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Matilda

Primera parte

La lectora de libros

Ocurre una cosa graciosa con las madres y los padres. Aunque su hijo sea el ser más repugnante que uno pueda imaginarse, creen que es maravilloso.

Algunos padres van aún más lejos. Su adoración llega a cegarlos y están convencidos de que su vástago tiene cualidades de genio.

Bueno, no hay nada malo en ello. La gente es así. Sólo cuando los padres empiezan a hablarnos de las maravillas de su descendencia es cuando gritamos: «¡Tráiganme una palangana! ¡Voy a vomitar!».

Los maestros lo pasan muy mal teniendo que escuchar estas tonterías de padres orgullosos, pero normalmente se desquitan cuando llega la hora de las notas finales de curso. Si yo fuera maestro, imaginaría comentarios genuinos para hijos de padres imbéciles. «Su hijo Maximilian —escribiría— es un auténtico desastre. Espero que tengan ustedes algún negocio familiar al que puedan orientarle cuando termine la escuela, porque es seguro, como hay infierno, que no encontrará trabajo en ningún sitio».

O si me sintiera inspirado ese día, podría escribir: «Los saltamontes, curiosamente, tienen los órganos auditivos a ambos lados del abdomen. Su hija Vanessa, a juzgar por lo que ha aprendido este curso, no tiene órganos auditivos».

Podría, incluso, hurgar más profundamente en la historia natural y decir: «La cigarra pasa seis años bajo tierra como larva y, como mucho, seis días como animal libre a la luz del sol y al aire. Su hijo Wilfred ha pasado seis años como larva en esta escuela y aún estamos esperando que salga de la crisálida». Una niña especialmente odiosa podría incitarme a decir: «Fiona tiene la misma belleza glacial que un iceberg, pero al contrario de lo que sucede con éste, no tiene nada bajo la superficie». Estoy seguro de que disfrutaría escribiendo los informes de fin de curso de las sabandijas de mi clase. Pero ya está bien de esto. Tenemos que seguir.

A veces se topa uno con padres que se comportan del modo opuesto. Padres que no demuestran el menor interés por sus hijos y que, naturalmente, son mucho peores que los que sienten un cariño delirante. El señor y la señora Wormwood eran de ésos. Tenían un hijo llamado Michael y una hija llamada Matilda, a la que los padres consideraban poco más que como una postilla. Una postilla es algo que uno tiene que soportar hasta que llega el momento de arrancársela de un papirotazo y lanzarla lejos. El señor y la señora Wormwood esperaban con ansiedad el momento de quitarse de encima a su hijita y lanzarla lejos, preferentemente al pueblo próximo o, incluso, más lejos aún.

Ya es malo que haya padres que traten a los niños normales como postillas y juanetes, pero es mucho peor cuando el niño en cuestión es extraordinario, y con esto me refiero a cuando es sensible y brillante. Matilda era ambas cosas, pero, sobre todo, brillante. Tenía una mente tan aguda y aprendía con tanta rapidez, que su talento hubiera resultado claro para padres medianamente inteligentes. Pero el señor y la señora Wormwood eran tan lerdos y estaban tan ensimismados en sus egoístas ideas que no eran capaces de apreciar nada fuera de lo común en sus hijos. Para ser sincero, dudo que hubieran notado algo raro si su hija llegaba a casa con una pierna rota.

Michael, el hermano de Matilda, era un niño de lo más normal, pero la hermana, como ya he dicho, llamaba la atención. Cuando tenía un año y medio hablaba perfectamente y su vocabulario era igual al de la mayor parte de los adultos. Los padres, en lugar de alabarla, la llamaban parlanchina y le reñían severamente, diciéndole que las niñas pequeñas debían ser vistas pero no oídas.

Al cumplir los tres años, Matilda ya había aprendido a leer sola, valiéndose de los periódicos y revistas que había en su casa. A los cuatro, leía de corrido y empezó, de forma natural, a desear tener libros. El único libro que había en aquel ilustrado hogar era uno titulado Cocina fácil, que pertenecía a su madre. Una vez que lo hubo leído de cabo a rabo y se aprendió de memoria todas las recetas, decidió que quería algo más interesante.

—Papá —dijo—, ¿no podrías comprarme algún libro?

—¿Un libro? —preguntó él—. ¿Para qué quieres un maldito libro? —Para leer, papá.

—¿Qué demonios tiene de malo la televisión? ¡Hemos comprado un precioso televisor de doce pulgadas y ahora vienes pidiendo un libro! Te estás echando a perder, hija…

Entre semana, Matilda se quedaba en casa sola casi todas las tardes. Su hermano, cinco años mayor que ella, iba a la escuela. Su padre iba a trabajar y su madre se marchaba a jugar al bingo a un pueblo situado a ocho millas de allí. La señora Wormwood era una viciosa del bingo y jugaba cinco tardes a la semana. La tarde del día en que su padre se negó a comprarle un libro, Matilda salió sola y se dirigió a la biblioteca pública del pueblo. Al llegar, se presentó a la bibliotecaria, la señora Phelps. Le preguntó si podía sentarse un rato y leer un libro. La señora Phelps, algo sorprendida por la llegada de una niña tan pequeña sin que la acompañara ninguna persona mayor, le dio la bienvenida.

—¿Dónde están los libros infantiles, por favor? —preguntó Matilda.

—Están allí, en las baldas más bajas —dijo la señora Phelps—. ¿Quieres

que te ayude a buscar uno bonito con muchos dibujos?

—No, gracias —dijo Matilda—. Creo que podré arreglármelas sola.

A partir de entonces, todas las tardes, en cuanto su madre se iba al bingo, Matilda se dirigía a la biblioteca. El trayecto le llevaba sólo diez minutos y le quedaban dos hermosas horas, sentada tranquilamente en un rincón acogedor, devorando libro tras libro. Cuando hubo leído todos los libros infantiles que había allí, comenzó a buscar alguna otra cosa.

La señora Phelps, que la había observado fascinada durante las dos últimas semanas, se levantó de su mesa y se acercó a ella.

—¿Puedo ayudarte, Matilda? —preguntó.

—No sé qué leer ahora —dijo Matilda—. Ya he leído todos los libros para niños.

—Querrás decir que has contemplado los dibujos, ¿no?

—Sí, pero también los he leído.

La señora Phelps bajó la vista hacia Matilda desde su altura y Matilda le devolvió la mirada.

—Algunos me han parecido muy malos —dijo Matilda—, pero otros eran bonitos. El que más me ha gustado ha sido El jardín secreto. Es un libro lleno de misterio. El misterio de la habitación tras la puerta cerrada y el misterio del jardín tras el alto muro.

La señora Phelps estaba estupefacta.

—¿Cuántos años tienes exactamente, Matilda? —le preguntó.

—Cuatro años y tres meses.

La señora Phelps se sintió más estupefacta que nunca, pero tuvo la habilidad de no demostrarlo.

—¿Qué clase de libro te gustaría leer ahora? —preguntó.

—Me gustaría uno bueno de verdad, de los que leen las personas mayores.

Uno famoso. No sé ningún título.

La señora Phelps ojeó las baldas, tomándose su tiempo. No sabía muy bien qué escoger. ¿Cómo iba a escoger un libro famoso para adultos para una niña de cuatro años? Su primera idea fue darle alguna novela de amor de las que suelen leer las chicas de quince años, pero, por alguna razón, pasó de largo por aquella estantería.

—Prueba con éste —dijo finalmente—. Es muy famoso y muy bueno. Si te resulta muy largo, dímelo y buscaré algo más corto y un poco menos complicado.

—Grandes esperanzas —leyó Matilda—. Por Charles Dickens. Me gustaría probar.

—Debo de estar loca —se dijo a sí misma la señora Phelps, pero a Matilda le comentó—. Claro que puedes probar.

Durante las tardes que siguieron, la señora Phelps apenas quitó ojo a la niñita sentada hora tras hora en el gran sillón del fondo de la sala, con el libro en el regazo. Tenía que colocarlo así porque era demasiado pesado para sujetarlo con las manos, lo que significaba que debía sentarse inclinada hacia delante para poder leer. Resultaba insólito ver aquella chiquilla de pelo oscuro, con los pies colgando, sin llegar al suelo, totalmente absorta en las maravillosas aventuras de Pip y la señorita Havishman y su casa llena de telarañas dentro del mágico hechizo que Dickens, el gran narrador, había sabido tejer con sus palabras. El único movimiento de la lectora era el de la mano cada vez que pasaba una página. La señora Phelps se apenaba cuando llegaba el momento de acercarse a ella y decirle: «Son las cinco menos diez, Matilda».

En el transcurso de la primera semana, la señora Phelps le preguntó:

—¿Viene tu madre todos los días para llevarte a casa?

—Mi madre va todas las tardes a Aylesbury a jugar al bingo —le respondió Matilda—. No sabe que vengo aquí.

—Pero eso no está bien —dijo la señora Phelps—. Creo que sería mejor que se lo contaras.

—Creo que no —contestó Matilda—. A ella no le gusta leer. Ni a mi padre.

—Pero ¿qué esperan que hagas todas las tardes en una casa vacía?

—Ir de un lado para otro y ver la tele.

—Ya.

—A ella no le importa nada lo que hago —dijo Matilda con un deje de tristeza.

A la señora Phelps le preocupaba la seguridad de la niña cuando transitaba por la concurrida calle Mayor del pueblo y cruzaba la carretera, pero decidió no intervenir.

Al cabo de una semana, Matilda terminó Grandes esperanzas que, en aquella edición, tenía cuatrocientas once páginas.

—Me ha encantado —le dijo a la señora Phelps—. ¿Ha escrito otros libros el señor Dickens?

—Muchos otros —respondió la asombrada señora Phelps—. ¿Quieres que te elija otro?

Durante los seis meses siguientes y, bajo la atenta y compasiva mirada de la señora Phelps, Matilda leyó los siguientes libros:

Nicolas Nickleby, de Charles Dickens.

Oliver Twist, de Charles Dickens.

Jane Eyre, de Charlotte Brontë.

Orgullo y prejuicio, de Jane Austin.

Teresa, la de Urbervilles, de Thomas Hardy.

Viaje a la Tierra, de Mary Webb.

Kim, de Rudyard Kipling.

El hombre invisible, de H. G. Wells.

El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.

El ruido y la furia, de William Faulkner.

Alegres compañeros, de J. B. Priestley.

Las uvas de la ira, de John Steinbeck.

Brighton Rock, de Graham Greene.

Rebelión en la granja, de George Orwell.

Era una lista impresionante y, para entonces, la señora Phelps estaba maravillada y emocionada, pero probablemente hizo bien en no mostrar su entusiasmo. Cualquiera que hubiera sido testigo de los logros de aquella niña se hubiera sentido tentado de armar un escándalo y contarlo en el pueblo, pero no la señora Phelps. Se ocupaba sólo de sus asuntos y hacía tiempo que había descubierto que rara vez valía la pena preocuparse por los hijos de otras personas.

—El señor Hemingway dice algunas cosas que no comprendo —dijo Matilda—. Especialmente sobre hombres y mujeres. Pero, a pesar de eso, me ha encantado. La forma como cuenta las cosas hace que me sienta como si estuviera observando todo lo que pasa.

—Un buen escritor siempre te hace sentir de esa forma —dijo la señora Phelps—. Y no te preocupes por las cosas que no entiendas. Deja que te envuelvan las palabras, como la música.

—Sí, sí.

—¿Sabías —le preguntó la señora Phelps— que las bibliotecas públicas

como ésta te permiten llevar libros prestados a casa?

—No lo sabía —dijo Matilda—. ¿Podría hacerlo?

—Naturalmente —dijo la señora Phelps—. Cuando hayas elegido el libro que quieras, tráemelo para que yo tome nota y es tuyo durante dos semanas. Si lo deseas, puedes llevarte más de uno.

A partir de entonces, Matilda sólo iba a la biblioteca una vez por semana, para sacar nuevos libros y devolver los anteriores. Su pequeño dormitorio lo convirtió en sala de lectura y allí se sentaba y leía la mayoría de las tardes, a menudo con un tazón de chocolate caliente al lado. No era lo bastante alta para llegar a los cacharros de la cocina, pero colocaba una caja que había en una dependencia exterior de la casa y se subía en ella para llegar a donde deseaba. La mayoría de las veces preparaba chocolate caliente, calentando la leche en un cazo en el hornillo, antes de añadirle el chocolate. De vez en cuando preparaba Bovril y Ovaltina. Resultaba agradable llevarse una bebida caliente consigo y tenerla al lado mientras se pasaba las tardes leyendo en su tranquila habitación de la casa desierta. Los libros la transportaban a nuevos mundos y le mostraban personajes extraordinarios que vivían unas vidas excitantes. Navegó en tiempos pasados con Joseph Conrad. Fue a África con Ernest Hemingway y a la India con Rudyard Kipling. Viajó por todo el mundo, sin moverse de su pequeña habitación de aquel pueblecito inglés.

El señor Wormwood, experto vendedor de coches

Los padres de Matilda poseían una casa bastante bonita, con tres dormitorios en la planta superior, mientras que la inferior constaba de comedor, sala de estar y cocina. Su padre era vendedor de coches de segunda mano y, al parecer, le iba muy bien.

—El serrín es uno de los grandes secretos de mi éxito —dijo un día, orgullosamente—. Y no me cuesta nada. Lo consigo gratis en las serrerías.

—¿Y para qué lo usas? —le preguntó Matilda.

—Te gustaría saberlo, ¿eh? —dijo.

—No veo cómo te puede ayudar el serrín a vender coches de segunda mano, papá.

—Eso es porque tú eres una majadera ignorante —afirmó su padre.

Su forma de expresarse no era muy delicada, pero Matilda ya estaba acostumbrada. Sabía también que a él le gustaba presumir y ella le incitaba descaradamente.

—Tienes que ser muy inteligente para encontrarle aplicación a algo que no vale nada —comentó—. A mí me encantaría poder hacerlo.

—Tú no podrías —replicó su padre—. Eres demasiado estúpida. Pero no me importa contárselo a Mike, ya que algún día estará en el negocio conmigo —despreciando a Matilda se volvió a su hijo y dijo—. Procuro comprar un coche de algún imbécil que ha utilizado tan mal la caja de cambios que las marchas están desgastadas y suena como una carraca. Lo consigo barato. Luego, todo lo que tengo que hacer es mezclar una buena cantidad de serrín con el aceite de la caja de cambios y va tan suave como la seda.

—¿Cuánto tarda en volver a empezar a rechinar? —preguntó Matilda.

—Lo suficiente para que el comprador esté bastante lejos —dijo su padre sonriendo—. Unas cien millas.

—Pero eso no es honrado, papá —dijo Matilda—. Eso es un engaño.

—Nadie se hace rico siendo honrado —dijo el padre—. Los clientes están para que los engañen.

El señor Wormwood era un hombrecillo de rostro malhumorado, cuyos dientes superiores sobresalían por debajo de un bigotillo de aspecto lastimoso. Le gustaba llevar chaquetas de grandes cuadros, de alegre colorido y corbatas normalmente amarillas o verde claro.

—Fíjate, por ejemplo, en el cuentakilómetros —prosiguió—. El que compra un coche de segunda mano lo primero que hace es comprobar los kilómetros que tiene. ¿No es cierto?

—Cierto —dijo el hijo.

—Pues bien, compro un cacharro con ciento cincuenta mil kilómetros. Lo compro barato. Pero con esos kilómetros no lo va a comprar nadie, ¿no? Ahora no puedes desmontar el cuentakilómetros, como hace diez años, y hacer retroceder los números. Los instalan de forma que resulta imposible amañarlos, a menos que seas un buen relojero o algo así. ¿Qué hacer entonces? Yo uso el cerebro, muchacho, eso es lo que hago.

