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La Eneida

Virgilio

Capitulo: IX

Mientras pasan estas cosas en otra parte de Italia, Juno, hija de Saturno, envía desde el cielo a Iris en busca del valeroso Turno, que a la sazón estaba descansando en un bosque del valle consagrado a su abuelo Pilumno. En estos términos le habló con su rosada boca, la hija de Taumante: “Lo que ninguno de los dioses se hubiera atrevido ¡Oh Turno! a prometer a tus preces, te lo brinda de agrado este día ya cercano a su fin. Eneas, dejando su ciudad, separado de sus compañeros y de su armada, se ha encaminado a la regia mansión del palatino Evandro; más aún, ha penetrado hasta las últimas ciudades de Corito, donde está juntando una hueste de Lidios y armando a las gentes del campo. ¿Qué dudas? Esta es la ocasión de pedir tus caballos y tu carro. Rompe las treguas y arrebata por asalto sus desprevenidos reales.” Dijo, y se levantó por el éter con sus iguales alas, describiendo en su fuga un inmenso arco bajo las nubes. Conocióla el joven, y levantando hacia las estrellas ambas manos, dirigió a la fugitiva mensajera estas palabras: “Iris, ornamento del cielo, ¿Quién te ha enviado a la tierra por las nubes en busca mía? ¿De dónde proviene ese súbito resplandor? Veo abrirse los cielos y las estrellas errantes por el polo; sea quien fueres, tú que me llamas al combate, me confío a ese gran presagio.” Y dicho esto, llegóse al río, cogió en las palmas un poco del agua pura que corre por la superficie, y dirigiendo numerosas preces a los dioses, llenó el aire con sus votos. Ya se extendía por los dilatados campos todo su ejército, rico de caballería, rico de vistosos arreos de varios colores recamados de oro. Mesapo capitanea las primeras haces, y los hijos de Tirreo las últimas; en el centro recorre las filas el caudillo Turno, bien arma- do, sobresaliendo toda su cabeza por cima de los demás; semejante al profundo Ganges cuando corre callado, acrecida su corriente con las aguas de siete mansos ríos, o al caudaloso Nilo cuando refluye de los campos que fecunda su raudal y se recoge en su cauce. En esto los Teucros ven alzarse de pronto una densa polvareda y cubrirse los campos de tinieblas. Caico el primero da la alarma desde una frontera atalaya. “¿Qué negro tropel, ¡Oh ciudadanos! se nos acerca en revuelta confusión? ¡Ea, pronto, aparejad el hierro, blandid los dardos, subid a los adarves; el enemigo se nos viene encima!” Al punto los Teucros con gran clamor ocupan todas las puertas y llenan las murallas, porque así se lo había prevenido, al partirse, el excelente capitán Eneas, recomendándoles que en cualquier trance que les ocurriese, no presentasen batalla en campo raso, antes se redujesen a defender y asegurar su campamento atrincherado: así, pues, aunque la vergüenza y la ira los impele a embestir al enemigo, cierran las puertas, cumpliendo lo mandado, y le aguardan bien apercibidos en sus huecas torres. Turno, que, en su veloz carrera, precedía al pesado escuadrón, se presenta de improviso delante de la ciudad, acompañado de veinte jinetes escogidos, caballero en un corcel de Tracia manchado de blanco, y cubierta la cabeza con un yelmo de oro coronado de rojo penacho. “¿Quién me sigue, mancebos? ¿Quién acometerá el primero al enemigo?… ¡Yo seré!” exclama; y blandiendo un dardo, lo arroja por los aires, dando así principio a la pelea y se lanza intrépido al campo. Levantan en esto sus compañeros grandes clamores, y le siguen con horrísono estruendo, pasmados al ver la cobardía de los Teucros, que, inertes, ni bajan al llano ni presentan batalla, antes se reducen a guardar sus reales, mientras Turno a caballo, fuera de sí, registra por todas partes los muros, buscando una entrada por extraviadas sendas. Cual en mitad de la noche, sufriendo el rigor del viento y de las lluvias, acecha el lobo una llena majada, rugiendo en derredor de la cerca, mientras los corderillos balan seguros debajo de sus ma- dres; él, rabioso, ceba su saña en la ausente presa, devorando por la larga hambre y la sed de sangre que requema en sus fauces; no de otra suerte arde en ira el Rútulo, mirando los muros y los reales; el dolor abrasa sus huesos; todo se le vuelve discurrir un medio de penetrar en la plaza, de arrancar de sus empalizadas a los encerrados Teucros, y sacarlos a campo raso. Para conseguirlo, ataca su armada que tenían oculta a un lado del campamento, cercada de trincheras y defendida por las aguas del río; exhorta a sus entusiasmados compañeros a incendiarla, y arrebatado de furor, blande en su mano un pino encendido. Todos se precipitan en pos de él, inflamados por su ejemplo; y despojando los hogares, toda la juventud vuela a armarse de negras teas; los humeantes tizones esparcen sombrío resplandor y levantan hasta las estrellas nubes de pavesas y humo. ¿Cuál dios ¡Oh musas! apartó de los Teucros tan horrible incendio? ¿Cuál repelió de sus naves tan inminentes llamas? Decidlo vosotras: antigua es esta tradición, pero aún dura y durará eternamente. En la época en que por primera vez labraba Eneas su armada en el frigio monte Ida y se disponía a surcar los mares, es fama que Cibeles misma, madre de los dioses, habló en estos términos al gran Júpiter: “Concede a mis ruegos, hijo mío, concede lo que te pide tu amada madre, pues eres el dominador del Olimpo. Yo tuve en la más alta cumbre del Ida un pinar, mi retiro predilecto durante muchos años, que formaba un bosque sagrado, donde los Frigios me tributaban culto bajo las sombras, formadas por negros pinos y robustos alerces. Yo di gozosa aquellos árboles al mancebo troyano cuando estaba construyendo su armada; ahora tiemblo por ellos; ahuyenta mis temores y otorga a las preces de tu madre que no los quebrante ninguna travesía; que no sean vencidos de ningún vendaval: válgales haber nacido en nuestras montañas.” A lo cual replicó su hijo, el que rige los astros del mundo: “¡Oh madre! ¿Qué exiges de los hados? ¿Qué me pides para esas naves? Obra de mano mortal, ¿han de ser por ventura inmortales? ¿Eneas ha de arrostras con seguridad todos los azares? ¿Cuál dios alcanzó jamás tamaño poder? Baste que a todas las que, salvadas de las olas y terminado su derrotero, arriben a los puertos ausonios y lleven al caudillo dárdano a los campos de Laurento, les quite yo la forma mortal, disponiendo que se truequen en diosas del vasto mar, semejantes a Doto, hija de Nereo, y a Galatea, que cortan con su pecho el espumoso ponto.” Dijo, y jurándolo por las aguas del Estigio, donde reina su hermano, por sus torrentes de pez y sus riberas, llenas de negros remolinos, inclinó la cabeza, y con aquel movimiento retembló todo el Olimpo. Ya era llegado el día prometido, ya se habían cumplido los tiempos debidos a las Parcas, cuando la injuria de Turno movió a la madre de los dioses a apartar las teas de las sagradas naves. En esto, de pronto brilló a los ojos de todos una desusada luz y se vio cruzar el cielo una gran nube por la parte de la aurora; cruzáronle también los coros del Ida; luego cayó en alas de los vientos horrenda voz, que llenó con su estruendo las huestes de los Troyanos y de los Rútulos. “No os afanéis ¡Oh Teucros! por defender mis naves, ni por ello aparejéis las armas; antes logrará Turno incendiar los mares que mis sagrados pinos. Vosotras ¡Oh naves! id libres; id, diosas del piélago; la Madre lo manda.” Y al punto todas las naves rompen los cables que las amarran a la playa, y a manera de delfines, sumergen las proas en lo más hondo del mar, de donde, ¡Oh asombroso prodigio! salen y circulan por el ponto tantas figuras de vírgenes cuantos eran los ferrados bajeles que antes estaban anclados en la ribera. Pasmáronse los Rútulos; el mismo Mesapo quedó aterra do y se turbaron sus caballos; suspende su curso el ronco Tíber y retrocede, temeroso de lanzarse al mar. Y sin embargo, no decayó la confianza del audaz Turno; antes con estas palabras alienta e increpa a los suyos: “¡A los Troyanos amenazan esos prodigios! El mismo Júpiter les arrebata su acostumbrado auxilio; ni dardos ni llamas aguardan ya a los Rútulos; cerrado está ya a los Teucros el camino del mar y ninguna esperanza de fuga les queda. La fuga por mar les está vedada, la tierra es nuestra, innumerable muchedumbre ítala se alza en armas contra ellos; no me amedrentan a mí esos fatales presagios de los dioses con que tanto se afanan los Frigios. Bástales a los hados y a Venus haber alcanzado que arribasen los Troyanos a los campos de la fértil Ausonia; también yo tengo mis hados contrarios a los suyos, que son los de exterminar con la espada a ese execrable linaje que viene a arrebatarme a mi esposa; no sólo a los Atridas, no sólo a Micenas es dado sentir y vengar con las armas tales ultrajes. Bastárales haber sido exterminados una vez, si escarmentados de su culpa detestasen, como debieran, a todo el linaje mujeril, esos en quienes ahora infunde confianza la empalizada que los separa de nosotros, esos a quienes alientan los fosos que nos oponen, ¡Pequeño obstáculo para su muerte! ¿Acaso no han visto reducidas a pavesas las murallas de Troya, fabricadas por mano de Neptuno? ¡Oh flor de mis guerreros! ¿Quién de vosotros se presta a meter el hacha en esa empalizada y a arremeter conmigo esos acobardados reales? No necesito yo para atacar a los Teucros ni armas de Vulcano ni mil bajeles; únanseles en buen hora como auxiliares todos los Etruscos; no teman tenebrosas emboscadas ni el inútil robo del Paladión, asesinados los centinelas del supremo alcázar, ni nos esconderemos en el obscuro vientre de un caballo; a la luz del sol, descubiertamente pondré fuego de seguro a sus murallas. Yo les haré ver que no se las han con Griegos ni con aquella juventud pelasga que Héctor trajo entretenida diez años. Y ahora, ¡Oh guerreros! pues ya es pasada la mejor parte del día, destinad lo que resta de él a dar solaz a los cuerpos, que ya han cumplido bien su obligación, y preparados aguardad la batalla.” Enseguida da Mesapo el encargo de apostar destacamentos en todas las puertas y de rodear de hogueras las murallas. Elige para que vigilen con sus tropas el campamento, catorce jefes rútulos, a cada uno de los cuales siguen cien mancebos cubiertos de purpúreos penachos y de rutilantes armaduras de oro, que por turno, ya rondan el campo, ya tendidos por la yerba saborean los placeres del vino apurando las copas de bronce. Brillan a trechos las hogueras; el juego entretiene la vigilia de una noche de guardia… Desde lo alto de sus trincheras, que ocupan armados, ven los Troyanos aquellos preparativos de asedio, y no sin grave sobresalto, registran las puertas y enlazan entre sí con puentes sus baluartes. Todos aprestan sus armas, estimulados por Mnesteo y por el impetuoso Seresto, a quienes el caudillo Eneas había cometido el mando de sus tropas y la dirección de la guerra para el caso de que alguna desgracia reclamase su esfuerzo. Toda la hueste comparte por suertes el peligro, relevándose unos a otros en la vigilante defensa de las murallas. Guardaba una de las puertas el valeroso Niso, hijo de Hitarco, destrísimo en el manejo del venablo y de las veloces saetas; la selva de Ida, su patria, gran madre de cazadores, le había dado por compañero a Eneas. Junto a él está su amigo Euríalo, mancebo en juventud, y el más gallardo de cuantos siguen las enseñas de Eneas y visten las troyanas armas. Unidos con estrecha amistad, juntos se precipitaban siempre en los combates; a la sazón estaban ambos de guardia en la misma puerta: ¡Oh Euríalo! le dice Niso, ¿Serán por ventura los dioses los que infunden este ardor en mi espíritu, o tal vez cada cual se forja un dios de sus ciegos apetitos? Ello es que ardo en ansia de pelear o de acometer alguna grande empresa y que no acierto a estarme quieto. Bien ves cuán confiados, cuán desprevenidos están los Rútulos; sus hogueras brillan cada vez más escasas; vencidos del vino, duermen tendidos por el campo; todo a lo lejos yace en silencio; oye, pues, lo que me agita, y la idea que revuelvo en mi mente. Todos a una, el pueblo y los senadores, piden que se llame a Eneas con urgencia, enviándole mensajeros que traigan de él seguras nuevas. Si me prometen para ti lo que pienso pedirles, pues a mí me basta la gloria que ha de resultarme de mi empresa, paréceme que siguiendo la falda de aquel collado podré hallar un camino que me conduzca a las murallas de Palantea.” Profunda impresión hicieron estas palabras en Euríalo, grandemente ganoso de loores, el cual habló así a su fogoso amigo: “¿Por ventura ¡Oh Niso! rehuyes asociarme a ese gran proyecto? ¿Crees que te dejaré lanzarte solo a tamaños peligros? No me formó para eso mi belicoso padre Ofeltes entre los continuos rebatos de los Griegos y los trabajos de Troya, ni nunca tal hice contigo desde que sigo al magnánimo Eneas y sus adversos hados. Aquí hay un pecho que desprecia la vida y que cree comprar bien con ella esa gloria a que aspiras.” Niso le respondió: “En verdad que nunca tal temí de ti, ni me fuera lícito tal pensamiento, no; así el gran Júpiter o cualquier otro dios que mire mi proyecto con propicios ojos me restituya a ti triunfante. Pero si en medio de los trances de tan peligrosa aventura, ya la casualidad, ya un dios me arrastrase a la desgracia, quisiera que tú me sobrevivieses; tu edad es más digna de la vida. Haya al menos alguno que retire mi cadáver del campo de batalla, que pague su rescate y lo deposite en la