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Las aventuras de Pinocho

Autor: Carlo Collodi

Capitulo: Uno

Cómo fue que el maestro Cereza, carpintero de oficio, encontró un palo que lloraba y reía como un niño.

Había una vez…
—¡Un rey! —dirán en seguida mis pequeños lectores.
—No, muchachos, se equivocan. Había una vez un pedazo de madera.
No era una madera de lujo, sino un simple pedazo de leña de esos palos
que en invierno se meten en las estufas y chimeneas para encender el fuego y
caldear las habitaciones.
No recuerdo cómo ocurrió, pero es el caso que, un día, ese trozo de madera
llegó al taller de un viejo carpintero cuyo nombre era maestro Antonio, aunque
todos lo llamaban maestro Cereza, a causa de la punta de su nariz, que estaba
siempre brillante y roja como una cereza madura.
Apenas vio el maestro Cereza aquel trozo de madera, se alegró mucho y,
frotándose las manos de gusto, murmuró a media voz:
—Esta madera ha llegado a tiempo; con ella haré la pata de una mesita.
Dicho y hecho. Cogió en seguida un hacha afilada para empezar a quitarle
la corteza y a desbastarla. Cuando estaba a punto de dar el primer golpe, se
quedó con el brazo en el aire, porque oyó una vocecita muy suave que dijo:
—¡No me golpees tan fuerte!
¡Figúrense cómo se quedó el buen viejo!
Giró sus espantados ojos por toda la habitación, para ver de dónde podía
haber salido aquella vocecita, y no vio a nadie. Miró debajo del banco, y
nadie; miró dentro de un armario que estaba siempre cerrado, y nadie; miró en
la cesta de las virutas y del aserrín, y nadie; abrió la puerta del taller, para
echar también una ojeada a la calle, y nadie. ¿Entonces?…
—Ya entiendo —dijo, riéndose y rascándose la peluca—; está claro que
esa vocecita me la he figurado yo. Sigamos trabajando.
Y, volviendo a tomar el hacha, descargó un solemnísimo golpe en el trozo
de madera.
—¡Ay! ¡Me has hecho daño! —gritó, quejándose, la vocecita.
Esta vez el maestro Cereza se quedó con los ojos saliéndosele de las
órbitas a causa del miedo, con la boca abierta y la lengua colgándole hasta la
barbilla, como un mascarón de la fuente.
Apenas recuperó el uso de la palabra empezó a decir, temblando por el
espanto:
—Pero, ¿de dónde habrá salido esa vocecita que ha dicho «¡ay»” …? Aquí
no se ve ni un alma. ¿Es posible que este trozo de madera haya aprendido a
llorar y a lamentarse como un niño? No lo puedo creer. La madera, ahí está: es
un trozo de madera para quemar, como todos los demás, para echarlo al fuego
y hacer hervir una olla de porotos…
¿Entonces?
¿Se habrá escondido aquí alguien? Si se ha escondido alguien, peor para él.
¡Ahora lo arreglo yo! Y, diciendo esto, agarró con ambas manos aquel pobre
pedazo de madera y lo golpeó sin piedad contra las paredes de la habitación.
Después se puso a escuchar, a ver si oía alguna voz que se lamentase. Esperó
dos minutos, y nada; cinco minutos, y nada; diez minutos, y nada.
—Ya entiendo —dijo entonces, esforzándose por reír y rascándose la
peluca—. ¡Está visto que esa vocecita que ha dicho «¡ay!» me la he figurado
yo! Sigamos trabajando.
Y como ya le había entrado un gran miedo, intentó canturrear, para darse
un poco de valor.
Entretanto, dejando a un lado el hacha, cogió un cepillo para cepillar y
pulir el pedazo de madera; pero, mientras lo cepillaba de abajo, oyó la
acostumbrada vocecita que le dijo riendo:
—¡Déjame! ¡Me estás haciendo cosquillas!
Esta vez el pobre maestro Cereza cayó como fulminado. Cuando volvió a
abrir los ojos, se encontró sentado en el suelo.
Su rostro parecía transfigurado y hasta la punta de la nariz, que estaba roja
casi siempre, se le había puesto azul por el miedo.

Sigue el Capítulo Dos ————˃˃

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