—¿Cómo? —preguntó el joven Michael, fascinado. Parecía haber heredado la afición de su padre por los engaños.

—Me pongo a pensar y me pregunto cómo podría transformar un cuentakilómetros que marca ciento cincuenta mil kilómetros en uno que sólo marque diez mil, sin estropearlo. Bueno, lo conseguirías si haces andar el coche hacia atrás durante mucho tiempo. Los números irían hacia atrás, ¿no? Pero ¿quién va a conducir un maldito coche marcha atrás durante miles y miles de kilómetros? ¡No hay forma de hacerlo!

—¡Por supuesto que no! —dijo el joven Michael.

—Así que me estrujé el cerebro —siguió el padre—. Yo uso el cerebro. Cuando tienes un cerebro brillante tienes que usarlo. Y, de repente, me llegó la solución. Te aseguro que me sentí igual que debió de sentirse ese tipo tan famoso que descubrió la penicilina. «¡Eureka!», grité. «¡Lo conseguí!»

—¿Qué hiciste, papá?

—Del cuentakilómetros —explicó el señor Wormwood— sale un cable que va conectado a una de las ruedas delanteras. Primero, desconecté el cable en el lugar donde se acopla la rueda. Luego, me compré una taladradora eléctrica de gran velocidad y la conecté al extremo del cable, de tal forma que, cuando gira, hace girar el cable al revés. ¿Me sigues? ¿Lo comprendes?

—Sí, papá —dijo el joven Michael.

—Esas taladradoras giran a una velocidad enorme —dijo el padre—, así que cuando conecto la taladradora, los números del cuentakilómetros retroceden a toda velocidad. En pocos minutos puedo rebajar cincuenta mil kilómetros del cuentakilómetros con mi taladradora eléctrica de gran velocidad. Y, cuando termino, el coche sólo ha hecho diez mil kilómetros y está listo para su venta. «Está casi nuevo», le digo al cliente. «Apenas ha hecho diez mil. Pertenecía a una señora mayor que sólo lo utilizaba una vez a la semana para ir de compras».

—¿De verdad puedes hacer que el cuentakilómetros vaya hacia atrás con una taladradora eléctrica? —preguntó Michael.

—Te estoy contando secretos del negocio —dijo el padre—, así que no vayas a decírselo a nadie. No querrás verme en chirona, ¿no?

—No se lo diré a nadie —dijo el niño—. ¿Le haces eso a muchos coches, papá?

—Todo coche que pasa por mis manos recibe el tratamiento —dijo el padre—. Antes de ofrecerlos a la venta, todos ven reducido su kilometraje por debajo de diez mil. ¡Y pensar que lo he inventado yo…! —añadió orgullosamente—. Me ha hecho ganar una fortuna.

Matilda, que había escuchado atentamente, dijo:

—Pero papá, eso es aún peor que lo del serrín. Es repugnante. Estás engañando a gente que confía en ti.

—Si no te gusta, no comas entonces la comida de esta casa —dijo el padre —. Se compra con las ganancias.

—Es dinero sucio —dijo Matilda—. Lo odio.

Dos manchas rojas aparecieron en las mejillas del padre.

—¿Quién demonios te crees que eres? —gritó—. ¿El arzobispo de Canterbury o alguien así, echándome un sermón sobre honradez? ¡Tú no eres más que una ignorante mequetrefe que no tiene ni la más mínima idea de lo que dice!

—Bien dicho, Harry —dijo la madre. Y a Matilda—. Eres una descarada por hablarle así a tu padre. Ahora, mantén cerrada tu desagradable boca para que podamos ver tranquilos este programa.

Estaban en la sala de estar, frente a la televisión, con la bandeja de la cena sobre las rodillas. La cena consistía en una de esas comidas preparadas que anuncian en televisión, en bandejas de aluminio flexible, con compartimentos separados para la carne guisada, las patatas hervidas y los guisantes. La señora Wormwood comía con los ojos pendientes del serial americano de la pequeña pantalla. Era una mujerona con el pelo teñido de rubio platino, excepto en las raíces cercanas al cuero cabelludo, donde era de color castaño parduzco. Iba muy maquillada y tenía uno de esos tipos abotargados y poco agraciados en los que la carne parece estar atada alrededor del cuerpo para evitar que se caiga.

—Mami —dijo Matilda—, ¿te importa que me tome la cena en el comedor y así poder leer mi libro?

El padre levantó la vista bruscamente.

—¡Me importa a mí! —dijo acaloradamente—. ¡La cena es una reunión familiar y nadie se levanta de la mesa antes de terminar!

—Pero nosotros no estamos sentados a la mesa —dijo Matilda—. No lo hacemos nunca. Siempre cenamos aquí, viendo la tele.

—¿Se puede saber qué hay de malo en ver la televisión? —preguntó el padre.

Su voz se había tornado de repente tranquila y peligrosa.

Matilda no se atrevió a responderle y permaneció callada. Sintió que le invadía la cólera. Sabía que no era bueno aborrecer de aquella forma a sus padres, pero le costaba trabajo no hacerlo. Lo que había leído le había mostrado un aspecto de la vida que ellos ni siquiera vislumbraban. Si por lo menos hubieran leído algo de Dickens o de Kipling, sabrían que la vida era algo más que engañar a la gente y ver la televisión.

Otra cosa. Le molestaba que la llamaran constantemente ignorante y estúpida, cuando sabía que no lo era. La cólera que sentía fue creciendo más y

más y esa noche, acostada en su cama, tomó una decisión. Cada vez que su padre o su madre se portaran mal con ella, se vengaría de una forma u otra. Esas pequeñas victorias le ayudarían a soportar sus idioteces y evitarían que se volviera loca. Recuerden que aún no tenía cinco años y que, a esa edad, no es fácil marcarle un tanto a un todopoderoso adulto. Aun así, estaba decidida a intentarlo. Después de lo que había sucedido esa noche frente a la televisión, su padre fue el primero de la lista.

El sombrero y el pegamento

A la mañana siguiente, poco antes de que su padre se marchara a su aborrecible garaje de coches de segunda mano, Matilda fue al guardarropa y cogió el sombrero que él llevaba todos los días al trabajo. Tuvo que ponerse de puntillas y servirse de un bastón para descolgarlo de la percha. El sombrero era de copa baja y plana, con una pluma de ave en la cinta, y el señor Wormwood se sentía orgulloso de él. Creía que le daba un cierto aire atrevido y elegante, especialmente cuando lo llevaba ladeado y con su llamativa chaqueta de cuadros y la corbata verde.

Matilda, con el sombrero en una mano y un tubo de pegamento en la otra, depositó un poco de éste con suma pulcritud alrededor del cerco interior del sombrero. Luego, lo volvió a colgar con cuidado en la percha valiéndose del bastón. Calculó con exactitud la operación, aplicando el pegamento justamente en el momento en que su padre se levantaba de la mesa del desayuno.

El señor Wormwood no notó nada cuando se puso el sombrero, pero al llegar al garaje no se lo pudo quitar. Aquel pegamento era un producto muy fuerte, tanto que si se tira demasiado puede arrancarle a uno la piel. El señor Wormwood no tenía ningún deseo de perder el cuero cabelludo, por lo que tuvo que dejarse el sombrero puesto todo el día, hasta cuando ponía serrín en las cajas de cambio o alteraba los cuentakilómetros de los coches con su taladro eléctrico. En un esfuerzo por salvar las apariencias, adoptó una actitud descuidada, confiando en que su personal pensara que, en realidad, quería tener puesto el sombrero todo el día, como hacen los gángsters en las películas.

Cuando llegó a su casa esa noche, seguía sin poderse quitar el sombrero.

—No seas bobo —dijo su mujer—. Ven aquí. Yo te lo quitaré.

Dio un tirón brusco del sombrero. El señor Wormwood soltó un alarido que hizo temblar los cristales de las ventanas.

—¡Aaaay! —gritó—. ¡No hagas eso! ¡Déjalo! ¡Me vas a arrancar la piel de la frente!

Matilda, arrellanada en su asiento habitual, observaba con mucho interés la operación por encima del borde de su libro.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó—. ¿Se te ha hinchado de pronto la cabeza o algo así?

El padre miró a su hija recelosamente, pero no dijo nada. ¿Cómo iba a hacerlo? Su mujer le dijo:

—Tiene que ser pegamento. No puede ser otra cosa. Eso te enseñará a no manejar un producto como ése. Supongo que estarías intentando pegar otra pluma en el sombrero.

—¡Yo no he tocado ese asqueroso producto! —rugió el señor Wormwood.

Se volvió y miró otra vez a Matilda, que le devolvió la mirada con sus grandes e inocentes ojos castaños.

La señora Wormwood le dijo:

—Deberías leer las etiquetas antes de usar productos peligrosos. Sigue siempre las instrucciones.

—¿De qué diablos estás hablando, estúpida? —gritó el señor Wormwood, sujetando el ala del sombrero para evitar que alguien intentara quitárselo de nuevo—. ¿Me crees tan idiota como para haberme pegado esto a la cabeza a propósito?

Matilda dijo:

—Un chico que vive en esta calle se metió un dedo en la nariz sin darse cuenta de que tenía un poco de pegamento en él.

—¿Qué le pasó? —farfulló el señor Wormwood, sobresaltado.

—Se le quedó pegado el dedo dentro de la nariz —dijo Matilda— y tuvo que ir así durante una semana. La gente le decía que no se hurgara la nariz, pero no podía hacer nada. Iba haciendo el ridículo.

—Le estuvo bien empleado —dijo la señora Wormwood—. En primer lugar, no debía haberse metido el dedo ahí. Es una costumbre repugnante. Si a todos los niños les pusieran pegamento en los dedos, dejarían de hacerlo.

—Las personas mayores también lo hacen, mami —dijo Matilda—. Yo te vi a ti hacerlo ayer en la cocina.

—¡Estoy harta de ti! —exclamó la señora Wormwood enrojeciendo.

El señor Wormwood tuvo que dejarse el sombrero puesto durante la cena, frente al televisor. Tenía un aspecto ridículo y se mantuvo en silencio.

Cuando fue a acostarse trató de quitárselo de nuevo, y lo intentó también su mujer, pero no cedió.

—¿Cómo voy a ducharme? —preguntó.

—No podrás ducharte —le dijo su mujer.

Más tarde, al observar a su enjuto marido dando vueltas por el dormitorio con su pijama de rayas moradas y el sombrero de copa baja en la cabeza, pensó el aspecto tan ridículo que tenía. Difícilmente podía asociarlo al tipo de hombre con quien sueña una mujer.

El señor Wormwood descubrió que lo peor de llevar puesto siempre un sombrero en la cabeza era tener que dormir con él. Era imposible reposar cómodamente sobre la almohada.

—Deja de dar vueltas —le dijo su mujer al cabo de una hora de moverse de un lado a otro—. Me figuro que por la mañana estará más despegado y saldrá fácilmente.

Pero por la mañana seguía igual y no salía. Así que la señora Wormwood agarró unas tijeras y fue cortando poco a poco el sombrero, primero la copa y luego el ala. En las zonas donde la banda interior se había pegado al pelo, en las sienes y en la parte de atrás de la cabeza, tuvo que cortarlo de raíz, dejándole un cerco blanco pelado alrededor, como si fuera una especie de monje. Y en la frente, donde la banda se había pegado directamente a la piel desnuda, le quedaron pequeños parchecitos de restos de cuero, que no pudo quitarse por más que se lavara.

—Tienes que intentar quitarte esos trocitos de la frente, papá. Parecen pequeños insectos de color marrón. La gente pensará que tienes piojos.

—¡Cállate! —rugió el padre—. Cierra tu asquerosa boca, ¿quieres?

En conjunto resultó una prueba satisfactoria. Pero sin duda era esperar demasiado que le hubiera servido al padre de lección permanente.

El fantasma

En el hogar de los Wormwood hubo relativa calma durante unas semanas, aproximadamente, tras el episodio del pegamento. Resultó evidente que la experiencia había escarmentado al señor Wormwood, que perdió temporalmente su costumbre de presumir y fanfarronear.

Luego, de repente, volvió a atacar. Puede que hubiera tenido un mal día en el garaje y no hubiera vendido suficientes coches de segunda mano de

pacotilla. Hay muchas cosas que vuelven irritables a un hombre cuando llega a casa del trabajo, y una mujer lista aprecia por lo general los síntomas de tormenta y lo deja solo hasta que se calma.

Cuando el señor Wormwood regresó esa tarde del garaje, su rostro era tan tenebroso como una nube de tormenta y alguien iba a sufrir pronto el primer embate. Su mujer notó inmediatamente los síntomas y se esfumó. Matilda estaba acurrucada en un sillón, en un rincón, totalmente absorta en un libro. El señor Wormwood conectó la televisión. La pantalla se iluminó y el programa comenzó a atronar la habitación. El señor Wormwood miró a Matilda. Ésta no se había movido. Estaba entrenada para cerrar los oídos al espantoso sonido de la temible caja. Siguió leyendo y eso, por algún motivo, enfureció a su padre. Puede que su enfado aumentara al ver que ella disfrutaba con algo que no estaba a su alcance.

—¿No dejas nunca de leer? —preguntó bruscamente.

—¡Ah, hola papá! —dijo agradablemente—. ¿Has tenido un buen día?

—¿Qué es esta basura? —preguntó arrancándole el libro de las manos.

—No es basura, papá, es precioso. Se titula El pony rojo y es de un escritor americano llamado John Steinbeck. ¿Por qué no lo lees? Te encantaría.

—¡Porquerías! —dijo el señor Wormwood—. Si lo ha escrito un americano tiene que ser una porquería. De eso es de lo que escriben todos ellos.

—No, papi, de verdad que es precioso. Trata de…

—No quiero saber de qué trata —rugió el señor Wormwood—. Estoy harto de tus lecturas. Busca algo útil que hacer —con terrorífica brusquedad comenzó a arrancar a puñados las páginas del libro y a arrojarlas a la papelera.

Matilda se quedó horrorizada. Su padre prosiguió. No había duda de que el hombre sentía cierto tipo de celos. ¿Cómo se atrevía ella —parecía decir con cada página que arrancaba—, cómo se atrevía a disfrutar leyendo libros cuando él no podía? ¿Cómo se atrevía?

—¡Es un libro de la biblioteca! —exclamó Matilda—. ¡No es mío! ¡Tengo que devolvérselo a la señora Phelps!

—Tendrás que comprar otro entonces, ¿no? —dijo el padre, sin dejar de arrancar páginas—. Tendrás que ahorrar de tu paga hasta que reúnas el dinero preciso para comprar uno nuevo a tu preciosa señora Phelps, ¿no? —al decir esto, arrojó a la papelera las pastas, ahora vacías, del libro y salió de la habitación dejando puesta la televisión.

En la misma situación que Matilda, la mayoría de los niños se hubieran echado a llorar. Ella no lo hizo. Se quedó muy tranquila, pálida y pensativa. Sabía que ni llorando, ni enfadándose, conseguiría nada. Cuando a uno le atacan, lo único sensato, como Napoleón dijo una vez, es contraatacar. La mente maravillosamente aguda de Matilda ya estaba trabajando, tramando otro castigo adecuado para su odioso padre. El plan que comenzaba a madurar en su mente dependía, sin embargo, de que el loro de Fred fuera realmente tan buen hablador como Fred decía.

Fred era un amigo de Matilda. Era un niño de seis años que vivía a la vuelta de la esquina y llevaba muchos días explicándole lo buen hablador que era el loro que le había regalado su padre.

Así pues, la tarde siguiente, tan pronto como la señora Wormwood se marchó en su coche a otra sesión de bingo, Matilda se encaminó a casa de Fred para averiguarlo. Llamó a la puerta y le preguntó si sería tan amable de enseñarle el famoso pájaro. Fred se sintió encantado y la condujo a su dormitorio donde, en una jaula de gran altura, había un loro, de color azul y amarillo, realmente precioso.

