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Juegos nocturnos

Cuentos: Augusto Roa Bastos

No … —dijo el hombre sin sacar los ojos de las páginas del libro, ni el húmedo cigarro de la boca—. Tendría que levantarme, caminar un poco, probar algún bocado, antes de que lleguen ellos. Después debo apagar la luz y ya no puedo hacer ningún ruido. Los dos entran ahí y se están a los arrumacos y a las caricias, mientras yo me hundo en la nada del sueño. ¡Véanlo al voyeur!, dice Pepe. ¿Huum? Ah… Tal vez sí, tal vez no, todo es y no es. Lo único que podernos inventar son nuestros vicios, pero pongamos las cosas en claro. Si no vienen, me jorobo; de acuerdo. Pero no por lo que oiga o vea de esos mocosos, sino por el tiempo perdido en la espera de que vengan o falten. Por ahí anda la cosa. ¿Se han dado cuenta de que lo que está por suceder produce siempre en los que esperan un estado de desconfianza, de sospecha? Una intoxicación, ¿comprenden? Miedo. Miedo de uno mismo, qué sé yo. Como el ratón en la fabulilla de Kafka. Pero esos dos qué saben de Kafka ni de Mongo. El bajo vientre no sufre cólicos metafísicos; mientras ellos se aman están inmunizados contra la realidad. Ya quisiera yo estar en su lugar, pichones. Ustedes llegan y se meten en el jardín. La casa a oscuras para ustedes solos; del lado de afuera, se entiende; el rinconcito de siempre, entre el ligustro y la tapia del fondo, bajo la cinacina. ¡Avanti, tórtolos!, pónganse en lo suyo. Más no puedo darles, pero a ver si encuentran en todo Olivos un lugar más apropiado que este para lo que ustedes necesitan.
Luego, el humor triste ladeándose hacía el sarcasmo en la voz que burbujea otra vez la lectura: “…La invisibilidad de los pobres es una de las cosas más importantes acerca de ellos. No están simplemente descuidados y olvidados como en la vieja retórica reformista; lo que es mucho peor: no se los ve…”, ja… cómo se las ingenian estos profetas de la decadencia para no quedar mal. ¡Si serán chorlos! Las Estadísticas ahora en lugar de las Escrituras. “…Millones de personas se apegan al hambre como una defensa contra la muerte por inanición… mutilados en cuerpo y en espíritu… existiendo en planos que están por debajo de la decencia humana…” ¡Y me lo vienen a decir ahora! Mányenlo a Job lamentándose sobre las computadoras electrónicas.
Desde algunas cuadras, la música chirriante de un amplificador arrastra sus ecos entre los árboles y rebota contra los vidrios con un tenue susurro. La luz del velador, encapuchada con una vieja cartulina de almanaque, agranda aún más la figura tendida en la cama. Las tostaduras del foco han rajado el cucurucho en unas estrías de luz más viva, que no alcanzan a alterar sin embargo la densidad uniforme de la penumbra. En el círculo iluminado solo emergen el libro y la mano que lo sostiene, subiendo y bajando sobre el lento y desigual balanceo del pecho. A veces la respiración se detiene, y el aire acumulado se va desagotando en la emisión de las frases con el contenido desinflarse de un suspiro, de un bostezo. La cabeza se mueve apenas siguiendo las líneas, sin interrumpir la inmovilidad de flotación en la que el hombre parece encallado.
“…Si esa gente no se está muriendo de hambre, tiene hambre, y ha engordado de hambre, porque ese es el resultado de las comidas baratas…” Lo que es relativamente cierto. Y de lo que se tira y no se aprovecha, agregaría yo. Por qué no van a revisar los tachos de basura alineados en las veredas. Las calles de los barrios son un asco, dice Pepe. Pero no solamente allí, digo. El despilfarro es el mismo arriba y abajo. Yo suelo remover esos tachos con un palo, sí consigo espantar a los perros y gatos que parecen buscar su alma entre los desperdicios. Hay de todo, créanmelo; si hasta a veces me entran ganas de robarles algo a los bichos para llevármelo a casa. Cualquier cantidad de comida, como para alimentar regimientos, poblaciones enteras de subdesarrollados. Sí, pero esos tachos de basura en qué barrios y delante de qué casas están, me dice el marido de Julia, friccionando la rodilla de la mujer por debajo de la mesa, En cualquiera, doctor. Vaya y vea, va a encontrarlos hasta en los sumideros de Lacarra y Avenida del Trabajo. El abogado pica el anzuelo, se levanta y dice alargando la jeta hacia mí: yo los llevo en el coche. Para qué se me habrá ocurrido meterles el bolazo de que los grasas despilfarran tanto como los de arriba. De todos modos fue lindo ver a Pepe, al arquitecto, a Martín, a MacGregor, revolviendo como cirujas, los tachos del antiguo bañado de Flores, mientras las mujeres en los coches daban grititos arrugando la nariz y llamando idiotas a los maridos. “Los pobres van quedando cada vez más fuera de la experiencia y la conciencia de la nación…” Ese cuento, míster Harrington, yo se lo rifo.
