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El maestro de postas

Cuentos: Alexandr Puchkin

¿Quién no habrá maldecido a los maestros de postas, quién no habrá batallado con ellos? ¿Quién, en un momento de ira, no habrá exigido el libro fatídico para inscribir en él una queja inútil acerca de la arbitrariedad, la grosería y la desorganización? ¿Quién no los considera los monstruos del género humano, semejantes a los empleados de juzgado de antaño o, por lo menos, a los bandidos de los bosques de Múrom? Sin embargo, tratemos de ser justos e intentemos colocarnos en su situación y entonces, quizá, podremos juzgarlos más benévolamente. ¿Qué es un maestro de postas? Un verdadero mártir de la clase catorce [el registrador colegiado es el grado más bajo de la jerarquía de los funcionarios rusos, consistente en 14 rangos o clases], cuyo grado lo defiende únicamente de los malos tratos, y eso, no siempre (me remito a la conciencia de mis lectores). ¿Cuál es la misión de este dictador, como lo llama irónicamente el príncipe Viázemsky? ¿No es un verdadero castigo? No tiene un momento de paz ni de día ni de noche. Toda la irritación, acumulada durante un viaje aburrido, el viajero la vuelca sobre el maestro de postas. El tiempo es insufrible, el camino deplorable, el cochero terco, los caballos no avanzan, y la culpa es del maestro de postas. Al entrar en su humilde vivienda el transeúnte lo mira como a un enemigo; el maestro es afortunado si puede librarse del inesperado huésped en breve, pero ¿y si no hay caballos…? ¡Dios mío! ¡Qué insultos, qué amenazas caerán sobre su cabeza! Los días de lluvia y barro se ve obligado a correr de una casa a otra; cuando hay tormenta o una helada navideña, se marcha al pasillo frío para descansar, aunque sea por un minuto, de los gritos y empujones de un inquilino irritado. Llega un general: el maestro tembloroso le da sus dos últimas troikas, entre ellas, la del correo. El general se marcha sin darle las gracias. A los cinco minutos una campanilla… y el inspector de correo le tira sobre la mesa su carta de viaje… Intentemos comprenderlo, y en nuestro corazón la conmiseración ocupará el lugar de la cólera. Unas palabras más: a lo largo de veinte años he estado recorriendo Rusia en todas las direcciones; conozco casi todas las líneas de correo; he podido observar varias generaciones de cocheros; habrá pocos maestros de postas cuyas caras no me resulten familiares y he tenido que tratar con la mayoría de ellos; tengo la esperanza de publicar en breve una curiosa colección de mis observaciones de los viajes; por ahora quiero decir solamente que la clase de los maestros de postas ha sido presentada a la opinión pública de la manera más falsa. Los tan calumniados maestros de postas son, por lo general, personas pacíficas, serviciales por naturaleza, con inclinación sociable, modestas en sus pretensiones de honores y poco codiciosas. Su conversación (que los señores pasajeros tratan de evitar tan incorrectamente) puede proporcionar muchas cosas curiosas y aleccionadoras. En lo que a mí respecta, tengo que confesar que prefiero su conversación a la charla de algún funcionario de sexta clase que viaja en comisión de servicio.

Es fácil adivinar que tengo amigos entre la respetable clase de maestros de postas. Efectivamente, el recuerdo de uno de ellos me resulta especialmente grato. Una vez nos acercaron las circunstancias, y de él precisamente tengo la intención de conversar con mis amables lectores.

En el año 1816, en el mes de mayo, tuve que pasar por la provincia de ***, por un trayecto que ya está suprimido. Tenía un grado bajo, viajaba en posta y podía pagar por dos caballos. Como consecuencia de ello los maestros de postas gastaban pocos cumplidos conmigo, y muchas veces tuve que librar una batalla por algo que, según pensaba, me pertenecía por derecho. Siendo joven e impulsivo, me indignaba por la bajeza y cobardía del maestro de postas cuando este último destinaba al carruaje de un alto funcionario la troika que estaba preparada para mí. Me costó el mismo trabajo acostumbrarme a que en las comidas de los gobernadores los selectivos criados pasaran por delante de mí sin servirme. Ahora ambas cosas me parecen normales. En realidad, ¿qué sería de nosotros si en lugar de la regla comúnmente aceptada: las jerarquías deben respetarse, se introdujera otra, por ejemplo: la inteligencia debe respetarse? ¡Qué discusiones surgirían entonces! ¿Y a quién empezarían a servir los criados? Pero volvamos a nuestra historia.