—Ahí está —dijo Fred—. Se llama Chopper.

—Hazlo hablar —ordenó Matilda.

—No puedes hacerle hablar —le explicó Fred—. Hay que tener paciencia.

Habla cuando quiere.

Aguardaron. De repente, el loro dijo: «Hola, hola, hola». Era igual que una voz humana.

—¡Es asombroso! —exclamó Matilda—. ¿Qué más sabe decir?

—¡No fastidies! —dijo el loro, imitando maravillosamente una voz fantasmal—. ¡No fastidies!

—No para de decir eso —rio Fred.

—¿Qué más sabe decir? —preguntó Matilda.

—Eso es todo. Pero es estupendo, ¿no?

—Es fabuloso —admitió Matilda—. ¿Me lo dejarías una noche?

—No —contestó Fred—. Desde luego que no.

—Te daré mi paga de la semana que viene —dijo Matilda.

Eso era otra cosa. Fred lo pensó unos segundos.

—De acuerdo —dijo—, si prometes devolvérmelo mañana.

Matilda regresó tambaleándose a su casa desierta, llevando la jaula con ambas manos. En el comedor había una gran chimenea y colocó la jaula en la

campana de aquélla, fuera de la vista. No le resultó fácil, pero finalmente se las arregló para colocarla.

—¡Hola, hola, hola! —repitió el loro—. ¡Hola, hola!

—¡Cállate, idiota! —ordenó Matilda, y fue a lavarse las manos para quitarse el hollín.

Esa noche, mientras la madre, el padre, el hermano y Matilda cenaban como de costumbre en la sala de estar, frente a la televisión, llegó del comedor, a través del vestíbulo, una voz fuerte y clara. Dijo: «¡Hola, hola, hola!».

—¡Harry! —exclamó sobresaltada la madre, poniéndose blanca—. ¡En la casa hay alguien! ¡He oído una voz!

—¡Yo también! —dijo el hermano.

Matilda se puso en pie de un brinco y apagó el televisor.

—¡Chiss! —ordenó—. ¡Escuchad!

Todos dejaron de comer y se quedaron muy tensos, con el oído atento.

De nuevo escucharon la voz:

—¡Hola, hola, hola!

—¡Está ahí! —exclamó el hermano.

—¡Son ladrones! —susurró la madre—. ¡Están en el comedor!

—Creo que sí —dijo el padre, sin moverse.

—¡Ve, pues, y atrápalos, Harry! —susurró la madre—. ¡Píllalos con las manos en la masa!

El padre no se movió. Al parecer no tenía ninguna prisa por salir y convertirse en un héroe. Su rostro se había vuelto gris.

—¡Vamos, hazlo! —siseó apremiante la madre—. ¡Probablemente estén buscando la plata!

El marido se secó nerviosamente los labios con su servilleta.

—¿Por qué no vamos todos y miramos? —propuso.

—Vamos entonces —dijo el hermano—. Vamos, mamá.

—No hay duda de que están en el comedor —susurró Matilda—. Estoy segura de que están allí.

La madre agarró un atizador del fuego. El padre, un palo de golf que había en un rincón. El hermano asió una lámpara de mesa, arrancando la clavija del

enchufe. Matilda empuñó el cuchillo con el que estaba comiendo y los cuatro se dirigieron a la puerta del comedor, manteniéndose el padre bien detrás de los otros.

—¡Hola, hola, hola! —dijo otra vez la voz.

—¡Vamos! —gritó Matilda, e irrumpió en la habitación blandiendo el cuchillo—. ¡Manos arriba! —gritó—. ¡Os hemos pillado!

Los otros la siguieron, agitando sus armas. Luego se detuvieron. Miraron a su alrededor. Allí no había nadie.

—Aquí no hay nadie —dijo el padre, con gran alivio.

—¡Yo lo oí, Harry! —chilló la madre, que aún temblaba—. Está aquí, en alguna parte —añadió, y empezó a buscar detrás del sofá y de las cortinas.

En ese momento volvió a oírse la voz, ahora suave y fantasmal.

—¡No fastidies! —dijo—. ¡No fastidies!

Dieron un brinco, sobresaltados, incluso Matilda, que era una buena actriz.

Miraron a su alrededor. No había nadie.

—Es un fantasma —afirmó Matilda.

—¡Que el cielo nos valga! —gritó la madre, agarrándose al cuello de su marido.

—¡Claro que es un fantasma! —dijo Matilda—. ¡Yo lo he escuchado antes! Esta habitación está encantada. Creía que lo sabíais.

—¡Sálvanos! —gritó la madre, casi estrangulando a su marido.

—Yo me voy de aquí —dijo el padre, más gris aún.

Salieron todos, cerrando la puerta tras ellos.

A la tarde siguiente, Matilda se las arregló para rescatar de la chimenea un loro bastante manchado de hollín y malhumorado y sacarlo de la casa sin ser vista. Salió por la puerta trasera y lo llevó, sin dejar de correr, a casa de Fred.

—¿Se portó bien? —le preguntó Fred.

—Lo hemos pasado estupendamente con él —dijo Matilda—. A mis padres les ha encantado.

Aritmética

Matilda anhelaba que sus padres fueran buenos, cariñosos, comprensivos,

honrados e inteligentes, pero tenía que apechugar con el hecho de que no lo eran. No le resultaba fácil. Sin embargo, el juego que se había ingeniado, consistente en castigar a uno o a ambos cada vez que se comportaban repugnantemente con ella, hacía su vida más o menos soportable.

Al ser muy pequeña y muy joven, el único poder que tenía Matilda sobre cualquiera de su familia era el del cerebro. Los superaba en ingenio. Pero seguía inalterable el hecho de que en cualquier familia, una niña de cinco años se veía obligada siempre a hacer lo que decían, por estúpido que fuera. Por eso, siempre tenía que tomar una de esas cenas que anuncian en televisión, frente a la espantosa caja. Entre semana se pasaba todas las tardes sola, y cuando le decían que se callara tenía que callarse.

Su válvula de escape, lo único que impedía que se volviera loca, era el placer de maquinar e infligir aquellos magníficos castigos, y lo curioso era que parecían surtir efecto durante algún tiempo. El padre especialmente se volvía menos fanfarrón e intratable durante algunos días, después de recibir una dosis de la medicina mágica de Matilda.

El incidente del loro bajó claramente los humos a sus padres y, por espacio de una semana, se comportaron de forma relativamente civilizada con su hijita. Pero ¡ay!, eso no podía durar. El siguiente estallido se produjo una tarde en la sala de estar. El señor Wormwood acababa de regresar del trabajo. Matilda y su hermano estaban tranquilamente sentados en el sofá, esperando que su madre les llevara las bandejas de la cena. La televisión aún no estaba encendida.

Llegó el señor Wormwood con un llamativo traje de cuadros y una corbata amarilla. Los horribles cuadros naranjas y verdes de la chaqueta y los pantalones casi deslumbraban al que lo miraba. Parecía un corredor de apuestas de ínfima calidad ataviado para la boda de su hija y, evidentemente, esa noche se sentía muy satisfecho consigo mismo. Se sentó en un sillón, se frotó las manos y se dirigió a su hijo en voz alta.

—Bien, hijo mío —dijo—, tu padre ha tenido un día muy afortunado. Esta noche es mucho más rico que esta mañana. He vendido nada menos que cinco coches, cada uno de ellos con un buen beneficio. Serrín en la caja de cambios, la taladradora eléctrica en los cables del cuentakilómetros, un chafarrinón de pintura aquí y allá y algunos otros pequeños trucos y los idiotas se desviven por comprarlos.

Sacó una hojita de papel del bolsillo y la examinó.

—Escucha, chico —continuó, dirigiéndose al hijo e ignorando a Matilda

—. Dado que algún día estarás metido en este negocio conmigo, tienes que aprender a calcular al final de cada día los beneficios obtenidos. Trae un bloc y un lápiz y veamos lo inteligente que eres.

El hijo salió obedientemente de la habitación y regresó con los objetos de escritura solicitados.

—Anota estas cifras —dijo el padre, leyendo su hojita de papel—. Compré el coche número uno por doscientas setenta y ocho libras y lo vendí por mil cuatrocientas veinticinco. ¿Lo has entendido?

El chico de diez años anotó, lenta y cuidadosamente, las dos cifras por separado.

—El coche número dos —prosiguió el padre— me costó ciento dieciocho libras y lo vendí por setecientas sesenta. ¿Entendido?

—Sí, papá —dijo el hijo—. Lo he entendido.

—El coche número tres costó ciento once libras y se vendió por novecientas noventa y nueve libras y cincuenta peniques.

—Repítelo otra vez —pidió el hijo—. ¿Por cuánto se vendió?

—Por novecientas noventa y nueve libras y cincuenta peniques —dijo el padre—. Y, a propósito, ése es otro de mis estupendos trucos para engañar al cliente. No digas nunca una cifra redonda. Siempre un poco por debajo. No digas jamás mil libras. Di novecientas noventa y nueve cincuenta. Parece mucho menos, pero no lo es. Inteligente, ¿no?

—Mucho —dijo el hijo—. Eres muy listo, papá.

—El coche número cuatro costó ochenta y seis libras, era una ruina, y se vendió por seiscientas noventa y nueve libras con cincuenta.

—No vayas tan rápido —dijo el hijo, anotando las cifras—. Ya, ya está.

—El coche número cinco costó seiscientas treinta y siete libras y se vendió por mil seiscientas cuarenta y nueve con cincuenta. ¿Has anotado todas esas cifras, hijo?

—Sí, papá —respondió el chico, encorvado sobre el bloc mientras escribía cuidadosamente.

—Muy bien —dijo el padre—. Ahora calcula lo que he ganado con cada uno de los coches y suma el total. Así sabrás cuánto dinero ha ganado hoy tu inteligente padre.

—Son muchas sumas —objetó el chico.

—Claro que son muchas sumas —dijo el padre—. Pero cuando se está en un gran negocio, como lo estoy yo, tienes que ser un lince en aritmética. A mí me llevó menos de diez minutos calcularlo.

—¿Quieres decir que lo calculaste mentalmente, papá? —preguntó el hijo con ojos de asombro.

—Bueno, no exactamente —dijo el padre—. Nadie podría hacerlo. Pero no me llevó mucho tiempo. Cuando termines, dime cuáles son mis ganancias del día. Yo tengo el total apuntado aquí y ya te diré si estás en lo cierto.

Matilda dijo pausadamente:

—Papá, ganaste exactamente cuatro mil trescientas tres libras y cincuenta peniques.

—No te metas en esto —dijo el padre—. Tu hermano y yo estamos ocupados en altas finanzas.

—Pero, papá…

—¡Cállate! —dijo el padre—. Deja de calcular e intentar parecer inteligente.

—Mira tu cifra, papá —dijo amablemente Matilda—. Si la has calculado bien, tiene que ser cuatro mil trescientas tres libras y cincuenta peniques. ¿Es lo que te da a ti, papá?

El padre echó un vistazo al papel que tenía en la mano. Parecía haberse quedado rígido. Estaba muy tranquilo. Hubo un silencio. Luego dijo:

—Repítelo.

—Cuatro mil trescientas tres libras y cincuenta peniques —dijo Matilda.

Hubo otro silencio. El rostro del padre estaba empezando a ponerse rojo.

—Estoy segura de que es ésa —dijo Matilda.

—¡Tú… tú, tramposa! —gritó de repente el padre, señalándola con el dedo —. ¡Lo has visto en mi papel! ¡Has leído lo que tengo aquí escrito!

—Estoy en el otro lado de la habitación —dijo Matilda—. ¿Cómo podría verlo?

—¡No digas tonterías! —gritó el padre—. ¡Claro que lo has visto! ¡Tienes que haberla visto! ¡Nadie en el mundo podría dar la respuesta así, y menos una niña! ¡Usted es una tramposa, señora mía, eso es lo que es usted! ¡Una tramposa y una embustera!

En ese momento llegó la madre llevando una gran bandeja con las cuatro bandejas más pequeñas de la cena. Esta vez, la cena consistía en pescado frito con patatas fritas, que la señora Wormwood había comprado en la tienda al volver del bingo. Al parecer, el bingo de las tardes la dejaba tan agotada, tanto física como mentalmente, que nunca tenía fuerzas suficientes para hacer una

cena casera. Así que no era una bandeja con comida preparada, sino pescado y patatas fritas de la freiduría.

—¿Por qué estás tan colorado, Harry? —preguntó mientras dejaba la bandeja sobre la mesita del café.

—Tu hija es una tramposa y una embustera —dijo el padre, agarrando su plato de pescado y colocándoselo en las rodillas—. Enciende la televisión y no hablemos más.

El hombre rubio platino

Matilda no tenía la más mínima duda de que esta última infamia de su padre se merecía un severo castigo, así que mientras comía su horrible pescado con patatas fritas, su cerebro barajaba diversas posibilidades. A la hora de irse a la cama ya había tomado una decisión.

A la mañana siguiente se levantó temprano, fue al cuarto de baño y cerró la puerta. Como ya sabemos, la señora Wormwood llevaba el pelo teñido de un color rubio platino resplandeciente, muy parecido al reluciente color plateado de las mallas de una equilibrista de circo. Se teñía el pelo dos veces al año en la peluquería, pero la señora Wormwood lo cuidaba, aclarándolo en el lavabo más o menos todos los meses con un producto llamado TINTE RUBIO PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO. También le servía aquel producto para teñir las molestas raíces de color castaño. El frasco de TINTE RUBIO PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO se guardaba en el armarito del cuarto de baño y en la etiqueta, debajo del nombre, se leía «Precaución: peróxido. Manténgase fuera del alcance de los niños». Matilda lo había leído maravillada muchas veces.

El padre de Matilda tenía una espléndida cabellera negra, que peinaba con raya en medio, y de la que se sentía extremadamente orgulloso.

—Un buen pelo —le encantaba decir— significa que hay un buen cerebro debajo.

—Como Shakespeare —comentó una vez Matilda.

—¿Como quién?

—Como Shakespeare, papi.

—¿Era inteligente?

—Mucho, papi.

—Tendría un montón de pelo, ¿no?

—Era calvo, papi.

A lo cual, el padre respondió con brusquedad.

—Si no sabes decir cosas sensatas, cierra el pico.

Sea como sea, el señor Wormwood conservaba su pelo fuerte y reluciente o, al menos, así lo creía él, frotándose todas las mañanas con grandes cantidades de una loción llamada ACEITE DE VIOLETAS. TÓNICO CAPILAR. Siempre había un frasco de esta perfumada mezcla de color violáceo en la repisa de encima del lavabo, junto a los cepillos de dientes, y todos los días el señor Wormwood se daba un vigoroso masaje en el cuero cabelludo con ACEITE DE VIOLETAS, una vez que terminaba de afeitarse. Acompañaba este masaje capilar y del cuero cabelludo con fuertes gruñidos masculinos y profundos resuellos y exclamaciones de «¡Ah, así está mejor! ¡Así, hasta las raíces!», que Matilda percibía con toda claridad desde su dormitorio, al otro lado del pasillo.

En la temprana intimidad del cuarto de baño, Matilda desenroscó la tapa del ACEITE DE VIOLETAS de su padre y vertió tres cuartas partes de su contenido por el desagüe del lavabo. A continuación, rellenó el frasco con el TINTE RUBIO PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO de su madre. Dejó suficiente cantidad del tónico capilar de su padre para que, al agitarlo, la mezcla permaneciera aún razonablemente violácea. Tras eso, volvió a colocar el frasco en la repisa, sobre el lavabo, teniendo cuidado de dejar el tinte de su madre en el armario. Hasta aquí, bien.

