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Matilda

Segunda Parte

Lavender

A mitad de la primera semana del primer curso de Matilda, la señorita Honey dijo a sus alumnos:

—Tengo noticias importantes para vosotros, así que escuchad atentamente.

Tú también, Matilda. Deja ese libro un momento y atiende.

Se alzaron rostros expectantes y prestaron atención.

—La directora tiene por costumbre —prosiguió diciendo la señorita Honey —, hacerse cargo de la clase un rato todas las semanas. Esto lo realiza con todas las clases de la escuela y cada clase tiene fijado un día y una hora. A la nuestra le corresponde los jueves a las dos de la tarde, inmediatamente después del almuerzo. Así, pues, mañana a las dos en punto, la señorita Trunchbull me sustituirá durante una clase. Yo, naturalmente, estaré también aquí, pero sólo como testigo mudo. ¿Lo habéis entendido?

—Sí, señorita Honey —respondieron a coro.

—Un aviso para todos —dijo la señorita Honey—. La directora es muy estricta. Procurad que vuestras ropas, caras y manos estén limpias. Hablad sólo cuando se os hable. Cuando os pregunte algo, poneos inmediatamente de pie antes de contestar. No discutáis nunca con ella ni le llevéis la contraria. Tampoco tratéis de ser graciosos. Si lo hacéis, haréis que se enfade y, cuando la directora se enfada, es mejor ponerse en guardia.

—Y que lo diga —murmuró Lavender.

—Estoy segura —dijo la señorita Honey— de que os preguntará sobre lo que habéis aprendido esta semana, que es la tabla de multiplicar por dos. Así que os aviso seriamente de que os la empolléis esta noche cuando vayáis a casa. Repasadla con vuestra madre o vuestro padre.

—¿Qué más nos preguntará? —preguntó alguien.

—Os hará deletrear —dijo la señorita Honey—. Procurad recordar todo lo que habéis aprendido estos días. Y una cosa más. Cuando viene la directora, tiene que haber en la mesa una jarra de agua y un vaso. Nunca da una clase sin eso. ¿Quién se va a ocupar de ello?

—Yo —dijo Lavender al instante.

—Muy bien, Lavender —dijo la señorita Honey—. Tu trabajo consistirá en ir a la cocina, coger la jarra y llenarla de agua y, luego, dejarla sobre la mesa junto con un vaso vacío limpio, poco antes de que empiece la clase.

—¿Y si no hay ninguna jarra en la cocina? —preguntó Lavender.

—En la cocina hay una docena de jarras y vasos para la directora —dijo la señorita Honey—. Se utilizan en toda la escuela.

—No lo olvidaré —dijo Lavender—, se lo aseguro.

La mente intrigante de Lavender estaba dándole vueltas a las posibilidades que le ofrecía aquella tarea de la jarra de agua. Anhelaba poder hacer algo heroico. Admiraba enormemente a Hortensia por las valientes proezas que había realizado en la escuela. Admiraba también a Matilda, que le había contado, con la promesa de no decir nada, el asunto del loro, así como el cambio de tónico capilar, con el que había aclarado el pelo de su padre. Ahora era su turno de convertirse en heroína, siempre que se le ocurriera un plan brillante.

Esa tarde, en el trayecto de la escuela a su casa, comenzó a barajar las distintas posibilidades y, cuando por fin se le ocurrió el germen de lo que podía ser una gran idea, empezó a darle vueltas y trazó sus planes con el mismo cuidado que puso el duque de Wellington antes de la batalla de Waterloo. Cierto es que el enemigo no era en este caso Napoleón, pero no había nadie en la escuela que admitiera que la directora era un adversario menos temible que el famoso general francés. Lavender se dijo que tendría que realizarlo con gran habilidad y guardar el secreto si quería salir con vida de aquella empresa.

Al fondo del jardín de la casa de Lavender había una charca fangosa en la que vivía una colonia de salamandras acuáticas. Estos animales, aunque muy corrientes en las charcas y lagunas inglesas, no son muy conocidos por la gente normal, pues son tímidos y prefieren la oscuridad. La salamandra acuática es un animal horrendo, increíblemente feo, parecido a una cría de cocodrilo, sólo que con la cabeza más corta. Aunque no lo parece, es inofensivo. Mide unos quince centímetros de largo y es viscoso, con la piel de color gris verdoso por arriba y anaranjado en el vientre. Es, en realidad, un anfibio, que puede vivir tanto dentro como fuera del agua.

Esa tarde, Lavender se dirigió al jardín, decidida a cazar una salamandra. Son animales que se mueven velozmente y, por tanto, difíciles de capturar. Estuvo sentada un buen rato en la orilla, aguardando a ver una grande. Luego, sumergiendo con rapidez el sombrero del colegio, a modo de red, capturó una. Había rellenado su estuche con plantitas de la charca para colocar en él la salamandra, pero descubrió que no era fácil sacar el animal del sombrero y meterlo allí. Se retorcía y se le escurría entre las manos como el mercurio y, aparte de eso, entraba muy justa en el estuche. Cuando por fin logró meterla, tuvo que tener cuidado para no pillarle la cola al correr la tapa. Un chico vecino de ella, llamado Rupert Entwistle, le había dicho que si se le cortaba la cola a una salamandra, la cola seguía viva y se acababa transformando en otra salamandra diez veces mayor que la primera. Podía llegar a ser del tamaño de un caimán. Lavender no creía eso en absoluto, pero no quería correr el riesgo de que lo fuera.

Finalmente, se las arregló para correr la tapa y la salamandra fue suya.

Luego, abrió un poquito la tapa para que el animal pudiera respirar.

Al día siguiente llevó su arma secreta a la escuela en la mochila. Temblaba de emoción. Deseaba contarle a Matilda su plan de batalla. La verdad es que le hubiera gustado contárselo a toda la clase. Pero, por último, decidió no decírselo a nadie. Así sería mejor porque, aunque torturaran a alguien ferozmente, no podría echarle la culpa a ella.

Llegó la hora del almuerzo. Ese día pusieron el plato preferido de Lavender, salchichas y alubias estofadas, pero apenas pudo comer.

—¿Te encuentras bien, Lavender? —le preguntó la señorita Honey desde la cabecera de la mesa.

—He desayunado mucho —respondió Lavender— y no puedo comer nada.

Inmediatamente después del almuerzo, se dirigió a la cocina y buscó una de las famosas jarras de la Trunchbull. Era grande y ventruda, de loza esmaltada de azul. La llenó de agua hasta la mitad y la llevó, junto con un vaso, a la clase, donde la colocó sobre la mesa de la profesora. La clase estaba aún desierta. Rápida como un rayo, sacó el estuche de la mochila y abrió la tapa un poquito. La salamandra estaba bastante tranquila. Situó el estuche con cuidado encima del cuello de la jarra, corrió del todo la tapa y volcó la salamandra dentro de la jarra. Se escuchó un chapuzón al caer al agua y se agitó unos segundos antes de quedarse quieta. Luego, para que la salamandra se encontrara más en su elemento, volcó dentro de la jarra las plantitas que había colocado en el estuche.

La hazaña ya estaba hecha. Todo estaba listo. Lavender metió sus lápices en el estuche, que estaba algo húmedo, y lo dejó en su sitio habitual, en su pupitre. Luego, salió de la clase y se reunió con los demás en el patio de recreo hasta que llegó la hora de empezar la clase.

El examen semanal

A las dos en punto se reunió la clase, incluida la señorita Honey, que vio que la jarra de agua y el vaso estaban en su sitio. Se situó al fondo de la clase. Todos aguardaban. De pronto, hizo su entrada con aire marcial la gigantesca figura de la directora, con su guardapolvo ceñido a la cintura y sus pantalones verdes.

—Buenas tardes, niños —dijo con voz potente.

—Buenas tardes, señorita Trunchbull —respondieron los niños a coro.

La directora se situó frente a los alumnos, con las piernas abiertas y las manos en las caderas, mirando desabridamente a los pequeños que permanecían sentados, nerviosos, en sus pupitres.

—No es un espectáculo muy bonito —dijo. Su expresión era de profundo disgusto, como si estuviera contemplando la inmundicia que hubiera podido dejar un perro en el suelo—. ¡Sois un puñado de nauseabundas verrugas!

Todos tuvieron el buen sentido de permanecer callados.

—Me da náuseas pensar —prosiguió— que, durante los próximos seis años, voy a tener que ocuparme de un hatajo de inútiles como vosotros. Ya veo que tendré que expulsar lo antes posible a muchos de vosotros para no volverme loca —hizo una pausa y resopló varias veces. Producía un sonido curioso. Era el mismo que puede escucharse en una cuadra cuando se da de comer a los caballos—. Supongo —prosiguió— que vuestras madres y vuestros padres os dirán que sois maravillosos. Pues bien, yo estoy aquí para deciros lo contrario, y haríais bien en creerme. ¡Poneos de pie!

Todos se incorporaron rápidamente.

—Ahora, extended las manos. Cuando yo pase delante de vosotros, quiero que las volváis para ver si están limpias por ambos lados.

La Trunchbull inició un lento recorrido por entre las filas de pupitres, inspeccionando manos. Todo fue bien hasta que llegó a un niño de la segunda fila.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó con voz potente.

—Nigel —respondió el niño.

—¿Nigel, qué?

—Nigel Hicks —dijo el niño.

—¿Nigel Hicks, qué? —vociferó la Trunchbull.

Lo dijo con voz tan potente que casi hizo volar al pequeño por la ventana.

—Eso es todo —dijo Nigel—, a menos que quiera también mi segundo apellido —era un pequeñajo valiente y se notaba que procuraba no dejarse amedrentar por el monstruo que se inclinaba sobre él.

—¡No quiero tu segundo apellido, imbécil! —vociferó el monstruo—. ¿Cómo me llamo yo?

—Señorita Trunchbull —dijo Nigel.

—¡Entonces úsalo cuando te dirijas a mí! Ahora, intentémoslo de nuevo. ¿Cómo te llamas?

—Nigel Hicks, señorita Trunchbull —respondió Nigel.

—Así está mejor —dijo la señorita Trunchbull—. Tus manos están sucias, Nigel. ¿Cuándo te las has lavado por última vez?

—Bueno, no sé, déjeme pensar —dijo Nigel—. Es difícil recordarlo exactamente. Puede que fuese ayer, o, quizá, anteayer.

El cuerpo y el rostro de la Trunchbull dieron la impresión de que los hinchaban con una bomba de bicicleta.

—¡Lo sabía! —rugió—. ¡En cuanto te eché el ojo encima supe que no eras más que un trozo de inmundicia! ¿Qué es tu padre? ¿Se dedica a limpiar cloacas?

—Es médico —dijo Nigel—. Y bastante bueno. Dice que, como de todas formas estamos llenos de bacterias, un poco más de suciedad no mata a nadie.

—Me alegro de que no sea mi médico —dijo la Trunchbull—. ¿Y por qué hay, si puede saberse, una alubia en tu camisa?

—Hemos comido alubias para almorzar, señorita Trunchbull.

—¿Y normalmente te echas el almuerzo en la camisa, Nigel? ¿Es eso lo que te ha enseñado ese médico tan famoso que tienes por padre?

—Las alubias son difíciles de comer, señorita Trunchbull. Se me caen del tenedor.

—¡Eres asqueroso! —rugió la Trunchbull—. ¡Eres una fábrica andante de gérmenes! ¡No quiero verte más hoy! ¡Vete al rincón y ponte de cara a la pared, apoyado en una pierna!

