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Fortuna lo que ha querido

Carlos Fuentes

                                                                                                                       A Gabriel García Márquez

 

      Alejandro siempre había vivido en hoteles. Desde que llegó de Coahuila a los 22 años, pensó que mantener un estudio aislado y luminoso y un cuarto de hotel modesto y en penumbra era la manera de conciliar el trabajo con la vida privada; en el primero recibiría a los amigos, críticos y otros pintores y en el segundo a las amigas, sin peligros de corto-circuito: muy pronto descubrió que éstas, a menudo, eran las esposas o novias de aquéllos. Alejandro no era más vanidoso que el común de los mortales y a veces se preguntó ante el espejo —exagerando las muecas de un rostro móvil, que muchos encontraban parecido al del joven Peter Lorre— por qué tenía ese éxito con las mujeres.

       —Los monstruos se han puesto de moda —le dijo, riendo, el joven crítico Rojas—. Karloff, Lugosi y tu sosias Lorre poseen una fascinación retrospectiva. Se les recuerda nostálgicamente como parte de una época en la que el mal necesitaba expresarse en símbolos extremos: vampiros, momias y sátiros de Dusseldorf. Hoy, cualquier adolescente enemigo de la peluquería posee más maldad interna que la que intentaban representar las mil máscaras de Lon Chaney. Además, las mujeres están perfectamente dispuestas a que un Drácula de la clase media les chupe la sangre al sonar la medianoche, de manera que la amenaza suprema del monstruo —violar la inocencia— es recibida con alegre aceptación.

       Alejandro no sonrió. Continuó pintando sin mirar a Rojas. La tesis sólo era cronométricamente inexacta: la mujer de Rojas, Libertad, nunca visitó a Alejandro en el cuarto de hotel después de las siete de la tarde. El artista trazó un pincelazo de siena quemado y recordó que la joven señora era una maniática del oxígeno. El único producto de aquel amor limitado a dos meses llenos de corrientes de aire fue una pulmonía severa. Alejandro suspiró y se retiró del caballete, dando la espalda a la luz que, a las 11 de la mañana, reivindicaba una transparencia ya más literaria que actual en el manto espeso e industrializado del valle de México. Acá arriba, en el Olivar de los Padres, la mañana lograba rescatar algunas horas límpidas al vaho ascendente de la ciudad, a las puntuales tolvaneras del mes de marzo, venganza de un lago seco y profanado. Y en los ojos del autorretrato descubrió la mirada cómicamente fría e intensa del monstruo con cabeza de huevo que, después de ver Las manos de Orlac, llenó de deliciosas pesadillas su niñez.

       —¡Mira lo que me has hecho hacer con tu conversación! —gritó el pintor. Rojas alargó los brazos para pedirle que no tocara nada: era la súplica de un crítico que por vez primera lograba influir directamente sobre una pincelada y, de paso, el tema asegurado para la exégesis del nuevo autorretrato de Alejandro Sevilla, el prodigio, el renovador, el verdugo del muralismo ilustrativo y romántico, el primer artista mexicano que encontraba de nuevo la raíz helada y bárbara de la escultura indígena.

       —¿Recuerdas tus primeras cosas? —sonrió Rojas—. Un Siqueiros de segunda, nos dijimos todos. Siempre lo he dicho: Sevilla vio a la Coatlicue y comprendió que la originalidad de México, el margen mínimo pero absoluto de nuestras vidas, es lo que no ha sido tocado por el Occidente. ¿Recuerdas ese artículo?

       Alejandro apenas asintió, cerró los ojos y rozó la tela con los dedos. Embarró una gota de azul Prusia en el índice y lo frotó ligerísimamente sobre los ojos del cuadro: sus propios ojos lo observaron y poco a poco le sonrieron con el recuerdo de una y otra mujer oscura como la piedra de las iglesias, pálida como el aura de las montañas: esos cuerpos mexicanos en los que las selvas de color se posan y saltan y son felinos capturados en una carne fantasmal.