A la hora del desayuno, Matilda estaba sentada tranquilamente en la mesa del comedor comiendo copos de maíz. Su hermano se sentaba frente a ella, de espaldas a la puerta, devorando trozos de pan recubiertos de una mezcla de manteca de cacahuetes y mermelada de fresas. La madre estaba en la cocina, preparando el desayuno del señor Wormwood, que consistía siempre en dos huevos fritos con pan, tres salchichas de cerdo, dos tiras de tocino y unos tomates fritos.

En ese momento entró ruidosamente en la habitación el señor Wormwood. Era incapaz de entrar tranquilamente en una habitación, especialmente a la hora del desayuno. Siempre tenía que hacer sentir su presencia, originando mucho alboroto. Parecía como si dijera: «¡Soy yo, el gran hombre, el amo de la casa, el que gana el dinero y el que hace posible que los demás vivan tan bien! ¡Fijaos en mí y presentadme vuestros respetos!».

Esta vez, le dio una palmadita en la espalda a su hijo al entrar y dijo con voz fuerte:

—Bien, hijo mío, tu padre presiente que está ante otro día productivo en el garaje. He comprado unas preciosidades que voy a endilgar esta mañana a los idiotas. ¿Dónde está mi desayuno?

—¡Ya va, cariño! —dijo la señora Wormwood desde la cocina.

Matilda tenía la vista baja, fija en los copos de maíz. No se atrevía a mirar. En primer lugar, no estaba segura en absoluto de lo que iba a ver. Y, en segundo lugar, si veía lo que creía que iba a ver, no confiaba en poderse mantener seria. El hijo, mientras se atiborraba de pan con manteca de cacahuetes y mermelada de fresas, miraba hacia la ventana.

El padre se dirigía a la cabecera de la mesa para sentarse, cuando llegó de la cocina la madre con paso majestuoso, llevando un plato enorme, lleno de huevos, salchichas, tocino y tomates. Levantó la vista. Vio a su marido. Se quedó paralizada. Luego soltó un grito que pareció elevarse en el aire y dejó caer el plato con estrépito en el suelo. Todos pegaron un brinco, incluso el señor Wormwood.

—¿Qué demonios te pasa, mujer? —gritó—. ¡Mira cómo has puesto la alfombra!

—¡Tu pelo! —gritó histéricamente la mujer, señalando con dedo tembloroso a su marido—. ¡Mira tu pelo! ¿Qué te has puesto?

—¿Qué le pasa a mi pelo, si puede saberse?

—¡Oh, papá! ¿Qué te has puesto en el pelo? —exclamó el hijo.

Se estaba desarrollando una divertida y ruidosa escena en el comedor.

Matilda no dijo nada. Permaneció sentada, admirando el maravilloso efecto de su obra. La espléndida cabellera negra del señor Wormwood presentaba un color plateado sucio, el color, esta vez, de la malla de una equilibrista que no se hubiera lavado en toda la temporada de circo.

—¡Te lo has… te lo has teñido! —gritó histéricamente la madre—. ¿Por qué lo has hecho, imbécil? ¡Tienes un aspecto horrible! ¡Es horroroso! ¡Pareces un monstruo!

—¿De qué diablos estás hablando? —gritó el padre llevándose las manos al pelo—. ¡Naturalmente que no me lo he teñido! ¿Por qué dices eso? ¿Qué le ha pasado? ¿O se trata de algún chiste estúpido? —su cara se iba tornando verde pálido, el color de las manzanas ácidas.

—Tienes que habértelo teñido, papá —dijo el hijo—. Tiene el mismo color que el de mamá, sólo que más sucio.

—¡Claro que se lo ha teñido! —gritó la madre—. ¡No puede cambiar de color él solo! ¿Qué demonios querías hacer, volverte guapo o algo así?

¡Pareces como una abuela a la que se le hubiera ido la mano!

—¡Dame un espejo! —vociferó el padre—. ¡No te quedes gritándome!

¡Dame un espejo!

El bolso de la madre estaba en una silla, al otro extremo de la mesa. Lo abrió y sacó una polvera que tenía un espejito redondo en la parte interior de la tapa. La abrió y se la entregó a su marido. Éste la agarró violentamente y se la acercó a la cara y, al hacerlo, se derramó la mayor parte de los polvos de la polvera en su elegante chaqueta de tweed.

—¡Ten cuidado! —gritó la madre—. ¡Mira lo que has hecho ahora! ¡Son los mejores polvos de Elizabeth Arden para la cara!

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el padre al verse en el espejito—. ¿Qué ha pasado? ¡Tengo un aspecto horrible! ¡Parezco como si se te hubiera ido la mano a ti! ¡No puedo ir así al garaje a vender coches! ¿Cómo ha sucedido? — miró a su alrededor, primero a la madre, luego al hijo y, finalmente, a Matilda —. ¿Cómo ha podido suceder? —gritó.

—Supongo, papá —dijo Matilda tranquilamente—, que, sin darte cuenta, habrás cogido de la repisa el frasco del producto de mamá en lugar del tuyo.

—¡Eso es lo que ha pasado, claro! —exclamó la madre—. ¿Cómo puedes ser tan estúpido, Harry? ¿Por qué no lees las etiquetas antes de echarte encima un producto? El mío es terriblemente fuerte. ¡Yo sólo uso una cucharada disuelta en una palangana de agua y vas tú y te lo echas puro en la cabeza! Con probabilidad se te acabará cayendo el pelo. ¿Te pica el cuero cabelludo, cariño?

—¿Quieres decir que me voy a quedar sin pelo? —vociferó el marido.

—Creo que sí —dijo la madre—. El peróxido es un producto químico muy fuerte. Es lo que se emplea en el retrete para desinfectar la taza, sólo que con otro nombre.

—¿Qué estás diciendo? —gritó el marido—. ¡Yo no soy una taza de retrete! ¡No quiero que me desinfecten!

—Incluso diluido como lo uso yo —dijo la madre—, se me cae una gran cantidad de pelo, así que cualquiera sabe lo que te puede pasar a ti. Me sorprende que no se te haya caído ya todo lo de arriba.

—¿Y qué puedo hacer? —gimió el padre—. ¡Dime enseguida lo que tengo que hacer antes de que empiece a caerse!

—Si yo fuera tú —intervino Matilda—, me lo lavaría bien con agua y jabón, papá. Pero tendrás que darte prisa.

—¿Y con eso le volverá el color? —preguntó ansiosamente el padre.

—¡Claro que no, imbécil! —exclamó la madre.

—¿Qué hago, entonces? No puedo ir por ahí con este aspecto.

—Tendrás que teñírtelo de negro —dijo la madre—, pero lávatelo primero o no tendrás nada que teñir.

—¡Rápido! —gritó el padre, reaccionando—. ¡Consígueme hora enseguida con tu peluquero para que me lo tiña! ¡Di que se trata de una emergencia! ¡Tendrá que quitar a alguien de la lista! Ahora voy a subir a lavármelo.

Dicho esto, el hombre salió a toda prisa de la habitación y la señora Wormwood, suspirando profundamente, se dirigió al teléfono para llamar al salón de belleza.

—Papá hace tonterías de vez en cuando, ¿no, mamá? —dijo Matilda.

La madre, mientras marcaba el número de teléfono, comentó:

—Me temo que los hombres no son siempre tan inteligentes como ellos se creen. Ya lo aprenderás cuando seas un poco mayor, hija.

La señorita Honey

Matilda empezó la escuela un poco tarde. La mayoría de los niños empezaban antes de los cinco años, pero los padres de Matilda, a los que, en todo caso, no les preocupaba mucho la educación de su hija, se olvidaron de hacer los arreglos precisos con anticipación. Cuando fue por primera vez a la escuela, tenía cinco años y medio.

La escuela para niños del pueblo era un edificio tristón de ladrillo, llamado Escuela Primaria Crunchem. Albergaba a unos doscientos cincuenta niños, de edades comprendidas entre cinco y poco menos de doce años. La directora, la jefa, la suprema autoridad de este establecimiento, era una dama terrible, de mediana edad, llamada señorita Trunchbull.

A Matilda, como es natural, le asignaron la clase inferior, donde había otros dieciocho niños, aproximadamente de su misma edad. La profesora era la señorita Honey, que no tendría más de veintitrés o veinticuatro años. Tenía un bonito rostro ovalado pálido de madonna, con ojos azules y pelo castaño claro. Su cuerpo era tan delgado y frágil que daba la impresión de que, si se caía, se rompería en mil pedazos, como una figurita de porcelana.

La señorita Honey era una persona apacible y discreta; que nunca levantaba la voz y a la que raramente se veía sonreír, pero que, sin duda, tenía el don de que la adoraban todos los niños que estaban a su cargo. Parecía comprender perfectamente el desconcierto y el temor que tan a menudo embarga a los niños a los que, por primera vez en su vida, se les agrupa en una clase y se les dice que tienen que obedecer lo que se les ordene. Cuando hablaba a un desconcertado y melancólico recién llegado a la clase, el rostro de la señorita Honey desprendía una casi tangible sensación de cordialidad.

La señorita Trunchbull, la directora, era totalmente diferente. Se trataba de un gigantesco ser terrorífico, un feroz monstruo tiránico que atemorizaba la vida de los alumnos y también de los profesores. Despedía un aire amenazador, aun a distancia, y cuando se acercaba a uno, casi podía notarse el peligroso calor que irradiaba, como si fuera una barra metálica al rojo vivo. Cuando marchaba por un pasillo —la señorita Trunchbull nunca caminaba, siempre marchaba como una tropa de asalto, con largas zancadas y exagerado balanceo de brazos—, se oían sus resoplidos al acercarse y, si por casualidad se encontraba un grupo de niños en su camino, se abría paso entre ellos como un tanque, y los niños tenían que apartarse a derecha e izquierda. Gracias a Dios, no nos topamos con muchas personas así en el mundo, aunque las hay y todos nos encontramos, por lo menos, con una de ellas en la vida. Si le pasa a usted, compórtese igual que si se hallara ante un rinoceronte furioso en la selva: súbase al árbol más cercano y quédese allí hasta que se haya ido. Es casi imposible describir a esta mujer, con sus excentricidades y su aspecto, pero intentaré hacerlo un poco más adelante. Dejémosla de momento y volvamos a Matilda y su primer día en la clase de la señorita Honey.

Tras pasar lista, la señorita entregó un cuaderno de ejercicios a cada alumno.

—Supongo que habréis traído vuestros lápices —dijo.

—Sí, señorita Honey —respondieron al unísono.

—Bien. Éste es el primer día de escuela para vosotros. Es el principio de once largos años de escuela, por lo menos, que tenéis que pasar todos vosotros. Y seis de esos años los pasaréis aquí, en la Escuela Crunchem, donde, como sabéis, la directora es la señorita Trunchbull. Ella quiere que haya una estricta disciplina en la escuela y, si queréis un consejo, haced todo lo posible para comportaros bien en su presencia. No discutáis nunca con ella. No la repliquéis nunca. Haced siempre lo que diga. Si os enfrentáis a ella, puede haceros papilla. No es cosa de risa, Lavender. Suprime esa sonrisa de tu cara. Haríais bien en recordar que la señorita Trunchbull es muy severa con cualquiera que se sale de las normas de esta escuela. ¿Habéis entendido lo que quiero decir?

—Sí, señorita Honey —canturrearon dieciocho excitadas vocecillas.

—Por mi parte —prosiguió la señorita Honey—, quiero ayudaros a que aprendáis todo lo posible mientras estéis en esta clase. Sé que eso os facilitará luego las cosas. Así, pues, espero que para finales de semana sepáis todos la tabla de multiplicar por dos y, al final del curso, que hayáis aprendido las tablas de multiplicar hasta doce. Si las aprendéis, os ayudará enormemente. Veamos ahora. ¿Alguno de vosotros sabe la tabla de multiplicar por dos?

Matilda levantó la mano. Era la única.

La señorita Honey miró atentamente a la pequeñaja de pelo oscuro y cara redonda y seria sentada en la segunda fila.

—Magnífico —dijo—. Levántate, por favor, y dila hasta donde sepas.

Matilda se puso en pie y comenzó a decir la tabla de multiplicar por dos. Cuando llegó a «dos por doce, veinticuatro», no se detuvo. Siguió con «dos por trece, veintiséis», «dos por catorce, veintiocho», «dos por quince, treinta», «dos por dieciséis…».

—¡Basta! —dijo la señorita Honey. Había escuchado deleitada aquel tranquilo recital y preguntó—. ¿Hasta dónde sabes?

—¿Hasta dónde? —dijo Matilda—. La verdad es que no lo sé, señorita Honey. Bastante más, supongo.

La señorita Honey se tomó unos instantes para digerir aquella curiosa afirmación.

—¿Crees —preguntó— que sabrías decirme cuántas son dos por veintiocho?

—Sí, señorita Honey.

—¿Cuántas son?

—Cincuenta y seis, señorita Honey.

—Veamos algo más difícil, como, por ejemplo, dos por cuatrocientas ochenta y siete. ¿Sabrías decirme cuántas son?

—Sí, creo que sí —dijo Matilda.

—¿Estás segura?

—Claro que sí, señorita Honey, estoy segura.

—Entonces dime cuántas son dos por cuatrocientas ochenta y siete.

—Novecientas setenta y cuatro —respondió al instante Matilda.

Hablaba tranquila y cortésmente, sin ningún alarde de presunción.

La señorita Honey miró a Matilda totalmente asombrada, pero cuando volvió a hablar lo hizo sin alterar el tono de voz.

—Eso es estupendo —dijo— pero, por supuesto, multiplicar por dos es mucho más fácil que por otros números mayores. ¿Sabes alguna otra tabla de multiplicar?

—Eso creo, señorita Honey. Creo que sí.

—¿Cuáles, Matilda? ¿Hasta cuál sabes?

—No… no lo sé exactamente —respondió Matilda—. No sé lo que quiere usted decir.

—Quiero decir que si sabes la tabla de multiplicar del tres.

—Sí, señorita Honey.

—¿Y la del cuatro?

—Sí, señorita Honey.

—Bueno, ¿cuántas sabes, Matilda? ¿Sabes todas hasta la del doce?

—Sí, señorita Honey. —¿Cuántas son doce por siete? —Ochenta y cuatro —respondió Matilda.

La señorita Honey hizo una pausa y se echó hacia atrás en su asiento, tras la mesa desnuda que había frente a la clase. Se sentía totalmente desconcertada por aquella situación, pero tuvo buen cuidado en no demostrarlo. Nunca se había encontrado con una niña de cinco años, ni siquiera de diez, que supiera multiplicar con tal facilidad.

—Espero que estéis escuchando esto —dijo dirigiéndose al resto de la clase—. Matilda es una chica muy afortunada. Tiene unos padres maravillosos que ya la han enseñado a multiplicar por un montón de números. ¿Fue tu madre la que te enseñó, Matilda?

—No, señorita Honey, no.

—Entonces tienes que tener un padre magnífico. Debe de ser un profesor excelente.

—No, señorita Honey —dijo Matilda reposadamente—. Mi padre no me ha enseñado.

—¿Quieres decir que has aprendido sola?

—No lo sé muy bien —dijo honradamente Matilda—. Es sólo que no encuentro muy difícil multiplicar un número por otro.

La señorita Honey aspiró profundamente y dejó escapar luego el aire con lentitud. Volvió a mirar a la chiquilla de ojos brillantes que permanecía de pie junto a su pupitre, con aspecto sensato y solemne.

—Dices que no te resulta difícil multiplicar un número por otro —dijo la señorita Honey—. ¿Podrías explicarme eso un poco más?

—¡Oh! —exclamó Matilda—. No estoy muy segura.

—Por ejemplo —dijo la señorita Honey—, si te pregunto cuántas son catorce por diecinueve… no, eso es demasiado difícil…

—Doscientas sesenta y seis —dijo Matilda, suavemente.

La señorita Honey la miró. Luego cogió un lápiz y realizó la operación con rapidez en un papel.

