Granizada
Carlos Arturo Truque
Recostó el cuerpo contra el horcón, dio una fumada fuerte al cigarrillo, con los ojos entrecerrados, y mirando el cielo meneó la cabeza con desencanto.
—¡Otra vez! ¡Maldita sea!
Luego medio inclinó la cara hacia la puerta del rancho para gritar:
—¡Eulalia…! ¡Eulalia…! Traeme la ruana y decile al Bernardo
que venga también.
Al rato oyose a la mujer gritando:
—¡Bernardo…! ¡Bernardo!
—¿Qué? —respondieron a la distancia.
—¡Que venga…! ¿No está oyendo?
Después el silencio dio paso a un mocetón carirrojizo, de cabello rebelde caído en mechones sobre la frente, calzado con alpargatas mugrosas y vestido con un pantalón burdo que le alcanzaba un poco más abajo de las rodillas. En la mano traía la ruana, que extendió al padre, preguntando:
—¿Pa’ qué me quiere, pues?
—Es que —dijo este como dormido— se va a venir la granizada; se va a venir y la papa se va a perder…
El mocetón vio en el cielo los mismos anuncios vistos por el padre. Que la granizada se venía con sus pepas grandes a quemar la siembra y después no tendrían nada. Que mañana el viejo andaría como loco de un sitio a otro, mesándose los cabellos; y que la vieja
andaría también, sonsa, poniéndole velas a cuanto santo encontrara. Ya lo estaba viendo, tan clarito como cuando a la papa le entró la gusanera.
Los dos, padre e hijo, estaban lelos viendo lo mismo, escudriñando avisos. Salió la mujer gorda, con arrugas prematuras en la frente y en las comisuras de los labios, y los observó con las caras levantadas y las pupilas tercas en la altura:
—¿Qué miran? —preguntó.
—¡Lo que ve…! ¿O es que está ciega? ¿No está viendo lo que va a caer? ¿No está sintiendo, vieja bruta, las goteras…? ¿Y sabe qué viene? ¡La granizada! Si llovieran rieles, no harían tanto daño. Pero esto quema, quema, vieja Eulalia, y ahí está lo malo.
—¡Santa Bárbara! —se santiguó Eulalia—. Verdá que va a caer, verdá.
Y después, como si se hubiera arrepentido de su dicho, se retractó con voz más suelta:
—O puede que no caiga, puede… Muchas veces no son sino amagos… Y la Virgen hace milagros con la cruz de ceniza…
Aprisa se coló al interior para regresar a poco con la ceniza sobre la hoja de un machete. La extendió en el patio en forma de cruz y puso en su centro un cabo de vela encendido. Se arrodilló a rezar, a rogarle al viento que no podría oírla.
Él y Bernardo la dejaban hacer. Habían apartado los ojos del cielo para fijarlos en la llamita que se iba con el viento. La mujer la defendía con el cuerpo, pero nada. La llama se moría. Se moría como moriría la siembra bajo la mano sin alma de la ventisca. El viento modulaba fuerte y Eulalia creyó ver en él una salvación, quizá la génesis del milagro esperado.
—¡Viene el viento! —gritó—, se llevará las nubes, se las llevará… ¿No creen? ¡Santa Bárbara va a hacer el milagro!
Se puso alegre. Los ojos no parecían abiertos, pues los defendía
con terquedad del viento, hecho música en el cordaje risueño de la
tormenta.
Ellos vieron el vano pastoreo de las nubes. Estaban bien altas,
sin ningún deseo de largarse. Como al impulso de una mano tozuda, se agrupaban más amenazantes.
—Es mejor —dijo el viejo al mocetón— ir a buscar las bestias.
El Rucio debe andar por la quebrada. Váyase por él y yo voy a ir a cazar la Pintada, que quién sabe dónde se habrá metido…
La Eulalia ya se había erguido y miraba a los dos incrédulos, como reprochándoles su falta de fe. Ellos sabían que la cosa era inevitable.