tierra, o que si esto me negase la acostumbrada fortuna, tribute los fúnebres honores a mis despojos ausentes y los decore con un sepulcro. Ni sea yo ocasión de tan gran dolor para tu mísera madre, que, sola entre tantas madres, se ha atrevido ¡Oh mancebo! a seguirte, desdeñando la ciudad del grande Acestes.” A lo cual replica Euríalo: “Inútilmente esfuerzas esas vanas razones; no desisto de mi inmutable resolución. Echemos a andar.” Y al mismo tiempo despierta a los centinelas que han de reemplazarlos por suerte, con lo que, dejando la avanzada, se encaminan juntos al real de Ascanio. A la hora en que todos los seres animados deponen con el sueño sus afanes y olvidan las penas del corazón, los principales caudillos de los Teucros, juventud escogida, celebraban consejo para tratar de la apurada situación del reino. ¿Qué hacer? ¿Quién iría de mensajero a Eneas? Apoyados en sus largas lanzas y embrazado el escudo, deliberan en medio del campamento, cuando se presentan juntos y alegres Niso y Euríalo, pidiendo que se les deje entrar para un negocio grave y que bien merece que el consejo se detenga a escucharlo. Iulo el primero recibe a los impacientes mancebos y manda a Niso que hable, lo cual hizo así el hijo de Hitarco: “¡Oh guerreros de Eneas! escuchadnos con ánimo benigno, y no juzguéis por nuestra edad de la empresa que venimos a proponeros. Vencidos del sueño y presa del vino, los Rútulos yacen en silencio; nosotros hemos descubierto un sitio adecuado para sorprenderlos, que es aquel en que el camino se divide en dos ramales, junto a la puerta más cercana al mar. Sus hogueras están ya en la mayor parte apagadas, y de ellas se levantan al firmamento negras humaredas; si nos dejáis aprovechar esta favorable ocasión, iremos a la ciudad de Palante en busca de Eneas, y pronto nos veréis volver con él cargados de despojos, después de haber hecho gran mortandad en el enemigo. No erraremos el camino; que muchas veces en nuestras continuas cacerías vimos aquella ciudad en el fondo de los obscuros valles y exploramos todas las márgenes del río.” Entonces Aletes, lleno de años y hombre de maduro consejo, “¡Oh dioses patrios, bajo cuyo numen está siempre Troya! exclamó, sin duda no os disponéis a borrar enteramente del mundo a los Teucros, cuando suscitáis entre ellos una juventud animosa y pechos tan esforzados.” Y esto diciendo, abrazaba a entrambos y les asía las manos, regándoles los rostros con su llanto. “¿Qué recompensa, ¡Oh mancebos! les decía, qué digna recompensa podrá pagar tal proeza? La más hermosa os la darán en primer lugar los dioses y vuestra virtud; además os la premiarán muy pronto el piadoso Eneas y el joven Ascanio, que nunca olvidará tan grande merecimiento.” “Y yo, que no veo salvación más que en la vuelta de mi padre, prosiguió Ascanio, os juro ¡Oh Niso! por los grandes penates, por los lares de Asaraco y por el santuario de la cándida Vesta, que pongo en vuestras manos mi fortuna y mis esperanzas. Traed a mi padre, volvedme su presencia; con su vuelta acabarán nuestras desgracias. Yo os daré dos copas de plata primorosamente cinceladas, que mi padre ganó en la toma de Arisba, dos trípodes. Dos grandes talentos de oro y una taza antigua que me regaló la sidonia Dido. Si nos diere la suerte conquistar a Italia y señorearnos de ella, y repartirnos por suerte sus despojos; ya has visto qué caballo, qué armas de oro llevaba Turno; pues yo exceptuaré del sorteo aquel escudo, aquel purpúreo penacho, y desde ahora ¡Oh Niso! cuéntalos por tuyos. Además te dará mi padre doce hermosísimas esclavas, otros tantos cautivos, todos armados, y sobre esto, todas las tierras del rey Latino. Y a ti, Euríalo, casi mi igual por la edad, a ti ¡Oh mancebo dignísimo! te doy mi corazón y te tomo por compañero de todas mis empresas. Sin ti no quiero buscar gloria alguna; ya en paz, ya en guerra, en tus obras, en tus consejos pondré toda mi confianza.” En estos términos le responde Euríalo: “Jamás en tiempo alguno desmentiré estos esforzados impulsos, ya me sea próspera, ya adversa la fortuna; pero una sola cosa te pido, que precio más que todos tus dones. Tengo una madre del antiguo linaje de Príamo, a la cual ¡Infeliz! ni la tierra de Ilión ni la ciudad del Rey Acestes pudieron retraer de seguirme: yo ahora la dejo ignorante de los peligros que voy a correr, y sin despedirme de ella; testigos me son la noche y tu diestra de que no podría resistir el llanto de mi madre. Tú, yo te lo ruego, consuela a la desvalida, socorre a la abandonada. Déjame llevar de ti esta esperanza, con ella iré más alentado para cualesquiera trances.” Lloraban los enternecido Troyanos, y más que todos el hermoso Iulo, angustiado su corazón por aquella viva imagen de amor filial, y así le dice…: “Yo te prometo todo lo que merece tu heroico ardimiento. Tu madre será la mía, y sólo le faltará el nombre de Creusa; que no a menos da derecho el ser madre de tal hijo, sea cual fuere la suerte que te aguarda. Juro por mi cabeza, que es el usado juramento de mi padre, juro que cuanto te prometo para cuando vuelvas, lograda tu empresa, se lo cumpliré igualmente, si no vuelves, a tu madre y a tu linaje.” Así exclama llorando; al mismo tiempo se desciñe del hombro una espada de oro, obra primorosa del artífice Licaón cretense, hábilmente adaptada a una vaina de marfil. Mnesteo da a Niso una piel, terrible despojo de un león; el fiel Aletes cambia de yelmo con él. Enseguida echan a andar, bien armados y seguidos de los principales guerreros, jóvenes y ancianos que con sus votos los acompañan hasta las puertas; también los acompaña el hermoso Iulo, superior a sus años en esfuerzo y varonil prudencia, confiándoles para su padre multitud de encargos; pero el viento se lleva toda aquellas palabras y las dispersa en las nubes. Salen por fin, y cruzando los fosos, se encaminan por entre las sombras de la noche a los reales enemigos, donde los aguarda la muerte, pero donde antes se la darán a muchos. A cada paso ven soldados tendidos en la yerba, rendidos del sueño y del vino; los carros empinados en la playa, y entre las ruedas y los arneses, revueltos los hombres con las armas y los barriles de vino. Entonces el hijo de Hirtaco habló así el primero: “Manos a la obra, Euríalo; la ocasión nos brinda a ello. Esta es la senda; tú, para que no nos sorprenda el enemigo por la espalda, quédate ahí y atalaya todo estos contornos; yo entre tanto acuchillaré a toda esa caterva y te abriré ancho camino.” Dice así en voz baja, y al mismo tiempo arremete con la espada al soberbio Ramnetes, que, tendido en un magnífico lecho, roncaba estrepitosamente. Rey y augur, caro más que todos al rey Turno, no le valió su saber para evitar aquel trance fatal; enseguida acomete a tres servidores suyos que yacían tendidos en medio de sus armas, y al escudero Remo y a su auriga, a quien hallo por casualidad entre sus propios caballos, y les corta con su espada los pendientes cuellos; luego degüella a Remo y abandona el tronco, del que sale a borbotones un chorro de sangre, que va a empapar el caliente suelo y el lecho. Emprende enseguida con Lamiro y Lamo y con el joven Serrano, de hermosa apostura, que había pasado jugando parte de aquella noche y que a la sazón yacía en profundo sueño; ¡Feliz si hubiera seguido jugando hasta rayar el día! Cual hambriento león, en medio de una majada llena, despedaza y arrastra al tímido rebaño, mudo de espanto, y ruge con sangrientas fauces, tal Euríalo causa no menor estrago; también él hierve en furor y lo ceba en una obscura muchedumbre sin nombre; así inmola a Fado, a Herbeso, a Reto y a Abaris, que sin saberlo pasan de la vida a la muerte. Reto velaba y lo veía todo; mas, vencido del miedo, se escondía detrás de una gran cuba; en el momento en que se levantaba para huir, le clava en el pecho su espada hasta la empuñadura y la saca enseguida, dejándole cadáver. En medio de un río de sangre, mezclada con vino, exhala el alma. Inflamado con el éxito de su sorpresa, cebábase Euríalo en la matanza, y ya se dirigía a las tiendas de Mesapo, donde veía apagarse las últimas hogueras y pacer la yerba los caballos, trabados los pies según costumbre, cuando Niso, viendo que se dejaba arrastrar demasiado por la sed de sangre, le dice rápidamente: “Dejémoslo; que ya se acerca la enemiga aurora. Basta de carnicería; ya hemos abierto camino por en medio de los enemigos.” Sin querer despojar a éstos de una multitud de preciosas piezas de plata maciza, armas, copas, ricos tapices, Euríalo se lleva solamente el jaez de Ramnetes y su tahalí chapado de oro, prendas que el opulento Cedico enviara años atrás al tiburtino Rémulo en recuerdo de hospitalidad: Rémulo, al morir, se las dio a su nieto; y muerto éste, los Rútulos se apoderaron de ellas en la guerra. Cógelas, pues, Euríalo, y vanamente se las echa a los robustos hombros; cíñese además el penachudo yelmo de Mesapo, y saliendo del campamento, se ponen ambos en salvo. Entre tanto, trescientos jinetes, todos con sus broqueles y mandados por Volscente, se encaminaban desde la ciudad latina a llevar a Turno un mensaje de su rey, mientras tanto el resto de la legión a que pertenecían hacía alto en el llano. Ya se acercaban al campamento, y casi habían llegado a las empaliza- das, cuando divisaron de lejos a los fugitivos, que torcían hacia la izquierda, habiéndolos descubierto el yelmo del imprudente Euríalo, herido por los primeros resplandores del alba entre la ya pálida obscuridad de la noche. No en vano los vio Volscente, que al punto les gritó desde donde estaba con los suyos: “¡Teneos, guerreros! ¿Qué hacéis ahí? ¿De que ejército sois? ¿A donde vais?” Ellos nada respondieron, antes aprietan el paso por entre la espesura, fiados en la obscuridad, con lo cual de esparcen los jinetes por las conocidas veredas para cerrarles todas las salidas. Era aquel sitio una negra selva de frondosas encinas, llena de matorrales y abrojos, cruzada por algunos raros y ocultos senderos. La obscuridad del bosque y el pesado botín de que va cargado impiden a Euríalo adelantar, y el sobresalto además le hace perder el camino. Niso huye, y ya, sin acordarse de su compañero, había dejado atrás a los enemigos y los lagos que después se llamaron albanos, del nombre del Alba, y donde entonces tenía el rey Latino sus mejores majadas, cuando haciendo alto por fin, busca en vano a su amigo ausente. “¡Euríalo infeliz! exclama, ¿Donde te he dejado? ¿Qué camino he de seguir para buscarte?” Internándose segunda vez en los senderos que ha recorrido por la intrincada selva, reconoce sus propias pisadas y vaga perdido por entre los silenciosos jarales. Oye ruido de caballos, de armas, de gente; poco después llega a sus oídos un triste clamor y ve a Euríalo, que, engañado por la obscuridad, sin conocer el sitio en que se halla, turbado por aquel súbito ataque, y rodeado ya de la hueste enemiga, forcejea en vano rabiosamente por desasirse. ¿Qué hacer para salvarle? ¿Con qué esfuerzo, con qué armas osará arrancar al mancebo de aquel peligro? ¿Irá a arrojarse, desesperado, en medio de las espadas enemigas, buscando en ellas honrosa muerte? Al punto, blandiendo su venablo con el tendido brazo y alzando los ojos a la alta luna, le dirige esta deprecación: “¡Oh diosa, hija de Latona, ornamento de los astros, guardadora de las selvas, sénos propicia en este duro trance? Si algunos dones tienes ofrecidos por mí en tus aras mi padre Hirtaco; si yo mismo les tengo añadido algunos con los productos de mis cacerías, suspendiéndolos de los artesones de tu templo o clavándolos en sus sacras bóvedas, déjame dispersar esa muchedumbre y dirige mis dardos por el viento.” Dijo, y haciendo empuje con todo su cuerpo, disparó el férreo dardo, que hiende volando las sombras de la noche y va a clavarse en la espalda de Sulmón, donde se rompe, y con su rajada madera le traspasa las entrañas. Cae yerto Sulmón, vomitando por el pecho un caliente río de sangre y jadeando entre largos sollozos. Atónitos los Rútulos, tienden la vista a todos lados; exasperado Niso con esto, dispara, levantando el brazo a la altura del oído, un segundo dardo, y mientras todos andan azorados, traspasa el rechinante hierro las sienes de Tago, y tibio ya, va a hincarse en su horadado cerebro. Furioso Volscente de no ver quién causa aquel estrago, y no sabiendo cómo cebar su rabia, “Pues tú, exclama, tú me pagarás con tu caliente sangre la muerte de esos dos, mientras no parece el verdadero asesino”; y al mismo tiempo arroja, espada en mano, contra Euríalo. Aterrado, fuera de sí, incapaz ya de permanecer oculto y de soportar aquel horrible trance, preséntase Niso, gritando: “¡A mí, a mí, yo soy el matador!; volved contra mí las espadas, ¡Oh Rútulos! Mía es toda la traición; éste nada ha intentado, nada ha podido hacer contra vosotros, lo juro por ese cielo, por esos astros, testigos de la sinceridad de mis palabras; su única culpa es haber querido demasiado a su infeliz amigo.” Mientras así clamaba Niso, la espada de Volscente, esgrimida con poderoso empuje, atraviesa las costillas y rompe el blanco pecho de Euríalo, que cae herido de muerte; corre la sangre por sus hermosos miembros, y su cuello se dobla sobre sus hombros, semejante a una purpúrea flor cuando, cortada por el arado, desfallece moribunda, o cual las adormideras inclinan la cabeza sobre el cansado tallo a impulso de un recto aguacero. Al punto Niso se precipita en medio de los enemigos, buscando