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El odio

Cuentos: Arthur Charles Clarke

I

Tibor no lo vio. Estaba durmiendo e inmerso en su inevitable y doloroso sueño. Sólo
Joey se encontraba despierto sobre cubierta, en la fresca quietud que precede a la
aurora, cuando apareció el llameante meteoro encima de Nueva Guinea. Observó cómo
ascendía en el cielo hasta pasar directamente por encima de su cabeza, apagando las
estrellas y proyectando sombras que se movían rápidamente sobre la atestada cubierta.
La fuerte luz perfiló el aparejo desnudo, las cuerdas enrolladas y los tubos de aire, las
escafandras hábilmente colocadas para la noche, incluso la isla baja y cubierta de
palmeras a media milla de distancia. Al pasar hacia el sudoeste, sobre el vacío del
Pacífico, empezó a desintegrarse.

Desprendió glóbulos incandescentes, dejando una estela de fuego a lo largo de un
cuarto de su trayectoria en el cielo. Empezaba ya a extinguirse cuando Joey lo perdió de
vista. Todavía resplandeciendo, se hundió en el horizonte, como si tratase de arrojarse
contra la cara del sol oculto.

Si la vista era espectacular, el silencio absoluto resultaba enervante. Joey se quedó
esperando, pero ningún sonido llegaba del cielo hendido. Cuando unos minutos más tarde
se oyó un súbito chasquido en el mar, a poca distancia, la sorpresa le produjo un
involuntario sobresalto; después se maldijo por haberse dejado asustar por una manta,
aunque tenía que ser muy grande para haber hecho aquel ruido al saltar. No oyó nada
más, y entonces volvió a dormirse.

En su estrecha litera, a popa del compresor de aire, Tibor no oyó nada. Dormía tan
profundamente después del trabajo del día que le quedaba poca energía, incluso para los
sueños. Y cuando los tenía, no eran los que hubiese querido. En las horas de oscuridad,
cuando su mente rondaba por el pasado, nunca se detenía en recuerdos de deseo. Había
tenido mujeres en Sydney, en Brisbane, en Darwin y en Thursday Island, pero ninguna en
sus sueños. Lo único que siempre recordaba al despertar, en la fétida quietud del
camarote, era el polvo, el fuego y la sangre cuando los tanques rusos entraron en
Budapest. Sus sueños no eran de amor sino sólo de odio.

Cuando Nick lo sacudió para despertarlo, estaba esquivando a los guardias en la
frontera austriaca. Tardó unos segundos en hacer el viaje de quince mil kilómetros hasta
el Great Barrier Reef. Entonces bostezó, echó a patadas a las cucarachas que le hacían
cosquillas en los dedos de los pies, y bajó de la litera.

El desayuno era el mismo de siempre, desde luego: arroz, huevos de tortuga y carne
en conserva, regado todo ello con té fuerte y dulce. Lo mejor de la comida de Joey era la
abundancia. Tibor estaba acostumbrado a la monótona dieta. Lo compensaba, al igual
que de otras privaciones, cuando volvía al continente.
El sol apenas había asomado en el horizonte cuando amontonaron los platos en la
pequeña cocina y el lugre emprendió su ruta.

Nick parecía animado al ponerse al timón y apartarse de la isla. El viejo pescador de
perlas tenía motivos para estarlo, ya que el banco de conchas en el que trabajaban era el
más rico que Tibor había visto jamás. Con un poco de suerte llenarían la bodega en un
día o dos y volverían a Thursday Island con media tonelada de conchas a bordo. Y
entonces, con un poco más de suerte, podría dejar este peligroso trabajo y volver a la
civilización.

Y no es que lamentase nada. El griego lo había tratado bien, y él había encontrado
algunas perlas muy buenas al abrir las conchas. Pero ahora, después de nueve meses en
el Reef, comprendía por qué el número de submarinistas blancos podía contarse con los
dedos de una mano. Los japoneses, los canacas y los isleños podían soportarlo; pero
muy pocos europeos.

El diesel enmudeció y el Arafura se detuvo.
Estaban a unos tres kilómetros de la isla, baja y verde sobre el agua, pero separada de
ésta por una estrecha franja de playa deslumbrante. No era más que un banco de arena
sin nombre, del que había logrado apoderarse un pequeño bosque. Sus únicos moradores
eran las innumerables y estúpidas pardelas que anidaban en el blando suelo y hacían la
noche odiosa con sus gritos agoreros.

Los tres buceadores apenas hablaron mientras se vestían. Cada uno sabía lo que tenía
que hacer y no perdía tiempo en llevarlo a cabo. Al abrocharse Tibor la gruesa chaqueta
de twill, Blanco, su ayudante, lavó el cristal del casco con vinagre, para que no se
empañase. Entonces Tibor bajó por la escalera de cuerda, mientras le ponían el pesado
casco y el coselete de plomo.