—Pero, señorita Trunchbull…

—¡No discutas conmigo, muchacho, o tendrás que ponerte boca abajo!

¡Haz lo que te digo!

Nigel obedeció.

—Quédate así mientras compruebo cómo deletreas, para ver si has aprendido algo esta semana. No vuelvas tu desagradable cara de la pared. Ahora, deletrea la palabra «herrar».

—¿A qué se refiere? —preguntó Nigel—. ¿A lo que se hace a los caballos o a equivocarse? —resulta que era un niño inusualmente despierto y su madre había trabajado duramente con él en su casa deletreando y leyendo.

—¡Lo de los caballos, estúpido!

Nigel deletreó la palabra correctamente, lo que sorprendió a la Trunchbull, que pensaba que le había propuesto una palabra con truco que seguramente no habría aprendido aún, lo que le sentó muy mal.

Nigel, haciendo equilibrios sobre una pierna y, de cara a la pared, dijo:

—La señorita Honey nos enseñó ayer una palabra muy difícil.

—¿Y qué palabra es ésa? —preguntó amablemente la Trunchbull.

Cuanto más amable era su tono de voz, mayor era el peligro, pero Nigel no tenía por qué saberlo.

—«Dificultad» —respondió Nigel—. Ahora todos sabemos deletrear «dificultad».

—¡Qué tonterías! —dijo la Trunchbull—. No está previsto que aprendáis palabras largas hasta que tengáis ocho o nueve años. Y no me digas que en esta clase sabéis deletrear esa palabra. ¡Me estás mintiendo, Nigel!

—Pregúntele a cualquiera —dijo Nigel, corriendo un tremendo riesgo.

Los relucientes y peligrosos ojos de la Trunchbull recorrieron la clase.

—¡Tú! —dijo, señalando a una niña diminuta y bastante boba llamada Prudence.

Para su sorpresa, Prudence la deletreó muy bien, sin la menor vacilación.

La Trunchbull se quedó verdaderamente sorprendida.

—¡Hum! —gruñó—. Supongo que la señorita Honey consumiría toda una clase para enseñaros esa sola palabra.

—¡Oh, no! —exclamó Nigel—. La señorita Honey nos la enseñó en tres minutos de una forma que no se olvida. Nos enseña así muchas palabras.

—¿Y en qué consiste ese método mágico, señorita Honey? —preguntó la directora.

—Yo se lo explicaré —dijo el arriesgado Nigel, saliendo en ayuda de la señorita Honey—. ¿Puedo bajar este pie y volverme para explicárselo?

—¡Nada de eso! —tronó la Trunchbull—. ¡Quédate como estás y explícamelo!

—Está bien —dijo Nigel, vacilando peligrosamente sobre la pierna—. La señorita Honey nos enseña una canción corta referente a cada palabra y la cantamos todos juntos y así aprendemos enseguida. ¿Quiere escuchar la canción sobre «dificultad»?

—Me fascinaría —dijo la Trunchbull en tono sarcástico.

—Es así —dijo Nigel.

La señora D, la señora I, la señora FI, la señora C, la señora U, la señora L y la señora TAD.

—¡Qué ridiculez! —bufó la Trunchbull—. ¿Por qué están casadas todas esas mujeres? Además, cuando se está aprendiendo a deletrear no se debe enseñar poesía. Suprímalo en el futuro, señorita Honey.

—Pero así les enseño algunas de las palabras más difíciles —dijo la señorita Honey.

—¡No discuta conmigo, señorita Honey! —tronó con voz potente la directora—. ¡Haga lo que le digo! Voy a probar ahora con las tablas de multiplicar, para ver si la señorita Honey os ha enseñado algo de eso —la Trunchbull había regresado a su sitio, frente a los alumnos, y su diabólica mirada recorría lentamente las filas de pequeños pupitres—. ¡Tú! —rugió, señalando a un niño llamado Rupert que se sentaba en la primera fila—. ¿Cuántas son dos por siete?

—Dieciséis —contestó sin pensárselo Rupert.

La Trunchbull avanzó lenta y silenciosamente hacia Rupert, al igual que una tigresa acechando a un cervatillo. Rupert captó al instante la señal de peligro y gritó precipitadamente:

—¡Son dieciocho! ¡Dos por siete son dieciocho, no dieciséis!

—¡Ignorante babosa! —vociferó la Trunchbull—. ¡Asno estúpido! ¡Cabeza de chorlito! —mientras tanto, se había situado justamente detrás de Rupert y, de repente, extendió una mano del tamaño de una raqueta de tenis y agarró el pelo de Rupert. Éste tenía una hermosa cabellera rubia. Su madre creía que era bonita y le gustaba dejarla crecer más de lo normal. La Trunchbull sentía el mismo odio por el pelo largo de los chicos que por las trenzas y las coletas de las chicas y estaba a punto de demostrarlo. Agarró de un puñado las largas melenas de Rupert con su mano gigante y, alzando su musculoso brazo derecho, levantó al desdichado niño por encima de su asiento y lo sostuvo en alto.

Rupert lanzó un alarido. Se retorció y contorsionó, dando patadas en el aire y chillando como un cerdo al que están degollando, mientras la señorita Trunchbull gritaba:

—¡Dos por siete son catorce! ¡Dos por siete son catorce! ¡No te voy a soltar hasta que lo digas!

Desde el fondo de la clase, la señorita Honey exclamó:

—¡Señorita Trunchbull, por favor! ¡Suéltele! ¡Le está haciendo daño!

¡Puede arrancarle el pelo!

—¡Bien podría, si no deja de forcejear! —contestó desabridamente la Trunchbull—. ¡Estate quieto, gusano retorcido!

Era, en verdad, un sorprendente espectáculo ver aquella gigantesca directora sujetando en el aire al niño que giraba y se retorcía como alguien suspendido del extremo de una cuerda, gritando a voz en cuello.

—¡Dilo! —rugió la Trunchbull—. ¡Di «dos por siete son catorce»! ¡Date prisa o empezaré a subirte y a bajarte y así te arrancaré el pelo y tendremos bastante para rellenar un sofá! ¡Venga, chico! ¡Di «dos por siete son catorce» y te soltaré!

—Do… dos por si… siete son ca… catorce —dijo, jadeando, Rupert, tras lo cual la Trunchbull, haciendo honor a su palabra, abrió la mano y literalmente lo soltó.

Estaba a bastante altura y cayó a plomo sobre el suelo, donde rebotó como un balón de fútbol.

—Levántate y deja de lloriquear —dijo la Trunchbull.

Rupert se levantó y regresó a su pupitre, frotándose el cuero cabelludo con ambas manos. La Trunchbull volvió a situarse frente a la clase. Los niños permanecían en sus sitios como hipnotizados. Ninguno de ellos había presenciado algo así antes. Era una auténtica diversión. Era mejor que una pantomima, sólo que con una gran diferencia. En esa habitación había una enorme bomba humana frente a ellos, a punto de explotar en cualquier momento y reducir a trozos a cualquiera de los chicos. Los ojos de los niños estaban fijos en la directora.

—No me gusta la gente pequeña —dijo ésta—. Nadie debería ser pequeño. Deberían ocultarlos de la vista y guardarlos en cajas, como las pinzas del pelo y los botones. Nunca pude explicarme por qué tardan tanto los niños en crecer. Creo que lo hacen a propósito.

Otro chico valiente de la primera fila dijo:

—Pero, seguramente, usted habrá sido pequeña alguna vez, ¿no, señorita Trunchbull?

—¡Yo nunca he sido pequeña! —rugió—. ¡Toda mi vida he sido grande y no entiendo por qué no pueden serlo otros también!

—Pero usted debió de empezar siendo un bebé —dijo el niño.

—¿Yo? ¿Un bebé? —gritó la Trunchbull—. ¿Cómo te atreves a suponer una cosa así? ¡Qué frescura! ¡Qué insolencia! ¿Cómo te llamas, chico? ¡Y ponte de pie cuando me hables!

El chico se puso en pie.

—Me llamo Erick Ink, señorita Trunchbull —dijo.

—¿Eric, qué? —gritó la Trunchbull.

—Ink —dijo el chico.

—¡No seas animal! ¡Ese apellido no existe!

—Mire en la guía telefónica —dijo Eric—. Allí encontrará el apellido de mi padre.

—Está bien —dijo la Trunchbull—. Puede que te apellides Ink, jovencito, pero deja que te diga algo. Tú no eres indeleble. Si tratas de dártelas de listo conmigo, te borro enseguida. Deletrea «que».

—No entiendo —dijo Eric—. ¿Qué quiere que deletree?

—¡Que deletrees «que», idiota! ¡Deletrea la palabra «que»!

—Q… E —dijo Eric, contestando demasiado rápidamente.

Hubo un peligroso silencio.

—Te daré una oportunidad más —dijo la Trunchbull sin moverse.

—¡Ah, sí, ya lo sé! —dijo Eric—. Es con K. K… E. Es fácil.

En dos zancadas, la Trunchbull se colocó detrás del pupitre de Eric y se quedó allí, como un poste amenazador cerniéndose sobre el infeliz. Eric miró temerosamente hacia atrás, por encima del hombro, al monstruo.

—Lo he dicho bien, ¿no?

—¡Lo has dicho mal! —rugió la Trunchbull—. La verdad es que eres como esa odiosa picadura de viruela que siempre está mal. ¡Te sientas mal! ¡Tu aspecto es horrible! ¡Hablas fatal! ¡No hay nada bueno en ti! Te voy a dar otra oportunidad para que lo digas bien. ¡Deletrea «que»!

Eric vaciló. Luego, muy despacio, dijo:

—No es Q… E y tampoco K… E. ¡Ah, ya sé! ¡Tiene que ser K… U… E.

La Trunchbull agarró las orejas de Eric, una con cada mano, sujetándolas con el dedo índice y el pulgar.

—¡Ay! —gritó Eric—. ¡Ay! ¡Me está haciendo daño!

—¡Aún no he empezado! —dijo rudamente la Trunchbull, quien, agarrándole bien de las orejas, lo levantó de su asiento y lo sostuvo en el aire.

Igual que Rupert antes, Eric se puso a chillar como un condenado.

Desde el fondo de la clase, la señorita Honey suplicó:

—¡Por favor, señorita Trunchbull! ¡No haga eso! ¡Déjelo! ¡Le puede arrancar las orejas!

—No se arrancan nunca —le contestó airadamente la Trunchbull—. A través de mi larga experiencia, señorita Honey, he aprendido que las orejas de los niños están firmemente unidas a la cabeza.

—¡Por favor, señorita Trunchbull, déjele! —suplicó la señorita Honey—.

Podría hacerle daño, de verdad. Podría arrancárselas.

—¡Las orejas nunca se arrancan! —gritó la Trunchbull—. Se estiran maravillosamente, como éstas, pero le aseguro que nunca se arrancan.

Eric chillaba más fuerte aún y pataleaba en el aire.

Matilda no había visto nunca un niño, o cualquier otro ser, suspendido en el aire por las orejas. Al igual que la señorita Honey, estaba segura de que ambas orejas acabarían desprendiéndose en cualquier momento por el peso que soportaban.

—La palabra «que» se deletrea Q… U… E. ¡Ahora, repítelo tú, babosa!

Eric no lo dudó. Al ver a Rupert había aprendido, que, cuanto antes contestara, antes le soltarían.

—¡«Que» se deletrea Q… U… E! —gritó.