Por un instante las estrías de luz brillan en los ralos cabellos pegoteados a la frente. La música del altoparlante viene y va con las ráfagas que traen los ecos de un bailable, mientras él continúa murmurando:
—Pero si solo se tratara de comer, está el plancton, ¿es esa la palabra, ustedes que leen Selecciones? Podría ser la solución, ¿no? Todos de nuevo al mar, a vivir en el mar, a comer en el mar, donde hay comida para todos, con sus infinitas praderas de algas, de detritos orgánicos en escabeche, galaxias de gelatina para una ensalada de nunca acabar. ¡Maldito el día en que se nos ocurrió salir del mar, plantarnos en dos patas y largamos a andar por la maldita tierra! Porque el fuego, la rueda, los metales, la invención del Ego o de la Bomba, los viajes interestelares, no nos han compensado bastante de lo que perdimos al desalojar la placenta originaria. Ah no, che, a mí no me digas, me mira Pepe desde un rincón parpadeando mucho. Los dioses también salieron del mar. Minga, digo, pero sé que tiene razón porque no todo es asunto de comida, de glándulas bien o mal satisfechas. “…La belleza y los mitos son máscaras perennes de la pobreza…” Así es como abrillantan la fruta picada y nos meten el gusano hasta en la sopa. El que traga amargo no puede escupir dulce, decía mi abuelo. En mi país, que es el país del mito por excelencia, dijo una vez Campos Cervera, usted ve a los chicos comiendo tierra tranquilamente en los suburbios de Asunción. Cuando Saint-Exupéry anduvo por allá organizando el servicio de la Air-France, lo llevé una tarde para que lo viera y escribiera sobre eso. Al franchute se le llenaron los ojos de lágrimas. No lo quería creer. Fue a buscar el Mito, y encontró eso. Pero después, ni una palabra sobre los chicos comedores de tierra; a lo sumo unas referencias sobre la selva invasora que se come las calles de Asunción por debajo de las piedras del pavimento. Bueno, no exageremos, le dije al poeta paraguayo, para llevar un poco a broma la cosa. Fíjese que no me parece mal que los vivos coman tierra, si después ella nos ha de comer a nosotros. y una torta de buena tierra colorada no sé por qué va a resultarles a los chicos más desabrida que una de hojaldre, sobre todo si no lo han probado nunca. ¿Usted piensa que la Revolución (yo siempre uso la erre mayúscula para prevenír los salpullidos sectarios); usted piensa, agarro y le digo aquella vez, que la Revolución les va a dar esa torta de hojaldre? Me miró tapándose el ojo que veía mal. La salvación que se alcanza antes de tiempo y sin verdadera projimidad no tiene sentido, pero es ese sentido lo que busco, dijo. Gran tipo el paraguayo, pero le faltaba humor. Cuando lo andaban persiguiendo, vivió un tiempo conmigo; nadie iba a ir a casa a buscarlo. Todavía me habla a veces, la voz pesada, cansada, lejana. Una noche casi le abro la puerta sin recordar que estaba muerto. Pero aquella tardecita le dije eso de que no todo es asunto de estómago, que la pobreza esencial es de otro carácter. Me lo llevé a la estación de Olivos. Y si no, mírela: la mujer está en el andén con la valija, esperando la entrada del convoy, comida por ese apuro terrible con el que va a llegar tarde a cualquier parte. El tren se detiene y la mujer se arrima a la plataforma, hace como que va a subir, pero no sube. Cuando el tren arranca, da un paso. El poeta corre para ayudarla, y la vieja se desata en improperios contra él, en húngaro, en alemán, qué sé yo. Después va a sentarse de nuevo en el banco, con la raída maleta sobre las rodillas, muy modosa y tranquila, esperando el próximo tren. Él me mira. Viene aquí todas las tardes a la misma hora, le digo. Se está un buen rato, jugando a tomar un tren, pero ninguno de estos ha de ser el que ella espera. Un día irá a parar bajo las ruedas, y entonces habrá llegado, dice.