Aparte de la chaqueta, cuyo relleno repartía el peso por igual sobre sus hombros,
llevaba su ropa corriente.

En aquellas aguas cálidas no había necesidad de trajes de caucho. El casco actuaba
simplemente como una pequeña campana de buzo mantenida en posición por su propio
peso. En caso de emergencia, el que lo llevaba (si tenía suerte) podía desprenderse de él
y subir nadando sin estorbos a la superficie. Tibor lo había visto hacer, pero no tenía el
menor deseo de experimentarlo.

Cada vez que se plantaba en el último escalón, agarrando el saco para las conchas
con una mano y el cable de seguridad con la otra, acudía a su mente la misma idea.
Estaba dejando el mundo que conocía; pero ¿era para una hora… o para siempre?
Abajo, en el fondo del mar, estaban las riquezas y la muerte, y uno no podía estar
seguro de cuál de las dos cosas le esperaba allí. Lo más probable es que fuera un día
más de trabajo pesado y sin incidentes, como lo eran la mayoría de los días de la vida
monótona del pescador de perlas. Pero Tibor había visto morir a uno de sus compañeros
al enredarse el tubo del aire en la hélice del Arafura. Y había sido testigo de la agonía de
otro, víctima de la enfermedad de los buzos. En el mar, nada era nunca seguro o cierto.
Uno se arriesgaba con los ojos abiertos.

Y si perdía, de nada servían las lamentaciones.

Se apartó de la escalera, y el mundo del sol y el cielo dejó de existir. Debido al peso del
casco, tuvo que agitar frenéticamente los pies para mantener el cuerpo vertical. Sólo
podía distinguir una niebla azul y amorfa al hundirse hacia el fondo. Esperó que Blanco no
tirase demasiado pronto del cable de seguridad. Tragando saliva y bufando, trató de
despejar los oídos al aumentar la presión. El derecho se «destapó» con bastante rapidez,
pero un dolor punzante, insoportable, aumentó rápidamente en el izquierdo, que lo
molestaba desde hacía varios días. Metió la mano debajo del casco, se tapó la nariz y
sopló con toda su fuerza.

Hubo una brusca y silenciosa explosión dentro de su cabeza y el dolor cesó al instante.
Ya no tendría más dificultades en esta inmersión.

Tibor tocó el fondo antes de verlo.

Su visión hacia abajo era muy limitada pues no podía inclinarse sin correr el riesgo de
que se inundase el casco. Podía ver a su alrededor, pero no inmediatamente debajo de él.
Lo que contempló era tranquilizador en su monotonía: un llano cenagoso y ligeramente
ondulado que se difuminaba a unos tres metros de distancia. A un metro a su izquierda,
un pececillo mordisqueaba un trozo de coral del tamaño y la forma de un abanico. Esto
era todo. Aquí no había belleza ni era un lugar de ensueño submarino. Pero había dinero.
Y eso era lo que importaba.

El cable de seguridad dio un ligero tirón al empezar a derivar en la dirección del viento,
moviéndose de lado sobre el sector, y Tibor empezó a avanzar con el paso saltarín y lento
que le imponía la ingravidez y la resistencia del agua. Como buzo número dos, trabajaba
desde la proa. En medio estaba Stephen, todavía algo inexperto, y a popa Billy, el primer
buzo. Los tres hombres raras veces se veían cuando estaban trabajando; cada uno tenía
su propio territorio que explorar, mientras el Arafura se deslizaba en silencio a favor del
viento. Sólo en los extremos de los zigzags que trazaban, a veces se veían de refilón
como vagas sombras entre niebla.

Se necesitaba práctica para distinguir las conchas debajo del camuflaje de algas y
hierbas, pero con frecuencia los moluscos se delataban ellos mismos. Cuando sentían las
vibraciones del hombre que se acercaba, se cerraban de golpe, y entonces se producía
un fugaz destello nacarado en la penumbra. Sin embargo, incluso éstas escapaban a
veces pues el barco en movimiento podía arrastrar al pescador antes de que pudiese
agarrar su presa. En los primeros días de aprendizaje, a Tibor se le habían escapado
bastantes ostras grandes, cualquiera de las cuales podía haber contenido una perla
fabulosa. O así se lo había imaginado, antes de que se extinguiese para él el atractivo de
la profesión y se percatase de que aquellas perlas resultaban tan raras que era mejor
olvidarse de ellas.

La perla más valiosa que había pescado se había vendido por veinte libras, y las
conchas que recogía en una buena mañana valían más. Si la industria hubiese dependido
de las perlas y no del nácar, habría quebrado hacía años.

