Cuentos: José Asunción Silva
El tiempo ha pasado. Peregrino que se dirige a la eternidad, nunca detiene su marcha. Llegó para la niña la edad en que el pudor es aurora en las mejillas y el sentimiento llama en el corazón. Como flor que al nacer la primavera despliega a las caricias del céfiro sus pétalos de raso, así de hermosa es Elvira. No tiene esa hermosura que produce el vértigo de los sentidos, sino aquella que hace levantar al cielo los ojos de quien la mira para buscar en la armonía del azul y del éter esplendoroso el laúd que ha modulado la nota que se escucha, la estrella que se ha encarnado en la forma que se admira.
Todos los que sueñan y acarician a solas un mundo de ilusiones color de rosa la miran, y luego bajan la frente como roble tronchado. Es que ya no tienen misión en el mundo, es que ya deben despedirse de los hermosos sueños que flotan en su mente, vagos e indecisos como los jirones de niebla sobre la superficie de un lago, es que ven en ella realizado su ideal y, realizado éste, ¡oh!, la vida es una carga para vosotros los de la frente pálida y la mirada triste.
Ella pasa y por donde pasa deja el destello de su hermosura como el sol sus resplandores. Su vida es como un himno, porque si su cuerpo es bello, su alma es perfecta, y de esa unión armónica nacen la alegría de su hogar, el consuelo de los pobres y la esperanza de los que sufren. Cada uno de sus actos enjuga una lágrima o disipa una pena. El ángel la llaman los pobres, Elvira la llama su madre cubriéndola de besos, y el padre… ¡ah!, el padre se despidió de ella demasiado pronto, pero al despedirse se dieron una cita.
El cielo está espléndido, la naturaleza sonriente.
Al través de persianas enlutadas penetran los rayos del sol y destacan sobre el fondo triste y sombrío del aposento los contornos de un féretro. Los cirios chisporrotean y lloran. Ni un murmullo se escucha. Parece que el silencio hubiera tomado posesión de este recinto. De tiempo en tiempo el eco trae en sus alas algo como una protesta, como un grito de desesperación y angustia: ¡Mi Elvira!, ¡hija mía!, ¡me abandonas!
¡Ah!, es que se ha cumplido el término de la cita que le diera su padre y ha volado con él. ¿Adónde? Al cielo, patria de ambos.
¡Pobre madre! ¡Justo es que llores, que tus lágrimas rueden por las frías mejillas de tu hija para que tu corazón se desahogue y no estalle, pero deja también que en tu alma penetre un rayo de consuelo! Ella te acompañó por mucho tiempo. ¿Recuerdas que a veces se quedaba sola y pensativa mirando al cielo? Era que sentía la nostalgia de la patria ausente. ¿No recuerdas también que, después de esos mudos diálogos con el infinito, volaba a tus brazos, te acariciaba, cubría de besos tu frente y unía en estrecho abrazo tu cabeza contra su pecho de virgen? ¡Era que no quería abandonarte, era que te amaba!
Pero su ausencia del cielo estaba haciéndose ya muy larga, sus hermanos no pudieron conformarse por más tiempo con que ella estuviera tan lejos… Cuando ya su respiración se hizo lenta, cuando sus ojos te miraron por última vez, ¿no sentiste que la arrebataron de tus brazos?
¡Sí, fueron ellos, sus hermanos, los que te arrebataron a tu Elvira!
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