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El paraguas del padre León

Cuentos: José Asunción Silva

Muchas veces lo he visto de cerca y muchas de lejos, y en cada una de ellas yo he mirado y remirado con el empeño con que un semi-escritor enamorado de la teoría del documento humano observa a los tipos que se apartan de la humanidad corriente, de la humanidad de pacotilla… Me he complacido en estudiar los pormenores de su extraña figura, mezcolanza de líneas purísimas y de detalles grotescos; aquel perfil regular y noble de la cabeza amplia, aquellos largos cabellos blancos, aquellos ojos verdosos de expresión alocada, aquella nariz aguileña, aquellos paraguas inverosímiles que lo abrigan en los días lluviosos, aquel lente forjado como para el ojo de un cíclope, que carga en el bolsillo, aquel cuerpecito de gnomo, aquella voz chillona unas veces, cavernosa otras, con que alarga hasta lo infinito las sonoras sílabas latinadas de las liturgias diarias.

Lo he visto oficiar, vestido con una casulla lila tramada de oro, cayéndole sobre las canas ensortijadas una raya de sol matinal, envuelto en la nube aromática del incienso que sube hacia el tabernáculo, y en esos momentos la figura toda, el perfil del filósofo romano, los ojos verdosos, el cuerpo deforme, tomaban una expresión de rara nobleza aumentada por el prestigio de los movimientos lentos y hieráticos… Lo he visto en el tendido de la plaza de toros, vestido con una sotana raída y polvorienta, la fisonomía vulgarizada por el entusiasmo de la corrida, la cara congestionada por el calor del mediodía, sacudiéndose como un energúmeno, limpiándose las gotas del sudor que le perlaban en la frente con un pañuelo enorme de seda amarilla, que estrujaba con las manos, ridículamente pequeñas…

Sin embargo cuando pasen muchos años y haya muerto él y lo oiga nombrar y al oír su nombre vuelva yo los ojos hacia los días de hoy, perdidos para siempre en el fondo del tiempo, no lo recordaré ni hermoseado ni ennoblecido por las lujosas vestiduras sacerdotales ni vulgarizado por el ambiente caliginoso del circo…

El Padre León… El paraguas del Padre León… Las misas del Padre León… Las imágenes que entonces, al vibrar en mis oídos, suscitarán esas sílabas no serán las evocadas antes, sino otra, tan precisa, tan neta y al mismo tiempo tan sugestiva que no resisto al deseo de convertirla en unas líneas para esta primera página del álbum que has tenido la peregrina idea de dedicarle…

La esquina de una calle central; el cielo y los lejos negros como boca de lobo, rayados por los hilos de plata de una llovizna fina; el piso húmedo y brillante por la lluvia; allá arriba, entre lo oscuro de la noche, la irradiación fantasmagórica, la claridad deslumbrante e incolora de un foco de luz eléctrica que hace más intensa la sombra alrededor; abajo, en la calle, diez pasos adelante de la lámpara incandescente, esta silueta inverosímil: abajo un paraguas enorme, un paraguas rojo de colosales dimensiones, un duende negro, de un metro de alto, con vestido talar y sombrero plano de anchísimas alas, que lleva en la mano una linterna de vidrios verdes… Sobre el empedrado brillante por la lluvia, la sombra del duende, la cabeza enorme, el cuerpo pequeñísimo, los reflejos rojizos del paraguas y los reflejos verde esmeralda de la linterna se proyectan fantásticos.

El primer instante de verlo así fue delicioso para los ojos que deseaban color, mucho color, fatigados por lo gris del lluvioso crepúsculo. Aquello daba la impresión de una cosa no cierta, irreal…

¿De dónde venía, a dónde iba el Padre León protegido por el enorme paraguas rojo, alumbrado por la diminuta linterna verde? De fijo había tomado el chocolate en casa de unas buenas amigas suyas, dos viejecitas que viven en la calle de los Béjares, en una sala que olía a papayas, sentado en un viejo sillón de cuero labrado de vaqueta cordobesa, teniendo al frente un cuadrito desteñido de Gregorio Vásquez y conversando de las profecías del doctor Margallo y del próximo fin del mundo. Después del chocolate le habían dado dulce de uchuvas o de cabellos de ángel, después un tabaco que olía a vainilla… Aquello era el Santafé dormilón, inocente y plácido de 1700, un pedazo de la vieja ciudad de la mula herrada, del espanto de la calle del Arco y de la luz de San Victorino…

En ese instante, un coupé negro y brillante tirado por un soberbio tronco de alazanes, un coupé que parecía una joya de ónix, manejado por un cochero inglés, correcto y rígido bajo su casacón de paño blanco, cruzó bajo el foco de luz eléctrica. Era el coche salido de los talleres de Million Cuet, del ministro X, que vendió por seis mil libras esterlinas sus influencias para lograr tal contrato escandaloso. Alcancé a ver por la portezuela abierta el perfil borbónico del magnate y la cabecita rubia, constelada de diamantes, de su mujer, aquella fin de siècle neurasténica que lee a Bourget y a Marcel Prevost y que se ha hecho famosa por haber comprado todas las joyas que en su postrero viaje a Europa trajo el último de los Monteverdes. ¿A dónde iba la elegante pareja? A oír el segundo acto de Aída en el teatro nuevo, lujo de la Bogotá de hoy, de la ciudad de las emisiones clandestinas, del Petit Panamá y de los veintiséis millones de papel moneda…

El siglo dieciocho encarnado en el Padre León; el siglo veinte encarnado en el omnipotente X, vistos ambos, en menos tiempo del que había gastado en convertirse en humo aromático el tabaco dorado del cigarrillo turco que tenía en los labios, vistos ambos a la luz de la lámpara Thomson-Houston que irradiaba allá arriba entre lo negro profundo su luz descolorida y fantasmagórica.

¿No vienen siendo las dos figuras como una viva imagen de la época de transición que atravesamos, como los dos polos de la ciudad que guarda en los antiguos rincones restos de la placidez deliciosa de Santafé y cuyos nuevos salones aristocráticos y cosmopolitas, y su corrupción honda, hacen pensar en un diminuto París?

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