No había sentido del tiempo en este mundo de niebla. Uno caminaba debajo de la
embarcación móvil e invisible, con el zumbido del compresor de aire golpeándole los
oídos, y la verde neblina moviéndose delante de los ojos. A largos intervalos se descubría
una concha, se la arrancaba del fondo del mar y se metía en la bolsa. Si uno tenía suerte,
podía recoger un par de docenas en una sola inmersión. Pero también era posible que no
encontrase ninguna.

Uno estaba alerta ante el peligro, pero éste no le preocupaba. Los verdaderos riesgos
eran accidentes sencillos y nada espectaculares, como que se enredasen el tubo del aire
o el cable de seguridad, no los tiburones, los grandes peces ni los pulpos. Los tiburones
huían al descubrir burbujas de aire, y en todas las horas de inmersión, Tibor sólo había
visto un pulpo de medio metro de diámetro. En cuanto a los peces gigantescos, bueno,
había que tomarlos en serio porque se podían tragar de golpe a un buzo si estaban
hambrientos. Pero no era probable encontrarlos en esta llanura desolada. No había
cuevas de coral donde pudiesen establecer sus hogares.

Por consiguiente, la impresión no habría sido tan fuerte si este ambiente gris y uniforme
no le hubiese dado una sensación de seguridad.

Estaba caminando con regularidad hacia una pared de niebla inalcanzable que se
retiraba tan de prisa como se acercaba él. Y entonces, sin previo aviso, una particular
pesadilla tomó cuerpo encima de él.

II

Tibor odiaba las arañas, y había cierta criatura en el mar que parecía deliberadamente
resuelta a aprovecharse de aquella fobia. Él no había visto ninguna y su mente había
eludido siempre la idea de semejante encuentro, pero sabía que el cangrejo araña
japonés puede medir tres metros y medio desde las patas de un lado a las del otro. El
hecho de que fuese inofensivo no le importaba en absoluto. Un cangrejo araña grande
como un hombre no tenía derecho a la existencia.

En cuanto vio aparecer aquella jaula de miembros flacos en la masa gris de las aguas,
Tibor empezó a chillar con terror incontrolable. No recordaba haber tirado del cable de
seguridad, pero Blanco reaccionó con la percepción instantánea del ayudante ideal.
Resonando todavía sus gritos en el casco, Tibor sintió que lo arrancaban del fondo del
mar y lo subían hacia la luz, el aire… y la cordura.

Mientras ascendía, comprendió lo absurdo de su miedo y recuperó algo de su dominio.
Pero cuando Blanco le quitó el casco, aún temblaba violentamente y tardó algún tiempo
en poder hablar.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó Nick—. ¿Es que todos queréis terminar el
trabajo antes de la hora?
Entonces Tibor se dio cuenta de que no había sido el primero en subir. Stephen estaba
sentado en mitad del barco, fumando un cigarrillo, y al parecer totalmente despreocupado.
Un ayudante izaba al buzo de popa, que se preguntaría sin duda qué había sucedido, ya
que el Arafura se había detenido y todas las operaciones se habían suspendido hasta que
se resolviese la cuestión.
—Hay una especie de embarcación hundida ahí abajo —dijo Tibor—. Tropecé con ella.
Lo único que pude ver fue un montón de cuerdas y de palos.
Para su gran contrariedad, el recuerdo hizo que empezase a temblar de nuevo.
—No veo por qué eso te provocó el tembleque —gruñó Nick.
Tampoco podía comprenderlo Tibor, sobre la cubierta bañada por el sol.
Era imposible explicar cómo podía una forma inofensiva, vista a través de una niebla,
llenar completamente la mente de terror.
—Casi me enredé con aquello —mintió—. Blanco tiró de mí con el tiempo justo.
—¡Hum! —murmuró Nick, no muy convencido—. En todo caso, no es un barco. —
Señaló hacia el buzo que estaba en mitad de la embarcación—. Steve tropezó con un
montón de cuerdas y de tela, dice que como un nailon grueso. Parece una especie de
paracaídas. —El viejo griego miró disgustado la mojada colilla de su puro y la arrojó por
encima de la borda—. En cuanto haya subido Billy, iremos a echar un vistazo. Puede que
valga algo; recordad lo que le ocurrió a Jo Chambers.

Tibor lo recordaba; la historia era famosa a lo largo del Great Barrier Reef. Jo había
sido un pescador solitario que, en los últimos meses de la guerra, había descubierto un
BC-3 en aguas poco profundas a pocos kilómetros de la costa de Queensland. Después
de prodigios de recuperación sin ayuda de nadie, se había abierto paso en el fuselaje y
empezado a descargar cajas de herramientas perfectamente protegidas con envolturas
impermeables.