       Frotó el espectro de sus ojos: —Está bien, ya no te llamaré Lola. —Pero no lo digas así. No soy Lola. Piensa que nunca tuve identidad. Yo nunca te he dicho «Alejandro», ¿verdad? Tú eres mi placer y yo el tuyo. Llámame Fuerza y yo fuerza a ti. —Okey, Fuerza.

       La crueldad cómica empezó a fundirse en la sombra real de la carne: —¿No vas a hablar, Lupe? Por eso me gustas. Sabes para lo que sirves. ¿Te das cuenta que nunca has pronunciado una sola palabra desde que te conocí y te invité al cuarto y me seguiste sin decir nada? ¡Qué idioteces dirías, Lupe, que tu inteligencia te vuelve muda! Así, así, cuero divino, pedazo de piel nerviosa, ¡qué ojos más brillantes tienes!, diosa de piedra blanda, shhh, ideal, nunca me distraigas, nunca me estorbes…

       El brillo lejano y sonriente de los ojos se reunió al fin con un mal oculto que la falsa crueldad exterior impedía ver: —Creí que eras reteinocente. Todos dicen que eres medio boba. —Claro que soy inocente, Alejandro. ¿Hay algo más corrupto que la inocencia?

       —Ven. Déjame ver si algo puede descomponer esa máscara prieta. ¿Dónde aprendiste tantas cosas, Adela?

       —Espiaba a mi mamá. Ella se divertía más. Todo era pecado entonces. —Viva la pedagogía. —Es el reverso del método Montessori, mi amor.

       Sin advertirlo, se rascó la mejilla.

       —Siempre acabas como el Gran Jefe Pies Morados —rio el crítico y recorrió la figura del pintor, como si intentara memorizar las botas mineras, el pantalón de pana negra, la camisa azul de mezclilla, la cabeza de cortos rizos rubios, los ojos adormilados y saltones, la nariz corta y aguileña, los labios llenos y torcidos: el rostro de malicioso asombro.

       Ahora vive en el Olivar de los Padres, cerca de un cementerio empinado, en una casa que se hizo construir con engañosa sencillez. Los muros encalados y el piso único esconden una serie de zócalos moriscos y de interiores en los que la madera oscura y la abundancia de huacos quechuas, figurillas olmecas y Judas de cartón logran filtrar la violenta luz del exterior enjalbegado y reducirla a una exactitud porosa.

       Abandonó el hotel con la exhibición del año 63. Alejandro siempre ha sufrido desplomes afiebrados después de presentar una nueva colección de cuadros, pero ahora el temor de repetirse, el rumor de una creatividad menguante y el esfuerzo por superar ambos, convirtieron al artista en una gelatina escondida bajo un enorme abrigo con cuello y solapas de piel de borrego. Tembloroso, salió de la galería sin decir palabra: esas pinturas pálidas de seres en los cuales el choque entre el orden exterior y el desorden interno se invertía para afirmar el orden de la angustia frente al desorden de la realidad, dijeron lo suyo y Alejandro, cerca del desmayo, corrió a encerrarse en el cuarto de hotel que ocupaba en las calles de Luis Moya.