El mozo, para dar esperanzas, insinuó, no sin cierta timidez:
—A lo mejor, no cae. Puede que no sea sino agua, puede que la Virgen nos ayude, puede…
Mas hasta en su voz se notaba la disconformidad entre el pensamiento y las palabras, que iban saliendo desesperanzadas.
De pronto se alzó una voz distante, venida de otro rancho:
—¡Anselmo…! ¡La granizada!
Y otra:
—¡Anselmo…! ¡Que ya viene!
Y otra más:
—¡Anselmoooo…! ¡Ya siento goteras!
Y eran uno, dos, tres alertas para un solo eco redondo que les recogiera y bifurcara la angustia por todos lados.
Las voces eran conocidas. La primera, era la del compadre Eutiquio; la segunda, la del compadre Andrés; y la tercera, la del Opita, como le decían en son de burla.
Ya se los figuraba Anselmo buscando por aquí y por allá la vaquita, «arre, hijueperra», o empujando la mulita terca entre vergazos y exclamaciones de arriería. ¿Y ellas? Ellas también, como Eulalia, habrían puesto ya una cruz de ceniza fuera y dentro una vela encendida al Amito, a santa Bárbara o a la Virgen del Perpetuo Socorro.
A él le gustaba que Eulalia lo hiciera. Había que creer en algo. Ya la esperanza del milagro era la única que tenía y se aferraba a ella.
—¡Si la Virgen lo hiciera! —exclamó.
—¿Qué? —le indagó la mujer, sorda por el viento.
—¡Que si la Virgen hiciera el milagro —gritó— le daría la mitad
de la siembra! Total, nosotros no necesitamos mucho.
—Ella nos oirá… ¡Es tan buena! —dijo la hembra.
—¿Y nos iremos pa’ l pueblo? —preguntó Bernardo.
—Sí; a llevarle al cura la promesa, a oír la misa, a comprar cositas pa’ usté; pa’ la vieja y pa’ yo. Y nos meteremos un jumonón, con Eutiquio, Andrés y el Opita.
Estaba tan cierto ahora en su creencia que por un momento se le olvidó la granizada y solo vio las alegrías venideras. El pueblo, con su plaza toldada y él, entrando con el Rucio bien cargado y atrás la vieja y Bernardo, riendo. Y por allí andarían los compadres con los tiples bien templados, tocando la Chiquinquireña o esperándolo para que les diera «uno doble».
Ya veía a la vieja dando saltitos en el salón de ño Pancracio, con el follao arremangado bien arriba de la rodilla, y al Opita cantando tan bueno como solo él sabía hacerlo. Y Bernardo gritando, cuando bailara con la Eulalia: «¡Qué via el novio e mi mamá…!».
La realidad se le iba. Se defendía de ella yendo por los caminos blandos del ensueño. Y tenía como cosa cierta las caras de los compadres, sus guitarras templadas, el alegrón de la vieja y los gritos del mozo.
Este, más asido a tierra, lo sacó del sueño al decirle:
—Sí; hay que buscar las bestias. Esto las pone loquitas a correr de aquí pa’ allá; y en eso van y se quiebran una pata y entonces…
—Antonces, ¡sí que no hay nada! —completó Anselmo— ¡Nada! Bernardo cruzó las manos sobre el pecho. Anselmo se acomodó la ruana y echó a andar con desgano, seguido por el mozo. Eulalia, de pie, defendía del viento la llamita, empecinada en dejarse apagar. Ella no dejaba aún de creer que la salvación dependía del simple hecho de mantenerla con vida; porque su muerte no era el escueto apagarse del trocito de fuego, sino el aniquilamiento de algo más profundo, no adherido a las fibras, incorpóreo, que flotaba dentro de cada uno, sin saberse dónde. Se le mostraba tenue, tibio dentro del pecho, apretado en las manos juntas y en ese querer estallar de una fuerza que ha crecido en demasía y necesita un espacio abierto para la fuga.