Sujetándolo aún por las orejas, la Trunchbull lo bajó y lo dejó en su asiento. Luego, se dirigió marcialmente al frente de la clase, sacudiéndose las manos como si hubiera estado manejando algo sucio.

—Ésa es la forma de enseñarles, señorita Honey —dijo—. No basta decírselo, hágame caso. Hay que metérselo en la cabeza. No hay nada como unos tirones y unos pescozones para que recuerden las cosas. Eso hace que sus mentes se concentren maravillosamente bien.

—Podría producirles lesiones permanentes, señorita Trunchbull —dijo la señorita Honey.

—Seguro que lo he hecho, seguro —respondió la Trunchbull sonriendo—. Las orejas de Eric han debido de alargarse bastante en los dos últimos minutos. Ahora serán mayores que antes. No hay nada malo en eso, señorita Honey. Durante el resto de su vida tendrá un divertido aspecto de gnomo.

—Pero, señorita Trunchbull…

—¡Oh, cállese ya, señorita Honey! Es usted tan tonta como cualquiera de ellos. Si no lo soporta usted, búsquese trabajo en alguna blandengue escuela privada para mocosos ricos. Cuando lleve tanto tiempo como yo dando clases, se dará cuenta de que no es bueno ser amable con los niños. Lea Nicholas Nickleby de Dickens, señorita Honey. Lea lo que hacía el señor Wackford Squeers, el admirable director del colegio Dotheboys. El sí que sabía cómo manejar a esas pequeñas bestias, ¿no? Sabía cómo emplear el látigo. Procuraba que sus traseros estuvieran tan calientes que podían freírse sobre ellos huevos y tocino. ¡Un buen libro! Pero supongo que ninguno del puñado de retrasados mentales que tenemos aquí lo leerá nunca, porque, por su aspecto, ni siquiera aprenderán a leer.

—Yo lo he leído, señorita Trunchbull —dijo Matilda, tranquilamente.

La Trunchbull volvió la cabeza y miró atentamente a la pequeña de pelo oscuro y profundos ojos castaños sentada en la segunda fila.

—¿Qué has dicho? —preguntó airadamente.

—Que yo lo he leído, señorita Trunchbull.

—¿Leer, qué?

—Nicholas Nickleby, señorita Trunchbull.

—¡Me estás mintiendo, presumida! —gritó la Trunchbull, mirando aviesamente a Matilda—. ¡Dudo que haya un solo niño en esta escuela que haya leído ese libro, y tú, un renacuajo de infantil, quieres que me crea esa trola! ¿Por qué lo haces? ¡Debes tomarme por tonta! ¿Me tomas por tonta?

—Bien… —empezó a decir Matilda, y luego dudó. Le hubiera apetecido decir «Sí, tonta de remate», pero eso hubiera sido suicida—. Bien… —dijo de nuevo, aún dudando y negándose a decir «no».

La Trunchbull adivinó lo que la niña estaba pensando y no le hizo ninguna gracia.

—¡Levántate cuando hables conmigo! —ordenó bruscamente—. ¿Cómo te llamas?

Matilda se puso en pie y dijo:

—Me llamo Matilda Wormwood, señorita Trunchbull.

—Wormwood, ¿eh? —dijo la Trunchbull—. En ese caso debes de ser hija del propietario de Motores Wormwood, ¿no?

—Sí, señorita Trunchbull.

—¡Es un timador! —gritó la Trunchbull—. Hace una semana me vendió un coche de segunda mano que decía que estaba casi nuevo. Entonces creí que era un tipo estupendo, pero esta mañana, mientras conducía ese coche por el pueblo, se le cayó el motor al suelo. ¡Estaba lleno de serrín! ¡Ese hombre es un timador y un ladrón! ¡Voy a hacer salchichas con su piel, ya lo verás!

—Es listo para los negocios —dijo Matilda.

—¡Un bandido es lo que es! —gritó la Trunchbull—. La señorita Honey me ha dicho que tú también eres lista. ¡Pues bien, mocosa, a mí no me gustan las personas listas! ¡Son todas retorcidas! ¡Lo más seguro es que tú también seas retorcida! Antes de pelearme con tu padre me contó algunas historias desagradables de cómo te comportas en casa. Será mejor que no intentes nada en esta escuela, jovencita. Desde ahora voy a vigilarte atentamente. Siéntate y estate quieta.

El primer milagro

Matilda volvió a sentarse en su pupitre. La Trunchbull se sentó también tras la mesa de la profesora. Era la primera vez que se sentaba durante la clase. Alargó una mano y agarró la jarra de agua. Sujetando la jarra por el asa, pero sin levantarla aún, dijo:

—Nunca he podido entender por qué son tan repugnantes los niños pequeños. Son mi perdición. Son como insectos. Hay que deshacerse de ellos lo más pronto posible. De las moscas nos libramos empleando algún pulverizador o colgando papamoscas. He pensado a menudo inventar un pulverizador para deshacerme de los niños pequeños. ¡Qué estupendo sería entrar en esta clase con una pistola pulverizadora gigante en la mano y vaciarla aquí! O, mejor aún, colgar grandes papamoscas. Los colgaría por toda la escuela y quedaríais atrapados en ellos y eso sería el fin de todo. ¿No le parece una buena idea, señorita Honey?

—Si es un chiste, señora directora, no creo que sea muy gracioso —dijo la señorita Honey desde el fondo de la clase.

—Usted no lo haría, ¿no, señorita Honey? —dijo la Trunchbull—. Y no es un chiste. Mi idea de una escuela perfecta es que no tenga niños pequeños, señorita Honey. Uno de estos días crearé una escuela así. Creo que será un éxito.

«Esta mujer está loca», se dijo la señorita Honey. «Sufre algún trastorno mental. De ella es de la que habría que deshacerse».

La Trunchbull levantó la gran jarra de loza azul y vertió un poco de agua en el vaso. De repente, ¡plop!, con el agua cayó en el vaso la larga y viscosa salamandra.

La Trunchbull dio un grito y pegó un brinco en su silla, como si hubiera estallado un petardo debajo de ella. Los niños vieron también el alargado y viscoso animal de vientre anaranjado, parecido a un lagarto, que se retorcía en el vaso, y se pusieron a retorcerse y a dar vueltas gritando. «¿Qué es eso? ¡Oh, es asqueroso! ¡Es una serpiente! ¡Es una cría de cocodrilo! ¡Es un caimán!».

—¡Cuidado, señorita Trunchbull! —gritó Lavender—. ¡Seguro que muerde!

La Trunchbull, la poderosa y gigantesca hembra, siguió donde estaba, con sus pantalones verdes, temblando como una hoja. Le ponía especialmente furiosa el que alguien hubiera logrado hacerla brincar y gritar, porque se enorgullecía de su fortaleza. Contemplaba aquel animal que se retorcía y se debatía en el vaso. Curiosamente, no había visto nunca una salamandra. La naturaleza no era su fuerte. No tenía la más mínima idea de qué animal era aquél. Su aspecto, desde luego, era repulsivo. Lentamente, volvió a sentarse en su silla. Su aspecto era más terrorífico que nunca. Sus pequeños ojos negros se fueron encendiendo de furia y odio.

—¡Matilda! —rugió—. ¡Ponte de pie! —¿Quién, yo? —dijo Matilda—. ¿Qué he hecho? —¡Ponte de pie, asquerosa cucaracha!

—No he hecho nada, señorita Trunchbull, de verdad que no. Jamás había visto esa cosa viscosa.

—¡Ponte de pie enseguida, asqueroso gusano!

Matilda se incorporó de mala gana. Estaba en la segunda fila y Lavender en la de atrás, sintiéndose un poco culpable. No había pretendido crearle ningún problema a su amiga. Por otra parte, no estaba dispuesta a confesar.

—¡Eres un animal vil, repulsivo, repelente y maligno! —gritó la Trunchbull—. ¡No eres digna de esta escuela! ¡Deberías estar entre rejas, allí es donde deberías estar! ¡Haré que te expulsen de este establecimiento con toda ignominia! ¡Haré que los inspectores te persigan por el pasillo y te arrojen por la puerta a patadas! ¡Haré que el personal te lleve hasta tu casa con guardia armada! ¡Y luego me aseguraré de que te envíen a un reformatorio para niños delincuentes y que estés allí cuarenta años por lo menos!

La Trunchbull estaba tan furiosa que tenía el rostro enrojecido y en las comisuras de los labios se le notaban pequeños espumarajos de rabia. Pero ella no era la única que estaba poniéndose nerviosa. Matilda también estaba poniéndose roja de ira. No le importaba lo más mínimo que le acusaran de algo que realmente hubiera hecho. Comprendía la razón de ello. Sin embargo, para ella era una experiencia totalmente nueva que la acusaran de un delito que en absoluto había cometido. Ella no había tenido nada que ver con aquel repugnante animal del vaso. «Caramba —pensó—, esa infame Trunchbull no me va a echar la culpa de eso a mí».

—¡Yo no he sido! —gritó.

—¡Oh, sí, has sido tú! —le respondió, también gritando, la Trunchbull—. ¡A ningún otro se le hubiera ocurrido una faena como ésa! ¡Tu padre tenía razón cuando me previno contra ti! —la mujer parecía haber perdido por completo el control de sí misma. Estaba vociferando como una loca—. ¡Para ti se ha acabado esta escuela, jovencita! —gritó—. ¡Para ti se ha acabado todo!

¡Me ocuparé personalmente de que te encierren en un sitio donde ni siquiera los cuervos puedan echarte sus excrementos! ¡Probablemente, nunca volverás a ver la luz del día!

—¡Le he dicho que yo no he sido! —gritó Matilda—. En mi vida he visto un animal como ése.

—¡Tú has puesto un… un… un cocodrilo en mi agua! —gritó la Trunchbull—. ¡No hay ningún delito peor en el mundo contra la directora de una escuela! ¡Ahora siéntate y no digas una palabra más! ¡Vamos, siéntate enseguida!

—¡Pero le digo que…! —gritó Matilda, negándose a sentarse.

—¡Y yo te digo que cierres el pico! —bramó la Trunchbull—. ¡Si no te callas inmediatamente y te sientas, me quitaré el cinturón y lo conocerás por el extremo de la hebilla!

Matilda se sentó despacio. ¡Oh, qué inmundicia! ¡Qué injusticia! ¿Cómo se atrevían a expulsarla por algo que no había hecho?

Matilda notó que empezaba a sentirse cada vez más y más enfadada… tan insoportablemente enfadada que no tardaría mucho en explotar algo dentro de ella.

La salamandra seguía retorciéndose en el vaso de agua. Parecía encontrarse muy incómoda. El vaso no era lo suficiente grande para ella. Matilda miró airadamente a la Trunchbull. ¡Cómo la aborrecía! Miró al vaso con la salamandra. Le hubiera apetecido ir, coger el vaso y arrojar su contenido a la cabeza de la Trunchbull. Se estremeció al pensar lo que la Trunchbull le haría a ella si se atrevía a hacer eso.

La Trunchbull estaba sentada tras la mesa de la profesora, mirando con una mezcla de horror y fascinación la salamandra que se debatía en el vaso. Poco a poco, Matilda comenzó a sentir que la invadía una sensación de lo más extraordinaria y peculiar. Sentía especialmente esa sensación en los ojos. Parecía concentrarse en ellos una especie de fluido eléctrico. En lo más profundo de ellos se estaba creando una sensación de poder, una sensación de gran fuerza. Pero notaba otra sensación completamente distinta, que no se explicaba. Era como rayos, como si sus ojos despidieran pequeñas oleadas de rayos. Sus globos oculares comenzaron a calentarse, como si estuvieran gestando una gran energía en su interior. Era una sensación asombrosa. Mantuvo los ojos fijos en el vaso y el poder se fue concentrando en una pequeña zona de cada ojo, creciendo cada vez más, y tuvo la sensación de que de sus ojos salían millones de diminutos e invisibles brazos con manos y se dirigían al vaso que estaba mirando.