       Se desvistió, se fregó alcohol en el pecho, las piernas y la frente y apartó las sábanas. Acurrucada en la cama estaba esa mujer vestida, pequeña y argentina por partida doble: nacionalidad y cabellera. Alejandro dice que gritó de angustia; la mujer dice que se presentó —Dulce Cúneo— arguyendo un viaje en automóvil desde la Patagonia para conocer a su héroe y, lejos de exigirle algo, entregarle todo. Una visión de fatiga mortal sacudió la mente del pintor; por sus ojos afiebrados pasaron las imágenes del Comienzo, mayúsculo y de concreción metafísica: del Eterno Inicio no requerido, como de costumbre, pero esta vez, también, inaceptable. Atarantado, vio a la pequeña argentina llevarse las dos manos a una cadera, como si pensara iniciar un paso de baile o un asalto bizetiano, si no algún deporte de su particular invención (y él recordó los murales de Creta, en los que las mujeres de pechos desnudos inauguran la acrobacia taurina) para desembocar en el anticlímax de bajar el zipper de la falda y dejarla caer al piso. La presencia de la mujer minúscula con las piernas desnudas, las ligas complicadas, el saquillo abotonado hasta el cuello y el rostro maquillado en una serie de arcos bucales y capilares, provocó la náusea del pintor; se arrojó sobre la cama, ocultó el rostro entre las almohadas y gimió: —Váyase, por favor, váyase. Me siento muy mal. No puedo ahora— mientras intentaba localizar un espejo interno en el que las mujeres fuesen siempre, si no la prolongación, al menos el reflejo externo, visible —objetivamente secreto— de las aristas ocultas de Alejandro Sevilla. En vano buscó la correspondencia entre el artista enamorado y la hembra minúscula, locuaz, tan obviamente emancipada, que lo acosaba con caricias, saltaba sobre la cama y explicaba que, a partir de Victoria Ocampo, no había intelectual argentina sometida a las viejas reglas feudales del mundo español: —Che, dejate asombrar un poco, ¿querés?

       Alejandro lanzó un suspiro ronco y se dejó hacer.

       Cuando despertó, Dulce, con una sábana enrollada al cuerpo, ya había ordenado un magro desayuno continental y mojaba un cuerno en la taza de café con leche. Alejandro, bañado en sudor, no quiso escuchar la catarata de noticias —Dulce había creído que sería difícil introducirse a la recámara; el botones le facilitó todo; ya se veía que las mujeres entraban y salían como el gaucho por sus pagos; nunca soñó que todo sería tan perfecto; él ni siquiera se movió; la dejó tomar las iniciativas: era tener la chancha y los veintes: hacer lo del hombre y sentir lo de la mujer; ella era feminista y moderna; fue la noche más feliz de su vida; el ambiente era cínico, espontáneo y civilizado; le hacía recordar las escenas de amor de À bout de souffle; ¿eso no lo habían pasado en México?; sí, Buenos Aires era más europea.

       Alejandro cerró los ojos y Dulce le acomodó las almohadas bajo la nuca y los brazos. Esperó en silencio a que la mujer se retirara. A veces abrió el ojo izquierdo. A veces el derecho. La argentina estaba en el baño. Se vestiría. Se iría. Salió envuelta en la sábana y con el lápiz labial en la mano. Sonrió como un pequeño súcubo delirante: se había fabricado unas largas patillas enroscadas y pegadas con cinta celulosa a los carrillos amarillentos. Se subió a una silla y empezó a pintarrajear las paredes. Alejandro abrió los ojos y gritó: la mujercita escribía poemas en rojo, declaraciones de amor, endecasílabos porteños en los que «vos» (Alejandro Sevilla) rimaba con «atroz» (la agonía de Dulce) y «querés» (la interrogante innecesaria) con «vez» (la próxima, anunciada y fatal). Cayeron cuadros y espejos: el poema siguió su camino de pared en pared y Alejandro mascó varias aspirinas negando con la cabeza, sin querer aceptar el horroroso asombro, empapado en el sudor febril y tratando de imaginar un nuevo cuadro, una serie de cuadros a partir del resumen que, apenas anoche, había logrado concebir de su obra anterior. Vos, querés, vez, atroz. Rojas entró con los recortes de prensa. La enana le dijo «Chao, petiso» y siguió escribiendo en las paredes antes de concluir, agotada, y meterse a la cama con Alejandro.

       —Llévensela, llévensela —logró murmurar el pintor.

       Dulce jugueteaba con él bajo las sábanas; Rojas leía las críticas de la exposición; Alejandro emitió el chillido corto de una ardilla profanada.