Los ojos acuosos reflotan en la claridad, mientras pugna por prender el cigarro. El último fósforo se apaga. Y otra vez la telaraña de hilitos luminosos pegada a la cara. “…Tal gente carece, además, de alojamiento adecuado, de educación, de atención médica… El gobierno ha documentado lo que esto significa para el cuerpo de los pobres, y las cifras se citarán a lo largo de este libro… Pero hay algo aún más importante: esta pobreza doblega y deforma el espíritu…” ¡Acabáramos!, esto sí que es nadar en la lluvia sin mojarse.
Se sienta en la cama, rascándose la nuca con el pulgar. Después se pone de pie despacio, la cara vuelta hacia la ventana, hasta comprobar que los ecos del amplificador continúan rebotando en los vidrios, y entonces va al baño. El flojo pijama magnífica todavía más en la penumbra la silueta monumental. Al salir enciende la luz del pasillo y pasa a la cocina. Sobre la hornalla hay una sartén con sobras de frituras entre la grasa endurecida. Se queda mirando los restos de comida, los brazos cruzados sobre el abdomen. Por un momento solo se oye su voz farfullando en la oscuridad:
—Es algo más sutil, más insidioso, que utiliza nuestro cuerpo, los reflejos, la miseria de la costumbre, para rebajarlo a uno. Una especie de bronca sorda, de calambre moral que fumiga su ardor en todas direcciones… hmmm… hmmm… que acumula este sarro en la boca…
Se oye chocar el escupitajo contra la loza de la pileta, y en seguida el chorro del grifo. La voz se aleja y la silueta reaparece en el dormitorio contra la claridad de la pantalla. Se sienta en la cama, y el pie choca contra la caja que está debajo. La levanta escuchando los ecos del bailable que pasan haciendo retemblar tenuemente los vidrios. De adentro saca un viejo ventilador, lo pone sobre una silla, frente a él, y aprieta otra perilla que cuelga de la cabecera; pero entonces el ruido del motor y de las aspas tapa la música de afuera. Lo apaga mientras se restaña el sudor con un extremo de la sábana.
—“…Cuando se vive en los barrios residenciales, es fácil suponer que nuestra sociedad es en verdad una sociedad opulenta…” ¡Basta de pavadas, míster Harrington! En su país, un hombre honorable puede ser salvado de bigamia, como decía alguien, si prueba que tiene tres mujeres. La sociedad opulenta no es más que una sensibilidad. Ríanse si quieren, pero la pueden encontrar en cualquier parte. No hay barreras de clase, de raza ni de religión. A la inglesa, por ejemplo, la conocí en el tren de pura casualidad, viajando juntos de Olivos a Retiro. En el bombardeo de Londres por los alemanes había perdido al marido, piloto de la RAF, que estaba disfrutando de una corta licencia. Después de la guerra, Caroline se vino para acá. Puso una boutique en Santa Fe y Paraná. Terminó invitándome a su casa. Estas cosas acaban sucediendo así. Cenábamos fiambres, buen whisky si tenía. Yo me sentaba un rato al piano. Caroline deliraba por Edgar, pero no pude aprender el más roñoso fragmento para hacerle el gusto. Opté por regalarle un disco con el concierto interpretado por Casals. Hay un trino del andante en el que las cuerdas murmuran claramente: homo homini lupus. ¿Es una broma de Edgar o de Casals? No sé si se han dado cuenta alguna vez. Caroline escuchaba el disco con todo el cuerpo, marcando los compases con los nudillos y tarareando los temas, sin el menor sentido del ritmo ni de la melodía. Al llegar cierta hora se ponía excitada. La primera vez que pasó aquello me asusté un poco, para qué voy a negarlo. Se puso rígida y con gestos de sonámbula prendió la radio y apagó las luces. En el silencio que siguió, lejos muy lejos, debajo del mar o al extremo del mundo, comenzó a sonar el Big Ben en la audición de la BBC. Después me contó que era la hora en que había muerto el marido. Volvía a sentir entre las campanadas, explicó mordiendo el pañuelo y aferrándome la mano como una posesa, la explosión de las bombas y el fragor del desmoronamiento. Erizada contra mi mano, estrangulaba un grito de espanto y una sarta de palabras en inglés, inentendibles por la desesperación. En medio del polvo cortado por los coletazos de los