—¡Vuélcalo! —murmuró Matilda—. ¡Vuélcalo!

Vio que el vaso comenzaba a tambalearse. Realmente, se inclinó unos milímetros hacia atrás y luego se enderezó de nuevo. Matilda siguió empujándolo con aquellos millones de pequeños brazos invisibles que salían de sus ojos, notando el poder que emergía en línea recta de los dos puntos negros que tenía en el centro de sus globos oculares.

—¡Vuélcalo! —murmuró de nuevo—. ¡Vuélcalo!

El vaso se tambaleó de nuevo. Empujó mentalmente con más fuerza, deseando que sus ojos emitieran más poder. Y entonces, muy lentamente, tan lentamente que ella apenas pudo ver lo que sucedía, el vaso comenzó a inclinarse hacia atrás, más y más hacia atrás, hasta que se quedó en equilibrio sobre el borde del fondo. Allí vaciló unos segundos antes de venirse abajo y volcarse con un fuerte tintineo encima de la mesa. El agua que contenía y la salamandra que no dejaba de retorcerse cayeron sobre el enorme pecho de la señorita Trunchbull. La directora soltó un alarido que hizo temblar los cristales de las ventanas del edificio y, por segunda vez en los últimos segundos, salió disparada de su silla como un cohete. La salamandra se asió desesperadamente al guardapolvo de algodón en la parte donde cubría el pecho, clavando allí sus patas en forma de garras. La Trunchbull bajó la vista y lo vio; soltó otro alarido aún más fuerte y de un manotazo lanzó al animal volando por la clase. Aterrizó en el suelo, junto al pupitre de Lavender y, con gran rapidez, ésta se agachó, la cogió y la metió en su estuche para otra ocasión. Pensó que era muy útil tener una salamandra.

La Trunchbull, con la cara más parecida a un jamón cocido que nunca, estaba de pie, frente a los alumnos, temblando de rabia. Su enorme pecho subía y bajaba y las salpicaduras de agua formaban una mancha húmeda que probablemente le había calado hasta la piel.

—¿Quién lo ha hecho? —rugió—. ¡Vamos! ¡Que confiese! ¡Que dé un paso adelante! ¡Esta vez no te escaparás! ¿Quién es culpable de esta faena? ¿Quién ha volcado este vaso?

Nadie respondió. La clase permanecía silenciosa como una tumba.

—¡Matilda! —rugió—. ¡Has sido tú! ¡Sé que has sido tú!

Matilda estaba sentada muy tranquila en la segunda fila y no dijo nada. La invadía una extraña sensación de serenidad y confianza y, de repente, se dio cuenta de que no temía a nadie en el mundo. Con el único poder de sus ojos había podido volcar un vaso de agua y derramar su contenido sobre la horrible directora, y quien pudiera hacer eso, podría hacer cualquier cosa.

—¡Habla, ántrax purulento! —rugió la Trunchbull—. ¡Admite que fuiste

tú!

Matilda miró directamente a los ojos airados de aquella gigantesca mujer enfurecida y dijo con toda calma:

—Yo no me he movido de mi pupitre desde que empezó la clase, señorita Trunchbull. No tengo otra cosa que decir.

De pronto, toda la clase se alzó contra la directora.

—¡No se ha movido! —gritaron—. ¡Matilda no se ha movido! ¡Nadie se ha movido! ¡Lo ha debido de volcar usted!

—¡Yo, desde luego, no lo he volcado! —rugió la Trunchbull—. ¿Cómo os atrevéis a sugerir una cosa así? ¡Hable, señorita Honey! ¡Usted debe de haber visto todo! ¿Quién ha volcado mi vaso de agua?

—No ha sido ninguno de los niños, señorita Trunchbull —respondió la señorita Honey—. Puedo asegurarle que durante el tiempo que ha estado usted aquí no se ha movido nadie de su pupitre, excepto Nigel, y éste no se ha movido del rincón.

La señorita Trunchbull miró airadamente a la señorita Honey. Ésta aguantó su mirada sin pestañear.

—Le estoy diciendo la verdad, señora directora —dijo—. Debe de haberlo volcado usted sin darse cuenta. Eso puede pasar fácilmente.

—¡Estoy harta de vosotros, enanos inútiles! —gritó la Trunchbull—. ¡Me niego a perder mi valioso tiempo aquí! —y, diciendo esto, salió marcialmente de la clase, dando un portazo.

En el estupefacto silencio que siguió, la señorita Honey se dirigió a la parte delantera de la clase y se quedó de pie tras su mesa.

—¡Uy! —dijo—. Creo que hemos tenido bastante por hoy, ¿no? La clase ha terminado. Podéis iros al patio y esperar a que vengan vuestros padres a recogeros.

El segundo milagro

Matilda no salió con los demás de la clase. Después de que hubieran desaparecido los otros niños, ella siguió en su pupitre, tranquila y pensativa. Sabía que tenía que contarle a alguien lo que había sucedido con el vaso. No podía guardar para sí un secreto tan importante como ése. Lo que necesitaba era sólo una persona, un adulto inteligente y comprensivo que le ayudara a

entender el significado de ese extraordinario suceso.

Ni su madre ni su padre le servían. En el caso de que se creyeran su historia, lo cual resultaba dudoso que ocurriera, era casi seguro que no acertarían a comprender el suceso tan asombroso que había tenido lugar en la clase esa tarde. Sin dudarlo, decidió que la única persona en la que le gustaría confiar era la señorita Honey.

Matilda y la señorita Honey eran las únicas personas que permanecían en la clase. La señorita Honey se había sentado a su mesa y estaba hojeando unos papeles. Levantó la vista y dijo:

—Bien, Matilda, ¿no te vas con los demás?

Matilda dijo:

—Por favor, ¿podría hablar con usted un momento?

—Claro que puedes. ¿Qué te sucede?

—Me ha sucedido algo muy raro, señorita Honey.

La señorita Honey se sintió enseguida interesada. Desde las dos desastrosas entrevistas que había tenido recientemente sobre Matilda, la primera con la directora de la escuela y la segunda con los espantosos señores Wormwood, la señorita Honey había pensado mucho en esta niña y se había preguntado cómo podría ayudarla. Y ahora, allí estaba Matilda, sentada en la clase con una expresión curiosamente exaltada, preguntándole si podía hablar con ella en privado. La señorita Honey no había visto antes aquella expresión tan peculiar, con el asombro reflejado en sus ojos.

—Sí, Matilda —dijo—. Cuéntame eso tan raro que te ha sucedido.

—La señorita Trunchbull no va a expulsarme, ¿verdad? —preguntó Matilda—. Porque no fui yo quien puso ese animal en su jarra de agua. Le prometo que no fui yo.

—Sé que no fuiste tú —dijo la señorita Honey.

—¿Me van a expulsar?

—Creo que no —dijo la señorita Honey—. La directora se enfadó un poco, eso es todo.

—Está bien —dijo Matilda—, pero no era eso de lo que quería hablarle.

—¿De qué quieres hablarme, Matilda?

—Quiero hablarle del vaso de agua con el animal dentro —dijo Matilda—. Usted vio cómo se volcó sobre la señorita Trunchbull, ¿no?

—Claro que sí.

—Bien, señorita Honey. Yo no lo toqué. No me acerqué a él.

—Ya sé que no lo hiciste —dijo la señorita Honey—. Tú escuchaste que le dije a la directora que era imposible que hubieras sido tú.

—Pero es que fui yo, señorita Honey —dijo Matilda—. De eso es precisamente de lo que quería hablarle.

La señorita Honey se quedó un momento en silencio y miró atentamente a la niña.

—Me parece que no te comprendo —dijo al cabo.

—Me enfadé tanto de que me acusara de algo que no había hecho, que hice que sucediera.

—¿Qué es lo que hiciste que sucediera, Matilda?

—Que se volcara el vaso.

—Aún sigo sin entender lo que dices —dijo amablemente la señorita Honey.

—Lo hice con los ojos —explicó Matilda—. Yo estaba mirándolo y deseando que se volcara y entonces sentí en ellos calor y algo raro y salió de ellos una especie de fuerza, y el vaso se volcó.

La señorita Honey seguía mirando fijamente a Matilda a través de sus gafas de montura metálica y Matilda la miraba también a ella fijamente.

—Sigo sin entenderte —dijo—. ¿Quieres decir que en realidad obligaste al vaso a que se volcara?

—Sí —contestó Matilda—. Con los ojos.

La señorita Honey se quedó callada un momento. No creía que Matilda la mintiera. Lo más probable es que, sencillamente, estuviera dando rienda suelta a su viva imaginación.

—¿Quieres decir que, sentada donde estás, le ordenaste al vaso que volcara y él lo hizo?

—Algo así, señorita Honey, sí.

—Si hiciste eso, entonces es el mayor milagro que haya realizado una persona desde los tiempos de Jesús.

—Lo hice, señorita Honey.

«Es extraordinario —pensó la señorita Honey— con qué frecuencia tienen los niños ideas fantásticas como ésta». Decidió poner fin al asunto de la forma más amable posible.

—¿Podrías hacerlo de nuevo? —preguntó amablemente.

—No lo sé —contestó Matilda—, pero creo que sería capaz.

La señorita Honey colocó el vaso vacío en el centro de la mesa.

—¿Le pongo agua? —preguntó, sonriendo ligeramente.

—No creo que importe —dijo Matilda.

—Está bien. Adelante, pues. Vuelca el vaso.

—Puede que tarde algún tiempo.

—Tómate todo el tiempo que quieras —dijo la señorita Honey—. No tengo ninguna prisa.

Matilda, sentada en la segunda fila, a unos cuatro metros de la señorita Honey, apoyó los codos en el pupitre y la cabeza entre las manos. Esta vez dio la orden desde el principio. «¡Vuélcate, vaso! ¡Vuélcate!», ordenó, pero sus labios no se movieron y no produjo ningún sonido. Se limitó a pronunciar las palabras mentalmente. Concentró la totalidad de su pensamiento, de su cerebro y de su voluntad en sus ojos y sintió de nuevo, sólo que mucho más rápidamente que antes, la acumulación de electricidad, la fuerza que comenzaba a manifestarse y el calor que empezaba a sentir en los globos oculares y, luego, los millones de diminutos e invisibles brazos con manos que salían y se dirigían al vaso y, sin hacer ningún ruido, ella siguió gritándole al vaso, desde el interior de su mente, que volcara. Lo vio tambalearse, luego ladearse y, luego, volcar con un sonido tintineante en la mesa, a menos de veinte centímetros de los brazos cruzados de la señorita Honey.

La señorita Honey se quedó con la boca abierta y los ojos tan grandes que podía verse el blanco de ellos. No dijo una palabra. No podía. La impresión de ver realizado el milagro la había dejado sin habla. Miraba boquiabierta el vaso, inclinada sobre él, pero lejos, como si fuera un objeto peligroso. Después levantó la cabeza con lentitud y miró a Matilda. Vio que la niña tenía el rostro blanco como el papel y temblaba, con los ojos vidriosos mirando al frente sin ver nada. Tenía el rostro transfigurado, los ojos desencajados y brillantes y seguía sentada sin hablar, hermosa en medio de aquel silencio.

