Saltar al contenido

Las aventuras de Pinocho

Autor: Carlo Collodi

Capítulo: Siete

Geppetto vuelve a casa y le da al muñeco la comida que el pobre había traído para sí.

Pinocho, aún con los ojos cargados de sueño, no había advertido que tenía los pies quemados. Así que, en cuanto oyó la voz de su padre, saltó de la banqueta para correr el pestillo, pero, después de dar dos o tres tumbos, cayó cuan largo era sobre el pavimento.

Al caer en tierra hizo el mismo ruido que hubiera hecho un montón de cacerolas cayendo desde un quinto piso.

—¡Ábreme! —gritaba mientras tanto Geppetto, desde la calle.

—¡No puedo, papá! —contestaba el muñeco, llorando y revolcándose por

el suelo.

—¿Por qué no puedes?

—Porque me han comido los pies.

—¿Quién te los ha comido?

—El gato —dijo Pinocho, al ver que el gato se divertía haciendo bailar entre sus patitas delanteras unas virutas.

—¡Te digo que abras! —repitió Geppetto—. ¡Si no, cuando entre en casa, ya te daré yo gatos!

—No puedo tenerme en pie, créame. ¡Ay, pobre de mí! ¡Pobre de mí, tendré que andar con las rodillas toda mi vida!…

Geppetto, creyendo que todos estos lloriqueos eran una nueva travesura del muñeco, decidió acabar con ella de una vez y trepó por el muro, para entrar en casa por la ventana.

Al principio sólo pensó en actuar; pero cuando vio a su Pinocho tendido en tierra y de verdad sin pies, empezó a enternecerse. Lo tomó en seguida en sus brazos y lo besaba y le hacía mil caricias.

Unos gruesos lagrimones caían por sus mejillas y le dijo, sollozando:

—¡Pinochito mío! ¿Cómo te has quemado los pies?

—No lo sé, papá, pero créame que ha sido una noche terrible y que no olvidaré mientras viva. Tronaba, relampagueaba, y yo tenía mucha hambre, y entonces el Grillo—parlante me dijo: «Te está muy bien; has sido malo y te lo mereces», y yo le dije: «¡Cuidado, Grillo!,» y él me dijo: «Eres un muñeco y tienes la cabeza de madera» y yo le tiré un martillo y él murió, pero la culpa fue suya, porque yo no quería matarlo. Luego puse una olla en el brasero, pero el pollito escapó y me dijo: «Adiós… y saludos a la familia», y cada vez tenía más hambre, y por tal motivo el viejecito con gorro de dormir que se asomó a la ventana me dijo: «Ponte debajo y prepara el sombrero» y yo con aquella palangana de agua en la cabeza (porque el pedir un poco de pan no es una vergüenza, ¿verdad?) y volví en seguida a casa y, como continuaba con hambre, puse los pies sobre el brasero para secarme, y usted ha vuelto, y me los encontré quemados, y sigo teniendo hambre pero ya no tengo pies… ¡Ay! …, ¡ay!…, ¡ay!… ¡ay!…

Y el pobre Pinocho empezó a llorar tan fuerte que lo oían en cinco kilómetros a la redonda.

Geppetto, que de aquel enredado discurso sólo había entendido una cosa: que el muñeco estaba muerto de hambre; sacó del bolsillo tres peras y se las pasó, diciendo:

—Estas tres peras eran para mi comida, pero te las doy con mucho gusto.

Cómetelas y que te aprovechen.

—Si quiere que las coma, hágame el favor de pelarlas.

—¿Pelarlas? —replicó Geppetto, maravillado—. Nunca hubiera creído, hijo mío, que fueras tan melindroso y delicado de paladar.

¡Mala cosa! En este mundo hay que acostumbrarse desde pequeños a comer de todo, porque nunca se sabe lo que puede ocurrir. ¡Pasan tantas cosas!

—Quizá tenga usted razón —respondió Pinocho—. Pero nunca comeré una fruta que no esté pelada. No puedo soportar las cáscaras.

El buen Geppetto sacó un cuchillo y, armándose de santa paciencia, peló las tres peras y puso todas las cáscaras en una esquina de la mesa.

Una vez que Pinocho se comió en dos bocados la primera pera, hizo ademán de tirar el corazón; pero

Geppetto le sujetó el brazo, diciéndole:

—No lo tires; en este mundo, todo puede servir.

—¡La verdad que nunca me como el corazón! —gritó el muñeco, revolviéndose como una víbora.

—¿Quién sabe? ¡Pasan tantas cosas! —repitió Geppetto, sin acalorarse.

De modo que los corazones, en vez de ser arrojados por la ventana, quedaron en la esquina de la mesa, en compañía de las cáscaras.

Cuando hubo comido, o mejor dicho, devorado las tres peras, Pinocho abrió la boca en un larguísimo bostezo y dijo, lloriqueando:

—¡Tengo más hambre!

—Pero yo, hijo mío, no tengo más que darte.

—¿Nada de nada?

—Solamente estas cáscaras y estos corazones de las peras.

—¡Paciencia! —dijo Pinocho—. Si no hay otra cosa, comeré una cáscara.

Y empezó a masticar. Al principio torció un poco la boca; pero luego se tragó en un minuto las cáscaras, una detrás de otra. Después de las cáscaras fueron los corazones y cuando hubo acabado de comerse todo se golpeó muy contento el cuerpo con las manos y dijo, alegremente:

—¡Ahora sí que estoy a gusto!

—Ya vez —dijo Geppetto— que tenía razón cuando te decía que no hay que ser demasiado escrupuloso, ni demasiado delicado de paladar. Querido,

nunca se sabe lo que puede ocurrir en este mundo. ¡Pasan tantas cosas!

Sigue el Capítulo: Ocho ————˃˃

Imágenes Relacionadas: