante del conde, contraído en un gesto crispado, se estremeció y exclamó:
—¡Es él, Dios mío, es él!

Angélica se había desmayado en brazos del capitán. La dejaron reposar y el médico dijo que nada era más beneficioso que este sueño que volvería a traer la calma a su espíritu y a su cuerpo, después de tanta excitación, con lo cual se iba a librar sin duda de alguna enfermedad amenazadora. Ninguno de los invitados se encontraba ya en el palacio.
—Ahora es el momento —dijo el coronel—, ahora es el momento de descifrar todos los extraños secretos. Dime, Moritz, ¿qué ángel del cielo te ha vuelto a la vida?
—Ya sabéis —empezó a contar Moritz— de qué modo tan traicionero me derribaron en la región de S., después de firmada la paz. Herido de un disparo, caí del caballo. Ni siquiera sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento. Cuando desperté de mi oscura inconsciencia, tuve la sensación de que viajaba. Era noche cerrada. Muchas voces susurraban a mi alrededor. Hablaban en francés. ¡Así, pues, estaba herido y en poder del enemigo! Sólo pensar esto me llenó de pavor, y volví a perder el conocimiento. Tengo la vaga idea de que estuve en un estado del que solamente me queda el recuerdo de algunos momentos de un dolor de cabeza intensísimo. Una mañana desperté con plena conciencia. Me encontré en una cama limpia, casi podría decir lujosa, con cortinas de seda guarnecidas de grandes borlas y flecos. La estancia entera estaba adornada con tapetes de seda y sillas y sillones con rica guarnición de oro a la manera gótica. Un desconocido me miraba, inclinándose sobre mí. Con fuerza tiró del cordón de la campanilla. Pocos minutos después se abrió la puerta y entraron dos hombres, uno de los cuales, el de más edad, iba vestido a la manera antigua y llevaba la cruz de San Luis. El joven se acercó a mí y, tomándome el pulso, dijo al mayor en francés: “Ha pasado el peligro… ¡Está salvado!”. Luego me presentó al mayor como el caballero de T., en cuyo palacio me encontraba. Éste venía de viaje, en el preciso momento en que los criminales campesinos me acababan de atacar y herir, con intención de asesinarme. Logró liberarme y me trasladó a su propio coche, llevándome a su palacio, muy lejos de toda comunicación de los caminos transitados por militares. En él, un hábil cirujano, que estaba a su servicio, realizó con éxito la difícil cura de la profunda herida de mi cabeza. Me dijo que amaba a mi país, que, en los amenazadores tiempos de la Revolución, le había enseñado mucho bueno, así es que se alegraba de poder serme útil. Todo lo que aquel palacio pudiera servir para mayor comodidad mía y me reportara alivio estaba a mi servicio. Además, bajo ningún concepto consentiría que me fuese antes de que mis heridas estuviesen fuera de peligro, y hasta que desapareciese la inseguridad de los caminos. Por lo demás, sentía mucho la imposibilidad de dar a mis amigos noticias del lugar donde me encontraba.
—El caballero era viudo, sus hijos estaban ausentes, de modo que habitaba el palacio únicamente en compañía del cirujano y de una numerosa servidumbre. No me cansaría de referir con pormenores cómo fui curándome en manos del hábil cirujano, cómo el caballero se encargó de hacer agradable aquella vida mía de ermitaño. Su conversación era notable y su mirada muy profunda, lo que no suele ser corriente entre los de su nación. Hablaba de arte y de ciencia, aunque evitaba siempre decir nada de los recientes acontecimientos. Puedo afirmaros que mi único pensamiento era Angélica, y que todo mi ser se consumía sólo de pensar en el dolor que podía sentir a causa de mi muerte. Continuamente pedía al caballero que procurase enviar cartas mías al cuartel general. Pero hacía un gesto negativo con la mano y me consolaba, diciendo que en cuanto estuviera curado, sucediese lo que sucediese, prometía llevarme a mi patria. De sus manifestaciones deduje que la guerra había comenzado de nuevo y con ventaja para la Alianza, lo que ocultaba piadosamente.
(La mención de algunas cosas fue más que suficiente para afianzar las sospechas que ya abrigaba Dagoberto.)