únicamente entre todos a Volscente, sólo a Volscente. Rodéanle los Rútulos de tropel y le embisten en todas direcciones, mientras él con mayor brío acosa a su contrario, esgrimiendo en círculo la fulmínea espada, hasta que al fin logra hundirla en la boca del Rútulo, abierta para gritar, y antes de morir arranca el alma a su contrario: entonces, acribillado de heridas, se arrojó sobre su amigo exánime, y allí por fin descansó en plácida muerte. ¡Felices ambos! Si algo alcanzan mis versos, perpetua mente viviréis en la memoria de los hombres, mientras el linaje de Eneas pueble el inmoble peñón del Capitolio y domine al mundo el soberano de Roma. Vencedores los Rútulos, se apoderan del botín y de los despojos de los dos amigos, y llorando se llevan el cuerpo de Volscente los reales, donde no era menor la desolación al ver inmolados los principales del ejército, Remnetes, Serrano y Numa. Todos se agolpan alrededor de los cadáveres y de los moribundos, contemplando los sitios tibios aún con la reciente mortandad y los arroyos lle- nos de espumosa sangre. Entre los despojos reconocen el espléndido yelmo de Mesapo y aquel jaez recobrado con tantos afanes. Ya en esto la naciente Aurora, dejando el purpúreo lecho de Titón, esparcía sobre el mundo su nueva claridad; ya el sol derramaba su luminoso resplandor, cubriendo con él todos los objetos, cuando Turno, armado de pies a cabeza, concita a sus guerreros y apresta a la batalla sus falanges cubiertas de acero: todos mutuamente exacerban sus iras, refiriendo de mil maneras el desastre ocurrido, y siguen con fiera gritería las cabezas de Niso y Euríalo, clavadas, ¡Horrible espectáculo! en las puntas de dos enhiestas lanzas… Los aguerridos Troyanos agolpan la mayor parte de sus fuerzas a la izquierda, por hallarse la derecha, ceñida por el río, y defienden los anchos fosos, mientras otros ocupan las altas torres, afligidos al ver las dos cabezas, ¡Ay! harto conocidas, clavadas en las picas y chorreando negra sangre. Entre tanto la Fama, alada mensajera, revoloteando por la aterrada ciudad, se desliza hasta los oídos de la madre de Euríalo, con lo que, abandonando de pronto el calor vital los huesos de la infeliz, deja caer de sus manos los husos y la retorcida tarea. Lánzase la desventurada madre con mujeriles alaridos, mesando sus cabellos, y delirante se encamina a los muros, internándose hasta las primeras filas; no se cura de los soldados, de los peligros ni de los dardos; al mismo tiempo hinche el viento con estas lamentaciones: “¡Que así te veo, Euríalo! ¡Que así pudiste, oh cruel, dejarme sola, tú, el postrer arrimo de mis cansados años! Y al arrojarte a tan gran peligro, ¡Ni siquiera diste a tu mísera madre un postrer adiós! ¡Ay! ¡Ahora yaces en ignoto suelo, presa de los perros del Lacio y de las aves de rapiña! y yo, madre tuya, no asistí a tu muerte, ni te cerré los ojos, ni lavé tus heridas, ni te cubrí con aquellas ropas que para ti labraba a toda prisa día y noche, labor con que consolaba mi triste ancianidad. ¿Qué será ya de mi? ¿Cuál tierra posee ahora tus destrozados restos, tu miserable cadáver? ¡Eso, hijo mío, eso sólo me traes, eso sólo me queda de ti? ¿Para esto te he seguido por tierra y por mar? ¡Traspasad mi pecho, oh Rútulos, si sois compasivos; lanzad contra mí todos vuestros dardos, acuchilladme a mí la primera? O bien tú, gran padre de los dioses, compadéceme y con tu rayo precipita al Tártaro esta mi aborrecida cabeza, pues no puedo de otro modo acabar con la horrible vida.” Estos lamentos conmueven los corazones, y un triste gemido circula por todo el ejército, cuyo aliento para la batalla quebranta el dolor que embarga sus fuerzas. Al fin, por mandato de Ilioneo y del lloroso Iulo, Ideo y Actor levantan a la desolada madre, ocasión del general abatimiento, y se la llevan en brazos a su morada. En tanto las sonoras trompetas de bronce retumban a los lejos, con terribles toques, seguidos de gran vocería, que hace crujir el firmamento; al mismo tiempo avanzan rápidamente los Volscos, guarecidos bajo sus broqueles y se aprestan a llenar los fosos y a arrancar las empalizadas, mientras otros preparan el asalto, arrimando escalas a las mu- rallas por la parte en que aparece menos compacto el enemigo. Por su parte los Troyanos, amaestrados por una larga carrera en defender murallas, les tiran todo linaje de armas arrojadizas y los rechazan con sus recias picas; además precipitan sobre ellos enormes peñascos con objeto de romper la abroquelada hueste, que todo lo arrostra, sin embargo, bajo su densa bóveda; mas al cabo ya no pudieron resistir, pues hacia la parte por donde embestía el mayor tropel de enemigos, llevaron rodando y despeñaron los Teucros una terrible mole que aplastó a multitud de Rútulos y deshizo la trabazón de los broqueles, con lo que renuncian a seguir por más tiempo en aquel ciego ataque, y a flechazos, procuran desalojar del baluarte al enemigo… En otra parte el espantoso Mecencio blandía en una mano su enorme lanza etrusca, y en la otra humeante tea, mientras Mesapo, domador de caballos, hijo de Neptuno, abre una brecha en la empalizada y pide escalas para trepar al muro. ¡Oh Musas! ¡Oh Calíope! Dad, os ruego, aliento a mi voz para que cante los estragos y matanza que hizo en aquella ocasión la espada de Turno, y a cuantos guerreros lanzó cada uno de ellos al Orco! Revolved conmigo los grandes sucesos de aquella guerra, pues bien los recordáis ¡Oh diosas! y podéis referirlos. Había una enorme torre, de muchos y altos pisos, opor tunamente colocada, contra la cual concentraban los Italos sus mayores esfuerzos, sin perdonar medio para expugnarla, y que los Troyanos defendían, arrojando por sus trincheras una lluvia de piedras y dardos. Turno el primero lanzó contra ella una tea encendida, con que prendió fuego a uno de sus costados; y pronto las llamas embravecidas por el viento, se corrieron por los tablones y las puertas, devorándolo todo. Turbados y temblorosos los de dentro, intentan vanamente huir de aquel horrible peligro; mientras se agolpan hacia la parte a que aún no ha llegado el incendio, húndese de repente la torre bajo su peso y todo el firmamento retumba con gran fragor. Arrastrados por la enorme mole derruida, caen a tierra multitud de moribundos clavados en sus propios dardos o traspasado el pecho por las recias astillas de los rotos maderos; a duras penas logran escapar Helenor y Lico, de los cuales, Helenor, el de más edad, era hijo del rey de Meonia, y de la sierva Licimnia, que le había criado secretamente y enviádole a la guerra de Troya con armas a que no tenía derecho: así militaba sin gloria, con una espada desnuda y una rodela sin ningún trofeo. Este apenas se vio en medio de la muchedumbre de Turno, rodeado por todas partes de las huestes latinas, semejante a una fiera que, cercada por un denso tropel de monteros, se embravece contra los chuzos, y segura de morir cierra con ellos, seguro también de morir, arremete a los enemigos, y éntrase por donde más espesas se le oponen las lanzas. Más ligero de pies Lico, llega a os muros, huyendo por entre los enemigos y las armas, y pugna por asir el alto caballete y alcanzar con la mano las que le tienden los suyos; pero Turno, vencedor, que va acosándole de cerca con su lanza, le increpa en estos términos: “¿Esperabas, insensato, escapar de mis manos?” Y al mismo tiempo ase de él mientras pendía del muro, y con parte de éste lo arranca, trayéndolo hacia sí, no de otra suerte que cuando el águila armígera de Júpiter levanta en sus garras a una liebre o a un cándido cisne, y se remonta con su presa a las alturas, o cual el lobo consagrado a Marte arrebata de la majada al corderillo que su madre reclama con frecuentes balidos. Por todas partes se alza gran vocería; arremeten los Rútulos, y unos rellenan los fosos con tierra, mientras otros lanzan a las almenas teas encendidas. Ilioneo precipita un peñón, enorme fragmento de un monte, sobre Lucecio, que ya al pie de una de las puertas, iba a prenderle fuego; Liger, diestro en arrojar venablos, derriba y mata a Ematio; Asilas, certero flechador, a Corineo; Ceneo a Ortigio, y al vencedor Ceneo, Turno, el cual también da muerte a Itis, a Clonio, a Dioxippo, a Prómolo, a Sagaris y a Ida, que defendía las más altas torres. Capis, mata a Priverno, que, herido ya antes por la ligera lanza de Temila, había ¡Insensato! arrojado su rodela y puéstose la mano en la herida, con lo que la voladora saeta de Capis, dándole en el costado izquierdo, le dejó clavada en él aquella mano, y penetrado en sus pulmones, le cortó para siempre el vital aliento. El hijo de Arcente ostentaba sus vistosas armas, su clámide primorosamente bordada, teñida de púrpura ibera, y su arrogante figura; su padre, que lo enviara a aquella guerra, le había criado en el bosque de Marte, a la margen del río Simeto, donde está el pingüe y propicio altar de Palico, Mecencio, depuesta la lanza, voltea tres veces alrededor de su cabeza la correa de su chasqueante honda, y partiendo, con el reblandecido plomo que dispara, las sienes del hijo de Arcente, lo tiende cadáver en el campo de batalla. Es fama que aquel día por primera vez disparó en un combate la veloz saeta de Ascanio, el cual hasta entonces sólo se había ejercitado en acosar a las fugaces alimañas, y que con su diestra dio muerte al fuerte Numano, por sobrenombre Rémulo, recién casado con la hermana menor de Turno. Ensoberbecido con aquel reciente regio enlace, iba Numano al frente de la primera falange, vociferando cuanto se le venía a la boca y prorrumpiendo en estos jactanciosos denuestos: “¿No os da vergüenza encerraros por segunda vez entre empalizadas, ¡Oh Frigios! dos veces cautivados, y oponer murallas a la muerte? ¡He ahí los que vienen a pedirnos con las armas que les demos esposas! ¿Cuál dios, qué demencia os impelió a Italia? Aquí no os las habéis con los Atridas ni con el artero Ulises. Nación brava, de dura estirpe, tenemos por costumbre meter en un río a nuestros hijos recién nacidos para robustecerlos con el contacto del áspero hielo y de las olas; de niños se avezan a la caza y a fatigar el monte; sus juegos son domar potros y manejar el arco y las flechas; sufrida para el trabajo, acostumbrada a la sobriedad, nuestra juventud, o doma la tierra con el arado o gana ciudades con la espada. A todas edades sufrimos el peso del hierro, y con la punta de la lanza, aguijamos los lomos de los uncidos bueyes. Ni la tarda senectud debilita en nosotros las fuerzas del ánimo, ni nos quita el vigor del cuerpo: con un yelmo oprimimos nuestras canas; siempre nos place allegar nuevas presas y vivir de lo que por fuerza arrebatamos. Vosotros bajo vuestras ropas teñidas de azafrán y de reluciente púrpura abrigáis corazones cobardes; vuestros recreos son los cantos y las danzas, y lleváis sayos con mangas, y cofias con cintas y rapacejos. ¡Oh Frigias, en verdad, pues ni aun Frigios sois, volveos a vuestro alto Dindimo, donde os aguardan los dos tonos de la flauta a que estáis acostumbrados! Id, que os llaman los panderos berecintios y el melodioso boj de la madre Cibeles; dejad las armas para los hombres y renunciad al hierro.” No pudo Ascanio soportar aquellos arrogantes y crueles insultos, y puesto frente de él, asesta un dardo en su arco de crin, y extendiendo ambos brazos, párase suplicante y dirige a Júpiter estas preces: “¡Oh Jove omnipotente! favorece este mi atrevido estreno, y yo llevaré a tus templos solemnes dones y ofreceré en tus aras un blanco novillo de dorados cuernos, que levante la cabeza tanto como su madre y tope ya y esparza la arena con los pies.” Oyóle el padre del cielo, y por el lado de la izquierda en el sereno firmamento retumbó el trueno; zumba al mismo tiempo el mortífero arco y parte volando la estridente saeta, que va a dar en la cabeza de Rémulo y le traspasa las sienes. “Ve e insulta ahora a la virtud con soberbias palabras. Esta respuesta dan a los Rútulos los Frigios, dos veces cautivados” No más dijo Ascanio; los Teucros prorrumpieron en grandes clamores, palpitando de júbilo y levantando su espíritu hasta las estrellas. Veía el crinado Apolo desde las etéreas alturas, sentado en una nube, las huestes ausonias y la ciudad de los Troyanos, y en estos términos habló al vencedor Iulo: “¡Bien, noble mancebo, bien!; así se camina a la gloria, ¡Oh hijo y futuro padre de dioses! Algún día el linaje de Asaraco sosegará por derecho, todas las guerras que en lo venidero preparan los hados. Troya es estre- cho campo para tu gloria.” Dicho esto, se desprende por el alto éter en alas del viento y se encamina hacia Ascanio, tomando al propio tiempo la figura y porte del viejo Butes, antiguo escudero del dardáneo Anquises y fiel portero de su palacio: a la sazón Eneas le tenía por ayo de su hijo. Mostraba Apolo una perfecta semejanza con el anciano; la misma voz, el mismo color, las mismas canas e iguales armas, de fiero sonido. Bástete, hijo de Eneas, dijo al fogoso Iulo, haber dado muerte impunemente con tu dardo a Numano; el grande Apolo te concede ese primer triunfo y no lleva a mal que descuelles en el manejo de las armas; pero cesa ya, mancebo de pelear.” Dicho esto, y sin guardar respuesta, deja Apolo la forma mortal y se desvanece a la vista en el leve viento. Reconocieron los próceres troyanos al dios y sus divinas flechas y oyeron el sonido que al alejarse hacía su aljaba; con lo que, obedientes al mandato de Febo, contienen a