La señorita Honey esperó, temblando también ella y observando a la niña que, poco a poco, recuperaba la consciencia. Y entonces, de repente, su rostro adquirió un aspecto de tranquilidad seráfica.

—Estoy bien —dijo, y sonrió—. Estoy bastante bien, señorita Honey, no se preocupe.

—Parecías completamente ausente —dijo la señorita Honey en voz baja, atemorizada.

—Lo estaba. Volaba junto a las estrellas con alas de plata —dijo Matilda —. Ha sido maravilloso.

La señorita Honey seguía mirando a la niña con total admiración, como si fuese La Creación, El Principio del Mundo, La Primera Mañana.

—Esta vez vino mucho más rápidamente —comentó muy tranquila Matilda.

—¡No es posible! —exclamó la señorita Honey con voz entrecortada—. ¡No lo creo! ¡Sencillamente, no lo creo! —cerró los ojos y los mantuvo cerrados durante un rato y, cuando los volvió a abrir, parecía haberse recuperado—. ¿Te gustaría venir a merendar conmigo a mi casa? —preguntó.

—¡Oh, sí! Me encantaría —dijo Matilda.

—Está bien. Recoge tus cosas y yo me reuniré contigo fuera, dentro de un par de minutos.

—No le contará a nadie lo que… lo que he hecho, ¿no, señorita Honey?

—No se me ocurriría —dijo la señorita Honey.

La casa de la señorita Honey

La señorita Honey se reunió con Matilda fuera de la escuela y las dos anduvieron en silencio por la calle Mayor del pueblo. Pasaron por delante de la frutería, con su escaparate lleno de manzanas y naranjas; de la carnicería, con su exhibición de carne sanguinolenta y pollos desplumados colgados; del pequeño banco y de la tienda de ultramarinos y de la tienda de material eléctrico, y llegaron al otro lado del pueblo, a la estrecha carretera rural donde ya no había gente y muy pocos coches.

Ahora que estaban solas, Matilda se volvió repentinamente muy comunicativa. Parecía como si hubiera estallado una válvula dentro de ella y estuviera liberándose un torrente de energía. Correteaba junto a la señorita Honey dando pequeños saltitos y extendía los dedos como si quisiera dispersarlos a los cuatro vientos y sus palabras salían como fuegos artificiales, a una terrible velocidad. «Era señorita Honey esto y señorita Honey lo otro y, mire señorita Honey, creo honradamente que puedo mover casi todo en el mundo, no sólo volcar vasos y cosas pequeñas como ésa… creo que podría volcar mesas y sillas, señorita Honey… Incluso cuando hay gente sentada en las sillas, creo que podría volcarlas, y cosas mayores también, cosas mucho mayores que sillas y mesas… Sólo necesito disponer de un momento para concentrar la fuerza en los ojos y entonces puedo lanzar esta fuerza a cualquier

cosa, en tanto la mire fijamente… Tengo que mirarla muy fijamente, señorita Honey, muy, muy fijamente y entonces noto que todo eso sucede dentro de mis ojos, y los ojos se calientan como si estuvieran ardiendo, pero eso no me importa lo más mínimo, señorita Honey…».

—Cálmate, chica, cálmate —dijo la señorita Honey—. No nos precipitemos.

—Pero usted cree que es interesante, ¿no, señorita Honey?

—Claro que es interesante —dijo la señorita Honey—. Es más que interesante. Pero, a partir de ahora, tenemos que andar con mucho cuidado, Matilda.

—¿Por qué tenemos que andar con cuidado, señorita Honey?

—Porque estamos jugando con fuerzas misteriosas, de las que no conocemos nada. No creo que sean fuerzas malignas. Puede que sean buenas. Puede que sean, incluso, divinas. Pero, lo sean o no, vamos a manejarlas con cuidado.

Eran palabras sensatas de una persona sensata, pero Matilda estaba demasiado emocionada para verlo de la misma forma.

—No veo por qué hemos de tener tanto cuidado —dijo, sin dejar de brincar.

—Estoy intentando explicarte —dijo pacientemente la señorita Honey— que nos enfrentamos con lo desconocido. Es una cosa inexplicable. La palabra apropiada para ello es fenómeno. Es un fenómeno.

—¿Soy yo un fenómeno? —preguntó Matilda.

—Es muy posible que lo seas —respondió la señorita Honey—, pero yo, en tu lugar, no pensaría de momento que se trata de algo especial. Lo que pienso que podíamos hacer es estudiar un poco más este fenómeno, sólo nosotras dos, pero tomándonos las cosas con calma todo el tiempo.

—¿Entonces quiere usted que haga algo más, señorita Honey?

—Eso es lo que estoy tentada de proponerte —dijo precavidamente la señorita Honey.

—¡Estupendo! —exclamó Matilda.

—Probablemente —dijo la señorita Honey—, me desconcierta bastante más lo que hiciste que cómo eres y estoy tratando de encontrarle una explicación razonable.

—¿Como qué? —preguntó Matilda.

—Como, por ejemplo, si tiene algo que ver o no el hecho de que tú eres excepcionalmente precoz.

—¿Qué significa exactamente esa palabra? —preguntó Matilda.

—Un niño precoz —dijo la señorita Honey— es el que muestra una inteligencia asombrosa muy pronto. Tú eres una niña increíblemente precoz.

—¿Lo soy de verdad? —preguntó Matilda.

—Por supuesto que lo eres. Debes saberlo. Fíjate en lo que has leído. Y en las matemáticas que sabes.

—Supongo que tiene razón —dijo Matilda.

La señorita Honey se asombró de la falta de vanidad y de la timidez de la niña.

—No dejo de preguntarme —dijo— si esta repentina aptitud tuya de poder mover un objeto sin tocarlo tiene algo que ver o no con tu capacidad intelectual.

—¿Quiere usted decir que no hay sitio suficiente en mi cabeza para tanto cerebro y, por ello, tiene que echar algo fuera?

—Eso no es exactamente lo que quiero decir —dijo la señorita Honey sonriendo—. Pero, pase lo que pase, lo repito de nuevo, hemos de proceder con sumo cuidado a partir de ahora. No he olvidado ese aspecto extraño y distante de tu cara después de volcar el vaso.

—¿Cree usted que podría hacerme daño? ¿Es eso lo que piensa, señorita Honey?

—Te hizo sentirte muy rara, ¿no?

—Me hizo sentirme deliciosamente bien —dijo Matilda—. Durante unos instantes me sentí volando por las estrellas con alas plateadas. Ya se lo dije. ¿Quiere que le diga otra cosa, señorita Honey? Fue más fácil la segunda vez, mucho más fácil. Creo que es como cualquier otra cosa, que cuanto más se practica, mejor se hace.

La señorita Honey andaba despacio, por lo que la niña podía seguirla sin tener que correr mucho, lo que resultaba muy placentero por aquella carretera estrecha, ahora que habían dejado atrás el pueblo. Era una tarde espléndida de otoño y las bayas coloradas de los setos y espinos empezaban a madurar para que los pájaros pudieran comérselas cuando llegara el invierno. A ambos lados se veían elevados robles, sicomoros y fresnos y, de vez en cuando, algún castaño. La señorita Honey, que deseaba dejar de momento el tema, le dijo a Matilda el nombre de todos y le enseñó a reconocerlos por la forma de sus hojas y la rugosidad de la corteza de sus troncos. Matilda aprendió todo aquello y almacenó esos conocimientos en su mente.

Llegaron por último a un hueco en el seto del lado izquierdo de la carretera, donde había una cancilla de cinco barrotes.

—Por aquí —dijo la señorita Honey, que abrió la cancilla, hizo pasar a Matilda y la volvió a cerrar.

Tomaron un camino estrecho que no era más que una senda de carros llena de baches. A ambos lados había una apretada formación de avellanos, árboles en los que se arracimaban sus frutos de color castaño pardo en sus envolturas verdes.

—Pronto empezarán a recogerlas las ardillas —dijo la señorita Honey— y almacenarlas cuidadosamente para cuando lleguen los fríos meses que se avecinan.

—¿Quiere decir que usted vive aquí? —preguntó Matilda.

—Así es —contestó la señorita Honey, pero no dijo nada más.

Matilda jamás se había detenido a pensar dónde viviría la señorita Honey. La había considerado siempre como una profesora, una persona que surgía de no se sabía dónde, daba clases en la escuela y luego desaparecía de nuevo. «¿Alguna vez nos detenemos a pensar —se preguntó Matilda— dónde van nuestras profesoras cuando terminan de dar sus clases? ¿Nos preguntamos si viven solas o si tienen en casa una madre, una hermana o un marido?».

—¿Vive usted sola, señorita Honey? —preguntó.

—Sí —dijo la señorita Honey—. Muy sola.

Caminaban por las profundas rodadas del camino, bañadas por el sol y tenían que mirar dónde ponían los pies si no querían romperse un tobillo. Se veían algunos pajarillos en las ramas de los avellanos, y eso era todo.

—No es más que la casa de un granjero —dijo la señorita Honey—. No esperes mucho de ella. Ya estamos cerca.

Llegaron a una pequeña puerta verde, medio escondida por el seto de la derecha y casi oculta por las ramas que sobresalían de los avellanos. La señorita Honey se detuvo ante ella.

—Aquí es —dijo—. Aquí vivo.

Matilda divisó un estrecho y descuidado sendero que conducía a una casa diminuta de ladrillo rojo. Era tan pequeña que parecía más una casa de muñecas que una vivienda. Los ladrillos con los que estaba construida eran viejos, desgastados y de color rojo muy claro. El tejado era de pizarra gris y asomaba en él una pequeña chimenea y se veían dos pequeñas ventanas en la parte delantera. Cada ventana no parecía mayor que la plana de un periódico y la casita no disponía de planta alta. El terreno a ambos lados del sendero estaba muy descuidado, lleno de ortigas, zarzas y hierbajos de color pardo. Un roble enorme daba sombra a la casa. Sus imponentes y alargadas ramas parecían envolver y abrazar la casita y, quizá también, ocultarla del resto del mundo.

La señorita Honey, con una mano apoyada en la puerta, que aún no había abierto, se volvió a Matilda y dijo:

—Cuando vengo por este sendero recuerdo algo que escribió un poeta llamado Dylan Thomas.

Matilda permaneció callada y la señorita Honey comenzó a recitar el poema con voz sorprendentemente armoniosa:

Vayas donde vayas, amiga mía,

Por el país de las historias que se cuentan a la luz de la lumbre

No tengas miedo de que el lobo disfrazado de piel de cordero

Brincando y balando, torpe y alegremente, querida mía,

Salga de su guarida, entre hojas humedecidas por el rocío

Para comerse tu corazón en la casita rosada del bosque.

Hubo un momento de silencio y Matilda, que nunca había oído recitar poesía romántica en voz alta, se sintió profundamente emocionada.

—Parece música —murmuró.

—Es música —dijo la señorita Honey que, a continuación y como avergonzada de haber revelado ese aspecto íntimo de sí misma, abrió rápidamente la puerta del jardín y entró en el sendero.

Matilda se quedó atrás. Le asustaba un poco aquel sitio. Le parecía irreal, aislado y fantástico y, por tanto, muy alejado de este mundo. Era como una ilustración de un cuento de los hermanos Grimm o de Hans Christian Andersen. Recordaba la casa en que vivía el pobre leñador con Hansel y Gretel, donde vivía la abuela de Caperucita Roja y, también, la casa de los siete enanitos, la de los tres osos y la de muchos más. Parecía sacada de un cuento de hadas.