—Estaba yo libre de fiebre, pero una noche, sin saber cómo, caí en un estado de ensoñación verdaderamente incomprensible, que todavía me estremece y me deja un recuerdo fatídico. Veía a Angélica, pero sucedía como si su figura se desdibujase temblorosa y en vano yo trataba de retenerla. Otro ser se interponía, se apoyaba en mi pecho, penetraba en el interior de mi corazón, de tal modo que la extraña sensación de placer me dejaba sin respiración. A la mañana siguiente, por casualidad, recayó mi mirada sobre un retrato que estaba frente a mi lecho y que hasta entonces no había visto. Me estremecí profundamente, pues era Margarita, que me contemplaba con sus vivos ojos negros. Pregunté al sirviente de dónde provenía el retrato y a quién representaba. Me dijo que era la sobrina del caballero, la marquesa de T., y que el retrato siempre había estado colgado allí, y que si no lo había visto hasta ayer era porque, precisamente ayer, lo había retirado para quitarle el polvo. El caballero lo confirmó. Así, pues, siempre que despierto o en sueños pensaba en Angélica, encontraba a Margarita ante mi vista. Mi propio yo me parecía lejano, un poder extraño regía mi ser, y dominado por el terror que me sobrecogía, me daba cuenta de que no podía dejar de pensar en Margarita. Nunca olvidaré el malestar y el trastorno que me producía esta horrible situación.
—Una mañana que estaba asomado a la ventana refrescándome con las dulces auras de la brisa matinal, oí resonar en la lejanía música de trompetas. Al reconocer la alegre marcha de la caballería rusa, el corazón pareció saltarme del pecho y tuve la sensación de que espíritus favorables me llamaban y sus voces amables me proporcionaban consuelo, tendiéndome la mano hacia una nueva vida y haciendo todo lo posible para sacarme del féretro en que me tenía encerrado un poder enemigo. Raudos como centellas, algunos jinetes entraron cabalgando por el patio del palacio. Miré hacia abajo: “¡Bogislav!…
¡Bogislav!”, grité lleno de entusiasmo. El caballero entró, pálido, desconcertado por la llegada inesperada de aquellos huéspedes, vacilante. Sin consideración de ninguna clase, me precipité en brazos de Bogislav.
—Con asombro me enteré de que se había firmado la paz hacía mucho tiempo y que gran parte de las tropas emprendían el regreso. Todo esto me lo había ocultado el caballero, manteniéndome como encarcelado en el palacio. Nadie, ni siquiera Bogislav, era capaz de adivinar el motivo de esta conducta, pero todos tenían presentimientos de que algo extraño había en juego. El caballero, desde aquel mismo instante, dejó de ser el mismo y entró en una especie de decaimiento. Nos aburría con sus caprichos y pequeñeces; si yo, con el más puro sentimiento de gratitud, refería con entusiasmo cómo me había salvado la vida, él sonreía maliciosamente y parecía un lunático.
—Después de un descanso de veinticuatro horas, Bogislav emprendió la marcha y yo me uní a él. Estábamos muy contentos de dejar atrás el antiguo burgo, que nos daba la sensación de una prisión siniestra. Pero ahora continúa tú, Dagoberto, que te corresponde referir los extraños sucesos que tuvieron lugar.
—¿Cómo dudar —comenzó a decir Dagoberto— de la maravillosa capacidad de presentimiento que tiene el ser humano? Nunca creí en la muerte de mi amigo. El espíritu, que en sueños nos habla de un modo tan evidente en nuestro interior, me decía que Moritz vivía y que estaba preso por lazos misteriosos que alguien le había tendido. El enlace matrimonial de Angélica con el conde me destrozaba el corazón. Cuando después de algún tiempo regresé y vi a Angélica en aquel estado, he de confesarlo, me llenó de pavor, pues tenía la sensación de ver un horrible secreto en un espejo mágico, os lo aseguro. Así es que decidí recorrer el país hasta encontrar a mi amigo Moritz. Nada os diré de la satisfacción, de la alegría que experimenté cuando en A., en suelo alemán, encontré a Moritz y con él al general de S. Todas las furias del averno despertaron en el pecho de mi amigo, cuando se enteró del enlace de Angélica con el conde. Pero todas las maldiciones, todas las quejas desgarradoras y todos los reproches cesaron cuando le comuniqué ciertas sospechas y hasta le aseguré que en sus manos estaba destruir de una vez este poder maligno. El general de S se estremeció al pronunciar yo el nombre del conde, y una vez que por orden suya le describí su semblante y figura, exclamó con fuerza: “¡Sin duda alguna es él, él mismo!”.