Era un día de calor. A tres verstas de la posta de *** empezó a chispear, y al minuto una lluvia torrencial me caló hasta los huesos. Cuando llegué a la posta mi primera preocupación fue cambiarme de ropa cuanto antes, y la segunda, pedir una taza de té.

—¡Dunia! —gritó el maestro de postas—. Enciende el samovar y ve a buscar crema.
Al oír estas palabras, de detrás de un tabique apareció una muchacha de unos catorce años, que corrió al pasillo. Su belleza me impresionó profundamente.

—¿Es hija tuya? —pregunté al maestro de postas.
—Sí, es mi hija —contestó con aire de amor propio satisfecho—, y es lista y rápida como su difunta madre.
Seguidamente se puso a copiar mi carta de viaje, y yo me dediqué a estudiar las estampas que decoraban su humilde, pero bien cuidada vivienda. Representaban la historia del hijo pródigo: en la primera un venerable anciano, con gorro y bata, despide al joven inquieto, que apresuradamente recibe su bendición y un saco con dinero. La segunda representa con vivos colores la conducta licenciosa del joven: está sentado a la mesa, rodeado de falsos amigos y mujeres desvergonzadas. A continuación el joven, arruinado, vestido con harapos y un tricornio, está paciendo cerdos y comparte con ellos su ágape; su cara tiene una expresión de profunda pena y arrepentimiento.

Finalmente se ve su regreso a casa: el buen viejo, vistiendo el mismo gorro y la misma bata, corre a su encuentro; el hijo pródigo está de rodillas; en segundo término el cocinero mata a un carnoso ternero y el hermano mayor pregunta a los criados por la causa de tanta alegría. Debajo de cada estampa leí unos adecuados versos en alemán. Sigo conservando todo esto en la memoria, igual que los tiestos con balsamina, la cama con una cortina de vivos colores y los demás objetos que me rodeaban por aquel entonces. Veo ante mis ojos al propio dueño de la casa, un hombre de unos cincuenta años, fuerte y vivaz, su larga levita verde con tres medallas colgadas de unas cintas descoloridas.

Cuando estaba pagando a mi viejo cochero apareció Dunia con el samovar. La pequeña coqueta notó al momento la impresión que me había causado; bajó sus grandes ojos azules; yo empecé a hablar con ella y Dunia me contestaba sin timidez alguna, como una joven que conoce el mundo. Ofrecí al padre un vaso de ponche, a Dunia le di una taza de té y los tres nos pusimos a conversar, como si nos conociéramos de toda la vida.

Hacía rato que los caballos estaban preparados, pero yo no tenía ganas de separarme del maestro de postas y de su hija. Por fin me despedí de ellos; el padre me deseó buen viaje y la hija me acompañó hasta el carro. En la puerta me detuve y le pedí permiso para darle un beso; Dunia accedió… Puedo contar muchos besos
Desde que me dedico a ello, pero ninguno me ha dejado un recuerdo tan duradero y agradable.

Pasaron varios años, y las circunstancias me llevaron al mismo trayecto y al mismo lugar. Recordé a la hija del viejo maestro de postas y me alegré al pensar que volvería a verla. Aunque, pensé, el viejo maestro de postas ya habrá sido sustituido por otro y Dunia estará casada. La idea de que alguno de los dos podía haber muerto también pasó por mi imaginación, y me acerqué a la posta de *** con un triste presentimiento.

Los caballos pararon junto a la casa de posta. Al entrar en la habitación reconocí en seguida las estampas que representaban la historia del hijo pródigo; la cama y la mesa ocupaban el lugar de antes, pero en las ventanas ya no había flores y todo a mi alrededor respiraba miseria y abandono. El maestro de postas dormía cubierto con un abrigo de piel; mi llegada lo despertó y el viejo se incorporó… Efectivamente, era Samsón Vyrin, pero ¡cómo había envejecido! Mientras el hombre se preparaba para copiar mi carta de viaje, yo me quedé mirando sus canas, las profundas arrugas de la cara sin afeitar, la espalda encorvada, y no podía salir de mi asombro de cómo tres o cuatro años habían convertido a un hombre fuerte en un viejo decrépito.