Durante un tiempo había realizado un fructífero negocio de importaciones, pero cuando
la policía dio con él, reveló de mala gana la identidad de su proveedor. Los «polis»
australianos pueden ser muy persuasivos.
Y fue entonces, después de semanas y semanas de fatigoso trabajo debajo del agua,
cuando Jo descubrió lo que había estado transportando el DC-3 además de las
herramientas que, por valor de unos pocos miles de dólares, había estado vendiendo a
los garajes y talleres del continente.
Las grandes cajas de madera que no se había decidido a abrir contenían la paga de
una semana de las fuerzas del Pacífico.
Aquí no habría tanta suerte, pensó Tibor al saltar de nuevo al agua. Pero el avión (o lo
que fuese) podía contener instrumentos valiosos y tal vez habría una recompensa para
quien los descubriese. Además, estaba en deuda consigo mismo. Quería ver exactamente
qué era lo que le había causado semejante susto.
Diez minutos más tarde supo que no era ningún avión. Tenía otra forma y era mucho
más pequeño; sólo unos seis metros de largo y la mitad de ancho. El estrecho objeto
tenía escotillas de acceso y pequeñas portillas a través de las cuales atisbaban el mundo
unos instrumentos desconocidos. Daba la impresión de estar desarmado, aunque un
extremo parecía haber sido fundido por un terrible calor. Del otro brotaba una maraña de
antenas, todas ellas rotas o torcidas por el choque contra el agua. Incluso ahora tenían un
increíble parecido con las patas de un insecto gigante.
Tibor no era tonto. Enseguida sospechó lo que era aquello.
Sólo subsistía un problema, y lo resolvió con facilidad. Aunque borradas en parte por el
calor, aún había palabras legibles grabadas en algunas escotillas. Los caracteres eran
cirílicos, y Tibor conocía el ruso lo bastante como para captar referencias a materiales
electrónicos y sistemas de presurización.
«Así que han perdido un Sputnik», se dijo, satisfecho. Podía imaginar lo sucedido.
Aquella cosa había descendido demasiado aprisa y a un lugar equivocado. En uno de los
extremos había restos de flotadores; se habían reventado con el impacto y el vehículo se
había hundido como una piedra.
La tripulación del Arafura tendría que disculparse con Joey. No había estado bebiendo.
Lo que había visto arder en el cielo seguramente sería el cohete portador, que se había
separado de su carga y caído sin control en la atmósfera de la Tierra.
Tibor permaneció durante mucho rato en el fondo del mar, con las rodillas dobladas a la
manera típica del buzo, mientras observaba aquella criatura del espacio atrapada ahora
en el elemento extraño. Su mente estaba llena de planes a medio elaborar, pero ninguno
de ellos estaba todavía claro.
Ya no le importaba el dinero del salvamento. La perspectiva de la venganza era mucho
más importante.
Aquí estaba una de las creaciones de las que más se enorgullecía la tecnología
soviética, y Szabo Tibor, oriundo de Budapest, era el único hombre del mundo que lo
sabía.
Tenía que haber alguna manera de aprovechar la situación, de producir daño al país y
a la causa que ahora odiaba con tan ardiente intensidad. Aún no se había entretenido en
analizar el verdadero motivo de este odio. Aquí, en este mundo solitario de mar y cielo, de
vaporosos manglares y deslumbrantes bancos de coral, no había nada que le recordase
el pasado. Sin embargo, no podía librarse de él. Algunas veces despertaban los demonios
de su mente y tenía accesos de rabia o un deseo cruel y desenfrenado de destrucción.
Hasta ahora había tenido suerte; no había matado a nadie. Pero algún día…
Un inquieto tirón de Blanco interrumpió sus sueños de venganza.
Dio una señal tranquilizadora a su ayudante e inició un examen más atento de la
cápsula. ¿Cuánto pesaba? ¿Podía ser izada fácilmente? Debía descubrir muchas cosas,
antes de trazar algún plan definitivo.
Se apoyó en la pared de metal ondulado y empujó cautelosamente. Percibió un claro
movimiento, al oscilar la cápsula sobre el fondo marino. Tal vez podría ser levantada,
incluso con las pocas poleas de que disponía el Arafura. Probablemente era más ligera de
lo que parecía.
Tibor apretó el casco contra la sección plana de la cápsula y escuchó con atención.
Había tenido cierta esperanza de oír algún ruido mecánico, como el zumbido de
motores eléctricos. Pero el silencio era absoluto. Golpeó el metal con el mango de su
cuchillo, tratando de calcular su grosor y de localizar cualquier punto débil. Su tercer
intento dio resultado, pero no fue lo que esperaba.
La cápsula le respondió con un furioso y desesperado repiqueteo.
Hasta este momento a Tibor no se le había ocurrido pensar que pudiese haber alguien
en el interior. La cápsula le había parecido demasiado pequeña.
Entonces se dio cuenta de que había estado pensando en términos de aviación
convencional. Allí había espacio suficiente para un pequeño camarote a presión en el que
un abnegado astronauta podría pasar unas pocas horas encogido.
Así como un calidoscopio puede cambiar completamente su dibujo en un solo
movimiento, así los planes medio elaborados en la mente de Tibor se disolvieron y
cristalizaron después en una nueva forma. Se humedeció los labios con la lengua detrás
del grueso cristal del casco. Si Nick hubiese podido verlo, ahora se habría preguntado,
como había hecho ya algunas veces, si su buzo número dos estaba completamente
cuerdo. Todas sus ideas de una venganza remota e impersonal contra algo tan abstracto
como una nación o una máquina se alejaron de su mente.
Ahora sería una cuestión de hombre a hombre.