       Tres días después, Dulce Cúneo fue deportada por Gobernación y Alejandro, ojeroso y mudo, pagó los desperfectos, abandonó el hotel y compró el terreno del Olivar de los Padres.

       Viajó a Europa y los Estados Unidos mientras le construían la casa. Su fe en el arquitecto Boyer le permitió dedicar ocho meses a lo que Flaubert llamó la plus grande débauche que, para Alejandro, se tra-du-jo en un primer plano insoportable de hoteles, comidas pesadas, cambios de moneda, aduanas, esperas en agencias de viaje, trasbordos de aviones a trenes y de trenes a taxis, propinas, conserjes, meseros, choferes; un segundo plano borroso de perfiles urbanos y calles rescatadas del olvido —los mods en Soho Square, vestidos al estilo de Oscar Wilde—; el crucero más animado de París —St. Germain, rue Bonaparte, rue de Seine— desde los altos de Chez Lippe; Bleeker Street la noche del sábado con su mascarada persecutoria de Genet actualizado —negros, judíos, gentiles, pieles rojas—: puritanos de una perpetua fundación en la roca de Plymouth de la imaginación exiliada; un tercer plano secreto, voluntariamente inconsciente de exposiciones apenas vistas entre pestañas tejidas, de dos o tres películas diarias —Palais de Chaillot, Academy Cinema, The New Yorker—; una parisiense que hablaba como personaje de Antonioni («Sé que nunca te amaré. No podré amarte este año. El entrante, quizás. Entonces habré ido a Málaga. No es cierto. Salgamos a caminar. Si te aburres bastante, podré amarte en seguida»); una londinense que hablaba como personaje de D. H. Lawrence («Traes el Sur entre los muslos, tienes El Dorado en los ojos y la sangre negra de un sol de sacrificios para fecundar mi bruma; tírate al tapete, Alec»); una neoyorquina que hablaba como personaje de Jack Richardson («No llegaría a primera base si tú fueras mi padrote, Alex. Archívalo. Hagamos un esfuerzo por mantener nuestra reputación. Oooops, por ahí ya no. No seas cuadrado»). Guinness is Good for You. Dubo Dubon Dubonnet. The Pause that Refreshes. Je Vous Ai Compris! Dont Let Labour Ruin It! Go with Goldwater!

       Cerveza Superior, la Rubia de Categoría —México construye con Cementos Anáhuac —Democracia y Justicia Social: Alejandro guiñó detrás de los espejuelos negros mientras el taxi lo conducía del aeropuerto a lo largo de las avenidas anchas y solitarias de una madrugada de humo y tortilla quemada. Arrojó la maleta de lona al piso y giró sobre los talones en la nueva casa, ciega y blanca, del Olivar de los Padres.

       Rojas se cruzó de brazos y observó con extrañeza la nueva paleta: rojos, negros, blancos, aluminios puros.

       —¿Viste mucho cine?

       Alejandro se rascó el cuello frente a la tela limpia.

       —La grafía en movimiento, ¿me entiendes? No como la danza, que es el movimiento alegórico. No, no, no. Gracias al cine el movimiento real se vuelve arte: abrir la puerta, caminar por la calle, menear una cuchara dentro de la taza. Eso es, Rojas. La naturaleza y el artificio son idénticos en el cine. Entonces no hace falta quebrarse la cabeza. El mundo exterior y el mundo de la obra de arte son iguales. No necesitas explicar socialmente el arte por la necesidad de entender algo ya que no entiendes el mundo de la obra de arte que contemplas. Se acabó. Basta de explicaciones: la obra es la realidad, no su símbolo, su expresión o su significado. Pero, ¿cómo, Rojas? Tengo que encontrarlo.

       Adela lo buscó. —Ya sabes dónde encontrar las cosas, divina. En el refrigerador hay sándwiches de paté listos. Si quieres pon los discos que traje. El baño está al fondo. Las botellas detrás de una celosía en el estudio. Diviértete. Voy a dormir un rato.