Ascanio, ya ansioso de pelea, y por segunda vez se arrojan a la lid, arrostrando los peligros con temerario ardi- miento. Corre un gran clamor por los muros y los torreones; todos tienden los arcos y aparejan los amentos; el suelo se cubre de dardos, los escudos y los huecos almetes retumban con los golpes; trábase la lid con horrenda furia. No con mayor violencia azota la tierra un aguacero, impelido por occidente por las lluviosas Cabrillas; no de otra suerte los nubarrones se precipitan en abundoso granizo sobre los mares, cuando desatados los fieros vendavales en deshecha tempestad, rasgan el nebuloso éter. Pandaro y Bitias, hijos de Alcanor de Ida, a quienes la agreste Iera crió en un bosque de Júpiter, mancebos semejantes a los abetos y a los montes de su patria, abren, confiados en sus armas, la puerta, cuya custodia por mandato de su caudillo, les estaba sometida, y provocan al enemigo a entrar en la ciudad. Armados de hierro y cubiertas las erguidas cabezas con relucientes penachos, ambos se mantienen firmes uno a la derecha y otro a la izquierda de las torres, cuales en contorno de los ríos, ya en las márgenes del Po, ya en las del ameno Atesis, álzanse dos altísimas encina y mecen en el firmamento sus nunca podadas y altas copas. Acometen al punto los Rútulos por la entrada que ven abierta, y en el mismo instante Quercente y Aquícolo, el de las vistosas armas, y el temerario Tmaro y el belicoso Hemón, o huyen rechazados con toda su gente, o caen sin vida en el mismo umbral de la puerta: crecen entonces más y más las iras de los enconados ánimos, y ya los Troyanos, aglomerados en aquel punto, atacan a su vez y avanzan más allá de su campamento. Llega en esto un mensaje al caudillo Turno, el cual por otra parte andaba haciendo espantoso estrago, de cómo el enemigo se había recobrado con sangrienta furia y había abierto de par en par las puertas. Deja con esto al punto la lid en que estaba empeñado, e incitado de bravísima saña, se arroja sobre la puerta troyana y los soberbios hermanos, y embistiendo el primero, porque fue el primero que se le puso delante, a Antifates, hijo bastardo del alto Sarpedón y de una Tebana, lo derribó, lanzándole un dardo de cerezo ítalo, que volando por el aura leve, fue a clavársele en mitad del pecho, brota de la cavernosa herida un arroyo de espumosa sangre, e hincado en los pulmones se entibia el hierro. Enseguida inmola con su mano a Merope, a Erimanto y a Afidno; luego arremete a Bitias, cuyos ojos centellean y que brama de furor, mas no con un dardo, pues un dardo no le hubiera quitado la vida, sino con una falárica que, vibrada a manera de rayo, voló rechinando con aterrador estruendo. No resistieron su ímpetu las dos pieles taurinas ni la doble malla de oro que cubrían la fiel loriga del gigante, el cual desplomándose, herido de muerte, hizo con su choque gemir la tierra; sobre ella resuena, al caer, el enorme escudo. No de otra suerte se derrumba en la eubea orilla de Bayas un paredón de piedra, levantado antiguamente por dique a la mar; tal se desmorona y va a hundirse en lo más hondo del piélago; revuélvense las olas, mezcladas con las negras arenas de su fondo, y al estruendo se estremecen la alta Prochita e Inarime, duro lecho impuesto a Tifeo por el soberano mandato de Jove. Entonces el armipotente Marte infunde nuevo brío y fuerzas a los latino, aguijándoles el pecho con acres estímulos, al propio tiempo que esparce entre los Teucros la fuga y el negro temor. Acuden de todos lados los Italos a do quiera que se les presenta ocasión de pelear, el dios de las batallas inflama sus corazones… Pandaro, al ver tendido en tierra a su muerto hermano, a qué parte se inclina la fortuna, qué peligros amagan a los suyos, hace con vigoroso empuje girar la puerta sobre sus goznes, apoyando, por la parte de dentro, en ella sus anchas espaldas, y deja fuera de las murallas a muchos de los suyos empeñados en recia lid, al paso que recibe y encierra consigo a los que se le vienen encima, sin ver ¡Insensato! que el rey de los Rútulos penetra también entre el confuso tropel, y que él mismo le encierra en la ciudad, cual horrible tigre en medio de inerte rebaño. De pronto una desusada luz brilló en los ojos de Turno y sus armas crujieron con horrible fra- gor, tembló sobre su yelmo el sangriento penacho y de su escudo brotaron vivas centellas. Al punto los conturbados Troyanos reconocen aquella aborrecida faz y aquellos descomunales miembros; entonces el gigantesco Pandaro sale a su encuentro y ardiendo en ira por la muerte de su hermano, “No es este, le dice, el palacio dotal de Amata, no encierra aquí a Turno entre murallas su patria Ardea. Viendo estás un campamento enemigo; imposible salir de aquí.” Sonriéndose, con sosegado continente le responde Turno: “Empieza, si tan bravo eres, y sé conmigo en batalla; así podrás contar a Príamo que aquí has encontrado un Aquiles.” Al punto, echando el resto de sus fuerzas, lanza Pandaro contra él un ñudoso chuzo cubierto de su áspera corteza, pero que sólo hirió al viento; torcido en su camino por Juno, hija de Saturno, fue a clavarse en la puerta. “No esquivarás tú así el golpe que te va a asestar mi pujante diestra; brazo muy distinto al tuyo es el que te descarga este tajo.” Dice, y empinándose y levantando en alto la espada, le parte por mi- tad la frente entre las dos sienes, dividiéndole las quijadas, aun lampiñas, de una espantosa cuchillada. Cae el gigante con gran ruido; la tierra se estremece bajo su enorme peso; en las ansias de la muerte vense tendidos por tierra sus ya inertes miembros y sus armas cubiertas de sangre y sesos; la cabeza, dividida en dos partes iguales, le pende sobre uno y otro hombro. Trémulos y despavoridos huyen los Troyanos en todas direcciones, y si en aquel momento se le hubiera ocurrido al vencedor romper las empalizadas e introducir por la brecha a los suyos, aquél hubiera sido el último día de la guerra y del linaje troyano; pero su furor y una insensata sed de matanza le impelieron a seguir el alcance… Primero acomete a Faleris, y luego a Giges, desjarretado ya; hinca en las espaldas de los fugitivos las lanzas que les ha arrebatado: Juno misma le da fuerzas y brío. Da también muerte a Halis y a Fegeo, clavándole en su propia rodela, y a Alcandro, a Halio, a Nemón y a Pritnis, que, ignorantes de que estuviese Turno dentro de la ciudad, esforzaban el combate. A Linceo, que acudía contra él, llamando a sus compañeros, lo retiene apoyado de espaldas en un parapeto, esgrimiendo la certera espada, con la que de un solo tajo tirado de cerca le hace volar a lo lejos cabeza y yelmo. En seguida arrolla a Amico, el destructor de las fieras, el más hábil en envenenar las puntas de los dardos; a Clicio, hijo de Eolo, y a Creteo, amigo y compañero de las Musas; a Creteo, cuyo mayor deleite eran los versos y las cítaras, y ajustar el ritmo al son de la lira, y que siempre estaba cantando de caballos, armas y batallas. Noticiosos, por fin, de la matanza hecha en los suyos, acuden los capitanes teucros Mnesteo y el impetuoso Seresto, y ven a sus compañeros dispersos y al enemigo dentro de los muros. Y Mnesteo, “¿A do huís, a do vais? exclama; ¿Qué otras murallas, qué otros refugios os quedan ya? ¡Un hombre solo y cercado por todas partes de vuestros parapetos, ha de hacer tantos estragos en la ciudad, oh Troyanos! ¿Ha de lanzar al Orco a tantos de nuestros principales guerreros? ¿No os mueve a compasión, no os causa sonrojo, cobardes, el pensar en vuestra patria infeliz, en vuestros antiguos dioses y en el grande Eneas?” Inflamados por estas palabras, páranse los fugitivos y se forman en cerrada hueste; con lo que Turno empieza poco a poco a retirarse de la lid y a dirigirse hacia la parte del campamento que ciñe el río. Acométenle entonces los Teucros con nuevo ardor y gran vocería, concentrando sobre él todas sus fuerzas, cual suele una turba de monteros acosar con duros venablos a un fiero león; él aterrado, pero terrible y lanzando sañudas miradas, retrocede; ni la rabia ni su valor nativo le permiten tampoco huir, ni tampoco puede, aunque los desea, embestir y romper por entre los chuzos y los monteros. No de otra suerte Turno, indeciso, va retrocediendo lentamente, abrasado de ira; dos veces revolvió sobre los enemigos, y dos veces los arrolló en completa fuga hasta junto a los muros; mas luego se agolpa contra él solo precipitadamente todo el ejército, y ya la poderosa hija de Saturno no se atreve a sos- tenerle contra tantas fuerzas reunidas, porque su hermano Júpiter le había enviado desde el cielo a la aérea Iris, con órdenes severas para el caso de que no se retirase Turno de las altas murallas de los Teucros; por eso no puede ya el mancebo ni cubrirse con el escudo ni atacar con la diestra: ¡Tan abrumado de dardos se ve por todas partes! Zúmbale en derredor de las sienes el yelmo con los repe tidos golpes, y abóllase bajo las pedradas el duro metal de su armadura; derríbanle el penacho; no le basta el escudo a parar las heridas; los Troyanos y el mismo fulmíneo Mnesteo le acosan con sus lanzas; un raudal de sudor negro y espeso con el polvo y la sangre le chorrea por todo el cuerpo, ni aun puede respirar; acre estertor quebranta sus fatigados miembros. Entonces, por fin, arrójase con sus armas al río, el cual, recibiéndole en su rojo regazo y sosteniéndole en sus apacibles ondas, le restituye contento a sus compañeros, lavada la sangre de sus heridas.
Abrese en tanto la morada del omnipotente Olimpo, y el padre de los dioses y rey de los hombres convoca a concilio en la estrellada mansión, desde donde, encumbrado, abarca con la vista toda la tierra, y los reales de los Troyanos y los pueblos latinos. Toman asiento los dioses en una estancia abierta por ambos lados, y Júpiter les habla de esta manera: “Poderosos moradores del Olimpo, ¿Cuál causa ha tro cado las vuestras voluntades, y por qué pugnáis unos contra otros con tanto encono? Yo había prohibido a Italia hacer armas contra los Teucros; pues ¿Cómo así la discordia quebranta mis mandatos? ¿Qué delirio impele a unos y a otros a trabar lides y a destrozarse con hierro? Tiempos llegarán (no los precipitéis) en que será forzoso pelear, cuando la fiera Cartago, abriéndose paso por los Alpes, lleve a los alcázares romanos grande estrago. Entonces podréis cebar vuestros odios y será lícito el saqueo; ahora estad quedos y ajustad contentos plácida alianza.” Esta breve arenga pronunció Júpiter; mas prolija la rubia Venus replicó en estos términos… : “¡Oh padre, oh eterno soberano de los hombres y de los dioses! pues ¿Qué otro poder que no sea el tuyo puedo implorar? Ya ves cómo me insultan los Rútulos y cómo el arrogante Turno, ensoberbecido con el favor de Marte, se precipita por medio de nuestros escuadrones. No bastan ya a cubrir a los Teucros sus cerradas murallas, antes tienen que sostener crudas lides dentro de sus puertas y en sus mismas trincheras, llenando sus fosos con propia sangre: ausente Eneas, ignora estas cosas. ¿Nunca habrás de hacer levantar ese cerco? Por segunda vez un ejército no menos formidable que el de los Griegos amenaza los muros de la naciente Troya; por segunda vez se levanta de la etolia Arpis contra los Teucros el hijo de Tideo. Paréceme, en verdad, que aun está abierta mi herida, y acaso no sea la última que reciba tu hija de armas mortales. Si, sin licencia tuya y contra tu voluntad, han venido a Italia los Troyanos, paguen su culpa y no les des tu auxilio; mas si han seguido tantos oráculos como les daban los dioses del cielo y los del averno, ¿Por qué ahora hay quien pueda contrastar tus mandatos o forjar nuevos destino? ¿Recordaré nuestros bajeles incendiados en las playas sicilianas, al rey de las tempestades, concitando en la Eolia los furiosos vientos y a Iris enviada contra nosotros desde las nubes? Sobre todo eso, ahora Alecto nos suscita el encono de los númenes infernales (¡aun no faltaba esta nueva manera de persecución!), y enviada de súbito por los dioses, recorre furiosa las ciudades de los Italos. No me curo ya del imperio prometido; lo esperé mientras nos fue propicia la fortuna; venzan los que tú quieras. Si no hay región alguna que tu cruel esposa conceda a los Teucros, ¡Oh padre! yo te lo ruego por las humeantes reliquias de Troya, séame permitido retirar de entre las armas libre y seguro a Ascanio, séame permitido salvar a mi nieto. En buena hora Eneas continúe siendo juguete de ignotos mares y siga la senda, sea cual fuere, que le depare la fortuna: concédeme que pueda proteger a Ascanio y apartarle de esa horrible lid. Mía es Amatonte, mías son la excelsa Pafos, y Citera, y la mansión de Idalia; pase allí sin gloria la vida, depuestas las armas. Dispón que Cartago sujete a la Ausonia con supremo dominio; nada se opondrá al triunfo de las ciudades tirias. ¿De qué vale a los Teucros haber escapado de los estragos de la guerra, huyendo por entre las llamas de los Griegos, y haber apurado tantos peligros del mar y de la espaciosa tierra, buscando el Lacio para edificar en él un nuevo Pérgamo? ¿No les hubiera estado mejor quedar sepultados entre las últimas cenizas de la patria y en el suelo en que fue Troya? ¡Vuelve, te ruego, vuelve a los míseros Troyanos su Xanto y su Simois; concédeles, oh padre, arrostrar segunda vez los desastres de Ilión!” Movida entonces de gran furor, dijo así la regia Juno: “¿Por qué me obligas a romper mi profundo silencio y a divulgar con