—¿No me conoces? —le pregunté—. Somos viejos amigos.
—Puede ser —dijo con aire sombrío—; el camino es importante, por aquí pasa mucha gente.
—¿Cómo está tu Dunia? —continué. El viejo frunció el ceño.
—Dios sabe —contestó.
—¿Se habrá casado? —dije. El viejo hizo como si no oyera mi pregunta y siguió leyendo mi carta de viaje susurrando por lo bajo. Abandoné mi interrogatorio y pedí té. La curiosidad empezaba a inquietarme, y tenía esperanzas de que el ponche desataría la lengua de mi viejo conocido.

No me equivoqué: el viejo aceptó el vaso que le ofrecí. Me fijé en que el ron despejaba su mal humor. Con el segundo vaso se volvió hablador: me recordó o hizo como que me recordaba, pero conocí la historia que tanto me emocionó y me ocupó en aquellos días.

—¿Entonces, conoció usted a mi Dunia? —comenzó—. ¿Y quién no la conocía? ¡Ay, Dunia, Dunia! ¡Qué muchacha! Todos los que pasaban por aquí la alababan, nadie podía decir nada malo. Las señoras le regalaban cosas, pañuelitos o pendientes. Y los señores se quedaban, como si fuera para comer o cenar, pero en realidad era para verla más tiempo. Me acuerdo de que cuando venía algún señor muy malhumorado, en cuanto la veía se calmaba, y ya se ponía amable conmigo. No sé si me va a creer usted, pero hasta los mensajeros y los inspectores de correo se quedaban hablando con ella media hora. La casa se mantenía gracias a ella, tenía tiempo para todo, para guisar y limpiar. Y yo, viejo imbécil, no podía quitarle ojo y estaba loco de alegría; cómo la quería, cómo mimaba a mi niña; ¿acaso le faltaba algo? Pero no hay quien escape de la desgracia, el destino es el destino.

Aquí empezó a contarme con detalle su desdicha. Hacía tres años, una tarde de invierno en la que el maestro de postas estaba trazando las rayas en su nuevo libro de cuentas y su hija se estaba haciendo un vestido detrás del tabique, se acercó una troika, y un viajero con gorro circasiano, abrigo militar y con un chal alrededor del cuello entró en la habitación exigiendo caballos. Todos los caballos estaban fuera. Al conocer esta noticia el viajero alzó la voz y la fusta, pero Dunia, acostumbrada a semejantes escenas, salió corriendo de su cuarto y se dirigió dulcemente al pasajero preguntándole si no desearía comer algo. La aparición de Dunia produjo el efecto habitual. La ira del pasajero se pasó, accedió a esperar los caballos y encargó la cena. Al quitarse el gorro peludo y mojado, al desenrollar el chal y despojarse del abrigo, el pasajero apareció como un joven y esbelto húsar con bigotito negro. Se acomodó en la habitación del maestro de postas y se puso a hablar alegremente con él y con su hija. Sirvieron la cena. Mientras tanto llegaron los caballos y el maestro de postas ordenó que los engancharan inmediatamente, sin haberles dado de comer, en la kibitka del viajero; pero al regresar de la calle se encontró al joven tumbado en el banco, casi sin sentido: se había sentido mal, tenía un terrible dolor de cabeza y no podía continuar el viaje… ¡Qué iba a hacer! El maestro de postas le cedió su cama y se decidió que si el enfermo no se encontraba mejor, al día siguiente mandarían a S. por un médico.

El día siguiente el húsar se sintió todavía peor. Su criado marchó a caballo a la ciudad a buscar a un médico. Dunia le vendó la cabeza con un pañuelo empapado en vinagre y se sentó con su labor junto a su cama. En presencia del maestro de postas el húsar no hacía más que quejarse y no decía ni una palabra; sin embargo, tomó dos tazas de café y entre quejas encargó la comida. Dunia no se separaba de él. Pedía de beber a cada momento, y Dunia le llevaba una taza con limonada hecha por ella. El enfermo humedecía sus labios y cada vez que le devolvía la taza a Dunia, le estrechaba la mano como señal de agradecimiento. A la hora de comer llegó el médico. Le tomó el pulso al enfermo, le habló en alemán, y anunció en ruso que necesitaba mucho reposo y que, pasados dos días, podría emprender el camino. El húsar le entregó veinticinco rublos y lo invitó a comer; el médico aceptó; ambos comieron con mucho apetito, se bebieron una botella de vino y se despidieron, muy satisfechos el uno con el otro.