       Se mordió la uña y observó con disgusto el primer esbozo del cuadro. —Voy a terminarlo por disciplina, Rojas. ¿Sabes lo que pasa? Que estoy viendo. Llevamos seis siglos usando los ojos para pintar. Todo es óptica. ¿Te das cuenta qué limitación? Línea, color, modelado, perspectiva, sombra —o geometría, impresión, forma; todo es visual, como si no tuviéramos otros órganos. Estoy furioso conmigo, te lo juro. Me he tardado 11 años en descubrirlo. De Giotto a Mondrian, todos están jodidos: todos tratan de usar sus ojos, la pintura no es más que un Lazarillo. Ahí está, Edipo sólo entendió cuando se quedó ciego, ¿no es cierto? Con los ojos bien abiertos no se enteró de nada. Ahora tengo que reventarme los ojos para empezar a pintar de veras.

       Lupe lo volvió a buscar. —Oye, Johnny Belinda, hazme el favor de venir a la cocina. Eso. ¿Qué haces en la mañana? Mira. Repítelo todo. ¿No me digas que cuando estás sola hablas o canturreas? Loado sea J. C. Anda, haz como que preparas tu desayuno. Rebana las naranjas. Muy bien. Ahora te la pongo más difícil. Estrella los huevos. Así. Con violencia. Gran impresión. Padre. Pon a tostar el pan. Allí en la parrillita. Que quede bien cuadriculado. ¡Abre el cartón de cereales, Lupe! Detente. Así. Muda, muda, muda.

       El cuadro se llenó de luces nocturnas: una selva de anuncios sobre los edificios oscuros. —Ya sé que no sirve, no me mires así. Espera. Primero hay que esconder lo que al fin desnudaremos. ¿Cuánto tardaron en darse cuenta que los conos y esferas de Cézanne eran peras y manzanas? ¿Cuánto tardaron en darse cuenta que los puntos de Seurat eran una playa y las luces de Monet una estación de ferrocarril? Ya sé que no basta pintar una fábrica para dar la idea de la dinámica industrial. Ya sé que no basta este paisaje nocturno con sus anuncios de jabón y cerveza; espera, Rojas, por favor espera. Tengo que darlo primero así para después quitarle todos esos prestigios falsos: el recuerdo, el tiempo, la anunciación. Tengo que matar todo eso. Me niego desde ahora a decir que hay progreso en la pintura, aunque tu buen gusto lo llame «promesa», o tradición, que tú llamarías «memoria», o el tiempo entre los dos para hacer objetivo un cuadro. Me niego. Espera.

       Lola volvió a buscarlo. —Cállate la boca. Si vuelves a decir que no sabemos nuestros nombres, te juro que te rompo la cara. Híncate. Bésame las manos. Miserable juguetito de hulespuma. ¿Crees que te dejo entrar a mi casa para que sueltes ideas idiotas? Levanta la cara. Mírame. ¿Qué quieres? ¿Que haga pintura con mi biografía, o con mi autobiografía, que es peor? ¿Crees que te vas a dar el lujo de ser mi inspiración o mi estado de ánimo? ¿O de distraer mi concentración? Andale. Sólo sirves para protegerme de la locura o el suicidio. Me acuesto contigo para no castrarme o llegar temblando con el psiquiatra. Me acuesto contigo y con Lupe y con Adela para agotar en ustedes mi biografía e impedir que llegue a jorobar mi pintura. Y para no tener que empezar otra vez. ¿Sabes lo que cuesta iniciar un amor, decir otra vez las mismas palabras y creer que los mismos actos son nuevos? ¿Andarse escondiendo de padres, hermanos y maridos? No creas que voy a jugar al Van Gogh con mi orejita. Arráncate esos trapos. Andale. Protégeme del amor. Estás aquí porque no me creas problemas.

