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Las aventuras de Pinocho

Autor: Carlo Collodi

Capítulo: Ocho

Geppetto vuelve a hacerle los pies a Pinocho y vende su casaca para comprarle un silabario.

El muñeco, en cuanto se le pasó el hambre, empezó a refunfuñar y a llorar porque quería un par de pies nuevos.

Pero Geppetto, para castigarlo por la travesura hecha, lo dejó llorar y desesperarse durante medio día; luego le dijo:

—¿Por qué tendría que volver a hacerte los pies? ¿Para qué te escapes otra vez de casa?

—Le prometo —dijo el muñeco, sollozando— que, de hoy en adelante, seré bueno…

—Todos los niños —replicó Geppetto— dicen lo mismo cuando quieren obtener algo.

—Le prometo que iré a la escuela, que estudiaré y que me luciré…

—Todos los niños, cuando quieren obtener algo, repiten la misma historia.

—¡Pero yo no soy como los otros niños! Soy más bueno que todos y siempre digo la verdad. Le prometo, papá, que aprenderé un oficio y seré el consuelo y el apoyo de su vejez.

Geppetto, que aunque había puesto cara de tirano tenía los ojos llenos de lágrimas y el corazón henchido de pena al ver a su pobre Pinocho en aquel lamentable estado, no contestó nada, pero tomó en sus manos los utensilios del oficio y dos trocitos de madera seca, y se puso a trabajar con grandísimo afán.

En menos de una hora había ter minado los pies; dos piececitos ligeros, delgados y nerviosos, como si los hubiera modelado un artista genial. Entonces Geppetto le dijo al muñeco:

—Cierra los ojos y duérmete.

Pinocho cerró los ojos y fingió dormir. Mientras se hacía el dormido, Geppetto, con un poco de cola disuelta en una cáscara de huevo, le pegó los pies en su sitio, y se los pegó tan bien que ni siquiera se veía la señal.

En cuanto el muñeco advirtió que ya tenía pies, saltó de la mesa en la que estaba tendido y empezó a dar mil tumbos cabriolas, como si hubiera

enloquecido de contento.

—Para recompensarle por todo lo que ha hecho por mí —dijo Pinocho a su papá— quiero ir inmediatamente a la escuela.

—¡Buen chico!

—Para ir a la escuela, necesito alguna ropa.

Geppetto, que era muy pobre y no tenía ninguna moneda en el bolsillo, le hizo un trajecito de papel floreado, un par de zapatos de corteza de árbol y un gorrito de miga de pan.

En seguida Pinocho corrió a mirarse en una palangana llena de agua y quedó tan satisfecho de sí mismo que dijo, pavoneándose:

—¡Parezco un verdadero señor!

—Desde luego —replicó Geppetto—, pero no lo olvides, no es el buen traje lo que hace al señor, sino el traje limpio.

—A propósito —añadió el muñeco—, para ir a la escuela me falta todavía algo, me falta lo principal.

—¿Qué es?

—Me falta el silabario.

—Tienes razón. Pero, ¿cómo conseguirlo?

—Es facilísimo: se va a una librería y se compra.

—¿Y el dinero?

—Yo no lo tengo.

—Pues yo, menos —añadió el buen viejo, entristeciéndose.

Y Pinocho, aunque era un muchacho muy alegre, se puso también triste, pues la miseria, si es verdadera, la entienden todos, hasta los niños.

—¡Paciencia! —gritó Geppetto, levantándose de un salto. Se puso la vieja casaca de fustán, llena de remiendos y de piezas, y salió corriendo de la casa. Volvió poco después; y cuando volvió traía en la mano el silabario para el chico, pero venía sin casaca. El pobre hombre estaba en mangas de camisa, y en la calle nevaba.

—¿Y la casaca, papá?

—La he vendido.

—¿Por qué la ha vendido?

—Porque me daba calor.

Pinocho comprendió la respuesta al vuelo y, sin poder frenar el ímpetu de su buen corazón, saltó a los brazos de Geppetto y empezó a besarlo por toda la cara.

Sigue el capítulo: Nueve

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