—¿Cuánto dijiste que era? —preguntó, levantando la vista.

—Doscientas sesenta y seis —respondió Matilda.

La señorita Honey dejó el lápiz, se quitó las gafas y se puso a limpiar los cristales con un pañuelo de papel. La clase estaba callada, observándola y aguardando lo que vendría a continuación. Matilda seguía de pie junto a su pupitre.

—Bueno, dime una cosa, Matilda —inquirió la señorita Honey, que seguía limpiando las gafas—. Procura decirme exactamente lo que sucede dentro de tu cabeza cuando tienes que efectuar una multiplicación como ésa. Evidentemente, tienes que calcularla de alguna forma, pero parece que sabes la respuesta casi al instante. Fíjate en lo que acabas de decir, catorce multiplicado por diecinueve.

—Yo… yo, simplemente, apunto catorce en mi cabeza y lo multiplico por diecinueve —aclaró Matilda—. No sé cómo explicarlo de otra forma. Siempre me he dicho que si lo hacía una pequeña calculadora de bolsillo, por qué no iba a poder hacerlo yo.

—Claro, claro —asintió la señorita Honey—. El cerebro humano es una cosa asombrosa.

—Yo creo que es mucho mejor que un trozo de metal —afirmó Matilda—.

Una calculadora no es más que eso.

—Cierto —dijo la señorita Honey—. De todas formas, en esta escuela no se permite tener calculadoras de bolsillo.

La señorita Honey comenzaba a sentir estremecimientos. No le cabía la menor duda de que se encontraba ante un cerebro matemático verdaderamente extraordinario y en su mente empezaron a revolotear palabras como niña genial y niña prodigio. Sabía que esa clase de maravillas surgen en el mundo de vez en cuando, aunque sólo una o dos veces en un centenar de años. Al fin

y al cabo, Mozart sólo tenía cinco años cuando comenzó a componer piezas para piano, y hay que ver a lo que llegó.

—No es justo —dijo Lavender—. ¿Cómo puede hacerlo ella y nosotros no?

—No te preocupes, Lavender, pronto lo aprenderás —respondió la señorita Honey, mintiendo entre dientes.

Al llegar a ese punto, la señorita Honey no pudo resistir la tentación de explorar más profundamente la mente de aquella asombrosa niña. Sabía que debería prestar alguna atención al resto de la clase, pero estaba demasiado emocionada para abandonar el tema.

—Bien —dijo, aparentando dirigirse a toda la clase—, dejemos de momento los números y veamos si alguno de vosotros sabe ya deletrear. Levantad la mano los que sepáis deletrear la palabra «gato».

Se alzaron tres manos. La de Lavender, la de un chico pequeño llamado Nigel y la de Matilda.

—A ver, Nigel, deletrea «gato».

Nigel deletreó la palabra.

La señorita Honey decidió hacer una pregunta que, normalmente, no se le hubiera ocurrido hacer el primer día de clase.

—No sé —dijo— si alguno de vosotros tres, que sabéis deletrear la palabra «gato», habéis aprendido a leer un grupo de palabras que forman una frase.

—Yo lo sé —dijo Nigel.

—Yo también —dijo Lavender.

La señorita Honey se dirigió a la pizarra y escribió con la tiza la frase «Yo ya he aprendido a leer frases largas». La había puesto difícil a propósito y sabía que había pocos niños de cinco años que fueran capaces de leerla.

—Nigel, ¿sabes lo que dice?

—Es muy difícil —dijo Nigel.

—¿Y tú, Lavender?

—La primera palabra es «yo» —dijo Lavender.

—¿Alguno de vosotros puede leer la frase entera? —preguntó la señorita Honey, aguardando el «sí» que estaba segura que escucharía de Matilda.

—Sí —dijo Matilda.

—Adelante —dijo la señorita Honey.

Matilda leyó la frase sin la menor vacilación.

—Eso está muy bien —dijo la señorita Honey, haciendo la afirmación de su vida—. ¿Cuánto puedes leer, Matilda?

—Creo que puedo leer la mayoría de las cosas, señorita Honey — respondió Matilda—, aunque no siempre entiendo el significado.

La señorita Honey se levantó y salió rápidamente del aula, regresando al cabo de treinta segundos con un grueso libro. Lo abrió al azar y lo dejó sobre el pupitre de Matilda.

—Éste es un libro de poesía humorística —dijo—. Veamos si eres capaz de leer en voz alta.

Tranquilamente, sin una pausa y a buena velocidad, Matilda comenzó a leer:

Un sibarita, cenando en Siso

encontró un ratón de buen tamaño en su guiso.

—No grite —el camarero le dijo— ni se lo diga a nadie, pues de fijo los demás querrán también otro en su plato.

Algunos niños captaron el lado humorístico de la rima y se rieron. La señorita Honey preguntó:

—¿Sabes lo que es un sibarita, Matilda?

—Alguien que es muy exquisito con la comida —respondió Matilda.

—Es correcto —dijo la señorita Honey—. ¿Y sabes, por casualidad, cómo se llama ese tipo de poesía?

—Se llama quintilla —explicó Matilda—. Ésta es preciosa. Tiene mucha gracia.

—Es muy conocida —aclaró la señorita Honey, recogiendo el libro y regresando a su mesa frente a la clase—. Una quintilla ingeniosa es muy difícil de escribir —añadió—. Parecen fáciles, pero, desde luego, no lo son.

—Lo sé —dijo Matilda—. Yo he escrito algunas, pero las mías no son nada buenas.

—Has escrito algunas, ¿eh? —preguntó la señorita Honey, más asombrada que nunca—. Bien, Matilda, me encantaría mucho escuchar una de esas quintillas que dices que has escrito. ¿Te acuerdas de alguna?

—Bien —dijo Matilda, dudando—. Ahora mismo, mientras estábamos sentados he intentado hacer una sobre usted, señorita Honey.

—¿Sobre mí? —exclamó la señorita Honey—. Bueno, oigámosla, ¿no? —No me atrevo a recitarla, señorita Honey.

—Recítala, por favor —pidió la señorita Honey—. Te prometo que no me va a molestar.

—Creo que sí, señorita Honey, porque he incluido su nombre de pila y por eso no quiero recitarla.

—¿Cómo sabes mi nombre de pila? —preguntó la señorita Honey.

—Antes de entrar oí a otra profesora llamándola —respondió Matilda—.

La llamó Jenny.

—Insisto en escuchar esa quintilla —dijo la señorita Honey, desplegando una de sus raras sonrisas—. Levántate y recítala.

Matilda se puso en pie de mala gana y muy despacio, y muy nerviosa, recitó su quintilla:

Lo que de Jenny todos tenemos en mente es si probablemente hay en esta escuela bendita chicas de cara tan bonita.

La respuesta a eso es: «¡Ninguna!».

El rostro pálido y agradable de la señorita Honey enrojeció. Luego, volvió a sonreír una vez más. Esta vez fue una sonrisa más abierta, una sonrisa de puro placer.

—Vaya, gracias, Matilda —dijo, aún sonriendo—. Aunque no dice la verdad, me parece una quintilla realmente buena. ¡Oh, Dios mío, tengo que procurar acordarme de ella!

Desde la tercera fila de pupitres, dijo Lavender:

—Es buena. A mí me ha gustado.

—También dice la verdad —afirmó un chico llamado Rupert.

—Claro que dice la verdad —dijo Nigel.

La clase había comenzado ya a congeniar con la señorita Honey, aunque ella apenas se había fijado en ninguno de ellos, a excepción de Matilda.

—¿Quién te ha enseñado a leer, Matilda? —preguntó.

—He aprendido sola, señorita Honey.

—¿Y has leído libros tú sola? Me refiero a libros para niños.

—He leído todos los que hay en la biblioteca pública de la calle Mayor, señorita Honey.

—¿Te gustaron?

—Desde luego, me gustaron muchos de ellos —contestó Matilda—, pero otros los encontré insulsos.

—Dime uno que te haya gustado.

—Me gustó El león, la bruja y el armario —dijo Matilda—. Creo que C. S. Lewis es un escritor muy bueno, pero tiene un defecto. En sus libros no hay pasajes cómicos.

—En eso tienes razón —dijo la señorita Honey.

—Tampoco hay pasajes cómicos en los de Tolkien.

—¿Crees que todos los libros para niños deben tener pasajes cómicos? — preguntó la señorita Honey.

—Sí —dijo Matilda—. Los niños no son tan serios como las personas mayores y les gusta reírse.

La señorita Honey estaba sorprendida del sentido común de aquella niña tan pequeña.

—¿Y qué vas a hacer ahora que ya has leído todos los libros para niños? — preguntó.

—Estoy leyendo otros libros —aclaró Matilda—. Los pido prestados en la biblioteca. La señora Phelps es muy amable conmigo. Me ayuda a elegirlos.

La señorita Honey estaba apoyada en su mesa de trabajo, mirando maravillada a la niña. Había olvidado por completo al resto de la clase.

—¿Qué otros libros? —murmuró.

—Me encanta Charles Dickens —dijo Matilda—. Me hace reír mucho, especialmente el señor Pickwick.

En ese momento sonó el timbre del pasillo indicando el final de la clase.

La Trunchbull

A la hora del recreo, la señorita Honey salió de la clase y se fue derecha al despacho de la directora. Estaba enormemente emocionada. Acababa de

conocer a una niña que poseía, o eso le parecía a ella al menos, cualidades extraordinariamente geniales. Aún no había tenido tiempo de averiguar con precisión lo genial que era la niña, pero la señorita Honey había visto lo suficiente para darse cuenta de que había que hacer algo lo antes posible. Hubiera sido ridículo dejar a una niña como aquélla en la clase inferior.

Normalmente, a la señorita Honey le aterrorizaba la directora y procuraba mantenerse alejada de ella, pero en ese momento se sentía dispuesta a enfrentarse a cualquiera. Llamó con los nudillos a la puerta del temido despacho.

—¡Entre! —tronó la profunda y amenazadora voz de la señorita Trunchbull.

La señorita Honey entró.

A la mayoría de los directores de escuela los eligen porque reúnen ciertas cualidades. Comprenden a los niños y se preocupan de lo que es mejor para ellos. Son simpáticos, amables y les interesa profundamente la educación. La señorita Trunchbull no poseía ninguna de estas cualidades y era un misterio cómo había conseguido su puesto.

Era, sobre todo, una mujerona impresionante. En tiempos pasados fue una famosa atleta y, aun ahora, se apreciaban claramente sus músculos. Se le notaban en su cuello de toro, en sus amplias espaldas, en sus gruesos brazos, en sus vigorosas muñecas y en sus fuertes piernas. Al mirarla, daba la impresión de ser una de esas personas que doblan barras de hierro y desgarran por la mitad guías telefónicas. Su rostro no mostraba nada de bonito ni de alegre. Tenía una barbilla obstinada, boca cruel y ojos pequeños y altaneros. Y por lo que respecta a su atuendo… era, por no decir otra cosa peor, extraño. Siempre vestía un guardapolvo de algodón marrón, ceñido a la cintura por un cinturón ancho de cuero. El cinturón se abrochaba por delante con una enorme hebilla de plata. Los macizos muslos que emergían del guardapolvo los llevaba enfundados en unos impresionantes pantalones de montar de color verde botella, de tela basta de sarga. Los pantalones le llegaban justo por debajo de las rodillas y, de ahí hacia abajo, lucía calcetines verdes con vuelta, que ponían de manifiesto los músculos de sus pantorrillas. Calzaba zapatos de color marrón con lengüetas. En suma, parecía más una excéntrica y sanguinaria aficionada a las monterías que la directora de una bonita escuela para niños.

Al entrar la señorita Honey en el despacho, la señorita Trunchbull estaba junto a su gran mesa de trabajo, con la impaciencia reflejada en su rostro ceñudo.

—Sí, señorita Honey —dijo—. ¿Qué quiere usted? Esta mañana parece

usted muy sofocada y nerviosa. ¿Qué le pasa? ¿Le han estado tirando bolitas de papel masticado esos pequeños bicharracos?

—No, señora directora, nada de eso.

—¿Qué es entonces? Adelante con ello. Soy una mujer ocupada — mientras hablaba se sirvió un vaso de agua de una jarra que había siempre en su mesa.

—Hay una niña en mi clase, que se llama Matilda Wormwood… — empezó a decir la señorita Honey.

—Es la hija del propietario de Motores Wormwood —vociferó la señorita Trunchbull. Casi nunca hablaba con voz normal. O vociferaba o gritaba—. Una excelente persona ese Wormwood —prosiguió—. Justamente ayer estuve allí. Me vendió un coche. Casi nuevo. Sólo tiene diez mil kilómetros. La propietaria anterior era una señora mayor que sólo lo utilizaba una vez al año como mucho. Una verdadera ganga. Sí, me gusta ese Wormwood. Un auténtico pilar de nuestra sociedad. Aunque me dijo que su hija era una mala persona. Que la vigiláramos. Dijo que si alguna vez sucedía algo malo en la escuela, seguro que la culpable era su hija. Aún no conozco a esa mocosa, pero cuando lo haga se va a enterar. Su padre dijo que era una verdadera pesadilla.

—¡Oh, no, señora directora, eso no puede ser cierto! —exclamó la señorita Honey.

—¡Oh, sí, señorita Honey, es condenadamente cierto! Es más, ahora que caigo, apuesto cualquier cosa a que fue ella la que echó esta mañana aquí, debajo de mi mesa, una bomba fétida. ¡Esto huele como una cloaca! ¡Claro que fue ella! ¡La castigaré por eso, ya lo verá! ¿Qué aspecto tiene? Seguro que parece un asqueroso gusano. Mire, señorita Honey, a lo largo de mi dilatada carrera como profesora he aprendido que una niña mala es muchísimo más peligrosa que un niño malo. Y lo que resulta más importante, son bastante más difíciles de dominar. Dominar a una niña es como tratar de aplastar a una mosca. Cuando la golpeas, la maldita ya no está allí. Las niñas son criaturas repugnantes y malas. Me alegro de no haberlo sido nunca.

—Pero usted ha tenido que ser alguna vez niña, señora directora. Seguro que lo ha sido.

—No por mucho tiempo —rugió la señorita Trunchbull, sonriendo desagradablemente—. Me hice mujer enseguida.

«Ha perdido la chaveta», se dijo para sí la señorita Honey. «Está chiflada». Permaneció resueltamente ante la directora. Por una vez no se iba a dejar intimidar.

—Debo decirle, señora directora, que si cree usted que fue Matilda la que le puso la bomba fétida debajo de la mesa está completamente equivocada.

—¡Yo nunca me equivoco, señorita Honey!

—Pero, señora directora, la niña llegó a la escuela esta mañana y fue directamente a clase…

—¡No discuta conmigo, por todos los diablos! ¡Esa pequeña bestia de Matilda, o como quiera que se llame, ha echado una bomba fétida en mi despacho! ¡No hay la menor duda de eso! Gracias por sugerírmelo.

—Pero si yo no se lo he sugerido, señora directora.

—¡Claro que sí! Ahora dígame lo que quería, señorita Honey. ¿Por qué me hace perder el tiempo?

—Vine para hablarle de Matilda, señora directora. Tengo que informarle de algo extraordinario sobre esa niña. ¿Puedo contarle lo que acaba de suceder en clase?

—Supongo que le prendería fuego a su camisa y le habrá chamuscado las medias —la señorita Trunchbull bufó.

—¡No, no! Matilda es un genio.

Al pronunciar esta palabra, el rostro de la señorita Trunchbull se tornó rojo y su cuerpo pareció hincharse como el de un sapo.

—¡Un genio! —gritó—. ¿Qué tonterías está usted diciendo, señora mía? ¡Usted no está bien de la cabeza! Su padre me ha dado su palabra de que la niña es una gángster.

—Su padre está equivocado, señora directora.