—Sepan que —interrumpió el general Bogislav—, sepan que el conde S., hace ya de esto muchos años, estando en Nápoles y valiéndose de medios satánicos, robó su amada a un caballero que se encontraba a sus órdenes. ¡Sí, y en el mismo instante que yo atravesé su cuerpo con mi espada, un artificio demoníaco nos separó para siempre a mi amada y a mí! Mucho después me enteré de que la herida que le había causado no era peligrosa, que pretendía la mano de mi amada y, ¡ay!, que precisamente el mismo día que iba a celebrarse la ceremonia había muerto ella a causa de un ataque.
—Dios justo y poderoso —exclamó la coronela—, ¿no le habrá amenazado el mismo destino a mi querida hija? Pero ¿cómo he podido presentir esto?
—Señora —repuso Dagoberto—, es como si la voz de un espíritu que presintiera todo os hubiese dicho la verdad.
—¿Y la horrible aparición —continuó diciendo la coronela— a que Moritz hacía alusión aquella tarde cuando entró el conde de S. de aquel modo tan siniestro?
—Tuve la sensación —dijo Moritz al reanudar el relato— de una ráfaga espantosa, como el hálito de la muerte, y me pareció que una figura pálida y fantasmal de imprecisos perfiles cruzaba la estancia. Hice un esfuerzo de voluntad para dominar mi espanto. Conservé el conocimiento suficiente para darme cuenta de que Bogislav se había quedado como muerto. Cuando volvió en sí, gracias a la ayuda de un médico, al que llamamos, me tendió la mano diciendo: “Pronto, mañana, terminarán mis sufrimientos”. Y así sucedió, tal como lo había previsto, pero de modo muy diferente, pues la divina Providencia lo había decidido así. A la mañana siguiente, en medio de un combate terrible, un trozo de metralla le alcanzó en el pecho y cayó del caballo. El trozo de metralla partió en mil trozos el retrato de la infiel que siempre llevaba en el pecho y desde entonces mi amigo Bogislav nunca más en su vida volvió a sentir inquietud ni angustia.
—Es cierto —repuso el aludido—, incluso el pensamiento de mi amada sólo me produce ese dulce dolor que tanto bien hace a veces. Ahora seguirá contando Dagoberto lo que nos sucedió.
—Nos apresuramos a irnos de A. —prosiguió éste—. Hoy por la mañana, al amanecer, nos encontramos en la pequeña ciudad de R, a seis millas de este lugar. Decidimos descansar algunas horas y luego cabalgar hasta aquí. Qué sorpresa sería la nuestra cuando encontramos en la hostería a Margarita, cuyo semblante pálido denotaba la locura. Echándose a los pies del capitán, abrazó llorando sus rodillas; dijo que se consideraba una malvada criminal, digna de recibir cien veces la muerte, y suplicó que la matase allí mismo. Moritz se apartó de ella con profundo horror y se alejó corriendo.

—En efecto —corroboró éste a su amigo—, en efecto, cuando vi a Margarita a mis pies vinieron a mi memoria todos los sufrimientos padecidos durante mi espantosa enfermedad en el palacio y sentí que una ira desconocida me dominaba. Estuve casi a punto de atravesar el pecho de ella con la daga, pero logré dominarme y me alejé.
—Yo, entonces —continuó Dagoberto—, levanté a Margarita del suelo, la llevé a la estancia contigua y logré calmarla, al tiempo que pude enterarme, por sus entrecortadas palabras, de lo que había presentido. Luego me dio la carta que el conde le había entregado a medianoche. ¡Y aquí la tenéis!
Dagoberto sacó la carta, la desdobló y leyó lo siguiente:
—¡Huid, Margarita! ¡Todo está perdido! ¡Se acerca ese hombre odioso! Toda mi ciencia nada puede frente a ese negro destino que va a vencerme, cuando ya estaba en la cima.
¡Margarita! Os he iniciado en secretos que aniquilarían a cualquier ser vulgar que intentase saberlos. Dueña ya de una fuerza espiritual, de una voluntad de acero, sois una aventajada discípula del experimentado maestro. Me habéis ayudado mucho. Gracias a vos pude dominar a Angélica y dominar lo más profundo de su ser. Quise concederos la felicidad que tanto anheláis y comencé a trazar los peligrosos círculos, esas operaciones, de los que yo mismo me horrorizo. ¡En vano!…
¡Huid, de lo contrario pereceréis! Hasta el momento culminante trataré de atacar al enemigo. Pero justo en ese momento me sorprenderá una muerte súbita… Moriré solo. Cuando llegue el momento me iré paseando hacia el árbol maravilloso, a cuya sombra a menudo os refería los prodigiosos secretos que domino. ¡Margarita!, renunciad para siempre a estos secretos. La Naturaleza, esta madre cruel, contraría a sus hijos desnaturalizados, arroja de sí a los espías curiosos que tratan de levantar su velo y les lanza un juguete brillante, tan atractivo que dirigen su fuerza destructiva contra ellos mismos. Yo había estrangulado a una mujer justamente en el preciso instante que trataba de abrazar en plenitud amorosa. Esto paralizó mi fuerza y todavía, loco de mí, creía en la felicidad terrena. Adiós, Margarita. Regresa a vuestra patria. Ve con el caballero de T., que cuidará de vos. ¡Adiós!