III

—Te has tomado tiempo, ¿no? —dijo Nick—. ¿Qué has descubierto?
—Es ruso —dijo Tibor—. Algún tipo de Sputnik. Si lo atamos con una cuerda creo que
podremos levantarlo del fondo. Pero es demasiado pesado para subirlo a bordo.
Nick dio una chupada a su eterno puro, con expresión reflexiva. El jefe estaba
preocupado por una cuestión que no se le había ocurrido a Tibor. Si se realizaba alguna
operación de salvamento allí, todos sabrían el sitio donde había estado el Arafura.
Cuando llegase la noticia a Thursday Island, su banco de ostras particular sería limpiado
en un santiamén.
Tendrían que mantener en secreto todo el asunto o remolcar ellos mismos aquella
maldita cosa y no decir dónde la habían encontrado. En todo caso, más parecía un
engorro que algo valioso. Nick, que compartía casi todos los prejuicios de los australianos
contra la autoridad, estaba convencido de que lo único que sacarían de su trabajo sería
una bonita carta de agradecimiento.
—Los muchachos no quieren bajar —anunció—. Creen que es una bomba. Quieren
dejarla donde está.
—Diles que no se preocupen —replicó Tibor—. Yo me encargaré de esto.
Trató de mantener su voz fría y normal, pero aquello era demasiado bonito para ser
verdad. Si los otros oían los golpes desde dentro de la cápsula, sus planes se
derrumbarían.
Señaló hacia la isla verde y adorable en el horizonte.
—Sólo podemos hacer una cosa. Si conseguimos levantarla medio metro del fondo,
podremos llevarla hacia la costa. Una vez en aguas poco profundas, no será muy difícil
arrastrarla hasta la playa. Utilizaremos los botes y tal vez enganchemos una polea en uno
de aquellos árboles.
Nick consideró la idea sin mucho entusiasmo. Dudaba de que el Sputnik pudiese pasar
a través del arrecife, incluso a sotavento de la isla. Pero era partidario de alejarlo de su
banco de conchas. Siempre podrían dejarlo en otra parte, señalar el lugar con una boya y
reclamar el mérito del hallazgo.
—Está bien —dijo—. Baja. Esa cuerda de dos centímetros es la más fuerte que
tenemos; será mejor que te la lleves. Pero no te pases todo el día en esto; ya hemos
perdido bastante tiempo.
Tibor no tenía intención de pasar todo el día. allí. Seis horas serían más que
suficientes. Ésta era una de las primeras cosas que había aprendido de las señales a
través de la pared.
Era una lástima que no pudiese oír la voz del ruso; pero el ruso podía oírle y esto era lo
que realmente importaba. Cuando apoyó el casco en el metal y gritó, la mayoría de sus
palabras fueron comprendidas. Hasta ahora había sido una conversación amistosa; Tibor
no tenía intención de mostrar sus cartas hasta el momento psicológico adecuado.
La primera operación había sido establecer una clave: un golpe para decir «Sí» y dos
para decir «No». Después se trataba sólo de hacer las preguntas más convenientes. Con
tiempo, no había un hecho ni una idea que no se pudiese comunicar por medio de estas
dos señales. Habría sido mucho más difícil si Tibor se hubiese visto obligado a emplear su
rudimentario ruso. Se había alegrado, aunque no sorprendido, al descubrir que el piloto
atrapado comprendía perfectamente el inglés. Había aire en la cápsula para otras cinco
horas; su ocupante estaba ileso; sí, los rusos sabían el lugar donde había caído.
La última respuesta dio que pensar a Tibor. Tal vez el piloto estaba mintiendo, pero
podía ser verdad lo que decía. Aunque algo había funcionado evidentemente mal en el
regreso proyectado a la Tierra, los buques de rastreo del Pacífico tenían que haber
localizado el lugar del impacto, aunque no podía saber con qué exactitud. Pero ¿qué
importaba eso? Podían tardar días en llegar aquí, aunque viniesen a toda velocidad a las
aguas territoriales australianas sin molestarse en pedir permiso a Canberra. Era dueño de
la situación. Toda la fuerza de la URSS no podría hacer nada para frustrar sus planes
antes de que fuese demasiado tarde. La pesada cuerda cayó en rollos sobre el fondo
marino, levantando una nube de limo que se alejó como humo, impulsado por la lenta
corriente. Ahora que el sol estaba más alto en el cielo, el mundo submarino ya no se
encontraba envuelto en una penumbra gris. El fondo del mar era incoloro pero brillante, y
el límite de la visión estaba ahora casi a cinco metros de distancia.
Tibor pudo observar toda la cápsula espacial por primera vez. Era un objeto tan
peculiar, diseñado para condiciones más allá de toda experiencia normal, que engañaba a
la vista. Uno buscaba en vano la parte de delante y la de atrás. No había manera de saber
en qué dirección apuntaba al volar a toda velocidad en su órbita.
Tibor apretó el casco contra el metal y gritó:
—¡He vuelto! —anunció—. ¿Puede oírme?
Pam.
—He traído una cuerda y voy a atarla a los cables del paracaídas. Estamos a unos tres
kilómetros de una isla. En cuanto la hayamos atado, pondremos rumbo hacia ella. No
podemos sacarle del agua con la polea que llevamos a bordo, así que trataremos de
llevarle a la playa. ¿Comprende?
Pam.
Sólo tardó unos momentos en atar la cuerda; ahora era mejor que se apartase antes de
que el Arafura empezase a levantar la cápsula.
Pero primero tenía que hacer algo.
—¡Eh! —gritó—. He atado la cuerda. Levantaremos esto dentro de un minuto. ¿Me
oye?
Pam.
—Entonces también podrá oír esto: nunca saldrá vivo de ahí. También esto lo he atado
bien.
Pam, Pam.
—Tardará cinco horas en morir. Mi hermano tardó más, cuando pasó por un campo de
minas. ¿Comprende? ¡Soy de Budapest! Le odio a usted, a su país y a todo lo que éste
defiende. Me han arrebatado mi casa, mi familia; han convertido a mis compatriotas en
esclavos. ¡Ahora me gustaría ver su cara! Me gustaría verle morir. También a Theo le vi
morir. Cuando estemos a medio camino de la isla, esta cuerda se romperá por donde yo
la corte. Bajaré y ataré otra, y ésta también se romperá. Puede quedarse sentado y
esperar las sacudidas.