—¡No sea estúpida, señorita Honey! ¡Usted conoce a esa pequeña bestia desde hace media hora y su familia la ha conocido toda su vida!

Pero la señorita Honey estaba decidida a hablar y empezó a contarle algunas de las sorprendentes cosas que Matilda había realizado con los números.

—Así que se ha aprendido algunas tablas de memoria, ¿no? —vociferó la señorita Trunchbull—. Querida mía, eso no la convierte en un genio. ¡La convierte en un loro!

—Pero, señora directora, sabe leer.

—Y yo también —tronó la señorita Trunchbull.

—Opino —dijo la señorita Honey— que habría que trasladar inmediatamente a Matilda de mi clase a la superior, con los de once años.

—¡Ya! —dijo con un bufido la señorita Trunchbull—. Así que quiere librarse de ella, ¿no? ¡Para no tener que habérselas con ella! Quiere usted largársela a la desgraciada señorita Plimsoll, de la clase superior, donde podría crear aún más caos, ¿no?

—¡No, no! —exclamó la señorita Honey—. Ése no es el motivo en absoluto.

—¡Oh, sí que lo es! —gritó la señorita Trunchbull—. Adivino su plan, señora mía. ¡Y mi respuesta es no! Matilda se quedará donde está y es obligación suya que se comporte bien.

—Pero, señora directora, por favor…

—¡Ni una palabra más! —gritó la señorita Trunchbull—. Y, en cualquier caso, tengo por norma que todos los niños se agrupen por edades, sin reparar en sus aptitudes. No voy a tener a una bribona de cinco años junto a las niñas y los niños mayores en la clase superior. ¡Quién ha oído hablar alguna vez de una cosa así!

La señorita Honey permaneció desolada ante aquella gigante de cuello rojo. Podría haber dicho muchas más cosas, pero sabía que sería inútil.

—Está bien —dijo con voz apagada—. Lo que usted quiera, señora directora.

—Puede estar segura de que será como yo quiera —rugió la señorita Trunchbull—. Y no olvide, señora mía, que nos enfrentamos a una pequeña víbora que echó una bomba fétida debajo de mi mesa…

—¡Ella no lo hizo, señora directora!

—¡Claro que lo hizo! —dijo con voz tonante la señorita Trunchbull—. Y le voy a decir una cosa. Me gustaría que me permitieran usar el látigo y el cinto como se hacía en los viejos tiempos. Le hubiera calentado el trasero a Matilda de tal forma que no hubiera podido sentarse en un mes.

La señorita Honey se volvió y salió del despacho, sintiéndose deprimida pero en modo alguno derrotada. «Tengo que hacer algo por esa niña», se dijo. «No sé qué, pero tengo que encontrar la forma de ayudarla».

LOS PADRES

Cuando la señorita Honey salió del despacho de la directora, la mayoría de los niños estaban en el patio de recreo. Lo primero que hizo fue ir a ver a varios profesores del curso superior y pedirles prestados cierto número de

libros de texto de álgebra, geometría, francés, literatura inglesa y otras cosas.

Luego buscó a Matilda y la llevó a la clase.

—No tiene ningún sentido —dijo— que estés sentada en clase sin hacer nada mientras yo les enseño a los demás la tabla de multiplicar por dos y a deletrear gato, rata y ratón. Así que durante las clases te dejaré uno de estos libros para que estudies. Al final de la clase me puedes hacer las preguntas que quieras, si tienes alguna, y yo intentaré ayudarte. ¿Qué te parece? —dijo la señorita Honey.

—Gracias, señorita Honey —respondió Matilda—. Me parece estupendo.

—Estoy segura —respondió Honey— de que conseguiremos trasladarte más adelante a una clase superior, pero, de momento, la directora quiere que sigas donde estás.

—Muy bien, señorita Honey —dijo Matilda—. Muchas gracias por conseguirme esos libros.

«Qué niña más agradable», pensó la señorita Honey. «No me importa lo que haya dicho su padre de ella; parece muy tranquila y es muy amable conmigo. Y nada engreída a pesar de su talento. La verdad es que no parece darse cuenta de ello». Así, pues, cuando se reanudó la clase, Matilda se dirigió a su pupitre y se puso a estudiar en un libro de geometría que le había dejado la señorita Honey. La profesora no le quitó ojo durante todo el tiempo y observó que la niña no tardaba en quedarse absorta en el libro. No levantó la vista para nada durante toda la clase.

Mientras tanto, la señorita Honey tomaba una decisión. Tenía que ir y hablar en privado con el padre y la madre de Matilda lo antes posible. Se negaba a dejar las cosas como estaban. Todo el asunto era ridículo. No podía creer que los padres ignoraran totalmente las sobresalientes aptitudes de su hija. Después de todo, el señor Wormwood era un próspero vendedor de coches, por lo que suponía que tenía que ser un hombre inteligente. En todo caso, los padres nunca subestimaban el talento de sus hijos. Muy al contrario. A veces, a un profesor le resultaba casi imposible convencer a un padre o una madre orgullosos de que su amado hijo era un completo asno. La señorita Honey confiaba en que no tendría dificultades para convencer al señor y a la señora Wormwood de que Matilda era algo muy especial. El problema iba a ser evitar que se entusiasmaran demasiado.

Las ilusiones de la señorita Honey se iban ampliando. Se preguntó si los padres la autorizarían a darle clases particulares a Matilda después de la escuela. La perspectiva de preparar a una niña tan brillante estimulaba enormemente su instinto profesional de profesora. De pronto, decidió que iría a ver al señor y a la señora Wormwood esa misma noche. Iría bastante tarde,

entre las nueve y las diez, cuando estaba segura de que Matilda se encontraría en la cama.

Y eso fue exactamente lo que hizo. Tras conseguir la dirección en los archivos de la escuela, la señorita Honey salió de su casa para dirigirse andando a la de los Wormwood, poco después de las nueve.

Encontró la casa en una calle agradable, en la que cada diminuto edificio estaba separado de sus vecinos por un trozo de jardín. Era una casa moderna, de ladrillo, que no debía de haber sido barata, y el nombre de la puerta decía RINCÓN ACOGEDOR. «Cocinera metomentodo hubiera sido mejor», pensó la señorita Honey. Era aficionada a los juegos de palabras como aquél. Subió el sendero y llamó al timbre y, mientras aguardaba, escuchó la televisión atronando dentro.

Abrió la puerta un hombrecillo de rostro malhumorado y bigotillo esmirriado, que llevaba una chaqueta deportiva de rayas naranjas y rojas.

—¿Sí? —preguntó examinando a la señorita Honey—. Si vende usted papeletas para alguna rifa, no quiero ninguna.

—No —aclaró la señorita Honey—. Por favor, perdone que me presente así, sin más. Soy la profesora de Matilda y es preciso que hable con usted y con su esposa.

—Ya tiene problemas, ¿no? —dijo el señor Wormwood, obstaculizando la entrada—. Bueno, a partir de ahora es responsabilidad suya. Tendrá que ocuparse usted de ella.

—Matilda no tiene ningún problema —explicó la señorita Honey—. He venido a traerle buenas noticias. Noticias bastante asombrosas, señor Wormwood. ¿Puedo pasar unos minutos y hablar con ustedes de Matilda?

—Estamos viendo uno de nuestros programas preferidos —dijo el señor Wormwood—. Su visita es un poco inoportuna. ¿Por qué no viene en otra ocasión?

La señorita Honey empezó a perder la paciencia.

—¡Señor Wormwood, si cree usted que un nauseabundo programa de televisión es más importante que el futuro de su hija, no debería ser padre! ¿Por qué no apaga ese maldito aparato y me escuchan?

Eso desconcertó al señor Wormwood. No estaba acostumbrado a que le hablaran de aquella forma. Miró atentamente a la delgada y frágil mujer que permanecía tan resueltamente en el porche.

—Muy bien —aceptó bruscamente—. Entre y hablaremos de ello.

La señorita Honey entró con paso decidido.

—A la señora Wormwood no le va a hacer gracia —dijo el hombre, mientras la conducía al cuarto de estar, donde una mujerona rubia platino miraba entusiasmada la pantalla del televisor.

—¿Quién es? —preguntó la mujer, sin mirar.

—Una profesora de la escuela. Dice que tiene que hablar con nosotros de Matilda —se acercó al televisor y quitó el sonido, dejando la imagen.

—¡No hagas eso, Harry! —gritó la señora Wormwood—. ¡Willard está a punto de declararse a Angelica!

—Puedes seguir mirando mientras hablamos —dijo el señor Wormwood

—. Ésta es la profesora de Matilda. Dice que tiene que contarnos una serie de cosas.

—Me llamo Jennifer Honey —se presentó—. ¿Cómo está usted, señora Wormwood?

La señora Wormwood la miró con cara de pocos amigos y dijo:

—¿Qué es lo que pasa?

Nadie invitó a la señorita Honey a sentarse, por lo que eligió una silla y se sentó.

—Hoy ha sido el primer día de clase de su hija.

—Ya lo sabemos —dijo la señora Wormwood, enfadada por tener que perderse el programa—. ¿Es eso todo lo que ha venido a decirnos?

La señorita Honey miró severamente los ojos grises de la otra mujer, hasta que la señora Wormwood se sintió incómoda.

—¿Me permiten que les explique para qué he venido? —preguntó.

—Adelante —dijo la señora Wormwood.

—Ustedes deben saber —comenzó la señorita Honey— que los niños del curso inferior de la escuela no suelen saber leer, ni deletrear ni hacer malabarismos con los números cuando llegan a ella. Los niños de cinco años no pueden hacerlo. Pero Matilda hace todo eso. Y si he de creer lo que dice…

—Yo no lo creería —dijo la señora Wormwood, aún furiosa por no tener sonido en el televisor.

—¿Mentía entonces —preguntó la señorita Honey— cuando me dijo que nadie la había enseñado a multiplicar y a leer? ¿Alguno de ustedes la ha enseñado?

—¿Enseñado a qué? —preguntó el señor Wormwood.

—A leer. A leer libros —dijo la señorita Honey—. Puede que la hayan enseñado ustedes y que haya mentido ella. Quizá tengan ustedes estanterías llenas de libros por toda la casa. Yo no podía saberlo. Puede que sean ustedes grandes lectores.

—Claro que leemos —asintió el señor Wormwood—. No diga tonterías.

Yo leo todas las semanas el Autocar y el Motor de cabo a rabo.

—Esa niña ha leído ya un número asombroso de libros —continuó la señorita Honey—. Únicamente quería saber si provenía de una familia amante de la buena literatura.

—Nosotros no somos muy aficionados a leer libros —replicó el señor Wormwood—. Uno no puede labrarse un futuro sentado sobre el trasero y leyendo libros de cuentos. No tenemos libros en casa.

—Ya veo —dijo la señorita Honey—. Bien, todo lo que quería decirles es que Matilda tiene un talento extraordinario, pero supongo que ya lo sabrán ustedes.

—Claro que sabíamos que leía —dijo la madre—. Se pasa la vida en su cuarto enfrascada en algún libro absurdo.

—Pero ¿no les llama la atención —preguntó la señorita Honey— que una niña de cinco años lea extensas novelas para adultos, de Dickens y Hemingway? ¿No les impresiona eso?

—No especialmente —dijo la madre—. No me gustan las chicas marisabidillas. Una chica debe preocuparse por ser atractiva para conseguir luego un buen marido. La belleza es más importante que los libros, señorita Hunky…

—Me llamo Honey —corrigió la señorita Honey.

—Míreme a mí —dijo la señora Wormwood— y luego mírese usted. Usted prefirió los libros. Yo, la belleza.

La señorita Honey miró a la vulgar y regordeta persona con cara de torta y pagada de sí misma que estaba sentada al otro lado de la habitación.

—¿Qué ha dicho usted? —preguntó.

—He dicho que usted eligió los libros y yo la belleza —dijo la señora Wormwood—. ¿Y a quién le ha ido mejor? A mí, por supuesto. Yo vivo cómodamente en una casa preciosa con un próspero hombre de negocios y usted trabaja como una negra, enseñándole el abecedario a un montón de niños horribles.

—Muy cierto, ricura —dijo el señor Wormwood, lanzando a su mujer una mirada tan conmovedoramente tierna que hubiera hecho vomitar a un gato.

La señorita Honey pensó que si quería conseguir algo de aquella gente no debía perder la paciencia.

—No les he contado todo —dijo—. Matilda, por lo que he podido advertir hasta ahora, es también una especie de genio matemático. Multiplica mentalmente cifras complicadas, como el rayo.

—¿Para qué sirve eso si uno puede comprarse una calculadora? — preguntó el señor Wormwood.

—Una chica no consigue un hombre siendo inteligente —dijo la señora Wormwood—. Mire, por ejemplo, a esa actriz —añadió, señalando la muda pantalla del televisor, en la que un apuesto actor abrazaba a una actriz pechugona a la luz de la luna—. No creerá usted que lo ha conseguido haciéndole multiplicaciones, ¿no? Probablemente no. Y ahora él se va a casar con ella, ya lo verá, y va a vivir en una mansión con un mayordomo y un montón de criados.

La señorita Honey apenas daba crédito a lo que estaba oyendo. Había oído que había en el pueblo padres como aquéllos y que sus hijos acababan siendo delincuentes y marginados, pero para ella fue un choque conocer a unos padres así al natural.

—El problema de Matilda —dijo, intentándolo una vez más— es que se encuentra tan por encima de cualquiera de los que están en su entorno, que valdría la pena pensar en algún tipo de enseñanza privada. Creo sinceramente que podría alcanzar el nivel universitario en dos o tres años de enseñanza apropiada.

—¿Universidad? —gritó el señor Wormwood, dando un brinco de su asiento—. ¡Quién quiere ir a la universidad, por Dios! ¡Allí sólo aprenden malas costumbres!

—Eso no es cierto —dijo la señorita Honey—. Si usted sufriera ahora un ataque cardiaco y tuviera que llamar a un médico, ese médico sería un licenciado universitario. Si a usted le denunciaran por venderle a alguien un coche de segunda mano estropeado, usted tendría que buscar un abogado, que también sería un licenciado. No menosprecie a las personas inteligentes, señor Wormwood. Pero veo que no nos vamos a poner de acuerdo. Siento haber venido.

La señorita Honey se levantó de la silla y salió de la habitación.

El señor Wormwood la siguió hasta la puerta principal y dijo: —Gracias por haber venido, señorita Hawkes, ¿o es señorita Harris? —Ninguno de los dos —dijo la señorita Honey—, pero da igual.

Y se fue.

Lanzamiento de martillo

Lo curioso de Matilda era que si uno la conocía fortuitamente y hablaba con ella, hubiera pensado que era una niña de cinco años y medio totalmente normal. Apenas exteriorizaba señal alguna de su talento y nunca alardeaba de él. «Es una pequeña muy sensible y muy reposada», hubiera pensado uno. Y, a menos que, por alguna razón, discutiera uno con ella de literatura o matemáticas, no hubiera sabido nunca el alcance de su capacidad intelectual.

Por eso, a Matilda le resultaba fácil entablar amistad con otros niños. Caía bien a todos los de su clase. Naturalmente, ellos sabían que era «inteligente», porque habían sido testigos de las preguntas que le había hecho la señorita Honey el primer día de curso. Sabían también que se le permitía estar con un libro durante las clases y no prestar atención a la profesora. Pero los niños de su edad no profundizan en busca de razones. Están demasiado pendientes de sus pequeñas disputas para preocuparse demasiado de lo que hacen otros y por qué lo hacen.

Entre los nuevos amigos de Matilda estaba la niña llamada Lavender. Desde el primer día empezaron a estar juntas durante el recreo de la mañana y a la hora del almuerzo. Lavender era excepcionalmente pequeña para su edad, una niña flacucha de profundos ojos castaños y pelo oscuro, con un flequillo que le caía sobre la frente. A Matilda le gustaba porque era decidida y aventurera. A ella le gustaba Matilda por las mismas razones.