palabras mi oculto dolor? ¿Cuál hombre, cuál numen, ha obligado a Eneas a empeñarse en esta guerra y a atacar como enemigo al rey Latino? Concedo que le hayan impulsado a Italia la autoridad de los hados y los furores de Casandra; mas, por ventura, ¿Le he exhortado yo a salir de sus reales ni a encomendar su vida a los vientos? ¿Por ventura debía confiar a un niño la dirección de la guerra y la defensa de sus muros ni ir a tentar la fe tirrena ni a perturbar pueblos sosegados? ¿Cuál dios, cuál fiero influjo de mi poder le ha empeñado en esa tortuosa senda? ¿Qué tienen que ver con esto Juno ni Iris, enviada desde las nubes? ¡Cosa indigna es que los Italos rodeen de llamas la naciente Troya y que persevere en su patrio suelo Turno, cuyo abuelo es Pilumno, cuya madre es la diosa Venilia! Pues ¿Cuánto más lo será que muevan los Troyanos con fiera saña guerra a los Latinos; que opriman con su yugo ajenos campos y los entren a saco; que elijan suegros y arrebaten a sus familias las vírgenes desposadas; que se presenten pidiendo paz, y traigan sus naves erizadas de armas? ¿Tú has de poder salvar a Eneas de manos de los Griegos y oponerles, en vez del guerrero, una niebla y vanos vientos, y con- vertir las naves de su armada en otras tantas ninfas, y en mí, por el contrario, ha de ser cosa nefanda auxiliar en algo a los Rútulos? Ausente Eneas ignora estas cosas, ¡Ignórelas y siga ausente en buena hora! Tuyas son Pafos e Idalia y la alta Citera; pues ¿Para qué provocas a una nación belicosa y a unos ánimos bravíos? ¿Somos nosotros, por ventura, los que nos empeñamos en exterminar los abatidos restos de los Frigios? ¿Nosotros? ¿Acaso entregué yo a los Aquivos los míseros Troyanos? ¿Quién dio causa a que se levantasen en armas Europa y Asia y se rompiesen las alianzas con ocasión de un rapto? ¿Guié yo, acaso, al adúltero descendiente de Dárdano al asedio de Esparta? ¿Di yo armas para la guerra, o la aticé con los fuegos del amor? Entonces te hubiera estado bien temer por los tuyos; ahora son ya tardías esas injustas quejas en que prorrumpes y con que quieres provocar vanas contiendas.” Habló así Juno: divididos en varios pareceres, agitábanse en tanto todos los dioses, formando un murmullo semejante al que hacen en las hojas de los árboles los primeros soplos del viento, cuando vagan en el aire sordos rumores que prometen a los marineros futuras borrascas. Entonces el padre omnipotente, soberano árbitro de todas las cosas, se dispone a hablar; a su voz calla la alta morada de las deidades y la tierra se estremece en su asiento; calla el encumbrado éter, suspenden los céfiros su vuelo, sosiega el ponto sus serenas olas. “Escuchad, pues, y grabad estas palabras en vuestra mente, dijo. Supuesto que no hay medio de unir en alianza a los Ausonios con los Teucros, ni tiene fin vuestra discordia, sean cuales fueren hoy la fortuna y las esperanzas de los Troyanos o de los Rútulos, no tomaré partido por unos ni por otros, aun cuando los Italos aprieten el cerco de la nueva Troya, o por el rigor de los hados, o por efecto de un fatal error o de infaustos oráculos. Tampoco me declaro por los Rútulos. A cada cual den sus obras el desastre o la fortuna: Júpiter es el mismo soberano para todos; los hados se abrirán camino.” Dijo, e inclinando la cabeza, juró por las olas del Estigio, el río de su hermano, por las riberas que arrastran entre negros abismos torrentes de pez, y con aquel movimiento se estremeció todo el Olimpo. Con esto se concluyó la asamblea; levántase Júpiter de su áureo solio y llevándolo en medio, condúcenle los dioses hasta sus umbrales. Entre tanto los Rútulos, agolpados alrededor de todas las puertas, redoblan sus esfuerzos mortíferos y pugnan por poner fuego a las murallas. Acosados en sus trincheras, ninguna esperanza de fuga ven los míseros compañeros de Eneas; en vano se sostienen aun en lo alto de las torres y coronan los adarves con algunos pocos defensores. Forman las primeras filas Asio, hijo de Imbraso, Timetes, hijo de Hicetaón, los dos Asaracos y el anciano Timbris con Cartor, acompañados de los dos hermanos Sarpedón, Claro y Temón, venidos de la noble Licia. Acmón de Lirneso, no menos grande que su padre Clitio y que su hermano Mnesteo, lleva con el esfuerzo de todo su cuerpo un peñón, parte no pequeña de un monte. Estos se defienden a la desesperada con dardos, aquéllos con piedras; unos arrojan teas encendidas, otros disparan saetas. En medio del tropel vese al mismo garzón dardanio, justísimo cuidado de Venus, descubierta la hermosa cabeza, brillante como una piedra preciosa engarzada en rojo oro, adorno del cuello o de la cabeza; o cual reluce el marfil embutido por el arte en boj o en terebinto de Orico; sobre su cuello lácteo le cae el suelto cabello, muellemente prendido con un anillo de oro. ¡Y a ti también te vieron aquellos magnánimos guerreros dirigir tus tiros y armar de veneno tus dardos, oh Ismaro! ¡Oh guerrero generoso, hijo de la nación Meonia, cuyos naturales labran fértiles campiñas, que riega el Pactolo con su áurea corriente! También están allí Mnesteo, a quien sublima la reciente gloria de haber arrojado a Turno de las trincheras, y Capis, de quien toma nombre la ciudad de Capua. Trabados estaban unos y otros en fiera batalla, mientras Eneas en mitad de la noche iba surcando el piélago. Fue el caso que, después de dejar a Evandro, se encaminó a los reales de los Etruscos, donde se presentó al Rey y le enteró de su nombre y linaje, como igualmente de su objeto y de sus medios de conseguirlo; díjole qué auxilios de armas se había asegurado Mecencio, y cuánto había que temer de la violenta condición de Turno; hízole presente lo poco que hay que fiar en las cosas humanas, interpolando con súplicas sus razones. Sin pérdida de momento Tarcón reúne a los de Eneas todos sus recursos y pacta con él la alianza; entonces, no contenida ya por sus hados, y confiada la nación de los Lidios a un caudillo extranjero, en conformidad con el mandato de los dioses, se embarca en la escuadra de Eneas. Monta éste la primera, cuya proa decoran los leones frigios, sobre los cales se alza el Ida, imagen deleitosa para los prófugos Teucros. Allí va sentado el grande Eneas, revolviendo en su mente los varios sucesos de la guerra; a su izquierda Palante, departiendo con él, ya le pregunta los nombres de las estrellas que enseñan el rumbo en medio de la obscura noche, ya las aventuras que ha corrido por tierra y por mar. Abridme ahora ¡Oh musas! el Helicón e inspirad mis cantos; decidme qué gentes acompañaron a Eneas desde las orillas toscanas, y armaron naves en su auxilio, y con él surcaron el piélago. Masico, el primero, corta la mar con su ferrada Tigre, lle vando a sus órdenes mil mancebos, que vienen de las murallas de Clusio y de la ciudad de Cosa; sus armas son venablos, saetas, leves aljabas pendientes de sus hombros, y mortíferos arcos. En la misma línea van el fiero Abante; toda su gente resplandecía con vistosas armas, y su nave con un Apolo dorado. Populonia, su patria, le había dado seiscientos mancebos aguerridos, y otros trescientos la isla de Ilva, suelo pródigo de sus inagotables hierros. Iba el tercero Asilo, intérprete de los hombres y de los dioses, a quien obedecen las entrañas de las víctimas y las estrellas del cielo, y las lenguas de las aves y los présagos resplandores del rayo: éste lleva consigo una apretada hueste de mil guerreros, armados de agudas lanzas; Piza, que por su origen desciende del Alfeo, y por su situación es una ciudad etrusca, los ha puesto bajo sus órdenes. Sígueles el hermosísimo Astur; Astur, que confía en su caballo y en sus armas de varios colores; trescientos van con él, todos animados del mismo ardor, así los de la ciudad de Cere como los de los campos que riega el Minión y los de la antigua Pirgo y los de la insalubre Gravisca. No te pasaré por alto ¡Oh Cinira! fortísimo caudillo de los Lígures, ni a ti, de pocos acompañado, ¡Oh Cupavo! en cuyo penacho se alzan plumas de cisne, señal de que el amor es el crimen de tu linaje, y recuerdo de la metamorfosis de tu padre; pues es fama que Cicno, afligido por la muerte de su amado Faetonte, cantaba entre la espesura y la sombra de sus hermanas, convertidas en álamos; y aliviando así con la poesía su triste amor, vio cubrirse se blanda pluma su ancianidad, y dejó la tierra y voló a los astros, sin cesar en sus cantos. Acompañado de numerosa hueste bien ordenada, impele su hijo a fuerza de remos la inmensa nave El Centauro, que representado en su actitud de arrojar a las olas un enorme peñón, parece como que la amenaza desde la alta proa, mientras con su larga quilla va surcando el profundo piélago. Trae también una hueste de las playas de su patria aquel Ocno, hijo de la adivina Manto y del toscano río, que te dio murallas ¡Oh Mantua! y el nombre de madre. Mantua es rica de antiguos progenitores, pero no todos vienen del mismo origen. Tres linajes, divididos cada cual en cuatro ramas, la tienen por cabeza, pero la sangre toscana constituye su mayor fuerza. De allí proceden también quinientos guerreros, a quienes el odio a Mecencio ha puesto las armas en la mano, y a quienes el Mincio, velado de verde espadaña por su padre Benaco, conducía sobre las olas en terrible nave. Allí va el grave Auletes, y a su mandato cien remos le vantándose a la vez, baten las olas, que revueltas se cubren de espuma. Llévale a su bordo un enorme Tritón, que va aterrando con los sonidos de su bocina los cerúleos mares; su cuerpo, en actitud de nadar, representa hasta la cintura el velloso busto de un hombre, rematando el resto en figura de priste: bajo su monstruoso pecho murmuran las espumantes olas. Tales eran los escogidos próceres que en treinta bajeles acudían en auxilio de la nueva Troya, surcando con sus ferradas proas la salada llanura. Ya en esto se había retirado del cielo la luz del día y la alma Febe vagaba en su nocturno carro por lo más alto del firmamento. Eneas, sentado en la popa, pues los cuidados no le dejan entregar su cuerpo al descanso, rige él mismo el timón y atiende a las velas, cuando he aquí que de pronto le sale al encuentro, en mitad de su camino el coro de sus compañeras las ninfas, a quienes, de naves, había trocado el alma Cibeles en númenes del mar; nadando todas juntas, iban surcando las olas, a su lado, tantas cuantas antes en forma de ferrados bajeles habían atracado en la playa. Reconocen de lejos a su Rey y le rodean, formando coros, mientras Cimodocea, la más elocuente de todas, asida con la diestra a la popa de su nao, que va siguiendo, levantando el busto encima del agua y batiendo con la izquierda, a manera de remo, las calladas olas, le declara en estos términos la situación de los suyos, que él ignoraba: “¿Velas, ¡Oh Eneas! linaje de los dioses? Vela y navega a todo trapo. Somos los árboles de la sacra cumbre del Ida, antes tu armada y ahora ninfas del piélago; cuando el pérfido Rútulo nos acosaba con hierro y llamas, rompimos a pesar nuestro las amarras con que nos sujetaste y fuimos a buscarte por el mar; compadecida de nosotras, Cibeles nos trocó en esta figura y nos concedió ser diosas y vivir eternamente debajo de las olas. Sabe que tu hijo Ascanio está estrechado dentro de sus muros y de sus empalizadas por los dardos que hacen llover sobre él los fieros Latinos. Ya la caballería árcade, mezclada con los fuertes Etruscos, ocupa los puntos que le has prevenido, y Turno tiene resuelto salirles al encuentro con sus huestes para que no puedan reunirse a tu campamento: ánimo pues, y al rayar la aurora adelántate a mandar que se armen todos tus aliados, y embraza el invencible escudo que te dio el mismo Vulcano, y cuyos bordes cercó de oro. Si no desdeñas mi aviso, verá la primera luz de mañana grandes montones de cadáveres rútulos.” Dijo, y práctica en el arte, empujó con la diestra, al retirarse, la alta popa, que huyó sobre las olas más rápida que un venablo o una saeta veloz como el viento; y lo mismo hacen todas las demás. Pásmase el troyano hijo de Anquises, no sabiendo la razón de aquel suceso; mas con el feliz presagio conforta su espíritu, y alzando los ojos a la bóveda celeste, prorrumpe en esta breve plegaria: “¡Oh alma diosa del Ida, madre de los númenes, a quien recrean el monte Dindimo y las ciudades torreadas y los domados leones uncidos a tu carro, guíame tú ahora a la pelea! ¡Haz que se cumpla ese próspero agüero, y propicia asiste ¡Oh diosa!, a los Frigios!” No dijo más; en tanto ya el renaciente día precipitaba su abundosa luz y ahuyentaba la noche. Lo pri- mero ordena a su gente que tremole enseñas, cobre aliento y se disponga a lidiar. De pie en la enhiesta popa, tiene ya a la vista a los Teucros y sus reales; entonces con la siniestra mano levanta en alto su rutilante escudo. Al verlo los Troyanos desde sus muros lanzan un grito de alborozo hasta las estrellas; la esperanza recobrada enardece sus iras y empiezan a disparar dardos, que cruzan el espacio, semejantes a una bandada de grullas del Strimón, cuando bajo las negras nubes, a una señal dada, surcan ruidosas el éter huyendo del noto con alegres clamores. Maravíllanse de aquella novedad el rey rútulo y los capitanes ausonios, hasta que, volviendo la cabeza, ven muchedumbre de popas vueltas hacia la playa y una escuadra que avanza cubriendo toda la mar. Arde la cimera de Eneas sobre su cabeza, el penacho arroja llamas y del áureo escudo brotan grandes relámpagos, no de otra