       Se apartó del segundo lienzo con las manos sobre los labios y la mirada brillante. —¿Ahora te das cuenta, Rojas? Antes quise decir que entre nosotros era posible un arte sagrado. Todas mis figuras eran la representación del lado oscuro, de la mitad oculta y sacramental que seguía siendo una manera de nuestra totalidad. Ustedes tenían razón: era la Coatlicue en su reino actual, Tezcatlipoca en una cantina, Xipe Totec en un camión Penitenciaría-Panteones. No era verdad, Rojas, te lo juro. El arte sólo es sagrado cuando la naturaleza es peligrosa. Necesita un cielo y un infierno, una opción extrema fuera de la tierra. Muy bien. Entonces la tierra y el hombre tratan de sacralizarse a sí mismos en el tiempo. Muy bien. Voy más allá. Ni la tierra ni el hombre son ya sagrados. Esto es lo sagrado. Esta profanación final. Esto que les ofrezco. No los buenos sentimientos, ni la figura humana, ni la materia liberada, ni la luz ni el puro rombo. No. Aquí está lo único sagrado: la negación de lo sagrado. Lo que ellos usan.

       Alejandro extendió los dedos hacia el cuadro terminado. La reproducción perfecta de un tarro de café en polvo. Un pomo de vidrio con una tapa y una etiqueta roja y las letras NESTLÉ CAFÉ INSTANTÁNEO SIN CAFEÍNA, HECHO EN OCOTLÁN, JAL. MARCA REG.

       —Yo he hecho lo que he podido; Fortuna, lo que ha querido —sonrió Rojas.

       Un cuadro era sólo un cuadro. Alejandro, al fin, se sintió a sus anchas en la casa del Olivar de los Padres. Caminó mucho por la ciudad, deteniéndose durante horas a observar los muros con la propaganda del partido oficial y la imagen de su candidato, los carteles de películas mexicanas, las mercancías expuestas en Minimax. Adquirió viejos ejemplares de historietas cómicas y románticas y claveteó las paredes del estudio con recortes que integraban la historia del comic-book mexicano, de don Catarino, Chupamirto y Mamerto a la familia Burrón y los fumetti de José G. Cruz, pasando por el Pepín, el Chamaco Chico y los Supersabios. Esperó con impaciencia los comerciales de la televisión que interrumpían sin consideración sus amadas películas de los treintas. Y Bogart, la Bacall, Errol Flynn, Joan Crawford, ¿no eran los modelos de consagración personal —gesto, vestido, metafísica—? Comenzó, inseguro, a pintar con las líneas simplísimas de un cartón cómico los rostros de Humphrey y Lauren en The Big Sleep y, antes de caer en el suyo, leyó, una tras otra, las novelas de Raymond Chandler. Y Adela, Lola y Lupe siguieron visitándolo puntuales, consuetudinarias, dóciles, parte de la familia, sobriamente ajenas al trabajo de Alejandro Sevilla, aunque sorprendidas por su lenta y reflexiva postura de observación —casi de fetichismo— frente a unos calcetines de tenis, una botella de agua gaseosa o la cubierta de un disco popular.

       —Tienes que salir. ¿Te has visto al espejo? —Rojas lo tomó de los hombros y lo condujo al botellón amarillo de pulquería en el que Alejandro se reflejó, más que nunca, como un cóncavo sátiro que ofrecería dulces a las niñas.