Tibor se detuvo bruscamente, agotado por la violencia de sus emociones. No había
lugar para la lógica o la razón en este orgasmo de odio. No se detuvo para pensar, porque
no se atrevía a hacerlo. Pero en lo más recóndito de su mente, la verdad se estaba
abriendo paso hacia la luz de la conciencia. No era a los rusos a quienes odiaba por todo
lo que habían hecho. Se odiaba a sí mismo, porque había hecho más.

La sangre de Theo y de diez mil compatriotas había manchado sus propias manos.
Nadie había sido más comunista que él ni nadie había creído más estúpidamente la
propaganda de Moscú. En el instituto y en la universidad había sido el primero en buscar
y denunciar a los «traidores» (¿a cuántos de ellos había enviado a los campos de trabajo
o a las cámaras de tortura de la AVO?) Cuando descubrió la verdad, ya era demasiado
tarde. Y ni siquiera entonces había luchado. Había echado a correr.

Había corrido por todo el mundo, tratando de escapar a su culpa, y las drogas del
peligro y la disipación lo habían ayudado a olvidar el pasado. Los únicos placeres que
ahora le ofrecía la vida eran los abrazos sin amor que buscaba febrilmente cuando estaba
en tierra firme, y su actual modo de existencia era prueba de que aquello no era
suficiente.

Si ahora podía hacer tratos con la muerte, era sólo porque había venido aquí en busca
de ella.

No hubo ningún sonido en la cápsula. Su silencio parecía despectivo, burlón. Tibor la
golpeó con furia con el mango del cuchillo.
—¿Me has oído? —gritó—. ¿Me has oído?
Ninguna respuesta.

—¡Maldito seas! ¡Sé que estás escuchando! ¡Si no contestas, haré un agujero en la
cápsula para que entre el agua!
Estaba seguro de que podía conseguirlo con la afilada punta del cuchillo. Pero esto era
lo último que quería hacer; sería demasiado rápido, un fin demasiado fácil.
Seguía sin oír nada; tal vez el ruso se había desmayado. Tibor esperó que no fuese
así, pero era inútil demorarse aún más. Propinó un fuerte golpe de despedida a la cápsula
e hizo señal a su ayudante.