suerte que cuando en una noche serena enrojece el cielo con sangriento y lúgubre resplandor un cometa, o cuando sale el ardiente Sirio, trayendo a los míseros mortales sed y enfermedades, y contristando el cielo con su aciaga luz. Mas no por eso desconfió el valeroso Turno de apode rarse el primero de la playa y rechazar a los que venían, a cuyo fin alienta a los suyos, increpándolos de esta manera: “¡Ahí tenéis a los que tanto anhelabais exterminar! El mismo Marte ¡Oh guerreros! os los trae a las manos. Ahora acuérdese cada cual de su esposa, de su hogar; recordad ahora los grandes hechos, la gloria de nuestros padres; volemos al mar mientras temblando saltan en tierra y estampan en ella sus vacilantes pisadas primeras. La fortuna favorece a los valientes.” Dice y discurre qué gente deba llevar consigo contra los invasores, y a cuáles deba confiar la guarda de los sitiados muros. En tanto Eneas manda echar escalas desde las altas naos para el desembarco de sus compañeros, muchos de los cuales, aprovechando la baja mar, se arrojan de un salto a los vados o se descuelgan por los remos. Tarcón registra la playa, y habiendo hallado en ella un sitio donde ni hay señal de bajíos ni murmuran quebrantadas las olas, antes bien se desliza apacible la mar en mansa creciente, endereza de pronto el rumbo hacia él y anima y exhorta así a sus compañeros: “Ahora, gente escogida, batid el remo con todo empuje, impelid, lanzad vuestras naos, hendid con las proas esa tierra enemiga, y que cada quilla se abra en ella un surco. No me arredra estrellar mi bajel en esta costa, si con esto me apodero de ella.” Apenas habló Tarcón, échanse todos sobre los remos y lanzan sus espumantes naves en los campamentos latinos hasta tocar con las proas en seco, e ilesas las quillas se clavan en la arena; mas no así tu nave ¡Oh Tarcón! porque, encallada en un bajío, después de sostenerse y vacilar largo rato como suspendida en aquel desigual asiento, fatigando las olas, abrióse al fin y entregó al profundo abismo toda su gente, que, embarazada por los pedazos de remos y las flotantes tablas, no puede además hacer hincapié en tierra, porque la arrastra la resaca. Entre tanto Turno, dejándose de lentas dilaciones, impele furioso toda su hueste contra los Teucros, y la forma en batalla frente a ellos en la playa. Resuenan las trompetas; Eneas el primero arremete a las agrestes turbas, y ¡presagio de la guerra! arrolla a los Latinos, después de dar muerte a Therón, gigante que sin provocación alguna fue a acometerle: Eneas de un tajo le parte el peto por una juntura y la túnica escamada de oro, y le hunde la espada en el costado, de donde la retira para herir a Licas, que sacado al nacer del vientre de su madre ya muerta, te estaba consagrado ¡Oh Febo! porque te plugo libertar al niño de morir a hierro. Poco después da muerte al robusto Ciseo y al descomunal Gías, que con sus clavas derribaban escuadrones enteros: de nada les valieron las armas de Hércules, ni sus vigorosas manos, ni el ser hijos de Melampo, compañero de Alcides, todo el tiempo que por la tierra se ejercitó en duros trabajos. Dispara luego un dardo y se lo clava en la boca a Faro, que la abría para lanzar inútiles gritos. Tú también ¡Oh infeliz Cidón! mientras vas siguiendo a Clicio, tus nuevas delicias; a Clicio, cuyas mejillas dora el bozo primero, hubieras sucumbido bajo la diestra del héroe troyano, olvidado para siempre de tu insensata afición a los mancebos, si no se hubieran apiñado delante de ti, para cubrirte, los siete hijos de Forco, disparando a la vez sus siete dardos, de los cuales, unos rebotan, sin causar estrago en el yelmo y en el escudo de Eneas, y otros no hacen más que rozar su cuerpo, desviados por la alma Venus. Entonces Eneas dice a su fiel Acates: “Apróntame aquellos dardos que en los campos de Troya quedaron clavados en los cuerpos de los Griegos; ni uno solo de ellos lanzará en vano mi diestra contra los Rútulos”; y en esto ase y dispara un gran venablo, que va volando a traspasar el férreo escudo de Meón, rompiéndole juntamente la coraza y el pecho. Corre a él su hermano Alcanor, y con la diestra le sostiene en su caída; sigue el venablo todo ensangrentado su impetuosa carrera y va a traspasar a Alcanor el brazo que suspendido sólo de los nervios, le cuelga inerte del hombro. Entonces Numitor arranca el venablo del cuerpo de su hermano y arremete con él a Eneas; mas no pudo clavársele, y sólo consigue herir ligeramente en un muslo al grande Acates. Llega con sus Sabinos en esta sazón Clauso, confiado en su juvenil esfuerzo, y hiere desde lejos a Driope con su poderosa lanza, que clavándosele debajo de la barba, y atravesándole la garganta le arrebata a un tiempo mismo la voz y el aliento vital: Driope bate el suelo con la frente y arroja por la boca un raudal de espesa sangre. Derriba también en seguida por varios modos a tres Tracios del más alto linaje de Boreas y a tres hijos del Ida, que envió a aquella guerra su patria Ismara. Contra él acuden Haleso, con su hueste de Auruncos, y el hijo de Neptuno, Mesapo, con su brillante caballería. Unos y otros pugnan por rechazarse mutuamente; el límite mismo de la Ausonia es el campo de batalla. Cual en el espacioso éter los desacordes vientos traban entre sí recia pelea, con iguales empujes y brío, y ni uno ni otro ceja, ni cejan tampoco las nubes ni el mar, la lid permanece mucho tiempo dudosa y todo resiste con empeño tenaz, no de otra suerte chocan entre sí las huestes troyanas y las latinas; trábanse en tropel pie con pie y hombro con hombro. Entre tanto, por otra parte, en la cual un torrente arras traba a los lejos rodadas peñas y arbustos descuajados de las riberas, Palante, que veía a sus árcades no acostumbrados a pelear a pie, y que por la fragosidad del terreno había dejado sus caballos volver la espalda ante los guerreros del Lacio, que los acosan, procura, único recurso en aquel apurado trance, inflamar su valor, ora con súplicas, ora con denuestos: “¿A dónde huís, compañeros? Por vosotros, por vuestros altos hechos, por el nombre de vuestro caudillo Evandro, por las victorias que habéis ganado y por la esperanza que tengo de emular las glorias de mi padre, no pongáis vuestra confianza en la fuga; por en medio de los enemigos es preciso abrirnos camino con la espada, por allí donde más densa se ve su muche- dumbre; por ese camino quiere nuestra noble patria que tornemos a ella vosotros y yo, vuestro capitán. Ningún numen nos acosa, mortales somos y con mortales enemigos nos las habemos; tantas almas, tantas manos tenemos como ellos. Por allí el ponto nos cerca con su gran valladar de agua; ya nos falta tierra para huir. ¿Nos dirigiremos al mar o a la nueva Troya?” Dice, y se precipita en medio de los enemigos por donde más espeso está su tropel. El primero que se le pone delante, conducido por su aciago destino, es Lago, a quien, en el momento en que estaba arrancando una peña de enorme peso, traspasa con un venablo por la parte en que el espinazo divide por mitad las costillas, desclavándole en seguida de los huesos, en que quedara hincado. No pudo Hisbón echarse encima, como esperaba, pues Palante, ganándole la acción cuando le arremetía, ardiendo en ira por la cruel muerte de su amigo, le acomete de improviso y le hunde la espada en el hinchado pulmón: en seguida embiste a Sténelo y a Anquémolo, del antiguo linaje de Reto; a Anquémolo, que osó manchar con un incesto el tálamo de su madrastra. También vosotros caísteis en los campos rútulos ¡Oh Laris y Timbro, hijos de Dauco, parecidísimos hermanos gemelos, cuya gran semejanza daba ocasión a que os confundieran uno con otro, dulce error, vuestros propios padres! Mas ¡Ay! de cuál cruel manera os diferenció Palante, pues tu cabeza ¡Oh Timbro! rodó segada por el acero de Evandro, y a ti ¡Oh Laris! te busca tu diestra cortada a cercén, y cuyos dedos moribundos se agitan trémulos y aprietan todavía el puño de tu espada! Una mezcla de dolor y vergüenza impele a los Arcades, ya inflamados con las palabras de Palante y con la vista de sus hazañas; entonces el mancebo atravesó con su lanza a Reteo, que pasaba huyendo en su carro de dos caballos, lo que solo dilató por un momento la muerte de Ilo, pues contra éste había dirigido de lejos su pujante lanza, cuando se interpuso Reteo, huyendo de ti, valerosísimo Teutra, y de tu hermano Tires; cae Reteo de su carro y con los yertos talones surca los campos de los Rútulos. Como un pastor, cuando en verano soplan a punto los vientos, prende fuego a los matorrales y devorados en un momento dilátase el horrible incendio por los extenso llanos, mientras él, sentado en una altura, contempla ufano las vencedoras llamas, no de otra suerte ¡Oh Palante! todos los esfuerzos de tus compañeros se reconcentran en un solo empuje, regocijando tu corazón. En esto el fiero batallador Haleso se precipita sobre ellos, cubierto de todo punto con sus armas, y da muerte a Ladón, a Fereteo y a Demodoco; taja con su fulmínea espada la mano de Strimón, que la tenía levantada para asirle la garganta; hiere con una gran piedra a Toante en la cara y dispersa los huesos de su cráneo mezclados con los sangrientos sesos. El padre de Halaso, sabedor de lo porvenir, había ocultado a su hijo en las selvas; mas luego que, vencido de la edad, hubo cerrado en la muerte sus cansados ojos, las Parcas pusieron la mano sobre Haleso y le predestinaron a ser víctima de las armas de Evandro. Antes de acometer- le prorrumpe Palante en esta plegaria: “Da ahora fortuna ¡Oh padre Tiber! a este dardo que estoy blandiendo, y ábrele camino por el pecho del fiero Haleso; un roble de tu ribera, recibirá por trofeo sus armas y sus despojos.” Oyó el dios la plegaria; mientras Haleso cubría con su escudo a Imaón, presentó ¡Infeliz! al dardo arcadio su inerte pecho. Empero, Lauso, uno de los primeros caudillos de aquella guerra, no consiente que se acobarden sus huestes con la muerte de aquel tan gran varón, y el primero arremete a inmola a Abante, que se le pone en frente, y que era como el nudo de la lid y el principal obstáculo para terminarla. Caen los hijos de la Arcadia, caen los Etruscos, y vosotros también ¡Oh Teucros, reliquias escapadas de los Griegos! Chocan entre sí las huestes con caudillos y fuerzas iguales; los últimos aprietan con su empuje y condensan las filas, y el tropel es tal, que no consiente mover las armas ni aun las manos. Allí Palante alienta y aguija a los suyos; allí en frente Lauso, ambos casi de la misma edad, ambos de hermosa presencia, mas condenados por la fortuna a no tornar a su patria. Sin embargo, el soberano del Olimpo no consiente que peleen uno contra otro, pues los reservan sus hados a sucumbir cada cual a manos de más insigne enemigo. En tanto persuade a Turno su divina hermana la ninfa Iuturna que acuda en socorro de Lauso, y cruzando el Rey por medio de las huestes en su veloz carro, exclama, en cuanto ve a sus aliados: “Cesad en la pelea, yo solo quiero ir contra Palante; Palante se me debe a mí solo. ¡Ojalá estuviese su padre aquí presente!” Dice, y los aliados se apartan, dejándole el campo libre. Pásmase el mancebo de aquel arrogante mandato, de la retirada de los Rútulos y de la repentina aparición de Turno; clava la vista en aquel cuerpo gigantesco, lo reconoce todo en contorno con sañuda mirada, y replica al tirano estas palabras: “Pronto me loarán, o por haber arrebatado óptimos despojos, o por haber conseguido gloriosa muerte; iguales son a mi padre uno u otro destino; cesa, pues, en tus amenazas.” Dicho esto, avánzase a la mitad del campo; hiélase a los Arcades la sangre en las venas. Apéase de su carro de dos caballos; a pie y de cerca se dispone a lidiar. Cual se arroja un león cuando desde su alta guarida ve a lo lejos en los campos un toro dispuesto a la pelea, tal se precipita Turno. Luego que le juzgó bastante cerca para alcanzarlo con su lanza, anticipóse Palante a arremeterle, pensando si la fortuna y la audacia suplirán la desigualdad de sus fuerzas, y en estos términos dirigió una plegaria al cielo: “Por la hospitalidad que te dio mi padre, por su mesa, a la que fuiste a sentarte, yo te ruego ¡Oh Alcides! que me asistas en esta mi primera grande empresa; véame Turno, moribundo, arrebatarle sus sangrientas armas, y clave en su vencedor los moribundos ojos.” Oyó Alcides al mancebo, y en lo más hondo de su pecho reprimió un gran gemido y derramó inútiles lágrimas. Júpiter entonces dirigió a su hijo estas palabras amigas: “A cada uno le están señalados sus días, breve e irreparable es para todos el plazo de la vida; pero alcanzar con grandes hechos fama duradera, obra es del valor. ¡Cuántos hijos de dioses sucumbieron bajo las altas murallas de Troya! Con ellos cayó mi propio hijo Sarpedón. También a Turno le llaman sus hados, y ya va llegando el término de la edad que le está señalada.” Dice, y aparta sus ojos de los campos rútulos. Entre tanto Palante con vigoroso ímpetu arroja a Turno su lanza y desenvaina la refulgente espada; va aquélla volando a dar en la armadura por el sitio en que cubre los hombros, y abriéndose paso por las orlas del broquel, hiere, en fin, ligeramente el enorme cuerpo de Turno; éste entonces, blandiendo largo rato un asta de roble con aguda punta de hierro, la arroja contra Palante y exclama así: “¡Mira si mi dardo penetra mejor que el tuyo!” Dijo, y con vibrante empuje traspasa la punta por mitad del escudo de Palante, aunque guarnecido