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Las aventuras de Pinocho

Autor: Carlo Collodi

Capítulo: Nueve

Pinocho vende su silabario para ir a ver el teatro de títeres.

En cuanto dejó de nevar, Pinocho, con su silabario nuevo bajo el brazo, tomó el camino que llevaba a la escuela. Mientras caminaba, iba fantaseando en su cerebro sobre mil razones y mil castillos en el aire, cada cuál más bonito.

Discurriendo por su cuenta, se decía:

—Hoy en la escuela voy a aprender a leer enseguida, mañana aprenderé a escribir, y pasado mañana aprenderé a hacer los números. Después, con mis habilidades ganaré muchas monedas y con el primer dinero que me embolse voy a comprarle a mi papá una bonita casaca de paño. ¿Qué digo, de paño? Se la encargaré de plata y oro, con los botones de brillantes. El pobre se la merece de verdad: para comprarme los libros y hacerme educar se ha quedado en mangas de camisa… ¡con este frío! ¡Sólo los padres son capaces de ciertos sacrificios!…

Mientras, muy conmovido, razonaba así, le pareció oír en lontananza una música de pífanos y golpes de bombo: pi—pi—pi…, pi—pi—pi…,zum, zum, zum, zum.

Se paró a escuchar. Los sonidos llegaban desde el final de una larguísima calle transversal que llevaba a un pueblecito situado a orillas del mar.

—¿Qué será esa música? ¡Lástima que yo tenga que ir a la escuela! Si no…

Se quedó allí, perplejo. De todos modos, había que tomar una resolución; o a la escuela o a oír los pífanos.

—Hoy iré a oír los pífanos y mañana a la escuela; para ir a la escuela siempre hay tiempo —dijo finalmente Pinocho, encogiéndose de hombros.

Dicho y hecho; enfiló la calle transversal y corrió cuanto le daban las piernas. Cuanto más corría, más claramente oía el sonido de los pífanos y los golpes del bombo: pi—pi—pi…, pi—pi— pi…,pi—pi—pi…, zum, zum, zum, zum.

Y he aquí que se encontró en el centro de una plaza llena de gente, que se amontonaba en torno a un gran barracón de madera y de tela pintada de mil colores.

—¿Qué es ese barracón? —preguntó Pinocho, volviéndose a un muchacho que era de allí, del pueblo.

—Lee la inscripción de ese cartel y lo sabrás.

—La leería de buena gana, pero, de momento, no sé leer.

—¡Qué burro! Te la leeré yo. Has de saber que en el cartel está escrito, con letras rojas como el fuego: GRAN TEATRO DE TÍTERES.

—¿Hace mucho que ha empezado la comedia?

—Empieza ahora.

—¿Cuánto hay que pagar por la entrada?

—Cuatro centavos.

Pinocho, con la fiebre de la curiosidad, perdió toda contención y le dijo, sin avergonzarse, al muchacho con quién hablaba:

—¿Me prestarías cuatro centavos hasta mañana?

—Te los daría de buena gana —respondió el otro, burlándose—, pero, de momento, no te los puedo dar.

—Te vendo mi chaqueta por cuatro centavos —dijo entonces el muñeco.

—¿Qué quieres que haga con una chaqueta de papel? Si llueve, no hay forma de quitársela de encima.

—¿Quieres comprar mis zapatos?

—Sólo sirven para encender el fuego.

—¿Cuánto me das por el gorro?

—¡Bonita compra! ¡Un gorro de miga de pan! ¡Solo faltaba que los ratones vinieran a comérselo en mi cabeza!

Pinocho estaba sobre ascuas. A punto de hacer una última oferta, no se atrevía; vacilaba, titubeaba, sufría. Por fin dijo:

—¿Quieres darme cuatro centavos por este silabario nuevo?

—Yo soy niño y no compro nada a otro niño —contestó su pequeño interlocutor, que tenía más juicio que él.

—¡Yo te doy cuatro centavos por el silabario! —gritó un revendedor de ropa usada que asistía a la conversación.

El libro fue vendido en un santiamén. ¡Y pensar que el pobre Geppetto se quedó en casa, temblando de frío, en mangas de camisa, para comprar el silabario a su hijo!

Sigue el capítulo: Diez

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