Ya los hombres se habían alejado bastante cuando ella exclamó
muy alto, como para que ellos alcanzaran a oírla:
—¡Se apagó…! ¡Se apagó!
Y el cuerpo tenso se relajó; y eso que había construido de sueños
y esperanzas se vino al suelo. Al suelo como un edificio de bases
equivocadas. Y lo otro, lo que deseaba estallar, se volvió salmuera
en las pupilas desesperanzadas.
Sabiendo que ya nada restaba por aguardar, entró al rancho. Entretanto, ellos que se habían detenido al oírla, proseguían la marcha sin cruzarse palabras. El viejo, adelante, con la vista en la tierra, y el hijo, como manso cordero en su seguimiento, con las pupilas perdidas en lo largo de la senda. El viejo cesó de andar.
—Vea, mijo —se volvió a Bernardo— váyase a buscar el Rucio.
Agarre este atajo pa’ que llegue rapidito, antes de que nos caiga esta
maldita vaina.
—Pues sí; antes de que caiga —repitió el otro sin moverse—.
¡Antes de que caiga…!
Pero encontraba en él mismo una urgencia de expresar frases para consolar. Cosas que había aprendido a decir para mitigar dolores ajenos. Esas mismas cosas que se repetía, a sabiendas de que se estaba engañando. Fue así como exclamó como quien prosigue para otro lo que empezó para sí:
—Pues, sí; puede que caiga, o puede que no caiga…
Para que Anselmo, siempre con su espina, cortara violento:
—¡No! ¡Qué va! ¡Esta cae porque cae! ¿Y sabe lo que viene? ¡Lo de siempre! Lo que vino cuando la papa se agusanó en la otra siembra: ¡hambre! Y encima viene el banco con la hipoteca y ¡cataplún!, que nos jodimos, porque ya ni siquiera tierra nos va a quedar.
Bernardo repasó mentalmente el ayer. Miró los días con hambre, los de la gusanera, durante los cuales no hubo pan que llevarse a la boca, hasta que el banco prestó la plata para sembrar de nuevo.
Pero él creía que el banco era la casa de un señor muy bueno y muy rico, puesto que en ese tiempo oía repetir con frecuencia a la vieja:
«Gracias a Dios y al Banco…».
Por eso, desde entonces, la imagen de Dios estuvo unida a la del banco en igualdad de importancia. Si dejaba de creer en uno, no podía seguir creyendo en el otro. Ahora que el viejo afirmaba que la bondad del uno no existía, como lo pregonaban, se le derrumbaba la del otro. Y además ni la Virgen, ni Dios hacían caso.
Estaban tan sordos, como si se hubieran tapado los oídos con los dedos.
No comprendía muy bien por qué Dios no los salvaba de la granizada, ni por qué el banco vendría a quitarles la tierra, que no era muy grande que digamos. «Un pitico de tierra…», como al viejo le gustaba llamarla, que no valía maldita la cosa.
Y que viniera uno que tenía tanta plata a quedarse con ella, no le cabía en las entendederas. Si bien recordaba lo que le dijo Eutiquio al preguntarle qué era un banco:
—¡Mijo…! Pues un lugar donde hay mucha plata… Uff… Montononones de plata, montononones…
¿Cómo era, entonces, posible que viniera a quedarse con un pedazo de tierra sin valor alguno?
Anselmo, que lo miraba, tampoco entendía mucho. Él únicamente sabía qué era el banco; que era ese pedazo de papel, llamado hipoteca, del cual solo le había dicho el doptor Mendieta:
—Si no pagás, perdés la finquita. Así que ya sabés…
¡El «ya sabés» significaba tanto para él!:
Significaba volver a empezar. Irse con la Eulalia y Bernardo, con el hacha al hombro a tumbar monte, a enfermarse con los piquetes de mosquitos, a luchar con tierras desconocidas. Cuanto más pensaba, más alto ponía la esperanza. Confiaba en lo imprevisto, en las posibilidades, en que de pronto…
—¡Está cayendo, Bernardo, cayendo, cayendo! —aulló de repente.