de tantas chapas de hierro y de bronce, aunque rodeado con tantas vueltas de piel de toro, y sin que baste tampoco a impedirlo la loriga, le taladra el ancho pecho. Vanamente el mancebo arranca de la herida el dardo, caliente todavía; juntas se le van por un mismo camino la sangre y la vida. Cae sobre su herida, haciendo sus armas al caer, grande estruendo, y su ensangrentada boca muerde, al morir, aquella tierra enemiga. Puesto en pie sobre él… “¡Oh Arcades! les grita Turno, recordad bien y repetid a Evandro estas palabras: “Cual lo tiene merecido, le devuelvo a Palante. Mi generosidad le otorga que tribute a su hijo los honores de un túmulo y que tenga el consuelo de enterrarle; aún así no le habrá costado poco la hospitalidad que diera a Eneas.” Dicho esto, empujó el cadáver con el pie izquierdo y le arrebató el ponderoso talabarte, en el que estaba representado un horrendo crimen, la matanza de aquellos mancebos torpemente sacrificados a la vez la noche misma de sus bodas, y sus sangrientos tálamos, todo lo cual había cincelado en gruesas láminas de oro Clono, hijo de Eurites. Apoderado ya de aquel despojo, Turno se regocija y triunfa. ¡Oh mente humana, ignorante del hado y de la suerte futura, tan fácil de levantar por la fortuna próspera y que nunca sabe en ella guardar mesura! ¡Tiempo llegará en que Turno compraría a gran precio la vida de Palante y maldecirá de estos despojos y de este día! Entre tanto los compañeros de Palante en gran número le colocan con abundantes gemidos y lágrimas sobre un escudo y lo sacan del campo. ¡Oh cuánto dolor en tu regreso, cuánta gloria para tu padre! Este fue el día primero que te trajo a la guerra, y este mismo día te saca de ella sin vida, mas dejando en el campo grandes montones de cadáveres rútulos. Llegan en esto a oídos de Eneas, no ya sólo el rumor, mas noticias ciertas de tan gran desastre y de cómo los suyos se encuentran en inminente peligro de muerte, sin que haya momento que perder para acudir en socorro de sus arrollados Teucros. Arremete al punto el héroe a cuanto tiene delante, y furioso ábrese con la espada ancho camino por medio de los escuadrones, buscándote a ti ¡Oh Turno! ensoberbecido con tus recientes estragos. Ni un punto se apartan de sus ojos las imágenes de Palante y de Evandro; recuerda aquellas mesas, las primeras a que se sentó recién llegado a Italia, y aquellas diestras dadas en señal de amistad. Coge allí vivos, lo primero a cuatro mancebos, hijos de Sulmón, y a otros cuatro hijos de Ufente, para inmolarlos a los manes de Palante y rociar con su cautiva sangre las llamas de su hoguera funeral. Arroja luego de lejos una pujante lanza a Mago, que mañoso hurta el cuerpo, con lo cual pasa la lanza colando trémula por encima de su cabeza. Abrázase Mago a las rodillas de Eneas, y así le dice suplicante: “Por los manes de tu padre, por las esperanzas que cifras en tu hijo Iulo, te ruego que conserves esta vida a un hijo y a un padre. Tengo un gran palacio, tengo soterrados muchos talentos de plata cincelada, tengo grandes sumas de oro labrado y sin labrar; no se libra en mi vida o en mi muerte la victoria de los Teucros; una sola existencia no ha de decidir tan arduo empeño.” Dijo y en estos términos le replica Eneas: “Guarda para tus hijos todos esos talentos de plata y oro que dices; ya Turno, el primero, ha abolido tales pactos de la guerra dando muerte a Palante; así lo quieren los manes de Anquises, así lo quiere Iulo.” Y esto diciendo, le ase el yelmo con la izquierda y hunde su espada hasta la empuñadura en la doblada cerviz del suplicante. No lejos de allí estaba el hijo de Hemón, sacerdote de Febo y de Diana, ceñidas las sienes con las sagradas ínfulas, todo resplandeciente con vistosas ropas y armas. Eneas le persigue buen trecho, y derribándole en fin, se le echa encima y lo inmola, cubriéndole con las grandes sombras de la muerte. Seresto recoge sus armas y se las lleva en hombros para ofrecértelas ¡Oh rey Gradivo! por trofeo. Reparan las haces latinas, hijo de Vulcano, y Umbro, venido de las montañas de los Marsos. Eneas los acomete furioso: ya de un tajo había derribado la siniestra mano y todo el cerco del escudo de Ansur, que con pronunciar algunas arrogantes palabras creía haberse confortado con ellas, y levantaba su ánimo hasta el firmamento, prometiéndose alcanzar larga ancianidad. Ufano con sus refulgentes armas, Tarquito, hijo de la ninfa Driope y de Fauno, morador de las selvas, avanza contra Eneas, que arrojándole una lanza con gran brío, le atraviesa la loriga y el ponderoso escudo. En vano Tarquito le implora y quiere decirle muchas cosas; Eneas le derriba al suelo la cabeza, y revolviendo con el pie el tronco, tibio todavía, le dice con rencoroso pecho estas palabras: “Hete ahí tendido ahora, formidable guerrero; no te enterrará tu amorosa madre, ni dará a tu cuerpo un sepulcro en tu patria. Ahí quedarás abandonado para pasto de las aves de rapiña, o sumergido en el mar te arrastrarán las olas y los hambrientos peces morderán tus heridas.” Da en seguida tras Anteo y Licas, vanguardia de Turno, y tras el fuerte Numa y el rubio Camertes, hijo del magnánimo Volscente, el más rico de los Ausonios en tierras y rey de los silenciosos Amicleos. Cual Egeón, de quien dicen que tenía cien brazos y cien manos, arroja llamas de sus pechos por cincuenta bocas cuando contra los rayos de Júpiter presentaba otros tantos estrepitosos broqueles y esgrimía otras tantas espadas; así Eneas vencedor se ensañó en todo el campo, ya una vez caliente con sangre su acero. He aquí que arremete a las cuadrigas y al pecho de Nifeo; espantados los caballos al verle abalanzarse a ellos a pasos gigantes e hirviendo en ira, revolvieron hacia atrás, y derribando a su auriga, arrastraron el carro hasta la playa. Lánzase en tanto en medio de las haces troyanas, en su carro tirado por dos caballos blancos, Lucago y su hermano Liger, el cual maneja las riendas, mientras el impetuoso Lucago esgrime en derredor su desnuda espada. No llevó en paciencia Eneas que hicieran tan fieros estragos; lánzase a ellos y se les pone delante en toda su grandeza con la lanza en ristre. Liger, le dice…:”No estás viendo los caballos de Diomedes, ni el carro de Aquiles, ni los campos de la Frigia; ahora en este suelo van a terminar la guerra y tu vida.” El viento se lleva estas palabras del insensato Liger; mas no replica con otras el héroe troyano; antes bien dispara un venablo en el momento en que, inclinado el cuerpo sobre los caballos, los aguija Lucago, y avanzando el pie izquierdo, se apresta a pelear; penétrale el venablo por las bajas orlas del refulgente escudo y va a atravesarle la ingle izquierda: derribado el carro, cae moribundo en la arena, y con estas acerbas palabras le escarnece el pío Eneas: “No dirás, Lucago, que te ha vencido y precipitado de tu carro la lenta fuga de tus caballos, ni que los saca del campo de batalla el terror inspirado por vanas sombras; tú mismo saltas de él y abandonas el tiro.” Dicho esto, ase del freno los caballos; el desdichado Liger, que acaba de echarse del carro abajo, tendía a Eneas las desarmadas manos, exclamando: “Héroe troyano, por ti mismo, por tus padres, que tan grande te hicieron, déjame la vida y compadécete de un suplicante.” Con estas breves palabras responde Eneas a sus ruegos: “No hablabas así poco ha; muere, y cual hermano fiel, no abandones a tu hermano.” Y en seguida con la punta de su espada le abre el pecho, oculta morada del alma. Tales destrozos iba haciendo por el campo de batalla el capitán dardanio, embravecido cual torrente o cual negro torbellino, hasta que, por fin, se lanzan de sus reales, en que inútilmente están sitiados el mancebo Ascanio y la juventud troyana. En tanto Júpiter provocaba a Juno con estas irónicas ra zones: “Oh hermana y a la par dulcísima esposa mía! razón tenías en decir que Venus conforta a los Troyanos: a la vista está que esa gente no tiene ni recios brazos para lidiar, ni ánimo esforzado, ni resistencia en los peligros.” A lo cual sumisa replicó Juno: “¿Por qué ¡Oh hermosísimo esposo mío! acongojas así a esta triste, atemorizada ya con tus duras palabras? Si me amases todavía como me amabas en otros tiempos, como aun deberías amarme, no me negarías tú, todopoderoso, que sacase de la batalla a Turno y pudiese conservarle incólume para su padre Dauno, no; perezca y dé su piadosa sangre en holocausto a los Teucros, aunque procede de nuestro linaje y sea Pilumno su cuarto abuelo, y a pesar de que muchas veces con generosa mano cubrió de abundantes ofrendas los umbrales de tus templos.” Así brevemente respondió a Juno el rey del eté- reo Olimpo: “Si me pides que demore la muerte que amenaza a ese guerrero y el plazo de su caída, y entiendes que así debo resolverlo, llévate del campo a Turno por medio de la fuga, y sustráele de esa suerte a los hados, que le acosan: es cuanto mi bondad puede otorgarte; mas si bajo esas súplicas encubres más alto empeño, y juzgas que voy a mudar todo el orden de esta guerra, abrigas vanas esperanzas.” Y Juno, llorando: “¡Ah! ¡Si tu mente me otorgara lo que tus palabras se resisten a concederme, y si esa vida quedase asegurada a Turno! Mas yo sé que tienes reservado a ese inocente un triste fin, o mucho me engaño. ¡Ay! ¡Ojalá me alucinasen falsos temores! ¡Ojalá tú, que lo puedes todo, trocases por otros mejores tus acuerdos primeros!” Dicho esto, se desprendió del alto cielo, envuelta en vapores, impeliendo por las auras tempestuosos nubarrones, y se dirigió a las haces troyanas y a los reales laurentinos. Forma entonces la diosa con vana niebla un tenue fantasma sin consistencia, a semejanza de Eneas ¡Oh asom- broso prodigio! y le orna con las armas del héroe troyano, con su escudo, con la cimera de su divina cabeza; dale sus palabras y su voz, pero vanas y sin sentido; dale también su ademán y su porte, cual es fama que vagan revoloteando las imágenes de los muertos o las que fingen en sueños nuestros sentidos aletargados. Va el fantasma con ufano continente a gallardearse delante de las primeras haces, irritando con sus dardos y provocando con denuestos a Turno, que le acomete en fin y le arroja de lejos una silbadora lanza; el fantasma vuelve la espalda y huye. Turno entonces, creyendo que realmente va Eneas fugitivo, revuelve en su hinchado pecho una vana esperanza y exclama: “¿A do huyes Eneas? No abandones el ajustado himeneo, esta diestra te dará la tierra, que has venido buscando por medio de las olas.” Con tales gritos le acosa, esgrimiendo el desnudo acero, y no advierte que los vientos se llevan el objeto de su alboroto. Hallábase, por dicha, amarrada al pie de un alto risco, echando las escalas y aparejado el puente, la nao que había traído al rey Osinio de las playas de Clusio; a lo más hondo de ella se arrojó, despavorida la imagen del fugitivo Eneas, mientras Turno, no menos diligente en perseguirle, atropella por todo y salta por cima de los altos puentes; mas no bien hubo puesto el pie en la proa, cuando la hija de Saturno corta las amarras e impele por el revuelto mar la nave ya arrancada de la playa. Eneas entre tanto andaba buscando por el campo al ausente Turno y haciendo horrible estrago en cuantos enemigos se le ponen delante. Ya entonces la leve imagen no busca los escondrijos; antes, remontándose por los aires, va a disiparse en medio de un negro nubarrón, mientras un torbellino arrastra a Turno hacia la alta mar. Sin saber lo que le pasa, ingrato a lo que es su salvación, vuelve la vista atrás y exclama, tendiendo al cielo ambas manos: “Omnipotente padre, ¿cómo has podido creerme digno de tamaña ignominia e imponerme este tan duro castigo? ¿A dónde se me lleva? ¿De dónde vengo? ¿A dónde me conduce esta fuga, y cómo volver a presentarme después de ella? ¿Tornaré a ver los muros de Laurento o mis reales? ¿Qué van a pensar de mí mis guerreros, que me han seguido a mi y a mis armas, y a quienes ¡Oh maldad! he abandonado a infanda muerte? Viéndolos estoy dispersos, oigo los gemidos de los moribundos… ¿Qué debo hacer? ¿Qué sima bastante profunda se abrirá para tragarme? Vosotros ¡Oh vientos! sed más piadosos conmigo; impelid mi nave a los riscos, a las peñas (Turno os lo suplica con toda el alma), arrojadla a horribles bajíos, donde ni los Rútulos ni nadie sepan nunca de mí.” Esto diciendo, fluctúa su ánimo de unos a otros pensamientos: ya loco de vergüenza, quiere atravesarse con la espada; ya precipitarse en las olas, llegar nadando a la corva playa, y restituirse a do le llaman las armas troyanas. tres veces intentó uno y otro, y tres veces le contuvo la poderosa Juno, compadecida del animoso mancebo. Deslízase la nave, surcando las bonacibles olas, y le lleva a la antigua ciudad de su padre Dauno. Entre tanto Mecencio, inflamado de bélico furor por ins piración de Júpiter, ocupa el puesto de Turno en la batalla y acomete a los Teucros, alborozados con la esperanza del triunfo. Júntanse todas las haces tirrenas, y conjuradas contra él solo, unidas por un odio común, le acosan todas a la par con una lluvia de dardos. El, semejante a una roca, que, internada en el basto ponto, expuesta a la furia de los vientos y de las olas, arrostra inmoble todo el empuje y las amenazas del cielo y del mar, postra en tierra a Hebro, hijo de Dolicaón, y a Latago y a Palmo, que iba huyendo. A Latago le deshace la boca y la cara con una gran piedra desgajada de un monte; desjarreta y derriba en tierra al