—Ven, querida —dijo la señorita Honey, y Matilda la siguió por el sendero.

La puerta principal estaba pintada de verde; se hallaba desconchada y no tenía cerradura. La señorita Honey se limitó a levantar el pestillo, abrió la puerta y entró. Aunque no era una mujer alta, tuvo que agacharse un poco al traspasar la puerta. Matilda la siguió y se encontró en una especie de pasadizo estrecho y oscuro.

—Ven a la cocina y ayúdame a preparar la merienda —dijo la señorita Honey, y la condujo a la cocina, si así podía llamarse.

No era mucho mayor que un armario de buen tamaño y sólo tenía una pequeña ventana que daba a la parte trasera de la casa, debajo de la cual había un pequeño fregadero sin grifos. En otra pared había una repisa, presumiblemente para preparar la comida y, encima de ella, un pequeño armarito. En la repisa había un hornillo de petróleo, un cazo y una botella mediada de leche. El hornillo era del tipo de los que se usan en el campo, que se llena de petróleo, se enciende en la parte superior y, con un émbolo, se da presión a la llama.

—Podrías traer un poco de agua mientras yo enciendo el hornillo —dijo la señorita Honey—. El pozo está fuera, en la parte de atrás. Coge el cubo. Está ahí. En el pozo encontrarás una cuerda. Ata el cubo a un extremo de ella y bájalo al fondo, pero no vayas a caerte dentro.

Matilda, más perpleja que nunca, cogió el cubo y se dirigió a la parte trasera del jardín. El pozo tenía un tejadillo de madera y un sencillo cabrestante del que pendía una cuerda que se perdía en el oscuro agujero sin fondo. Matilda subió la cuerda y ató el asa del cubo a su extremo. La bajó luego, hasta que escuchó un chapoteo y la cuerda se destensó. La subió de nuevo, con el cubo lleno de agua.

—¿Está bien así? —preguntó cuando regresó a la casa.

—Es suficiente —dijo la señorita Honey—. Supongo que no habías hecho esto nunca, ¿no?

—Jamás —dijo Matilda—. Es divertido. ¿Cómo consigue suficiente agua para bañarse?

—No me baño —dijo la señorita Honey—. Me lavo de pie. Saco un cubo lleno de agua, que caliento en este hornillo, me desnudo y me lavo por todas partes.

—¿De verdad que hace eso? —preguntó Matilda.

—Por supuesto que sí —dijo la señorita Honey—. La gente pobre de Inglaterra se lavaba de esa forma hasta no hace mucho. Y no tenían hornillos de petróleo. Tenían que calentar el agua en la lumbre.

—¿Es usted pobre, señorita Honey?

—Sí, mucho —dijo la señorita Honey—. Es un hornillo estupendo, ¿no te parece?

El hornillo rugía con una llama muy fuerte, azulada, y el agua del cazo estaba empezando a hervir. La señorita Honey sacó una tetera del armarito y echó un poco de té en su interior. Sacó también media hogaza de pan moreno. Cortó dos rebanadas delgadas y, luego, de un recipiente de plástico, tomó un poco de margarina y la extendió sobre el pan.

«Margarina», pensó Matilda. «Es cierto que debe de ser muy pobre».

La señorita Honey buscó una bandeja y colocó en ella dos tazas, la tetera, la botella mediada de leche y un plato con las dos rebanadas de pan.

—Siento no tener azúcar —dijo—. No la uso.

—Está bien así —dijo Matilda.

Con su sensatez, parecía darse cuenta de lo delicado de la situación y ponía gran cuidado en no decir nada que pudiera turbar a su acompañante.

—Vamos a llevarla al cuarto de estar —dijo la señorita Honey, cogiendo la bandeja y saliendo de la cocina para dirigirse, a través del pequeño pasadizo oscuro, a la habitación de delante.

Matilda la siguió y se detuvo, totalmente asombrada, a la puerta del llamado cuarto de estar. La habitación era pequeña, cuadrada y desnuda, como la celda de una cárcel. La escasa luz que entraba provenía de una única y diminuta ventana de la pared de enfrente, desprovista de cortinas. Los únicos objetos que había en la habitación eran dos cajas de madera puestas boca abajo, que hacían las veces de sillas, y una tercera caja, colocada entre las otras dos y también boca abajo, que hacía de mesa. Eso era todo. No había un solo cuadro en las paredes ni alfombra en el suelo, que era de toscos tablones de madera sin encerar; entre los resquicios de los tablones se acumulaba el polvo y la suciedad. El techo era tan bajo que Matilda hubiera alcanzado a tocarlo con las puntas de los dedos de un salto. Las paredes eran blancas, pero su blancura no parecía pintura. Matilda pasó la palma de la mano por ella y se le quedó adherido a la piel un polvillo blanco. Era cal, el producto más barato, que se emplea en establos, cuadras y gallineros.

Matilda estaba horrorizada. ¿Era allí donde realmente vivía su aseada y pulcramente vestida profesora? ¿Era allí donde iba tras un día de trabajo? Resultaba increíble. ¿Qué razones había para ello? Seguramente había algo muy extraño en todo esto.

La señorita Honey colocó la bandeja sobre la caja que hacía de mesa.

—Siéntate, querida, siéntate —dijo— y tomemos una taza de té bien caliente. Sírvete tú misma el pan. Las dos rebanadas son para ti. Yo nunca como nada cuando vuelvo a casa. A la hora del almuerzo me doy una buena comilona en la escuela y eso me mantiene hasta la mañana siguiente.

Matilda se sentó con cuidado en una de las cajas y, más por educación que por otra cosa, cogió una rebanada de pan con margarina y empezó a comérsela. En su casa hubiera tomado una rebanada untada de mantequilla y mermelada de fresa y, probablemente, un trozo de tarta. Y, sin embargo, esto era mucho más divertido. En aquella casa se escondía un enigma, un gran enigma, de eso no había duda y Matilda estaba dispuesta a averiguar qué era.

La señorita Honey sirvió el té y añadió un poco de leche en ambas tazas. No parecía preocuparle en absoluto estar sentada en una caja boca abajo, en una habitación desprovista de muebles y tomando té de una taza que apoyaba en la rodilla.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. He pensado mucho en lo que hiciste con el vaso. Es un gran poder que tienes, chiquilla.

—Sí, señorita Honey, lo sé —respondió Matilda, al tiempo que masticaba el pan con margarina.

—Por lo que yo sé —prosiguió la señorita Honey—, no ha existido jamás nadie en el mundo que haya sido capaz de mover un objeto sin tocarlo o soplando sobre él o empleando algún método externo.

Matilda asintió con la cabeza pero no dijo nada.

—Lo fascinante —dijo la señorita Honey— sería averiguar el límite real de ese poder. Ya sé que tú crees que puedes mover todo lo que quieras, pero yo tengo mis dudas sobre eso.

—Me encantaría intentarlo con algo realmente grande —dijo Matilda.

—¿Y a qué distancia? —preguntó la señorita Honey—. ¿Tienes que estar siempre cerca del objeto que tratas de mover?

—Francamente, no lo sé —dijo Matilda—. Pero sería divertido averiguarlo.

La historia de la señorita Honey

—No debemos apresurarnos —dijo la señorita Honey—, así que tomemos otra taza de té. Y cómete esa otra rebanada de pan. Debes de estar hambrienta.

Matilda cogió la segunda rebanada y empezó a comérsela lentamente. La margarina no era mala. Si no lo hubiera sabido, puede que no hubiera notado la diferencia con la mantequilla.

—Señorita Honey —inquirió repentinamente—, ¿le pagan poco en la escuela?

La señorita Honey levantó de inmediato la vista.

—No, no —dijo—. Me pagan lo mismo que a los demás.

—Pues entonces, si usted es tan pobre, debe de ser muy poco —supuso Matilda—. ¿Viven así todos los profesores, sin muebles, cocina ni cuarto de baño?

—No —contestó la señorita Honey, un poco desconcertada—. Da la casualidad de que yo soy la excepción.

—Supongo, entonces, que lo que pasa es que a usted le gusta vivir de forma muy sencilla —dijo Matilda, tratando de sonsacarle un poco más—. La limpieza de la casa debe de ser mucho más fácil y no tiene muebles que encerar ni todos esos objetos estúpidos a los que hay que quitar el polvo todos los días. Y me figuro que, si no tiene usted frigorífico, se evita tener que comprar toda clase de cosas, como huevos y mayonesa y helados con que llenarlo. Debe evitarse un montón de compras.

Matilda notó en ese momento que el rostro de la señorita Honey se había vuelto tenso y su mirada extraña. El cuerpo se le había tornado rígido. Se le había encorvado la espalda, tenía los labios fuertemente apretados y estaba sentada, sujetando su taza de té con ambas manos, con la mirada baja fija en ella, como buscando la forma de contestar aquellas preguntas no tan inocentes.

Sintió un silencio largo y embarazoso. En el transcurso de treinta segundos, el ambiente de la diminuta habitación había cambiado completamente y ahora se respiraba incomodidad y secreto.

—Siento haberle preguntado eso, señorita Honey —dijo Matilda—. No es de mi incumbencia.

La señorita Honey pareció reanimarse de repente. Sacudió los hombros y dejó cuidadosamente su taza en la bandeja.

—¿Por qué no ibas a preguntarlo? —dijo—. Tenías que acabar preguntándolo. Eres demasiado despierta para no haber sentido curiosidad. Quizá yo misma deseaba que me preguntaras. Después de todo, puede que sea por eso por lo que te invité a venir. Por cierto que eres la primera visita que viene a esta casa desde que me trasladé a ella hace dos años.

Matilda no dijo nada. Notaba la creciente tensión que reinaba en la habitación.

—Eres tan inteligente para tus años, querida —prosiguió diciendo la señorita Honey—, que eso es lo que me asombra. Aunque pareces una niña, no lo eres, porque tu mentalidad y tu capacidad de razonamiento parecen los de

una persona completamente desarrollada. Así que supongo que podríamos llamarte una niña adulta, si comprendes lo que quiero decir.

Matilda siguió sin decir nada. Esperaba lo que tenía que ir a continuación.

—Hasta ahora —prosiguió la señorita Honey—, me ha resultado imposible hablar con nadie de mis problemas. No podía soportar la vergüenza y, en cualquier caso, me falta valor. El valor que pudiera tener me lo quitaron cuando era joven. Pero ahora, de repente, siento un deseo desesperado de contárselo todo a alguien. Sé que sólo eres una cría, pero tú tienes una especie de magia. Lo he comprobado con mis propios ojos.

Matilda se puso en guardia. La voz que escuchaba estaba pidiendo ayuda.

Era más que probable. Era seguro.

La voz volvió a hablar.

—Toma un poco más de té —dijo—. Aún queda algo.

Matilda asintió.

La señorita Honey sirvió té en ambas tazas y añadió leche. Volvió a coger de nuevo su taza con ambas manos y siguió sentada, tomándoselo a sorbitos.

Hubo un largo silencio. Luego preguntó:

—¿Puedo contarte una historia?

—Naturalmente —respondió Matilda.

—Tengo veintitrés años —dijo la señorita Honey— y, cuando nací, mi padre era médico en este pueblo. Teníamos una casa antigua preciosa, bastante grande, de ladrillo rojo. Está oculta en el bosque, detrás de las colinas. No creo que la conozcas.

