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La protesta de la musa

Cuentos: José Asunción Silva

En el cuarto sencillo y triste, cerca de la mesa cubierta de hojas escritas, la sien apoyada en la mano, la mirada fija en las páginas frescas, el poeta satírico leía su libro, el libro en que había trabajado por meses enteros. La oscuridad del aposento se iluminó de una luz diáfana de madrugada de mayo; flotaron en el aire olores de primavera, y la Musa, sonriente, blanca y grácil, surgió y se apoyó en la mesa tosca, y paseó los ojos claros, en que se reflejaba la inmensidad de los cielos, por sobre las hojas recién impresas del libro abierto.

-¿Qué has escrito? -le dijo.

El poeta calló silencioso, trató de evitar aquella mirada, que ya no se fijaba en las hojas del libro, sino en sus ojos fatigados y turbios…

-Yo he hecho -contestó, y la voz le temblaba como la de un niño asustado y sorprendido-, he hecho un libro de sátiras, un libro de burlas en que he mostrado las vilezas y los errores, las miserias y las debilidades, las faltas y los vicios de los hombres. Tú no estabas aquí… No he sentido tu voz al escribirlos, y me han inspirado el Genio del odio y el Genio del ridículo, y ambos me han dado flechas que me he divertido en clavar en las almas y en los cuerpos, y es divertido… Musa, tú eres seria y no comprendes estas diversiones; tú nunca te ríes; mira: la flechas al clavarse herían, y los heridos hacían muecas risibles y contracciones dolorosas; he desnudado las almas y las he exhibido en su fealdad, he mostrado los ridículos ocultos, he abierto las heridas cerradas; esas monedas que ves sobre la mesa, esos escudos brillantes son el fruto de mi trabajo, y me he reído al hacer reír a los hombres, al ver que los hombres se ríen los unos de los otros. Musa, ríe conmigo… La vida es alegre…

Y el poeta satírico se reía al decir esas frases, a tiempo que una tristeza grave contraía los labios rosados y velaba los ojos profundos de la Musa.

-¡Oh profanación! -murmuró ésta, paseando una mirada de lástima por el libro impreso y viendo el oro-, ¡oh profanación!, ¿y para clavar esas flechas has empleado las formas sagradas, los versos que cantan y que ríen, los aleteos ágiles de las rimas, las músicas fascinadoras del ritmo? La vida es grave, el verso es noble, el arte es sagrado. Yo conozco tu obra. En vez de las pedrerías brillantes, de los zafiros y de los ópalos, de los esmaltes policromos y de los camafeos delicados, de las filigranas áureas, en vez de los encajes que parecen tejidos por las hadas y de los collares de perlas pálidas que llenan los cofres de los poetas, has removido cieno y fango donde hay reptiles, reptiles de los que yo odio. Yo soy amiga de los pájaros, de los seres alados que cruzan el cielo entre la luz, y los inspiro cuando en las noches claras de Julio dan serenatas a las estrellas desde las enramadas sombrías; pero odio a las serpientes y a los reptiles que nacen en los pantanos. Yo inspiro los idilios verdes como los campos florecidos y las elegías negras como los paños fúnebres donde caen las lágrimas de los cirios… Pero no te he inspirado. ¿Por qué te ríes? ¿Por qué has convertido tus insultos en obra de arte? Tú podrías haber cantado la vida, el misterio profundo de la vida; la inquietud de los hombres cuando piensan en la muerte; las conquistas de hoy; la lucha de los buenos; los elementos domesticados por el hombre; el hierro, blando bajo su mano; el rayo, convertido en esclavo; las locomotoras, vivas y audaces, que riegan en el aire penachos de humo; el telégrafo, que suprime las distancias; el hilo por donde pasan las vibraciones misteriosas de la idea. ¿Por qué has visto las manchas de tus hermanos? ¿Por qué has contado sus debilidades? ¿Por qué te has entretenido en clavar esas flechas, en herirlos, en agitar ese cieno, cuando la misión del poeta es besar las heridas y besar a los infelices en la frente, y dulcificar la vida con sus cantos, y abrirles, a los que yerran, abrirles, amplias, las puertas de la Virtud y del Amor? ¿Por qué has seguido los consejos del odio? ¿Por qué has reducido tus ideas a la forma sagrada del verso, cuando los versos están hechos para cantar la bondad y el perdón, la belleza de las mujeres y el valor de los hombres? Y no me creas tímida. Yo he sido también la Musa inspiradora de las estrofas que azotan como látigos y de las estrofas que queman como hierros candentes; yo soy la musa Indignación que les dictó sus versos a Juvenal y al Dante; yo inspiro a los Tirteos eternos; yo le enseñé a Hugo a dar a los alejandrinos de los Castigos, clarineos estridentes de trompetas y truenos de descargas que humean; yo canto las luchas de los pueblos, las caídas de los tiranos, las grandezas de los hombres libres… Pero no conozco los insultos ni el odio. Yo arrancaba los cartelones que fijaban manos desconocidas en el pedestal de la estatua de Pasquino. Quede ahí tu obra de insultos y de desprecios, que no fue dictada por mí. Sigue profanando los versos sagrados y conviértelos en flechas que hieran, en reptiles que envenenen, en Inris que escarnezcan; remueve el fango de la envidia; recoge cieno y arrójalo a lo alto, a riesgo de mancharte; tú, que podrías llevar una aureola si cantaras lo sublime, activa las envidias dormidas. Yo voy a buscar a los poetas, a los enamorados del arte y de la vida, de las Venus de mármol que sonríen en el fondo de los bosques oscuros y de las Venus de carne que sonríen en las alcobas perfumadas; de los cantos y de las músicas de la naturaleza, de los besos suaves y de las luchas ásperas; de las sederías multicolores y de las espadas severas. Jamás me sentirás cerca para dictarte una estrofa. Quédate ahí con tu Genio del odio y con tu Genio del ridículo.

Y la Musa grácil y blanca, la Musa de labios rosados, en cuyos ojos se reflejaba la inmensidad de los cielos, desapareció del aposento, llevándose con ella la luz diáfana de alborada de mayo y los olores de primavera, y el poeta quedó solo, cerca de la mesa cubierta de hojas escritas. Paseó una mirada de desencanto por el montón de oro y por las páginas de su libro satírico, y con la frente apoyada en las manos sollozó desesperadamente.

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