       En la penumbra del apartamento, el martillo de Trini López reinaba sobre las parejas severamente enfrentadas en el ejercicio del surf. Alejandro aceptó una cuba libre y luego se abrió paso entre las piernas rígidas y las caderas temblorosas y los brazos caprichosos y se recargó contra la pared del fondo del salón. Vio pasar a Rojas, arrastrado por su mujer: Libertad se abanicó el pecho con las manos y abrió las ventanas sobre la calle de Elba. Desde este séptimo piso la ciudad era el hemiciclo de un escenario en el que las máscaras del proscenio subrayaban la convencionalidad del telón de fondo —y también su propio, aceptado artificio—. Alejandro vio al dueño de casa en pleno deporte, vestido con un kimono de seda. Era Vargas, el joven director teatral, y los muros de la habitación recogían, fundiéndolas, las pastas faciales de la larga carrera de Lotte Lenya, desde la joven y ojerosa prostituta de La ópera de tres centavos hasta una reciente aparición, vieja, lésbica y provista de zapatos con dagas, al lado del Agente 007. El salón era santuario —y cripta— del mundo de Brecht y Weill: no sólo contaba con las fotos de las grandes producciones musicales del Berlín de entrambas guerras, sino con los detalles de mobiliario y decoración que, ayer apenas condenados al limbo de la cursilería, regresaban hoy con todas las glorias de la nostalgia: una falsa bella época y su prolongación en el art nouveau colgaba, aprovechando el carácter fungible del apartamento moderno, en un bosquejo de cortinajes de terciopelo, lámparas de cuentas y sillones con fleco.

       La preciosa mujer pelirroja de Vargas apareció con unas mallas de encaje negro y un bombín al tiempo que terminó el disco y una muchacha de pelo negro y ojos azules se desprendió del baile colectivo y, girando, fue a detenerse contra el muro del fondo. Apretó las manos sobre el estómago. Alejandro la observó y siguió bebiendo. La muchacha recuperó el aliento admirando la gracia con que la mujer de Vargas cantaba el Alabama song entre los aplausos y risas de los invitados. La molestia interna de Alejandro duró un segundo: el del desplazamiento mental de una lata de piña en conserva al perfil de la muchacha, casi escondido por el pelo negro, largo y lacio, que se adelantaba hasta encontrar las comisuras de los labios sin pintar. Sonreía, fatigada. Saludó de lejos a alguien y cruzó los brazos sobre el regazo. Alejandro trató de esquivar la mirada y recobrar la imagen de la lata de piña. La muchacha miró a su alrededor. Movió dos dedos, sonriendo, al encontrar a Alejandro. El pintor sacó la cajetilla y le ofreció un Raleigh.

       Ella dijo: —Thanks. I’m Joyce.

       Alejandro encendió el cerillo y lo acercó al rostro de Joyce: —¿Puedo decirle una cosa?

       Joyce levantó la mirada. Alejandro no quiso comparar esos ojos azules con nada y menos convocar el recuerdo de un efebo en bronce rescatado del mar cerca de un cabo ático de nombre perdido, pero importante porque no significaba nada, no pretendía celebrar una victoria o lamentar una muerte, sino ser él mismo, sorprendido en su esbeltez cotidiana. Los dedos largos y las caderas estrechas. Joyce acercó el cigarrillo al fuego.

       —Creo que es usted la mujer más hermosa que he visto.

       Joyce aspiró el humo. No pudo disfrazar la confusión que enrojeció su rostro.

       —Mi marido es aquel —indicó con el cigarrillo—. El que corea la canción en cuclillas.

       —¿Él no te lo ha dicho nunca?

       Joyce miró fijamente a Alejandro: —Los sajones nunca dicen lugares comunes. —Sonrió—. Por eso me gustan los latinos. —Bajó la mirada—. Bueno, usted es el primero que me dice eso.

       —¿Qué hacen aquí?

       —Somos arqueólogos. Nos vamos a doctorar este año. Stanford. Estamos haciendo la tesis aquí. Ya estuvimos en Yucatán, en Palenque y en Xochicalco. Pasado mañana vamos a Tula.

       Joyce frunció el ceño. Alejandro le tomó la mano.

       —No me distraigas —dijo secamente la muchacha—. Ya tuve todas las aventuras necesarias. El amor no es este juego de sillas musicales. Te lo digo en serio. Bastante es llegar a conocerlo con un solo hombre. Es indirecto, es secreto, es paradójico y no está en las emociones más obvias. No quiero la gran pasión latina.

       —Joyce, no me gustan los prólogos. ¿Puedes salir ahora conmigo?