Antes de que terminara la primera semana del curso, ya circulaban entre los nuevos alumnos impresionantes historias sobre la directora, la señorita Trunchbull. A Matilda y Lavender, que estaban en una esquina del patio de recreo el tercer día, se les acercó una robusta chica de diez años, con un grano en la nariz, llamada Hortensia.

—Basura nueva, supongo —dijo Hortensia, mirándolas despectivamente. Llevaba una bolsa gigante de patatas fritas, que comía a puñados—. Bienvenidas al correccional —añadió, escupiendo trozos de patatas por la boca como si fueran copos de nieve.

Las dos pequeñas, enfrentadas a aquella gigante, guardaron un expectante silencio.

—¿Habéis conocido ya a la Trunchbull? —preguntó Hortensia.

—La hemos visto durante los rezos —dijo Lavender—, pero no la conocemos.

—Os ha tocado un premio —dijo Hortensia—. Odia a las niñas muy pequeñas. Por eso aborrece el curso infantil y todo lo que se relaciona con él. Cree que los niños de cinco años son larvas de gusanos —se metió en la boca otro puñado de patatas y, cuando habló, volvió a escupir trozos de ellas—. Si sobrevivís al primer año, os las arreglaréis para vivir el resto del tiempo que estéis aquí. Pero muchos no sobreviven. Los sacan en camilla, aullando. Lo he visto a menudo.

Hortensia hizo una pausa para ver el efecto que aquellos comentarios producían en las pequeñajas. Al parecer, no mucho. Perecían indiferentes. Así, pues, decidió obsequiarlas con más información.

—Supongo que sabréis que tiene un armario con candado llamado La ratonera. ¿Habéis oído hablar de La ratonera?

Matilda y Lavender negaron con la cabeza y siguieron mirando a la grandullona. Como eran muy pequeñas, tendían a desconfiar de cualquier persona mayor, especialmente de las chicas mayores.

—La ratonera —prosiguió Hortensia— es un armario muy alto pero muy estrecho. El suelo sólo tiene setenta centímetros cuadrados, por lo que no puedes sentarte en él ni ponerte en cuclillas. Tienes que estar de pie. Tres de las paredes son de cemento, con trozos de vidrios incrustados en ellas, por lo que no puedes apoyarte. Tienes que permanecer muy atenta todo el tiempo que estás encerrada en él. ¡Es terrible!

—¿No te puedes apoyar contra la puerta? —preguntó Matilda.

—No seas tonta —dijo Hortensia—. La puerta está repleta de miles de clavos puntiagudos clavados desde fuera, probablemente por la misma Trunchbull.

—¿Has estado allí dentro alguna vez? —preguntó Lavender.

—El primer año estuve seis veces —dijo Hortensia—. Dos de las veces todo el día, y las otras, dos horas cada vez. Pero dos horas es demasiado. Está oscuro como boca de lobo y tienes que permanecer de pie, porque si te mueves te clavas los cristales de las paredes o los clavos de la puerta.

—¿Por qué te encerraron allí? —preguntó Matilda—. ¿Qué habías hecho?

—La primera vez —dijo Hortensia— volqué medio bote de jarabe en el asiento de la silla donde se iba a sentar la Trunchbull durante los rezos. Fue fantástico. Cuando se sentó hubo un ruido como de chapoteo, parecido al que hace un hipopótamo cuando hunde las patas en el barro de las orillas del río Limpopo. Pero tú eres demasiado pequeña para haber leído Historias, ni más ni menos, ¿no?

—Lo he leído —dijo Matilda.

—Eres una embustera —dijo Hortensia amigablemente—. Ni siquiera sabes leer aún. Pero no importa. Bueno, cuando la Trunchbull se sentó sobre el jarabe, el ruido fue divino. Y cuando se levantó, la silla se le quedó pegada al fondillo de esos horribles pantalones verdes que lleva y se le quedó adherida durante unos segundos, hasta que se despegó del espeso jarabe. Se llevó las manos al trasero y se le quedaron pringadas. Deberíais haber oído el rugido que soltó.

—¿Cómo supo que habías sido tú? —preguntó Lavender.

—Se chivó un pequeñajo idiota llamado Ollie Bogwhistle —dijo Hortensia —. Le rompí los dientes.

—¿Y la Trunchbull te metió en La ratonera durante todo un día? — preguntó Matilda, con un nudo en la garganta.

—Todo el día —dijo Hortensia—. Cuando me dejó salir estaba medio loca.

Balbuceaba como una imbécil.

—¿Qué otras cosas hiciste para que te metiera en La ratonera? —preguntó Lavender.

—Oh, no me acuerdo de todas ahora —dijo Hortensia. Hablaba con el aire de un viejo guerrero que ha estado en tantas batallas que el valor es algo habitual—. Fue hace mucho tiempo —añadió, metiéndose más patatas fritas en la boca—. ¡Ah, sí! Me acuerdo de una. Lo que pasó fue esto. Elegí un momento en que sabía que la Trunchbull estaba fuera, dando clase a los de sexto, y levanté la mano pidiendo permiso para ir al retrete. Pero, en lugar de ir allí, me metí en el despacho de la Trunchbull. Tras una rápida búsqueda, encontré el cajón donde guardaba sus calzones de gimnasia.

—Sigue —dijo Matilda, interesada—. ¿Qué pasó luego?

—Yo había escrito para que me mandaran por correo unos polvos de picapica muy fuertes —dijo Hortensia—. Cuestan cincuenta peniques el sobre y se llaman Abrasapiel. La etiqueta decía que estaban fabricados con polvo de dientes de serpientes venenosas y se garantizaba que formaban ronchas en la piel del tamaño de una nuez. Así que los espolvoreé dentro de todos los calzones del cajón y luego los volví a doblar con cuidado —Hortensia hizo una pausa para atiborrarse de patatas fritas.

—¿Funcionó? —preguntó Lavender.

—Bueno —dijo Hortensia—, unos días después, durante los rezos, la Trunchbull empezó a rascarse abajo como una loca. «Ajá —me dije—, ya está». Ya se había cambiado para ir a gimnasia. Era maravilloso estar allí sentada, viéndolo todo y sabiendo que yo era la única persona de toda la escuela que sabía exactamente lo que estaba sucediendo dentro de los calzones de la Trunchbull. Estaba también tranquila. Sabía que no podían cazarme. Luego, el picor fue a peor. La Trunchbull no podía estarse quieta. Debió de pensar que tenía un avispero allí dentro. Entonces, en mitad del padrenuestro, pegó un brinco, se agarró el trasero y salió de allí corriendo.

Matilda y Lavender estaban cautivadas. No tenían duda de que en aquel momento se hallaban en presencia de una maestra. Alguien que había elevado el arte de la picardía a la cota más alta de la perfección; alguien que, por otra parte, estaba dispuesta a arriesgar alma y vida por seguir su vocación. Miraban admiradas a esa diosa y, de repente, hasta el grano de la nariz se convirtió en distintivo de valor en lugar de defecto físico.

—Pero ¿cómo te pilló ella esta vez? —preguntó Lavender, sin aliento.

—No me pilló —dijo Hortensia—, pero, a pesar de eso, pasé un día en La ratonera.

—¿Por qué? —preguntaron a dúo.

—La Trunchbull —dijo Hortensia— tiene la mala costumbre de suponer. Cuando no sabe quién es el culpable, se lo imagina, y lo malo es que casi siempre acierta. Yo fui la primera sospechosa esta vez por lo del asunto del jarabe y, aunque yo sabía que no tenía ninguna prueba, no me sirvió de nada. Le dije que cómo iba a haberlo hecho yo, si ni siquiera sabía que tenía calzones de repuesto en la escuela, ni sabía lo que eran los polvos de picapica. «Nunca he oído hablar de ellos», le dije. Pero de nada me sirvió mentir, a pesar del teatro que le eché. La Trunchbull me agarró por una oreja y me arrastró a La ratonera, me metió dentro y cerró la puerta. Ésa fue la segunda vez que pasé allí un día entero. Un auténtico martirio. Salí llena de pinchazos y cortes.

—Es como una guerra —dijo Matilda, impresionada.

—Tienes razón —dijo Hortensia—. Y las bajas son terribles. Nosotros somos los cruzados, el valeroso ejército que lucha por nuestras vidas sin armas apenas, y la Trunchbull es el Diablo, la Serpiente Maligna, el Dragón de Fuego, con toda clase de armas a su disposición. Es una vida dura. Tratamos de ayudarnos unos a otros.

—Puedes confiar en nosotras —dijo Lavender, irguiéndose de forma que su estatura de setenta y cinco centímetros pareció aumentar cinco.

—No, no puedo —dijo Hortensia—. Vosotras sois unas renacuajas. Pero nunca se sabe. A lo mejor encontramos un trabajo secreto para vosotras algún día.

—Cuéntanos algo más de lo que hace —dijo Matilda—. Por favor.

—No debo asustaros antes de que llevéis aquí una semana —dijo Hortensia.

—No nos asustamos —dijo Lavender—. Puede que seamos pequeñas, pero somos bastante fuertes.

—Escuchad esto, entonces —dijo Hortensia—. Ayer mismo, la Trunchbull pilló comiendo bombones de licor, durante la clase de escritura, a un chico llamado Julius Rottwinkle. Sin más, lo cogió por un brazo y lo arrojó por la ventana de la clase. Nuestra clase está en el primer piso y vimos a Julius Rottwinkle salir volando por encima del jardín como un disco y caer de golpe en medio de las lechugas. Luego, la Trunchbull se volvió a nosotros y dijo: «Desde ahora, al que pille comiendo en clase saldrá por la ventana».

—¿Se rompió algún hueso Julius Rottwinkle? —preguntó Lavender.

—Unos pocos —dijo Hortensia—. No debéis olvidar que la Trunchbull fue lanzadora de martillo del equipo inglés en las Olimpiadas, por lo que está muy orgullosa de su brazo derecho.

—¿Qué es eso de lanzar el martillo? —preguntó Lavender.

—En realidad —dijo Hortensia—, el martillo es una bala redonda de cañón, sujeta al extremo de un trozo de alambre, y el lanzador la hace girar por encima de su cabeza, cada vez más rápidamente, y luego la suelta. Hay que ser muy fuerte. La Trunchbull lanza todo lo que encuentra a su alrededor para mantener su brazo en forma, especialmente niños.

—¡Dios mío! —exclamó Lavender.

—Yo le oí decir una vez —prosiguió Hortensia— que un chico mayor es del mismo peso que un martillo olímpico y que, por tanto, resulta muy útil para practicar con él.

En ese momento sucedió una cosa extraña. El patio de recreo, hasta entonces lleno con los gritos y las voces de los niños que jugaban, se quedó de repente en silencio.

—¡Mirad! —susurró Hortensia.

Matilda y Lavender miraron a su alrededor y vieron la gigantesca figura de la señorita Trunchbull caminando por entre los grupos de chicos y chicas con zancadas amenazadoras. Los pequeños se apartaban apresuradamente para dejarla pasar, y su marcha por el asfalto era como la de Moisés por el mar Rojo cuando se separaron las aguas. Resultaba impresionante, con el guardapolvo ceñido a la cintura y sus pantalones de montar verdes. Más abajo de las rodillas, los músculos de sus pantorrillas destacaban bajo las medias como si fueran pomelos.

—¡Amanda Thripp! —gritó furiosa—. ¡Ven aquí, Amanda Thripp!

—¡Preparaos! —susurró Hortensia.

—¿Qué va a pasar? —susurró a su vez Lavender.

—Esa idiota de Amanda —dijo Hortensia— se ha dejado crecer demasiado el pelo durante las vacaciones y su madre le ha hecho unas coletas. Es una estupidez.

—¿Por qué es una estupidez? —preguntó Matilda.

—Si algo no soporta la Trunchbull son las coletas —dijo Hortensia.

Matilda y Lavender vieron cómo avanzaba la giganta de pantalones verdes hacia una niña de unos diez años que tenía dos coletas rubias que le caían por la espalda. Cada coleta llevaba anudado en su extremo un lazo de raso azul y el conjunto resultaba muy bonito. Amanda Thripp, la chica de las coletas, permanecía quieta, observando la mole que se aproximaba a ella, y la expresión de su rostro era la que tendría una persona atrapada en un cercado pequeño con un toro furioso a punto de embestirla. La chica estaba clavada al suelo aterrorizada, con los ojos asustados, temblando, segura de que había llegado para ella el día del Juicio Final.

La señorita Trunchbull llegó junto a ella y se plantó con gesto dominante frente a la niña.

—¡Quiero que te quites esas sucias coletas antes de venir mañana a la escuela! —vociferó—. ¡Córtatelas y tíralas al cubo de la basura! ¿Entendido?

Amanda, paralizada por el terror, tartamudeó:

—A mi ma… ma… madre le gustan. Me las ha… hace todas las mañanas.

—¡Tu madre es una imbécil! —bramó la Trunchbull. Extendió un dedo del tamaño de un salchichón hacia la cabeza de la niña y gritó—. ¡Pareces una rata con la cola en la cabeza!

—Mi… madre cree que me… me van bien, se… señorita Trunchbull — tartamudeó Amanda, temblando como una hoja.

—¡Me importa un bledo lo que crea tu madre! —gritó la Trunchbull, quien, diciendo esto, se adelantó y agarró las coletas de Amanda con la mano derecha y la levantó del suelo. Luego, comenzó a hacerla girar alrededor de su cabeza, cada vez más rápido y Amanda puso el grito en el cielo, mientras la Trunchbull gritaba—. ¡Ya te daré yo coletas, rata!

—Recuerdos de las Olimpiadas —murmuró Hortensia—. Ahora está tomando impulso, igual que con el martillo. Te apuesto diez a uno a que la va a lanzar.

La Trunchbull estaba inclinada hacia atrás, para compensar el peso de la chica giratoria y, apoyada expertamente en los pies, seguía dando vueltas sobre sí. A poco, Amanda Thripp iba a tanta velocidad que se convirtió en una mancha y, de repente, con un poderoso gruñido, la Trunchbull soltó las coletas y Amanda salió disparada como un cohete hacia arriba, por encima de la cerca metálica del patio de recreo.

—¡Buen lanzamiento, señor! —gritó alguien al otro lado del patio, y Matilda, alucinada por toda aquella locura, vio descender a Amanda, que describió una larga y graciosa parábola, en el campo de deportes. Cayó sobre la hierba, rebotó tres veces y, al final, se detuvo. Luego, sorprendentemente, se incorporó. Parecía un poco aturdida, algo de lo que nadie podía echarle la culpa y, tras cosa de un minuto o así, se puso en pie y regresó vacilante al patio de recreo.

La Trunchbull seguía en el patio, frotándose las manos.

—No está mal —dijo—, teniendo en cuenta que no estoy bien entrenada.

Nada mal.

Luego, se marchó.

—Está loca —dijo Hortensia.

—Pero ¿no protestan los padres? —preguntó Matilda.

—¿Lo harían los tuyos? —respondió Hortensia—. Yo sé que los míos no. Trata a las madres y a los padres igual que a los niños y todos le tienen un miedo espantoso. Ya os veré en otro momento —y dicho esto se alejó de ellas.

Bruce Bogtrotter y la tarta

¿Cómo no le hacen nada? —le dijo Lavender a Matilda—. Sin duda los niños se lo cuentan a sus padres en casa. Yo estoy segura de que mi padre armaría un escándalo si le dijera que la directora me ha agarrado por el pelo y me ha lanzado por encima de la cerca del patio.

—No, no lo haría —dijo Matilda—, y te voy a decir por qué.

Sencillamente, porque no te creería.

—Claro que me creería.