Pasó otro día y el húsar se restableció completamente. Estaba extraordinariamente animado, bromeaba sin parar con Dunia o el maestro de postas, silbaba canciones, hablaba con los viajeros y anotaba sus cartas de viaje en el libro de postas, y el buen maestro se encariñó tanto con su amable inquilino que al tercer día le dio pena separarse de él. Era domingo; Dunia se disponía a ir a misa. Prepararon la kibitka del húsar. Se despidió del maestro de postas, pagándole generosamente por la estancia y la comida; se despidió de Dunia y le ofreció llevarla a la iglesia que estaba al final del pueblo. Dunia no sabía qué hacer…
—¿De qué tienes miedo? —le dijo el padre—. Su señoría no es un lobo y no te va a comer; date un paseo hasta la iglesia.
Dunia subió a la kibitka y se sentó junto al húsar, el criado se montó en el pescante, el cochero silbó y los caballos se pusieron en marcha.

El pobre maestro de postas no lograba comprender cómo había permitido que su Dunia se marchara con el húsar, cómo le había atacado semejante ceguera y qué le había ocurrido a su razón. Al cabo de media hora el corazón le empezó a doler, y la intranquilidad se apoderó de él hasta tal punto que, sin poder aguantarlo más, fue a misa. Al acercarse a la iglesia vio que la gente ya estaba marchándose, pero Dunia no estaba ni en la plaza ni en el atrio de la iglesia. Entró precipitadamente dentro de la iglesia: el pope salía del altar, el diácono apagaba las velas, dos viejas rezaban en un rincón, pero Dunia no estaba allí. El desdichado padre se decidió a duras penas a preguntarle al diácono si Dunia había estado en misa. El diácono contestó que no había estado. El maestro de postas volvió a su casa medio muerto. La única esperanza que tenía era que Dunia, con la ligereza propia de su edad, hubiera decidido darse un paseo hasta la posta siguiente, donde vivía su madrina. Con angustiosa impaciencia esperó el regreso de la troika en la que había dejado marchar a Dunia. El cochero no volvía. Por fin, hacia la noche, llegó solo con la terrible noticia: “Dunia ha seguido desde la posta siguiente con el húsar”.

El viejo no pudo soportar su desgracia; cayó en la misma cama donde había estado la víspera el joven mentiroso. Ahora, pensando en todo lo ocurrido, el maestro de postas empezó a comprender que la enfermedad había sido fingida. El pobre hombre cayó con una fuerte calentura; lo llevaron a S. y pusieron en su lugar a otro. El mismo médico que había atendido al húsar trató al maestro de postas. Le aseguró que el joven estaba completamente sano, y que él ya entonces había adivinado sus malas intenciones, pero que se había callado por temor a la fusta. No se sabía si era verdad lo que decía el alemán, o si estaba presumiendo de perspicacia, pero no consoló al pobre enfermo lo más mínimo. En cuanto el maestro de postas hubo mejorado, pidió al inspector de correos de S. dos meses de permiso, y sin comunicarle a nadie su intención, se dirigió a pie en busca de su hija. Sabía por la carta de viaje que el capitán de caballería Minsky viajaba de Smolensk a Petersburgo. El cochero que le había llevado contaba que Dunia había pasado todo el camino llorando, aunque iba por su propia voluntad. “A lo mejor —pensaba el maestro de postas—, me traigo a casa a mi ovejita descarriada”. Con este pensamiento llegó a Petersburgo, se hospedó en el regimiento Izmáilovsky, en casa de un sargento retirado que había sido compañero suyo, y emprendió la búsqueda. Pronto se enteró de que el capitán Minsky estaba en Petersburgo y vivía en la posada Demutovsky. El maestro de postas se decidió a ir a verlo.

Una mañana, muy temprano, entró en su antesala y pidió que anunciaran a su señoría que un viejo soldado quería verle. Un lacayo militar le dijo, mientras limpiaba una bota puesta en una horma, que el señor estaba durmiendo y que antes de las once no recibía a nadie. El maestro de postas se marchó y volvió a la hora indicada. El propio Minsky salió a recibirlo, con bata y gorrito rojo.

—¿Qué quieres, amigo? —le preguntó.
Al viejo le hirvió la sangre en las venas, los ojos se le llenaron de lágrimas y con voz temblorosa le dijo:
—¡Señoría!… hágame este favor, ¡por Dios!
Minsky le echó una mirada rápida, se puso colorado, lo agarró de la mano, lo llevó al despacho y cerró la puerta con llave.

—¡Señoría! —seguía el viejo—, lo que se ha perdido, perdido está; por lo menos, devuélvame a mi pobre Dunia. Usted ya se habrá divertido bastante, no la eche a perder para siempre.