Nick tenía noticias para él cuando salió a la superficie.
—La radio de Thursday Island no ha parado un momento. Los rusos están pidiendo a
todo el mundo que busquen uno de sus cohetes. Dicen que debe estar flotando en alguna
parte, frente a la costa de Queensland. Parece que están muy interesados en recuperarlo.
—¿Han dicho algo más sobre él? —preguntó ansiosamente Tibor.
—Sí, que ha dado un par de vueltas alrededor de la Luna.

—¿Eso es todo?
—Nada más, que yo recuerde. Usaban muchos términos científicos que no
comprendía.

Era de suponer; cuando fallaba alguno de sus experimentos, los rusos lo mantenían en
secreto tanto como les era posible.

—¿Has dicho a Thursday Island que lo hemos encontrado?
—¿Estás loco? Además, el transmisor no funciona; no podría hacerlo aunque quisiera.
¿Has fijado bien la cuerda?
—Sí; mira si puedes levantarla del fondo.

El extremo de la cuerda había sido atado alrededor del palo mayor, y en pocos
segundos quedó tirante. Aunque el mar estaba en calma, había un ligero oleaje y el lugre
oscilaba en ángulos de diez o quince grados. A cada balanceo, las bordas se elevaban
medio metro y descendían de nuevo. Había un montacargas con capacidad para varias
toneladas, pero era necesario tener mucho cuidado al emplearlo.

La cuerda vibró, la madera crujió y, por un momento, Tibor temió que la debilitada
cuerda se rompiese demasiado pronto. Pero resistió y se elevó la carga.

La izaron más a la segunda oscilación, y más a la tercera. Entonces se desprendió la
cápsula del fondo marino y el Arafura escoró ligeramente hacia babor. —Vamos —dijo
Nick, empuñando la rueda del timón—. Tendríamos que llevarla a medio kilómetro antes
de que choque de nuevo.

El lugre empezó a moverse despacio en dirección a la isla, transportando su carga
escondida debajo de él.

Apoyándose en la borda y dejando que el sol evaporase el agua de su ropa mojada,
Tibor se sintió en paz por primera vez en… ¿cuántos meses? Incluso el odio había cesado
de arder en su cerebro. Tal vez, como el amor, era una pasión que nunca podía
satisfacerse. Pero al menos había sido saciada de momento.

No flaqueaba en su resolución. Estaba implacablemente empeñado en la venganza de
manera tan extraña, tan milagrosa, se había puesto a su alcance. La sangre pedía
sangre, y al fin podrían descansar lo; fantasmas que lo acosaban.

IV

Empezó a preocuparse cuando estaban a dos tercios del camino hacia la isla y la
cuerda no se había roto. Todavía faltaban cuatro horas. Demasiado tiempo. Por primera
vez se le ocurrió pensar que su plan podría fracasar. ¿Y si a pesar de todo Nick
conseguía llevar la cápsula a la playa antes de la hora límite?
Con un fuerte chasquido que hizo vibrar toda la embarcación, la cuerda saltó en el
agua, rociando en todas direcciones.

—Debí pensarlo —dijo Nick—. Estaba empezando a dar saltos. ¿Quieres bajar de
nuevo o prefieres que envíe a uno de los muchachos?
—Ya me encargo yo —respondió apresuradamente Tibor—. Puedo hacerlo más de
prisa que ellos.

Era cierto, pero tardó veinte minutos en localizar la cápsula. El Arafura se había
apartado mucho de ella antes de que Nick pudiera parar el motor, y Tibor llegó a
preguntarse si la hallaría.

Describió grandes arcos en el fondo del mar, y sólo terminó la búsqueda cuando se
enredó accidentalmente en el paracaídas. La tela oscilaba con lentitud en la corriente,
como un extraño y horrible monstruo marino; pero Tibor ya no temía nada, salvo el
fracaso, y su pulso no se aceleró al ver aquella masa blanquecina delante de él.
La cápsula estaba arañada y manchada de limo, pero parecía indemne. Ahora yacía de
costado y parecía una gigantesca cántara de leche que se hubiese volcado. El pasajero
tenía que haber saltado mucho en el interior. Pero si había caído de la Luna tenía que
estar muy protegido, y probablemente seguiría en buen estado. Tibor confió en que así
fuese. Sería una lástima perder las tres horas restantes.
Una vez más apoyó el casco oxidado en el ya no tan brillante metal de la cápsula.
—¡Eh! —gritó—. ¿Puedes oírme?
Tal vez el ruso tratara de engañarle guardando silencio, pero esto sería pedir
demasiado a su sangre fría. Tibor tenía razón. Casi inmediatamente sonó el fuerte golpe
de respuesta.