El mozo, sintiendo también las primeras gotas, musitó como desde un sueño muy doloroso:
—Está cayendo, verdá… Se está viniendo, y nosotros sin haber cogido los animales… Verdá que está cayendo, verdá…
Las palabras sonaban estúpidas en los labios del muchacho, como también eran estúpidos los ruidos del agua y el silencio del viejo Anselmo.
Este puso los ojos arriba, el ceño fruncido, y varias líneas muy marcadas que hacían más triste su rostro. Abrió los brazos en actitud suplicante y permaneció estático viendo caer los hilos de la lluvia, entremezclados con la ardiente caricia de las pepitas blancas.
Bernardo, sin saber qué hacer, se encaminó a la choza.
Anselmo lo vio perderse con deseos de gritarle que no se fuera; que se quedara allí cerca, a su lado, compartiendo una parte de su pena. Abrió la boca para llamarle, pero ningún sonido escapó de ella.
No supo cuánto tiempo duró su ausencia. Debió ser mucho, pero para él ya no tenía importancia. Corrieran o no corrieran las horas, ¿a él qué? ¿Qué podrían dolerle? Ya no escuchaba el ruido cortante del granizo sobre las hojas; el campo, antes verde, semejaba una sábana blanca acabada de lavar. El frío cortaba y la noche se metía antes de turno. Percibió, distante, la silueta del mozo, marchando con desaire. No se movió.
Bernardo se detuvo más o menos a un metro de distancia y desde allí le insinuó compungido:
—Dice mi mamá que venga; que si se va a pasar la noche ahí plantao… Que después va y se enferma y…
No pudo continuar. Algo muy duro se le atravesó en la garganta; no, no sabía qué, corrosivo, que destruía las palabras. Un aire demasiado pesado, semisólido, las hundía y no las dejaba respirar. Se quedó mudo, al igual que Anselmo.
—¡Mijo! —gruñó el padre— ¡Mijo…! Nos tragó la diabla…
El mozo corrió hacia él y lo tomó del brazo, no sin cierta vacilación:
—Camine, apá, camine. Esto ya se perdió… Fíjese que ni la Virgen… Ni ansiquiera ella quiso ser güena con nosotros…
Estas palabras fueron para Anselmo como la entrada a su propio pensar; como la llave que abría una puerta que no se atrevía a golpear; igual a un grifo, muy pequeñito, que abriera las amarras de un dique gigante:
—¡Pues ni ella! ¡Cuando uno está de malas no vale rezo, ni Virgen, ni nada! ¡Qué se saca uno, qué se saca Eulalia —gimió— con andar rezando y prendiendo velas! Que pa’ l santico tal, una novena; que pa’ la virgencita, un rosario… ¿Y de qué vale, si, cuando uno pide, no le dan nada, nada, Bernardo, nada…? Y ahora: uno doblao a las maticas, cuidándolas pior que a los hijos… ¿Pa’ qué? Pa’ que venga un viento y se lo tire todo de un golpe… ¡Qué vida tan perra, Bernardo, qué vida tan perra…!
Callados anduvieron hasta el patio. Era el regreso. Anselmo, antes de entrar, buscó la cruz de ceniza y la dispersó furioso con los pies. Así que hubo entrado se escuchó el sonido de vidrios rotos y una voz asombrada de mujer, diciendo:
—¡Dios mío…! ¿Qué es lo que está haciendo…? ¡Dios mío! ¡Ha
rompido la santísima Virgen! Parece loco, ¿no ve lo que está haciendo? Ta loco, loco, loco de remate…
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