—Lo hecho ya no se puede cambiar —dijo el joven tremendamente azorado—; tengo la culpa y estoy dispuesto a pedirte perdón; pero no creas que puedo abandonar a Dunia: será feliz, te doy mi palabra de honor. ¿Para qué la quieres? Ella me ama y ha perdido la costumbre de vivir como antes. Ni tú ni ella vais a poder olvidar lo ocurrido.
Al decir esto le metió algo en la manga, abrió la puerta, y el maestro de postas, sin saber cómo, se encontró en la calle.

Estuvo largo rato inmóvil, por fin vio en la vuelta de su manga un fajo de papeles; lo sacó y se encontró con varios billetes arrugados de cinco y diez rublos. De nuevo los ojos se le llenaron de lágrimas, ¡pero eran lágrimas de indignación! Apretó los billetes en el puño, los tiró al suelo, los pisó con el tacón y echó a andar… Al cabo de unos pasos se detuvo, pensó un instante… y regresó… pero los billetes habían desaparecido. Al verlo un joven bien vestido corrió hacia un coche, se subió en él apresuradamente y gritó:
—¡En marcha!
El maestro de postas no lo persiguió. Decidió regresar a casa, a la posta, pero antes quería volver a ver a su pobre Dunia. Para ello volvió a casa de Minsky al cabo de tres días; pero el lacayo militar le dijo secamente que el señor no recibía, lo empujó con el pecho fuera de la antesala y le cerró la puerta en las narices. El maestro de postas se quedó un rato parado y luego se marchó.

Aquel mismo día, por la tarde, iba por la Litéynaya, después de haber ofrecido una misa en la iglesia de Todos los Afligidos. De pronto pasó a su lado un coche elegantísimo y el maestro de postas reconoció a Minsky. El coche se detuvo delante de una casa de tres pisos, junto a la misma puerta, y Minsky subió corriendo las escaleras. Una idea feliz cruzó por la mente del maestro de postas. Volvió hacia atrás y, al encontrarse junto al cochero, le preguntó:
—¿De quién es este caballo? ¿No será de Minsky?
—Así es —contestó el cochero—, ¿y por qué lo preguntas?
—Verás, tu amo me ha dado una nota para que la llevara a su Dunia, pero me he olvidado de dónde vive.
—Aquí mismo, en el segundo piso. Pero llegas tarde con tu nota, está allí él mismo.
—No importa —repuso el maestro de postas con una emoción indescriptible—, gracias por habérmelo dicho, pero voy a hacer lo que se me ha mandado —y con estas palabras subió las escaleras.
Las puertas estaban cerradas; llamó y transcurrieron varios segundos de penosa espera. Sonaron las llaves y la puerta se abrió.

—¿Vive aquí Avdotia Samsónovna? —preguntó.
—Sí —contestó una criada joven—, ¿qué quieres?
El maestro de postas, sin contestar nada, entró en la sala.
—¡No puedes pasar! —gritó la criada—, Avdotia Samsónovna tiene visita.
Pero el maestro de postas siguió adelante sin hacerle caso.
Las dos primeras habitaciones estaban oscuras, en la tercera había luz. Se acercó a la puerta entreabierta y se detuvo. En la habitación, lujosamente amueblada, estaba sentado Minsky en actitud pensativa. Dunia, vestida con todo el lujo de la moda, se sentaba en el brazo de su sillón, como una amazona en su silla inglesa. Miraba a Minsky con ternura, enrollando sus negros rizos en sus dedos resplandecientes. ¡Pobre maestro de postas! Nunca su hija le había parecido tan hermosa; sin quererlo, la miraba con admiración.

—¿Quién es? —preguntó Dunia sin levantar la cabeza. El padre callaba. Al no recibir contestación Dunia levantó la cabeza… y con un grito cayó sobre la alfombra. Minsky, asustado, se agachó para levantarla pero, viendo de pronto al viejo maestro de postas en la puerta, dejó a Dunia y se le acercó, temblando de ira.
—¿Qué quieres? —le dijo apretando los dientes—. ¿Por qué me persigues a todas partes como un bandido? ¿Me quieres matar? ¡Fuera de aquí! —y cogiendo al viejo con mano vigorosa por el cuello, lo empujó a la escalera.
El viejo volvió a casa. Su amigo le aconsejó que se quejara; el viejo lo pensó y decidió desistir. Al cabo de dos días se dirigió a su posta y volvió a trabajar en el lugar de siempre.
—Llevo tres años —concluyó— viviendo sin Dunia y sin saber nada de ella. Estará viva o muerta, Dios sabe. Ocurre de todo. No es la primera ni la última seducida por un pasajero juerguista, que la mantiene un tiempo y luego la abandona. Hay muchas en Petersburgo, jovencitas tontas, que hoy llevan raso y terciopelo y mañana están barriendo las calles con sus faldas junto a todo lo peor. Cuando pienso que a lo mejor Dunia está así, no puedo evitarlo, y, aunque es pecado, le deseo la tumba…