Cuando Dagoberto hubo terminado de leer la carta, todos se estremecieron.
—Así, pues, me veo forzada a creer —comenzó a decir lentamente la coronela— en cosas contra las que se rebela lo más íntimo de mi ser. Pero lo que ciertamente me resultaba muy extraño era cuan presto se había olvidado Angélica de Moritz y se había vuelto hacia el conde. No se me ha escapado que continuamente se encontraba en un estado de exaltación enorme, que me tenía muy preocupada. Recuerdo que la inclinación de Angélica comenzó a manifestarse del siguiente modo: ella me decía que casi todas las noches soñaba con el conde y que eran sueños muy agradables.
—Cierto —continuó Dagoberto—, Margarita me confesó que por orden de aquél todas las noches se acercaba a Angélica y pronunciaba a su oído el nombre del conde, suave, suavemente, con voz agradable. Incluso que el mismo conde muchas veces, a mitad de la noche, abría la puerta, entraba y durante algunos momentos clavaba su penetrante mirada en Angélica, que estaba dormida, alejándose luego. Ahora que acabo de leer esta significativa carta, ¿me permiten un comentario? Tengo la certeza de que se ha valido de toda clase de armas secretas para ejercer un efecto psíquico en los caracteres y que esto lo lograba gracias a una fuerza especial que le había concedido la Naturaleza. Estaba en relación con el caballero de T. y pertenecía a esa escuela invisible que cuenta con algunos miembros en Francia y en Italia, y que procede de la antigua escuela de P-scheu. Por este motivo, el caballero de T. mantenía encerrado en su palacio al capitán y ejercía sus artes mágicas sobre él. Puedo darles pruebas de los medios secretos de que se valía el conde para dominar el principio psíquico y, por lo que me descubrió Margarita, podría referir muchas cosas de esa ciencia, que no me es desconocida, pero cuyo nombre no puedo decir por temor a no ser comprendido…; en fin, dejemos esto por hoy.
—¡Oh, para siempre! —dijo la coronela muy exaltada—. No quiero saber nada más de ese reino desconocido, donde habitan el espanto y el terror. Gracias a la divina Providencia, ha salvado a mi amada hija, nos hemos librado del huésped siniestro, que en tan mal momento entró en nuestra casa.
Se decidió que al siguiente día volverían a la ciudad. Sólo iban a quedarse la coronela y Dagoberto para cuidar del entierro del conde.

Hacía ya mucho que Angélica era esposa feliz del capitán, sucedió, pues, que en una noche tempestuosa de noviembre, la familia, en compañía de Dagoberto, estaba reunida en la misma sala, junto a la chimenea encendida, igual que aquella vez que el conde de S. entró, abriendo la puerta de manera fantasmal. Como entonces, silbaban y ululaban extrañas voces que el viento huracanado transmitía por las chimeneas.
—¿Os acordáis —preguntó la coronela con mirada brillante—, os acordáis?
—¡No quiero historias de fantasmas! —exclamó el coronel.
Pero Angélica y Moritz comenzaron a comentar lo que experimentaron aquella noche y cómo entonces sintieron cuánto se amaban, así es que no cesaban de mencionar los menores detalles de lo entonces ocurrido, haciendo referencia a la pura luz de su amor y al dulce estremecimiento de pavor que despertó en sus pechos la llegada del huésped siniestro, y de aquellas voces fantasmales que parecían anunciar algo más pavoroso aún.
—¿No te parece, amor mío —dijo Angélica—, como si los extraños rumores de la tormenta, que ahora se oyen, temblasen con voz amiga de nuestro amor?
—Es cierto —repuso Dagoberto—, es cierto, y hasta los silbidos y el zumbar de la tetera no resultan ya tan horribles como nos lo parecían antes, sino que semejan una graciosa canción de cuna musitada por el geniecillo del hogar.

Angélica escondió su semblante, ruborizado como una rosa, en el pecho del felicísimo Moritz. Éste pasó el brazo en torno de la bella amada y dijo suavemente:
—¿Será posible que exista una felicidad mayor que ésta?

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