Matilda se mantuvo callada.

—Yo nací allí —continuó la señorita Honey—. Entonces sucedió la primera tragedia. Mi madre murió cuando yo tenía dos años. Mi padre, un médico muy ocupado, tuvo que buscar a alguien que llevara la casa y se ocupara de mí. Así, pues, invitó a que se viniera a vivir con nosotros a una hermana soltera de mi madre. Ella accedió y vino.

Matilda escuchaba atentamente.

—¿Qué edad tenía su tía cuando vino? —preguntó.

—No era mayor —dijo la señorita Honey—. Diría que unos treinta. Pero desde el primer momento la odié. Echaba muchísimo de menos a mi madre y mi tía no era nada amable. Mi padre no lo sabía, porque estaba poco en casa, pero cuando estaba, mi tía se comportaba de forma diferente.

La señorita Honey hizo una pausa y bebió un poco de té.

—No sé por qué te estoy contando todo esto —dijo avergonzada.

—Siga, por favor —rogó Matilda.

—Bien —dijo la señorita Honey—, entonces ocurrió la segunda tragedia. Cuando yo tenía cinco años, mi padre murió repentinamente. Un día estaba aquí y al siguiente ya se había ido. Tuve, pues, que vivir sola con mi tía. Fue mi tutora legal. Tenía sobre mí todo el poder de mi padre y, de una forma u otra, se convirtió en la verdadera propietaria de la casa.

—¿De qué murió su padre? —preguntó Matilda.

—Es curioso que me preguntes eso —dijo la señora Honey—. Yo era entonces demasiado pequeña para preguntarlo, pero he averiguado que su muerte estuvo rodeada de mucho misterio.

—¿No se supo de qué había muerto? —preguntó Matilda.

—No es eso exactamente —dijo vacilante la señorita Honey—. Nadie creía que mi padre, que era un hombre sensato e inteligente, hubiera podido hacerlo.

—¿Hacer qué? —preguntó Matilda.

—Suicidarse.

Matilda se quedó pasmada.

—¿Lo hizo? —preguntó boquiabierta.

—Eso pareció —dijo la señorita Honey—. Pero quién puede saberlo —se encogió de hombros, se volvió y miró fuera, a través de la diminuta ventana.

—Sé lo que está usted pensando —dijo Matilda—. Piensa que lo asesinó su tía e hizo que pareciera como si lo hubiera hecho él.

—No estoy pensando nada —dijo la señorita Honey—. No deben pensarse esas cosas sin tener pruebas.

La pequeña habitación quedó en silencio. Matilda notó que las manos que sujetaban la taza temblaban ligeramente.

—¿Qué pasó después de eso? —preguntó—. ¿Qué pasó cuando la dejaron sola con su tía? ¿No se portó bien con usted?

—¿Bien? —dijo la señorita Honey—. Era un demonio. En cuanto desapareció mi padre se convirtió en un verdadero horror. Mi vida fue una pesadilla.

—¿Qué le hizo a usted? —preguntó Matilda.

—No me gusta hablar de eso —dijo la señorita Honey—. Es demasiado

horrible. Pero ella me aterrorizaba tanto que me ponía a temblar cuando entraba en la habitación donde yo estaba. Debes comprender que yo no he tenido nunca un carácter fuerte como el tuyo. Yo estaba siempre asustada y retraída.

—¿No tenía usted otros parientes? —preguntó Matilda—. ¿Tíos, tías o abuelos que vinieran a verla?

—Ninguno que yo conociera —dijo la señora Honey—. Todos habían muerto o se habían ido a Australia.

—Así que usted creció sola en esa casa con su tía —dijo Matilda—. Pero usted tuvo que ir a la escuela.

—Por supuesto —dijo la señorita Honey—. Fui a la misma escuela a la que tú vas ahora. Pero vivía en casa —hizo una pausa y contempló su taza vacía—. Creo que lo que estaba intentando explicarte es que, con el transcurso de los años, me volví tan cobarde y me encontraba tan dominada por ese monstruo de tía, que cuando me mandaba algo, fuera lo que fuese, la obedecía inmediatamente. Esas cosas suceden. Cuando tenía diez años ya era su esclava. Hacía todo el trabajo de casa. Hacía su cama. Lavaba y planchaba para ella. Cocinaba para ella. Aprendí a hacer de todo.

—Pero probablemente podría haberse quejado a alguien, ¿no? —dijo Matilda.

—¿A quién? —dijo la señorita Honey— Y, de todas formas, estaba demasiado aterrorizada para quejarme. Ya te he dicho que era su esclava.

—¿Le pegaba?

—No entremos en detalles —rogó la señorita Honey.

—¡Qué horrible! —exclamó Matilda—. Se pasaría llorando todo el tiempo, ¿no?

—Sólo cuando estaba sola —dijo la señorita Honey—. No me permitía llorar delante de ella. Pero vivía aterrorizada.

—¿Qué sucedió cuando terminó la escuela? —preguntó Matilda.

—Yo era una buena alumna —dijo la señorita Honey—. Podría haber ido fácilmente a la universidad. Pero no hubo forma.

—¿Por qué no, señorita Honey?

—Porque me necesitaba para realizar el trabajo doméstico.

—¿Cómo se hizo maestra, entonces? —preguntó Matilda.

—Hay una escuela de profesorado a sólo cuarenta minutos de aquí en

autobús —dijo la señorita Honey—. Me permitió ir allí, a condición de que regresara a casa inmediatamente, a primera hora de la tarde, para lavar y planchar, hacer la casa y preparar la cena.

—¿Qué edad tenía usted entonces? —preguntó Matilda.

—Cuando fui a la escuela de profesorado tenía dieciocho —respondió la señorita Honey.

—Podía haber recogido sus cosas y haberse marchado —dijo Matilda.

—No podía hasta que consiguiera un trabajo —explicó la señorita Honey

—. No olvides que por entonces yo estaba dominada por mi tía de tal forma que no me hubiera atrevido. No puedes imaginarte lo que es estar controlada así por una persona con un carácter muy fuerte. Te deja hecha papilla. Así es. Ésa es la triste historia de mi vida. Ya he contado suficiente.

—No se detenga, por favor —rogó Matilda—. Aún no ha terminado. ¿Cómo se las arregló para acabar alejándose de ella y venirse a vivir a esta casita tan extraña?

—Ah, eso fue algo importante —dijo la señorita Honey—. Me sentí orgullosa de ello.

—Cuénteme —pidió Matilda.

—Bien —dijo la señorita Honey—, cuando conseguí trabajo como profesora, mi tía me dijo que le debía una gran cantidad de dinero. Le pregunté por qué. Ella me dijo que «porque te he estado dando de comer todos estos años y comprándote ropa y calzado». Me dijo que ascendía a varios miles y que tenía que devolvérselo entregándole mi salario durante los diez años siguientes. «Te daré una libra a la semana para tus gastos», dijo. «Pero eso es todo lo que vas a conseguir». Incluso arregló las cosas con las autoridades de la escuela para que ingresaran mi salario directamente en su banco. Me hizo firmar el documento.

—No debería haberlo hecho —dijo Matilda—. Su salario era su oportunidad de libertad.

—Lo sé, lo sé —dijo la señorita Honey—. Pero, para entonces, yo había sido su esclava durante casi toda mi vida y no tenía el valor o las agallas de decir no. Aún estaba aterrorizada y podía hacerme mucho daño.

—¿Y cómo se las arregló para escapar? —preguntó Matilda.

—¡Ah! —exclamó la señorita Honey, sonriendo por primera vez—. Eso fue hace dos años. Fue mi mayor triunfo.

—Cuénteme por favor —dijo Matilda.

—Yo solía levantarme muy temprano y salía a dar un paseo mientras mi tía estaba aún durmiendo —dijo la señorita Honey—. Un día llegué a esta casita. Estaba vacía. Averigüé quién era el propietario. Se trataba de un granjero. Fui a verle. Los granjeros se levantan también muy temprano. Estaba ordeñando sus vacas. Le pregunté si podría alquilarme esta casita. «No puede usted vivir allí», dijo. «No reúne condiciones ni agua corriente, ni nada».

«Quiero vivir allí», dije. «Soy una romántica. Me he enamorado de ella.

Alquílemela, por favor».

«Está usted loca», dijo. «Pero si insiste, sea bienvenida a ella. La renta será de diez peniques a la semana».

«Aquí tiene el alquiler de un mes, por adelantado», dije, dándole cuarenta peniques. «Y muchas gracias».

—¡Qué estupendo! —exclamó Matilda—. ¡Así que, de pronto, tenía una casa para usted!

Pero ¿cómo tuvo el valor suficiente para decírselo a su tía?

—Fue duro —dijo la señorita Honey—, pero me mentalicé para hacerlo. Una noche, después de que hube preparado su cena, subí al piso superior, guardé las pocas cosas que poseía en una caja de cartón, bajé y le comuniqué que me iba. «He alquilado una casa», dije. Mi tía se enfureció. «¡Alquilar una casa!», gritó. «¿Cómo puedes alquilar una casa cuando todo lo que tienes es una libra a la semana?».

«Lo he hecho», dije.

«¿Y cómo vas a comprar comida?»

«Ya me las arreglaré», murmuré y me fui.

—¡Bien hecho! —exclamó Matilda—. ¡Al fin era libre!

—Al fin fui libre —dijo la señorita Honey—. No puedo explicarte lo maravilloso que resultó.

—Pero ¿realmente se las ha arreglado para vivir aquí con una libra a la semana durante dos años?

—Claro que sí —dijo la señorita Honey—. Pago diez peniques de alquiler y con el resto me alcanza para comprar petróleo para el hornillo y un poco de leche y té, pan y margarina. Eso es todo lo que de verdad necesito. Como ya te he dicho, me doy una buena comilona en el almuerzo en la escuela.

Matilda la miró. ¡Qué cosa tan valiente había hecho la señorita Honey! De pronto, se convirtió en una heroína para ella.

—¿No es esto terriblemente frío en invierno? —preguntó.

—Tengo mi hornillo de petróleo —dijo la señorita Honey—. Te sorprendería ver lo calentito que se está aquí dentro.

—¿Tiene usted cama, señorita Honey?

—No exactamente —dijo la señorita Honey, volviendo a sonreír—, pero dicen que es muy sano dormir sobre una superficie dura.

Matilda se hizo cargo de la situación con absoluta claridad. La señorita Honey necesitaba ayuda. No era posible que pudiera seguir viviendo así indefinidamente.

—Le iría mucho mejor —dijo— dejar su trabajo y acogerse al subsidio de paro.

—Yo no haría eso nunca —dijo la señorita Honey—. Me encanta enseñar.

—Me figuro que esa horrible tía suya seguirá viviendo todavía en su antigua casa —dijo Matilda.

—Desde luego —asintió la señorita Honey—. Sólo tiene unos cincuenta años. Seguirá aún allí durante mucho tiempo.

—¿Cree usted que su padre deseaba realmente que se quedara ella la casa para siempre?

—Estoy segura de que no —dijo la señorita Honey—. Los padres suelen ceder a su tutor el derecho a ocupar la casa durante un cierto tiempo, pero casi siempre la dejan en depósito para el hijo. Luego, cuando el hijo o la hija se hacen mayores, la propiedad es suya.

—Entonces, seguramente, es propiedad de usted.

—Nunca apareció el testamento de mi padre —dijo la señorita Honey—.