       —Tengo que irme con mi marido. Te espero mañana a las 12 en la sucursal del National City Bank.

       Se fue, vestida con sus gasas de color lila, descotada, alta, ondulante y seria. Todos aplaudieron y alguien puso un disco de bossa nova. Alejandro bajó con lentitud por las escaleras. El ascensor había dejado de trabajar a las 11.

       Entró poco después del mediodía al edificio de fachada barroca y, en el interior modernizado, la buscó entre los canceles de madera y sillas de cuero. Estaba sentada frente a un funcionario. Tenía una pañoleta en la cabeza y usaba anteojos oscuros. Sin el maquillaje, se le veían las pecas. Él se acercó y se dieron la mano.

       —Estoy cambiando nuestra mensualidad. En seguida quedo libre.

       Recogió el dinero y se levantó. Parecía mucho más baja con los huaraches y llevaba una bolsa de mercado con algunas latas y un muñeco a caballo, de petate tejido.

       —Es para mi hijo —sonrió cuando salieron a la luz reverberante de Isabel la Católica—. Le encantan los juguetes mexicanos.

       —Estoy en el estacionamiento —dijo Alejandro. La tomó del codo y cruzaron la calle.

       —Tengo que pasar a Excélsior a poner un aviso —dijo Joyce mientras el Opel avanzaba lentamente por 5 de Mayo, perseguido por los ubicuos vendedores de billetes de lotería.

       —¿Hay tiempo para un café juntos? —Alejandro se quitó las gafas negras y apretó las manos de Joyce.

       —Primero déjame poner el aviso. Necesitamos una nana para el niño. —Joyce también apretó la mano de Alejandro; Alejandro llevó la de Joyce a sus labios. Los claxons se enfurecieron. Los dos se observaron con risa y el Opel volvió a avanzar.

       —Ya me dijeron quién eres. Admiro mucho tus cosas. Todos dicen que es lo único cercano al arte indígena visto en la vida moderna. Pero conste que me gustaste desde antes.

       —Joyce. Me gustas cantidad. Te lo juro. Mira cómo me pones. Te toco y enloquezco.

       —No. Por favor. Aquí está el periódico. ¿Bajas conmigo?

       —Mira: estaciono y te espero en la Librería Francesa. Luego nos tomamos un café al lado.

       —O.K.

       Joyce bajó y corrió hacia las oficinas del diario. Alejandro entró al estacionamiento y en seguida caminó media cuadra a la librería.

       —Buenos días —le dijo Lisette—. Ya llegaron sus libros.

       Se hincó frente a un casillero y sacó los volúmenes y Alejandro hojeó las láminas de Delaunay y se dijo que todo era luz, sin objetos: el final de Rembrandt. Miró su reloj. Paseó la mirada por la cálida librería, con sus altos estantes y escalerillas sobre ruedas, los ceniceros bien distribuidos y el ramo de azucenas en la mesa redonda del centro. Llegó con los libros bajo el brazo a la caja y pagó.

       Salió de la librería al Paseo de la Reforma.

       Se detuvo un instante; en seguida caminó con rapidez al estacionamiento, pagó y subió al Opel. Arrancó por la lateral y dio vuelta a la derecha en Bucareli.

       La nueva exposición de Alejandro se inauguró la semana pasada y fue un escándalo. Lo han acusado de negarse a sí mismo, de darle la espalda al país y de plagiar descaradamente el Pop Art. Rojas acaba de escribir un artículo en defensa de Sevilla. Se titula «La sacralización de lo baladí». Adela, Lola y Lupe ya desaparecieron. La exposición conjuró a varias nuevas mujeres que hoy se reparten los días de la semana en la casa del Olivar de los Padres. Todos dicen que, buen o mal artista, Alejandro es un Donjuán afortunado e impenitente. Hace poco le recordé que ya cumplió 33 años y que debe pensar en casarse algún día. Alejandro sólo me miró con tristeza.          

 

 

 

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