—Me alegro de que estés ahí —gritó—. Todo está saliendo como te dije, aunque me
parece que tendré que cortar un poco más la cuerda.
La cápsula no respondió. Nunca volvió a responder, a pesar de que Tibor la golpeó una
y otra vez en la siguiente inmersión… y en la siguiente.
Pero ahora ya no lo esperaba porque habían tenido que detenerse un par de horas
para capear una turbonada, y el tiempo límite había pasado antes de que hiciese su
último descenso.

Esto lo contrariaba un poco pues había proyectado un mensaje de despedida. Pero
gritó de todos modos, aunque sabía que gastaba energías en vano.
Por la tarde, temprano, el Arafura se había acercado lo más posible a tierra. Había sólo
unos pocos metros de agua debajo de él y la marea estaba descendiendo. La cápsula
asomaba a la superficie en el seno de cada ola y al fin quedó firmemente varada en un
banco de arena. Era inútil tratar de arrastrarla más. Estaría pegada allí hasta que la marea
alta la desalojase.

Nick observó la situación con ojos de experto.
—Esta noche hay una marea de un par de metros —dijo—. Tal como ahora está
situada, la cápsula sólo estará a medio metro del agua en la bajamar. Podremos ir hasta
ella con los botes.

Esperaron frente al banco de arena mientras bajaba la marea y el sol. Las intermitentes
emisiones de radio informaban de que la búsqueda se acercaba pero estaba todavía lejos
de ellos. Avanzada la tarde, la cápsula estaba casi enteramente fuera del agua. La
tripulación condujo el pequeño bote hacia ella con una renuencia que el propio Tibor
compartía, a su pesar.
—Tiene que haber una puerta en el costado —in-. dicó de pronto Nick—. ¿Crees que
habrá alguien dentro?
—Podría ser —respondió Tibor con voz no tan firme como hubiera deseado.
Nick lo miró con curiosidad. El buzo se había portado de una manera extraña durante
todo el día, pero se abstuvo de preguntarle qué le sucedía. En esta parte del mundo, uno
aprendía pronto a cuidar de sus propios asuntos.

El bote, meciéndose ligeramente en la mar rizada, había llegado ahora junto a la
cápsula. Nick alargó una mano y agarró uno de los trozos retorcidos de antena. Después,
con la agilidad de un gato, subió a la superficie curva de metal. Tibor no intentó seguirlo;
desde el bote observó en silencio, cómo examinaba la escotilla de entrada.
—A menos que esté atrancada —dijo Nick—, tiene que haber alguna manera de abrirla
desde fuera. Sería mala suerte que se necesitara alguna herramienta especial.
Su temor era infundado. La palabra «abrir» había sido grabada en diez idiomas
alrededor de la cerradura y sólo se necesitaban unos segundos para comprender su
funcionamiento. Al salir silbando el aire, Nick lanzó un «¡Uf!» y palideció de pronto. Miró a
Tibor como buscando apoyo, pero Tibor eludió su mirada.
Nick se metió entonces de mala gana en la cápsula.
Estuvo allí mucho rato. Al principio pudieron oír golpes sordos en el interior, seguidos
de una retahíla de palabrotas bilingües.

Y entonces siguió un silencio que se fue prolongando cada vez más.
Cuando al fin apareció la cabeza de Nick en la escotilla, su cara correosa, curtida por el
viento, estaba gris y surcada de lágrimas. Cuando Tibor vio su increíble aspecto, sintió
una súbita y terrible premonición. Algo había ido horriblemente mal, pero su mente estaba
demasiado confusa para prever la verdad. Ésta se le manifestó bien pronto, cuando Nick
le tendió su carga, no mucho más grande que una muñeca de gran tamaño.
Blanco la cogió, mientras Tibor se retiraba a la popa del bote.
Al mirar aquella cara tranquila y como de cera, unos dedos de hielo parecieron
atenazar no sólo su corazón sino también su bajo vientre. En ese mismo instante, al
comprender el precio de su venganza, el odio y el deseo murieron para siempre dentro de
él.

La astronauta era tal vez más bella en la muerte de lo que había sido en vida. Aunque
menuda, tenía que haber sido fuerte y muy capacitada para que le confiasen aquella
misión. Yaciendo a los pies de Tibor, no era una rusa ni la primera mujer que había visto
la cara oculta de la Luna. Era simplemente una muchacha a la que él había matado.
—Tenía esto apretado en la mano —dijo Nick con voz vacilante—. Tardé mucho rato
en sacarlo de su puño.
Tibor apenas le oía, y ni siquiera miró el pequeño rollo de cinta magnetofónica que Nick
tenía en la palma de la mano. No podía adivinar, en aquel momento de insensibilidad, que
las Furias aún tenían que ensañarse con su alma… y que pronto todo el mundo estaría
escuchando una voz acusadora de ultratumba, marcándole más irrevocablemente que a
cualquier hombre desde Caín.

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