reflectores, del alarido de las sirenas, del infierno de las baterías antiaéreas que destrozaban el cielo en busca de los incursores, un hombre altísimo y tan pálido que brillaba en la oscuridad, al menos para Caroline, salía de entre las ruinas humeantes. ¡Patrick… Pat… !, gemía ella. Y Pat, muy ceremonioso, venía a ponerse entre Caroline y yo, hasta que se extinguía la última campanada. Cuando ella volvía a encender la luz, yo alcanzaba a ver todavía en las pupilas grises la puntita de una locura feliz, que se desvanecía rápidamente. Estos chicos, no. Entran y van a su rincón con toda naturalidad, sin complejidades, no sé si me explico. Son sanos, tienen la sangre joven y caliente, nada de los retorcimientos de un ego hastiado, torturado, como el de ustedes, de un superego con las fibras del freno todas quemadas. Esos dos pelafustanes aman la vida, se aman. No tienen más que eso. Son pobres, pero son ricos. Y si la dicha existe sobre la tierra, ellos son dichosos. Ustedes lo tienen todo, y les falta la mitad. Yo tengo el piano, tengo a Mozart, a Bach, a Beethoven. Tengo la casa. A ellos les basta con la sombra que les echa sobre los yuyos del jardincito. Soy más pobre que ellos, ¿ven la diferencia? ¿Por qué no los invitas a que pasen adentro?, dice ingenuamente Pepe desde su butaca, distraído con sus paisajes de sol cargados de nieve. No creas que no lo he pensado, le digo. Las noches lluviosas de los sábados, sobre todo. He imaginado a la muchacha entrando de la lluvia con el pelo empapado y la cara humeando al rojo bajo las gotitas, avergonzada, un poco asustada. Yo les hubiera podido tocar un rato esos valses románticos de mis tiempos del liceo, o los nocturnos. Todavía puedo hacerlos chapalear sobre el teclado, si se ofrece; la jubilación no me los ha borrado de los dedos del todo… Pero, ¿los invitaste o no?, parpadea Pepe. Eso hubiera sido aguarles la fiesta, digo, peor que la lluvia. Además se habría roto el pacto, se habría terminado el misterio. Les podrías tirar una loneta por la ventana, dice el marido de Julia, mientras ella está en el living dándole a la canasta con las otras. Se oye el mosconeo de sus charlas, los golpes de las fichas, sus risas de gallinas viejas. Los miro largo rato sin verlos. No, botarates, ustedes ni muertos podrían entender lo que está más allá de la punta de sus narices…
La mano del hombre cae de golpe sobre la perilla y apaga la luz, al oír los pasos que se acercan, que entran al jardín y se desplazan hacia el rincón preferido, un poco más allá de la ventana. Hay un silencio pesado y corto; luego el rumor de las voces enredadas en un runruneo de bocas que no se aman sino que discuten. La voz del hombre corta ásperamente el hilito quejumbroso de la muchacha; la va rodeando en oleadas de una ira sorda de dientes apretados y músculos en tensión. Se hincha en las palabrotas y revienta por fin en la palabra infame, en el sonido de un bofetón, en el que todo el cuerpo ha debido cargar su peso porque restalla como una explosión y envía al otro cuerpo contra la pared. En seguida, las zancadas del hombre se alejan haciendo rechinar la arena sobre las lajas, aplastando los tallos secos del jardín.
Los sollozos de la boca aplastada contra la pared se van aplacando poco a poco en unos gañidos de animal apaleado. El clic de la perilla vuelve a encender la luz, pero entonces los quejidos cesan de golpe y se oye un pataleo asustado, el rumor de un cuerpo caído de rodillas levantándose abrazado a la pared, huyendo a tropezones con su propio pánico, que agita al pasar los rosales secos, que embiste ciegamente contra la madera carcomida del portón.
—No… —dijo el hombre, sentado en la cama, restregándose los ojos—. No sé… —dijo luchando por recordar algo.
Hizo girar los ojos turbios de sueño a su alrededor, intentando un impulso de levantarse, pero se desmoronó de nuevo. Después se agachó, oprimió la perilla del ventilador, parpadeó dos o tres veces hasta oír que el zumbido encerrado en la caja llenaba la habitación, y se quedó dormido con el círculo de luz subiendo y bajando sobre el pecho.

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