—No —dijo Matilda—. Y la razón está clara. Tu historia resultaría demasiado ridícula para creerla. Ese es el gran secreto de la Trunchbull.

—¿Cuál? —preguntó Lavender.

—No hacer nunca nada a medias si quieres salirte con la tuya. Ser extravagante. Poner toda la carne en el asador. Estoy segura de que todo lo que hace es tan completamente disparatado que resulta increíble. Ningún padre se creería la historia de las coletas aunque pasara un millón de años. Los míos, desde luego, no. Me llamarían embustera.

—En ese caso —dijo Lavender—, la madre de Amanda no le va a cortar las coletas.

—No, claro que no —dijo Matilda—. Será Amanda la que se las corte. Ya lo verás.

—¿Crees que está loca? —preguntó Lavender.

—¿Quién?

—La Trunchbull.

—No, yo no creo que esté loca —dijo Matilda—, pero es muy peligrosa. Estar en esta escuela es como estar con una cobra dentro de una jaula. Hay que tener mucho cuidado.

Al día siguiente, sin ir más lejos, tuvieron otro ejemplo de lo peligrosa que podía resultar la directora. Durante el almuerzo se anunció que, al terminar, se reunirían todos en el salón de actos.

Cuando los doscientos cincuenta chicos y chicas estuvieron sentados en el salón, la Trunchbull se dirigió al estrado. No iba con ningún otro profesor. Llevaba una fusta en la mano derecha. Se plantó en el centro del estrado, con sus pantalones verdes y las piernas separadas, mirando airadamente al mar de rostros levantados hacia ella.

—¿Qué va a pasar? —susurró Lavender.

—No lo sé —contestó Matilda, también susurrando.

Los alumnos aguardaban a ver qué iba a suceder.

—¡Bruce Bogtrotter! —vociferó de repente la Trunchbull—. ¿Dónde está Bruce Bogtrotter?

De entre los niños sentados se alzó una mano. —¡Ven aquí! —gritó la Trunchbull—. ¡Y espabílate!
Se levantó un chico de once años, alto y regordete, y se acercó, contoneándose a buen paso.

—¡Ponte allí! —ordenó la Trunchbull, señalando el sitio con un dedo.

El chico se quedó a un lado. Parecía nervioso. Sabía de sobra que no estaba allí para recibir un premio. Miraba a la directora con ojos cautelosos y se fue

alejando de ella poco a poco, con ligeros movimientos de los pies, como lo haría una rata de un perro que estuviera observándola desde el otro extremo de la habitación. El temor y la aprensión habían vuelto su cara, regordeta y blandengue, gris. Llevaba las medias caídas sobre los tobillos.

—¡Este cretino —bramó la directora, dirigiendo la fusta hacia él como si fuera un estoque—, esta espinilla, este ántrax asqueroso, esta pústula venenosa que veis ante vosotros, no es más que un repugnante criminal, un habitante del hampa, un miembro de la Mafia!

—¿Quién, yo? —dijo Bruce Bogtrotter, totalmente desconcertado.

—¡Un ladrón! —gritó la Trunchbull—. ¡Un timador! ¡Un pirata! ¡Un bribón! ¡Un cuatrero!

—Nada de eso —dijo el chico—. Quiero decir que eso no es cierto, señora directora.

—¿Lo niegas, miserable sabandija? ¿No te declaras culpable?

—No sé qué quiere usted decir —dijo el chico, más desconcertado que nunca.

—¡Ya te diré yo lo que quiero decir, ampolla purulenta! —gritó la Trunchbull—. ¡Ayer por la mañana, durante el recreo, te deslizaste como una serpiente en la cocina y robaste un trozo de tarta de chocolate de mi bandeja del té! ¡Esa bandeja había sido preparada personalmente para mí por la cocinera! ¡Era mi desayuno! ¡Y por lo que respecta a la tarta, era mía! ¡No era una tarta para niños! ¿Crees, por casualidad, que me voy a comer yo la porquería que os doy a vosotros? ¡Esa tarta estaba hecha con mantequilla y crema de verdad! ¡Y él, ese bandido, ese atracador de caja de caudales, ese salteador de caminos, entró allí con los calcetines en los tobillos, la robó y se la comió!

—Yo no lo hice —exclamó el chico, palideciendo.

—¡No me mientas, Bogtrotter! —gritó la Trunchbull—. ¡Te vio la cocinera! ¡Es más, te vio comiéndotela!

La Trunchbull hizo una pausa para limpiarse un poco de espuma de la boca.

Cuando volvió a hablar, su voz era repentinamente más suave, más tranquila, más amistosa, y se inclinó hacia el chico, sonriendo.

—Te gusta mi tarta especial de chocolate, ¿no, Bogtrotter? Es buena y deliciosa, ¿no?

—Muy buena —murmuró el chico, sin poderlo evitar.

—Tienes razón —dijo la Trunchbull—. Es muy buena. Por eso creo que deberías felicitar a la cocinera. Cuando un caballero come especialmente bien, felicita al chef. Tú no sabías eso, ¿no, Bogtrotter? Los que se mueven en el bajo mundo no se distinguen por sus buenas maneras.

El chico permanecía callado.

—¡Cocinera! —llamó la Trunchbull, volviendo la cabeza hacia la puerta

—. ¡Venga aquí, cocinera! ¡Bogtrotter quiere decirle lo buena que es su tarta de chocolate!

La cocinera, una mujer alta y arrugada, con aspecto de que la hubieran secado hacía tiempo en un horno, se acercó al estrado llevando puesto un sucio delantal blanco. Su entrada había sido claramente preparada con antelación por la directora.

—Vamos, Bogtrotter —bramó la Trunchbull—, dígale a la cocinera lo que piensa de su tarta de chocolate.

—Muy buena —murmuró el chico.

Se notaba que empezaba a preguntarse adónde conduciría todo aquello. Lo único que sabía seguro era que la ley prohibía que la Trunchbull le azotara con la fusta, con la que no cesaba de darse golpecitos en el muslo. Eso era un pequeño consuelo, pero no mucho, porque las reacciones de la Trunchbull eran totalmente imprevisibles. Nunca se sabía lo que iba a hacer a continuación.

—Ya lo ve, cocinera —afirmó sarcásticamente la Trunchbull—. A Bogtrotter le gusta su tarta. Adora su tarta. ¿Tiene usted más tarta para él?

—Claro que sí —dijo la cocinera.

Parecía haberse aprendido su papel de memoria.

—Entonces vaya y tráigala. Y traiga un cuchillo para partirla.

La cocinera desapareció. Regresó casi al instante, tambaleándose bajo el peso de una enorme tarta redonda de chocolate en una fuente de porcelana. La tarta tenía fácilmente cuarenta y cinco centímetros de diámetro y estaba recubierta de chocolate glaseado.

—Póngala en la mesa —ordenó la Trunchbull.

En el centro del estrado había una pequeña mesa con una silla a su lado. La cocinera dejó cuidadosamente la tarta en la mesa.

—Siéntate, Bogtrotter —dijo la Trunchbull—. Siéntate ahí.

El chico se acercó con precaución a la mesa y se sentó. Contempló la gigantesca tarta.

—Ahí la tienes, Bogtrotter —continuó la Trunchbull, con voz de nuevo suave, persuasiva, incluso amable—. Es toda tuya, toda entera. Como te gustó tanto ese trozo que te comiste ayer, le ordené a la cocinera que hiciera una extraordinariamente grande sólo para ti.

—Bien, muchas gracias —dijo el chico, completamente perplejo.

—Dale las gracias a la cocinera, no a mí —indicó la Trunchbull.

—Gracias, cocinera —repitió el chico.

La cocinera permanecía allí como un cordón seco, callada, implacable, desaprobadora. Parecía que tuviera la boca llena de zumo de limón.

—Adelante, pues —dijo la Trunchbull—. ¿Por qué no cortas un buen trozo y te lo comes?

—¿Qué? ¿Ahora? —preguntó el chico, cautelosamente. Sabía que había alguna trampa en algún sitio, pero no sabía dónde—. ¿No podría llevármela a casa?

—Eso sería una descortesía —dijo la Trunchbull sonriendo retorcidamente

—. Tienes que demostrarle a la cocinera lo que le agradeces las molestias que se ha tomado.

El chico no se movió.

—Venga, hazlo —ordenó la Trunchbull—. Corta un trozo y pruébalo. No disponemos de todo el día.

El chico agarró el cuchillo y estaba a punto de hundirlo en la tarta cuando se detuvo. Contempló la tarta. Luego miró a la Trunchbull y, a continuación, a la experta cocinera de rostro avinagrado. Los niños del salón contemplaban la escena nerviosamente, esperando que sucediera algo. Estaban seguros de que tenía que suceder. La Trunchbull no era una persona que le diera a alguien una tarta de chocolate para que se la comiera, sólo por amabilidad. Muchos pensaban que debía estar rellena de pimiento picante, o aceite de ricino, o cualquier otra sustancia de sabor desagradable que hubiera hecho vomitar violentamente al chico. Podría ser, incluso, arsénico, y hubiera muerto en el plazo de diez segundos. O quizá se tratara de una tarta-bomba y explotara en el momento de partirla, haciendo volar a Bruce Bogtrotter. En la escuela, nadie dudaba de que la Trunchbull era capaz de hacer cualquiera de esas cosas.

—No me apetece comerla —dijo el chico.

—Pruébala, mocoso —exigió la Trunchbull—. Estás ofendiendo a la cocinera.

El chico comenzó a partir un trozo pequeño de la enorme tarta. Separó el trozo. Dejó el cuchillo y cogió con los dedos el trozo pegajoso y comenzó a

comérselo muy lentamente.

—Está buena, ¿no? —preguntó la Trunchbull.

—Muy buena —dijo el chico, saboreando y tragando.

Se terminó el trozo.

—Toma otro —dijo la Trunchbull.

—Es bastante, gracias —murmuró el chico.

—He dicho que tomes otro —ordenó la Trunchbull, con tono totalmente brusco ahora—. ¡Cómete otro trozo! ¡Haz lo que te digo!

—No me apetece otro trozo —se quejó el chico.

De pronto, explotó la Trunchbull:

—¡Come! —gritó, golpeándose el muslo con la fusta—. ¡Si te digo que comas, come! ¡Querías tarta! ¡Robaste tarta! ¡Ahora ya tienes tarta! ¡Y lo que es más, te la vas a comer! ¡No vas a abandonar este estrado y nadie se va a marchar de este salón hasta que te hayas comido toda la tarta que tienes delante de ti! ¿He hablado claro, Bogtrotter? ¿Entiendes lo que quiero decir?

El chico miró a la Trunchbull. Luego bajó la vista a la enorme tarta.

—¡Come! ¡Come! ¡Come! —gritó la Trunchbull.

El chico cortó muy lentamente otro trozo de tarta y comenzó a comérselo.

Matilda estaba fascinada.

—¿Crees que lo hará? —preguntó en voz baja a Lavender.

—No —le respondió Lavender—. Es imposible. Estará enfermo antes de llegar a la mitad.

El chico seguía en lo suyo. Cuando hubo terminado el segundo trozo, miró dubitativo a la Trunchbull.

—¡Come! —gritó ella—. ¡Los ladronzuelos glotones a los que les gusta comer tarta deben tener tarta! ¡Come más rápido, muchacho! ¡Come más rápido! ¡No queremos estar aquí todo el día! ¡Y no pares como estás haciendo ahora! ¡La primera vez que te pares antes de terminarla, irás derecho a La ratonera, cerraré la puerta y tiraré la llave a la alcantarilla!

El chico cortó un tercer trozo y comenzó a comérselo. Terminó éste antes que los otros dos y, al acabar, cogió inmediatamente el cuchillo y cortó otro trozo. De forma extraña, parecía ir cogiendo el ritmo.

Matilda, que observaba atentamente la escena, no apreció aún signos de angustia en el chico. Si acaso, parecía ir adquiriendo confianza mientras

proseguía.

—Lo está haciendo bien —murmuró Matilda.

—Pronto estará enfermo —susurró a su vez Lavender—. Va a ser horrible.

Cuando se hubo comido la mitad de la enorme tarta, Bruce Bogtrotter se detuvo un par de segundos e hizo varias inspiraciones profundas. La Trunchbull permanecía en pie, con las manos en las caderas, mirándole airadamente.

—¡Sigue! —gritó—. ¡Acábatela!

De repente, el chico dejó escapar un tremendo eructo que resonó en el salón de actos como un trueno. Muchos de los espectadores se rieron.

—¡Silencio! —gritó la Trunchbull.

El chico cortó otro grueso trozo y comenzó a comérselo rápidamente. Aún no mostraba signos de decaimiento o de querer abandonar. Realmente no parecía que estuviera a punto de detenerse y gritar: «¡No puedo, no puedo comer más! ¡Me voy a poner enfermo!». Aún seguía en combate.

Se estaba produciendo un sutil cambio en los doscientos cincuenta niños que presenciaban la escena. Hasta entonces habían previsto un inevitable desastre. Se habían preparado para una escena desagradable, en la que el desdichado chico, atiborrado de tarta de chocolate, tendría que rendirse y suplicar perdón y, entonces, verían a la triunfante Trunchbull obligando al jadeante muchacho a engullir más trozos de tarta.

Nada de eso. Bruce Bogtrotter se había tomado ya tres cuartas partes y aún seguía bien. Podría pensarse que casi estaba empezando a disfrutar. Tenía que escalar una montaña y estaba decidido a alcanzar la cima o a morir en el empeño. Es más, se había dado cuenta de los espectadores y de que, silenciosamente, todos estaban de su parte. Aquello era nada menos que una batalla entre él y la todopoderosa Trunchbull.

De pronto, alguien gritó:

—¡Vamos, Brucie! ¡Lo puedes conseguir!

La Trunchbull se volvió y rugió:

—¡Silencio!

El auditorio observaba atentamente. Estaba cautivado por la contienda.

Deseaban empezar a animar, pero no se atrevían.

—Creo que lo va a conseguir —susurró Matilda.

—Yo también lo creo —respondió en voz baja Lavender—. Nunca hubiera

creído que alguien pudiera comerse una tarta de ese tamaño.

—La Trunchbull tampoco se lo cree —susurró Matilda—. Mírala. Se está volviendo cada vez más roja. Si vence él, lo va a matar.

El chico iba más despacio ahora. No había duda de ello. Pero seguía comiendo tarta, con la tenaz perseverancia del corredor de fondo que ha avistado la meta y sabe que tiene que seguir corriendo. Cuando engulló el último bocado, estalló un tremendo clamor en el auditorio y los niños empezaron a dar saltos de alegría y a vitorear, aplaudir y gritar:

—¡Bien hecho, Brucie! ¡Muy bien, Brucie! ¡Has ganado una medalla de oro, Brucie!

La Trunchbull permanecía totalmente inmóvil en el estrado. Su rostro de caballo había adquirido el color de la lava fundida y sus ojos fulguraban de rabia. Miró a Bruce Bogtrotter, que seguía sentado en su silla como un enorme gusano ahíto, repleto, comatoso, incapaz de moverse o de hablar. Una delgada capa de sudor adornaba su frente, pero en su rostro se reflejaba una sonrisa de triunfo.

De repente, la Trunchbull se acercó y cogió la fuente de porcelana vacía que había contenido la tarta. La levantó todo lo que pudo y la dejó caer de golpe en todo lo alto de la cabeza del desdichado.

Bruce Bogtrotter y sus trozos se desparramaron por el suelo del estrado.

El chico estaba tan atiborrado de tarta, que era casi como un saco de cemento húmedo y no le hubiera hecho daño ni un mazo de hierro. Se limitó a mover la cabeza unas cuantas veces y siguió sonriendo.

—¡Vete al diablo! —dijo airadamente la Trunchbull, y se marchó del estrado, seguida de cerca por la cocinera.

Sigue leyendo la segunda parte

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