Así fue el relato de mi amigo, el viejo maestro de postas, un relato a menudo interrumpido por las lágrimas, que secaba pintorescamente con el faldón de su chaqueta, como el concienzudo Teréntich en la hermosa balada de Dmítriev [“La caricatura” de I. I. Dmítriev, 1760-1837]. Estas lágrimas en parte fueron provocadas por el ponche, del que consumió cinco vasos a lo largo de su narración; sin embargo, me emocionaron profundamente. Después de haberme separado de él, tardé mucho tiempo en olvidar al viejo maestro de postas, pasé mucho tiempo pensando en la pobre Dunia…

Hace poco, pasando por el lugar de *** me acordé de mi viejo amigo; me enteré de que la posta que él dirigiera había sido suprimida. Cuando pregunté si el viejo maestro de postas estaba vivo nadie pudo darme una contestación satisfactoria. Decidí hacer una visita al lugar que conocí en tiempos, alquilé unos caballos y me dirigí al pueblo de N.

Esto ocurrió en otoño. Nubes grises cubrían el cielo; un viento frío soplaba de los campos recogidos, llevándose las hojas rojas y amarillas que se encontraba por el camino. Llegué al pueblo cuando el sol se ponía; y me detuve junto a la casa de posta. A la puerta (donde antaño me besara la pobre Dunia) salió una mujer gruesa que a mis preguntas respondió que el viejo maestro de postas había muerto hacía un año, que en su casa se había instalado el cervecero y que ella era la mujer de éste. Me arrepentí de mi viaje inútil y lamenté haber gastado siete rublos para nada.
—¿De qué murió? —le pregunté a la mujer del cervecero.
—De tanto beber, señor —contestó.
—¿Dónde le han enterrado?
—Detrás de la verja, junto a su difunta señora.
—¿No me podría acompañar alguien hasta su tumba?
—¿Por qué no? Oye, Vanka, ya está bien de jugar con el gato. Llévale al señor al cementerio y enséñale la tumba del maestro de postas.
Tras estas palabras salió corriendo un muchacho harapiento, pelirrojo y tuerto, que inmediatamente me condujo a las afueras del pueblo.
—¿Conocías al difunto? —le pregunté por el camino.
—¡Cómo no! Me enseñó a recortar caramillos. Cuando salía de la taberna (que en paz descanse) corríamos detrás de él; “¡abuelo, abuelo!, ¿tienes nueces?”. Siempre estaba con nosotros.
—¿Y los viajeros se acuerdan de él?
—Ahora hay pocos viajeros; a veces pasa un asesor, pero ése no está para pensar en los muertos. En verano vino una señora, ella sí que preguntó por el viejo maestro de postas y hasta fue a su tumba.
—¿Qué señora? —pregunté interesado.
—Una señora guapísima —contestó el chico—; vino en un coche de seis caballos, con tres señoritos pequeños, y además con la nodriza, y con un perro negro, se echó a llorar y les dijo a los niños: “Estaos quietos, que yo voy al cementerio”. Yo le dije que la acompañaba. Y la señora dijo: “Conozco el camino”. Y me dio cinco kópeks de plata, ¡una señora buenísima!…
Llegamos al cementerio, un lugar desnudo, sin vallado, sembrado de cruces de madera, sin la sombra de un solo árbol. Nunca había visto un cementerio tan triste.
—Ésta es la tumba del maestro de postas —dijo el muchacho, saltando sobre un montón de arena, donde había clavada una cruz negra con una imagen de cobre.
—¿Es aquí donde vino la señora? —pregunté.
—Sí —contestó Vanka—, yo la miraba desde lejos. Se tumbó aquí y se quedó así mucho rato. Luego fue al pueblo y llamó al pope, le dio dinero y se fue, y a mí me dio cinco kópeks de plata, ¡una señora buenísima!
Yo también le di cinco kópeks al chico y ya no me arrepentía ni del viaje ni de los siete rublos que había gastado.

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