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Las aventuras de Pinocho

Autor: Carlo Collodi

Capítulo: Cuatro

La historia de Pinocho con el Grillo-parlante, donde se ve que muchos
niños se enojan cuando los corrige quien sabe más que ellos.

Muchachos, les contaré que mientras llevaban al pobre Geppetto a la
cárcel, sin tener culpa de nada, el pillo de Pinocho se había librado de las
garras del guardia y corría a través de los campos para llegar pronto a casa. En
su furiosa carrera saltaba riscos, setos de zarzas y fosos llenos de agua, tal
como hubiera podido hacerlo un ciervo o un conejo perseguido por los
cazadores.
Cuando llegó a la casa, encontró la puerta de la calle entornada. La
empujó, entró y, en cuanto hubo corrido el pestillo, se sentó en el suelo,
lanzando un gran suspiro de contento. Pero poco duró su contento, pues oyó
un ruido en la habitación:
—¡Cri—cri—cri!
—¿Quién me llama? —dijo Pinocho, muy asustado.
—Soy yo.
Pinocho se volvió y vio un enorme grillo que subía lentamente por la
pared.
—Dime, Grillo, y tú, ¿quién eres?
—Soy el Grillo—parlante y vivo en esta habitación desde hace más de cien
años.
—Pues hoy esta habitación es mía —dijo el muñeco— y, si quieres
hacerme un favor, ándate en seguida, y rápido.
—No me iré de aquí —respondió el Grillo— sin decirte antes una gran
verdad.
—Dímela y pronto.
—¡Ay de los niños que se rebelan contra sus padres y abandonan
caprichosamente la casa paterna! No conseguirán nada bueno en este mundo,
y, tarde o temprano, tendrán que arrepentirse amargamente.
—Canta, Grillo, canta lo que quieras. Yo sé que mañana, de madrugada,
pienso irme de aquí, porque si me quedo me pasará lo que les pasa a todos los
demás niños: me mandarán a la escuela y, por gusto o por fuerza, tendré que
estudiar. Y, en confianza, te digo que no me interesa estudiar y que me divierto
más corriendo tras las mariposas y subiendo a los árboles a sacar nidos de
pájaros.
—¡Pobre tonto! ¿No sabes que, portándote así, de mayor serás un
grandísimo burro y todos se reirán de ti?
—¡Cállate, Grillo de mal agüero! —gritó Pinocho.
Pero el Grillo, que era paciente y filósofo, en vez de tomar a mal esta
impertinencia, continuó con el mismo tono de voz:
—Y si no te agrada ir a la escuela, ¿por qué no aprendes, al menos, un
oficio con el que ganarte honradamente un pedazo de pan?
—¿Quieres que te lo diga? —replicó Pinocho, que empezaba a perder la
paciencia—. Entre todos los oficios del mundo sólo hay uno que realmente me
agrada.
—¿Y qué oficio es?
—El de comer, beber, dormir, divertirme y llevar, de la mañana a la noche,
la vida del vagabundo.
—Pues te advierto —dijo el Grillo—parlante, con su calma acostumbrada
— que todos los que tienen ese oficio acaban, casi siempre, en el hospital o en
la cárcel.
—¡Cuidado, Grillo de mal agüero!… Si monto en cólera, ¡ay de ti!
—¡Pobre Pinocho! Me das pena…
—¡Por qué te doy pena?
—Porque eres un muñeco y, lo que es peor, tienes la cabeza de madera…
Al oír estas últimas palabras Pinocho se levantó enfurecido, agarró del
banco un martillo y lo arrojó contra el Grillo—parlante.
Quizá no pensó que le iba a dar; pero, desgraciadamente, lo alcanzó en
toda la cabeza, hasta el punto de que el pobre Grillo casi no tuvo tiempo para
hacer cri—cri—cri, y después se quedó en el sitio, tieso y aplastado contra la
pared.

Sigue el Capítulo: Cinco ————˃˃

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