cobarde Palmo, cuyas armas y cimera ciñe a Lauso. Inmola también al frigio Evante y a Mimante, compañero de Paris y de su misma edad, pues su madre Teano, esposa de Amico, le dio a luz en la misma noche en que la reina, hija de Ciseo, dio a luz a Paris, creyendo llevar en su vientre una tea encendida. Paris yace tendido en la ciudad de sus pa- dres; las playas de Laurento poseen los ignorados despojos de Mimante. Como un jabalí, guarecido por largos años en el pinífero Vésulo y entre los espesos cañaverales de los pantanos laurentinos, baja de los altos montes, acosado por los colmillos de los perros, y luego que ha caído en las redes, se para, ruge feroz y eriza sus cerdosos miembros, sin que montero alguno se atreva a acometerle ni aun acercarse a él, antes todos le hostigan de lejos y en seguro con sus venablos y sus gritos, mientras él, impávido, hace frente a todos lados, rechinándole los dientes y rechazando con su duro lomo los chuzos; no de otra suerte ninguno de aquellos para quienes Mecencio es objeto de justa ira se atreve a acometerle cuerpo a cuerpo con la espada, antes todos le acosan de lejos con sus dardos y su estruendoso clamoreo. Acrón, guerrero griego, había venido prófugo de los antiguos confines de Corito, renunciando a un proyectado himeneo. Vióle Mecencio de lejos, revolviéndose en medio de los escuadrones con sus purpúreas plumas y su manto de grana, don de su prometida esposa, y cual hambriento león, después de rondar largo tiempo alrededor de las altas majadas, aguijado de rabiosa necesidad, si divisa por ventura una fugitiva cabra montés o la enhiesta cornamenta de un ciervo, se alboroza, abre sus horribles fauces, eriza la crin, y arrojándose sobre su presa, se queda pegado a sus entrañas, empapado de negra sangre la espantosa cabeza…; tal el arrogante Mecencio se precipita en medio de los apiñados enemigos. Cae derribado el infeliz Acrón, y bate con los pies, en las ansias de la muerte, aquella odiosa tierra y ensangrienta sus quebrantadas armas. No se digna Mecencio derribar a Orodes, que iba huyendo, ni herirle por la espalda arrojándole un dardo; mas saliéndole al encuentro, acométele cuerpo a cuerpo, menos cauteloso, pero más fuerte en armas que él. Luego que le hubo postrado, exclama, apoyando sobre su cuerpo el pie y la lanza: “Ahí tenéis, guerreros, tendido en tierra al pujante Orodes, parte muy principal de esta guerra.” Prorrumpen con esto sus compañe- ros en jubilosos himnos, mientras Orodes, moribundo: “No te regocijarás largo tiempo, ¡Oh vencedor, quienquiera que seas! pues no quedaré sin venganza; también a ti te aguarda suerte igual a la mía, y pronto yacerás sin vida en estos mismos campos.” A lo cual respondió Mecencio con sonrisa mezclada de ira: “Ahora muere; ya verá el padre de los dioses y rey de los hombres qué ha de ser de mí” Esto diciendo, sacóle del cuerpo la lanza; un duro descanso y un sueño de hierro pesan sobre los ojos de Orodes, que se cierran para una eterna noche. Cedico mata a Alcatos, Sacrator a Hispades, Rapo a Partenio y al forzudo Orses; Mesapo a Clonio y a Ericetes de Licaonia; aquél yacía en tierra caído de su caballo desbocado, y éste peleaba a pie. Agis de Licia, que se había adelantado, cae vencido por Valero, que no desdice del gran valor de sus mayores. Salio inmola a Tronio, y a Salio Nealces, insigne en disparar venablos y certeras saetas. Llevaba a la sazón Marte por igual entre ambos bandos el llanto y el estrago; por igual sucumbían y se precipitaban vencedores y vencidos; pero ni éstos ni aquéllos huían. Los dioses en tanto, congregados en la morada de Júpiter se conduelen de la vana ira de unos y otros y de que estén reservadas a los mortales tan grandes miserias. De una parte Venus, de la otra Juno, hija de Saturno, contemplan la batalla; la pálida Trisifone se embravece en medio de los escuadrones. Sale en esto al campo Mecencio, furioso, blandiendo una enorme lanza, semejante al gigantesco Orión cuando, abriéndose camino a pie por en medio de los inmensos estanques de Nereo, sobresalen sus hombros por cima de las olas, o cual añoso quejigo de los altos montes, que hunde sus raíces en la tierra y esconde su copa entre las nubes: tal se adelanta Mecencio, cubierto de sus colosales armas. Eneas, que le andaba buscando por las dilatadas haces, se dispone a salirle al encuentro; Mecencio, impertérrito, se para aguardando a pie firme en su corpulenta mole a aquel magnánimo enemigo. Medido que hubo con la vista el trecho que puede alcan- zar su lanza; “¡Asístanme ahora mi diestra, que es mi dios, y esta lanza arrojadiza que estoy blandiendo! Si logro arrebatar los despojos de ese bandolero, hago voto de vestirse ¡Oh Lauso! con los trofeos de Eneas.” Dijo, y arroja desde lo lejos la silbadora lanza, que repelida en su vuelo por el escudo de Eneas, va a lo lejos a clavarse entre las costillas y la ijada del ilustre Antor, antiguo compañero de Hércules, que, venido de Argos, había trabado estrecha amistad con Evandro y establecídose en una ciudad ítala. Cae el infeliz a impulso de un golpe destinado a otro, y alzando los ojos al cielo, acuérdase al morir de su dulce Argos. Entonces el piadoso Eneas dispara a Mecencio una lanza, que atravesándole las tres chapas de bronce, los forros de lino y las triples correas de piel de toro que guarnecen su cóncavo broquel, va a clavársele en la ingle, donde se embota su empuje. Alborozado Eneas al ver correr la sangre del Tirreno, desenvaina la espada que le pendía sobre el muslo y acosa lleno de ardor a su ya trémulo enemigo. Lauso, al verlo lanzó un hondo gemido, arrancado por el amor a su querido padre, y se le cubrió el rostro de lágrimas. No pasaré en silencio, no, en esta ocasión, ni tu nombre ¡Oh mancebo digno de eterna memoria! ni el duro trance de tu muerte, ni tus heroicos hechos, si las futuras edades pueden dar crédito a tan ínclita hazaña. Inválido ya, arrastrando el pie, doblado el cuerpo por la violencia del dolor, retirábase Mecencio, llevando clavada en el escudo la enemiga lanza, cuando se precipita el joven entre uno y otro armado guerrero, en el momento en que Eneas, alta la diestra iba a descargar sobre Mecencio un tajo; párale Lauso y mientras sus compañeros le aplauden con grandes clamores, retírase el padre protegido por la rodela del hijo. Disparan aquéllos a Eneas un diluvio de dardos, acribillándole de lejos; él hirviendo en ira, se mantiene firme, cubierto con su escudo: tal, cuando se precipitan los nubarrones deshechos en granizo, huyen de los campos todos los labradores y zagales; el caminante se guarece en seguro abrigo, ya en las escarpadas riberas de un río, ya bajo la bóveda de un prominente peñasco, mientras el pedrisco inunda la tierra, para poder luego, cuando reaparezca el sol, volver a la diaria faena; así Eneas, cercado de dardos por todas partes, sostiene aquella nube guerrera que descarga y truena sobre él, y en estos términos increpa y amenaza a Lauso: “¿Por qué corres así a la muerte u osas a más de lo que tus fuerzas alcanzan? ¡El amor filial te ofusca, incauto mozo!” No por eso mengua la arrogancia del insensato Lauso, y como va ya subiendo de punto la cólera en el capitán troyano, y ya las Parcas han devanado los últimos estambres de la vida del mancebo, clávale Eneas en mitad del pecho su pujante espada hasta la guarnición, atravesándole el escudo, arma leve para tantas bravatas, y la loriga, que su madre le había bordado con hilos de oro. Llenósele el pecho de sangre, y abandonando el cuerpo, voló triste su espíritu por las auras a la región de los manes; y cuando el hijo de Anquises vio el rostro moribundo, aquel rostro ahora cubierto de asombrosa palidez, exhaló un gemido de profunda compasión, y oprimido su pecho por el recuerdo de su hijo querido, tendió la mano a Lauso, diciéndole: “¿Qué podrá ahora el pío Eneas hacer por ti ¡Oh desventurado mancebo! que sea digno de la gloria que has alcanzado y de tu noble condición? Quédate con tus armas, que te daban tanto gozo; yo haré que vayas a juntarte con los manes y las cenizas de tus padres, si algo es esto para ti: consuele también tu miserable muerte ¡Oh joven infeliz! que has sucumbido a manos del grande Eneas.” Al mismo tiempo increpa a los compañeros de Lauso, que tardan en acudir a recogerle, y le levanta del suelo, chorreándole horrible sangre la trenzada cabellera. Entre tanto su padre Mecencio, sentado a la margen del Tíber, estaba lavándose la herida en las aguas y daba descanso a su cuerpo, recostado en el tronco de un árbol; lejos de allí pende de una rama su férreo yelmo y yacen en el prado sus ponderosas armas. Rodéale la flor de sus jóvenes guerreros; él doliente, jadeando, sostiene con dificultad el cuello, cayéndole suelta sobre el pecho la peinada barba. A cada instante pregunta por Lauso, y envía mensajeros para que se lo traigan y le lleven las órdenes de su acongojado padre. En esto ya algunos de sus guerreros, anegados en llanto, traían tendido sobre un pavés el cadáver de Lauso, noble y grande mancebo, vencido a impulso de una grande herida. Reconoció de lejos Mecencio aquellos gemidos, y su mente le presagió la horrible catástrofe; cúbrese de sucio polvo la cana cabellera, y levantando al cielo ambas palmas, se aferra sobre el cadáver de su hijo exclamando: “¡Tanto me subyugaba el amor de la vida, que consentí, hijo mío, que tú, a quien engendré, cayeses por mí bajo una diestra enemiga! ¡Por esas tus heridas me he salvado yo, tu padre, y por tu muerte vivo! ¡Ay mísero de mí, ahora sí que lamento mi destierro, ahora sí que es profunda mi herida! ¡Yo mismo, hijo mío, yo mancillé tu nombre con mis crímenes; yo, arrojado por el odio de los míos del solio y del imperio de mis padres! Debido era mi castigo al odio de mi patria y de los míos, y ¡Ah! de buena gana hubiera sacrificado con todo linaje de muertes mi culpable vida. ¡Y ahora vivo, y aun no abandono a los mortales ni la luz del día, pero los abandonaré!” Esto diciendo, se incorpora sobre su destrozado muslo, y aunque el dolor de la herida le entorpece y retarda, logra sostenerse en pie y manda que le traigan su caballo. Era éste su orgullo y su consuelo: caballero en él había vuelto vencedor en todas las guerras. En estos términos habla Mecencio al abatido bruto: “Mucho tiempo hemos vivido ¡Oh Rebo! si algo hay que dure mucho entre los mortales. O vencedor traerás hoy sobre ti la cabeza y los sangrientos despojos de Eneas, y serás conmigo vengador del desastre de Lauso, o si ningún esfuerzo nos abre camino, sucumbiremos junto; porque no creo ¡Oh fortísimo caballo! que quieras someterte a ajeno yugo ni tener por amos a los Teucros.” Dijo, y ayudado de los suyos, asentó en los lomos del corcel el acostumbrado peso de su cuerpo, y tomó en ambas manos dos agudas jabalinas, cubierta la cabeza con un re- fulgente yelmo de bronce, coronado de un penacho de crines. Así armado lanzóse de una carrera en medio de los escuadrones enemigos; en su corazón hierve gran vergüenza, mezclada con rabia y dolor, y juntamente le abrasan el amor paternal, agitado por las Furias, y la confianza en su propio denuedo. Tres veces llamó allí con grandes voces a Eneas, el cual, reconociéndole, invoca, lleno de gozo, a los númenes. “¡Ojalá hagan el padre de los dioses y el alto Apolo que conmigo trabes batalla…! Dicho esto, sálele al encuentro lanza en ristre. Y entonces Mecencio: “¿Cómo quieres amedrentarme, bárbaro feroz, después de haberme arrebatado a mi hijo? Ese solo camino tenías por donde poder perderme; ni me horroriza la muerte ni invoco auxilio de ningún dios. Deja, pues, esas bravatas; a morir vengo, mas antes te traigo estos dones.” Dijo, y arrojó un dardo al enemigo, y luego otro y otro, y vuela en torno de él en ancho giro; pero el áureo escudo de Eneas sostiene el ataque. Tres veces hizo caracolear su caballo con rápidas vueltas a la izquierda de su enemigo, que le aguarda a pie firme; tres veces el héroe troyano hace girar en torno de su cuerpo la horrible selva de dardos clavados en su ferrado escudo. Luego, corrido e irritado de tanta tardanza y de arrancar tantas flechas, viéndose así acosado en aquella desigual pelea, revolviendo mil pensamientos en su mente, arremete, en fin, y arroja la lanza entre las cóncavas sienes del guerreador caballo, el cual se levanta de manos, azota el viento con los cascos y cae de cabeza sobre el derribado jinete, sofocándole con el peso de su cuerpo. Troyanos y Latinos levantan al cielo ardientes clamores; acude volando Eneas, desenvaina la espada, y de pie sobre su enemigo, “¿Dónde está ahora, exclama, aquel fogoso Mecencio? ¿Qué se ha hecho de aquella indómita pujanza?” A lo cual el Tirreno, luego que, alzando los ojos al cielo, hubo aspirado un poco de aire y recobrado el sentido, replicó así: “¿Por qué me insultas, rencoroso enemigo, y me amenazas de muerte? Mátame, puedes hacerlo sin desdoro; ni vine a la guerra para que me perdonases la vida, ni tales pactos hizo contigo mi Lauso. Una cosa te ruego, si es que hay alguna merced para los enemigos vencidos: permíteme que mi cuerpo sea enterrado; sé que me rodean los acerbos odios de los míos; defiéndeme, te ruego, de su furor, y concédeme tener por compañero a mi hijo en el sepulcro.” Dijo, y sabedor de la suerte que le espera, recibe la espada de Eneas en la garganta y vierte el alma entre raudales de sangre sobre sus armas.

Sigue el capítulo undécimo

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