Parece como si alguien lo hubiera destruido.

—No hay que romperse la cabeza para adivinar quién fue —dijo Matilda.

—Desde luego que no —dijo la señorita Honey.

—Pero si no hay testamento, la casa es automáticamente suya. Usted es el pariente más cercano.

—Lo sé —dijo la señorita Honey—, pero mi tía presentó un documento, supuestamente escrito por mi padre, en el que se decía que le dejaba la casa a su cuñada por sus desvelos al ocuparse de mí. Estoy segura de que era un documento falso. Pero nadie puede probarlo.

—¿No podría intentarlo? —preguntó Matilda—. ¿No podría contratar un buen abogado y tratar de impugnarlo?

—Carezco de dinero para ello —dijo la señorita Honey—. Y debes tener

presente que esa tía mía es una persona muy respetada en la comunidad. Tiene mucha influencia.

—¿Quién es ella? —preguntó Matilda.

La señorita Honey dudó un momento. Luego respondió en voz baja:

—La señorita Trunchbull.

—¡La señorita Trunchbull! —exclamó Matilda, dando un brinco de casi un palmo—. ¿Quiere decir que su tía es ella? ¿Que fue ella la que la crio?

—Sí —dijo la señorita Honey.

—¡No me extraña que estuviera aterrorizada! —exclamó Matilda—. El otro día la vimos coger a una niña por las coletas y lanzarla por encima de la valla del campo de deportes.

—No habéis visto nada —dijo la señorita Honey—. Al morir mi padre, cuando yo tenía cinco años y medio, me obligaba a bañarme sola. Y si entraba y le parecía que no me había bañado bien, me metía la cabeza en el agua y la tenía así un rato. Pero no quiero hablar de lo que me hacía. Eso no va a servir de nada.

—No —dijo Matilda—. De nada.

—Vinimos aquí —dijo la señorita Honey— para hablar de ti y no hemos hecho otra cosa que hablar de mí todo el tiempo. Me siento avergonzada. Me interesa mucho más lo que puedes hacer con esos asombrosos ojos tuyos.

—Puedo mover cosas —dijo Matilda—. Sé que puedo. Y volcar objetos.

—¿Te gustaría —preguntó la señorita Honey— que hiciéramos unos experimentos, con toda prudencia, para comprobar qué es lo que puedes mover y volcar?

Matilda respondió, bastante sorprendentemente:

—Si no le importa, señorita Honey, creo que sería mejor que no. Ahora desearía irme a casa y pensar en todo lo que he escuchado esta tarde.

La señorita Honey se puso al instante de pie.

—Claro —dijo—. Te he retenido aquí demasiado tiempo. Tu madre estará preocupada por ti.

—¡Oh, no, no se preocupa nunca! —exclamó Matilda, sonriendo—. Pero me gustaría irme a casa ahora, por favor, si no tiene inconveniente.

—Vete, entonces —dijo la señorita Honey—. Siento haberte ofrecido una merienda tan pobre.

—Nada de eso —dijo Matilda—. Me ha encantado.

Las dos recorrieron el trayecto hasta la casa de Matilda en completo silencio. La señorita Honey percibió que Matilda lo prefería así. La niña parecía tan sumida en sus propios pensamientos que apenas veía por dónde pisaba. Cuando llegaron ante la puerta de la casa de Matilda, dijo la señorita Honey:

—Harías bien en olvidar todo lo que te he dicho esta tarde.

—No le voy a prometer eso —dijo Matilda—, pero sí que no hablaré de ello con nadie, ni siquiera con usted.

—Creo que eso sería lo más sensato —aprobó la señorita Honey.

—Sin embargo, no le prometo que vaya a dejar de pensar en ello, señorita Honey —dijo Matilda—. He estado pensando en ello durante todo el camino desde su casa y se me ha ocurrido una idea.

—No deberías hacer nada —dijo la señorita Honey—. Olvídalo, por favor.

—Me gustaría hacerle tres últimas preguntas antes de dejar de hablar de ello —dijo Matilda—. ¿Las va a contestar, señorita Honey?

La profesora sonrió. Era extraordinario, pensó, cómo se hacía cargo de sus problemas aquella mocosa y, además, con qué autoridad.

—Bien —dijo—, eso depende de las preguntas.

—La primera es ésta —dijo Matilda—: ¿Cómo llamaba la señorita Trunchbull a su padre?

—Estoy segura de que le llamaba Magnus —dijo la señorita Honey—. Ése era su nombre de pila.

—¿Y cómo llamaba su padre a la señorita Trunchbull?

—Se llama Agatha. Supongo que la llamaría así.

—Y por último —dijo Matilda—, ¿cómo la llamaban a usted su padre y la señorita Trunchbull?

—Jenny —dijo la señorita Honey.

Matilda sopesó cuidadosamente las respuestas.

—Deje que me asegure de que los he cogido bien —dijo—. En su casa, su padre era Magnus, la señorita Trunchbull era Agatha y usted, Jenny. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, así es —afirmó la señorita Honey.

—Gracias —dijo Matilda—. Y ahora, ya no hablaré más del tema.

La señorita Honey se preguntó qué demonios estaría pasando por la mente de la niña.

—No hagas ninguna tontería —dijo.

Matilda se rio, se volvió y se alejó corriendo por el camino que llevaba a la puerta principal, desde donde gritó:

—¡Adiós, señorita Honey! ¡Muchas gracias por la merienda!

La práctica

Matilda encontró la casa vacía, como de costumbre. Su padre no había regresado del trabajo, su madre no había vuelto del bingo y su hermano andaría por cualquier parte. Fue derecha al cuarto de estar y abrió el cajón del aparador donde sabía que su padre guardaba una caja de puros. Cogió uno, se dirigió a su dormitorio y se encerró en él.

«Ahora a practicar», se dijo a sí misma. «Va a ser duro, pero estoy decidida a hacerlo».

Su plan para ayudar a la señorita Honey comenzaba a perfilarse perfectamente en su mente. Lo tenía planeado en casi todos sus detalles, pero todo dependía de que ella fuera capaz de hacer una cosa muy especial con el poder de sus ojos. Sabía que no podría lograrlo sin más, pero confiaba en que con mucha práctica y esfuerzo, acabaría teniendo éxito. El puro era esencial. Era, quizá, un poco más grueso de lo que hubiera deseado, pero el peso era bastante exacto. Sería estupendo para practicar.

En el tocador del dormitorio de Matilda había un cepillo para el pelo, un peine y dos libros de la biblioteca. Apartó aquellos objetos y depositó el puro en el centro. A continuación, se alejó y se sentó en el borde de la cama. Estaba a algo más de tres metros del puro.

Se serenó y empezó a concentrarse y, esta vez, sintió enseguida el efecto eléctrico que fluía dentro de su cabeza y se acumulaba detrás de sus ojos. Éstos se calentaban y comenzaban a salir de ellos millones de diminutas e invisibles manos como chispas, dirigiéndose hacia el puro. «Muévete», murmuró, y, con gran sorpresa, el puro con su vitola de color rojo y oro empezó a rodar casi al instante por la parte superior del tocador y cayó a la alfombra.

Matilda disfrutó con el ensayo. Era fantástico poder hacer aquello. Era como si dentro de su cabeza empezaran las chispas a dar vueltas y más vueltas, hasta que salían por sus ojos. Le producía una sensación de poder casi

etéreo. ¡Qué rápido había sido esta vez! ¡Qué sencillo!

Atravesó el dormitorio, recogió el puro y lo volvió a colocar sobre el aparador.

«Ahora más difícil», se dijo. «Porque si tengo el poder de empujar, seguramente tendré también el de levantar. Es vital que aprenda a levantarlo. Tengo que aprender a levantarlo en el aire y mantenerlo allí. Un puro no es un objeto muy pesado».

Se sentó en el borde de la cama y comenzó de nuevo. Le resultó fácil concentrar el poder detrás de sus ojos. Era como apretar un gatillo en el cerebro.

—¡Levántate! —susurró—. ¡Levántate! ¡Levántate!

Al principio, el puro comenzó a rodar pero, luego, cuando Matilda se concentró con gran esfuerzo, empezó a elevarse lentamente uno de sus extremos, cosa de un par de centímetros. Pudo mantenerlo así, haciendo un esfuerzo colosal. Luego volvió a caer de nuevo.

—¡Uy! —exclamó jadeando—. ¡Lo voy consiguiendo! ¡Estoy empezando a hacerlo!

Matilda siguió practicando durante una hora y, al final, pudo conseguir, con el poder de sus ojos, elevar el puro unos quince centímetros del aparador y mantenerlo así durante un minuto. Al acabar, se sintió de pronto tan extenuada que se dejó caer en la cama y se quedó dormida.

Así fue como la encontró más tarde su madre.

—¿Qué te pasa? —preguntó su madre, despertándola—. ¿Estás enferma?

—¡Oh, cielos! —exclamó Matilda, incorporándose y mirando a su alrededor—. No. Estoy muy bien. Estaba un poco cansada, eso es todo.

A partir de entonces, todos los días, después de la escuela, Matilda se encerraba en su habitación y practicaba con el puro. Y muy pronto, lo consiguió de la forma más maravillosa. Seis días después, un miércoles por la tarde, ya era capaz no sólo de elevar el puro en el aire, sino también hacer que se desplazara de lugar, exactamente como ella quería. Era magnífico.

—¡Puedo hacerlo! —exclamó—. ¡Puedo hacerlo de verdad! ¡Puedo elevar el puro sólo con el poder de mis ojos y empujarlo y moverlo en el aire como yo quiera!

Sólo le restaba ahora poner en marcha su gran plan.

El tercer milagro

Al día siguiente era jueves y, como todos los alumnos de la señorita Honey sabían, ese día la directora se hacía cargo de la primera clase que había después del almuerzo.

Por la mañana, la señorita Honey les había dicho:

—Uno o dos de vosotros no lo pasaron precisamente muy bien la última vez que dirigió la clase la directora, así que procuremos todos ser especialmente cuidadosos y sensatos hoy. ¿Cómo están tus orejas tras el último encuentro con la señorita Trunchbull, Eric?

—Me las ha agrandado —dijo Eric—. Mi madre dice que está segura de que son más grandes que antes.

—Y tú, Rupert —prosiguió la señorita Honey—. Me alegra ver que no perdiste nada de pelo después del jueves pasado.

—La cabeza me dolió terriblemente luego —dijo Rupert.

—Y tú, Nigel —dijo la señorita Honey—, ¿quieres hacer el favor de no ser un sabelotodo con la directora hoy? Realmente, la semana pasada te pasaste un poco con ella.

—La odio —dijo Nigel.

—Procura que no se te note tanto —le aconsejó la señorita Honey—. No sirve para nada. Ella es una mujer muy fuerte. Sus músculos son como cables de acero.

—Me gustaría ser mayor para ajustarle las cuentas.

—Dudo que pudieras —dijo la señorita Honey—. Hasta ahora nadie ha podido con ella.

—¿De qué nos va a examinar esta tarde? —preguntó una niña pequeña.

—Con toda probabilidad de la tabla de multiplicar por tres —respondió la señorita Honey—. Eso es lo que se supone que habéis aprendido esta semana, así que procurad saberla.

Llegó y pasó la hora del almuerzo.

Después de él, se reunió la clase. La señorita Honey permanecía de pie, a un lado. Los alumnos estaban sentados en silencio, inquietos y expectantes. En ese momento, entró la señorita Trunchbull en la clase como una tromba, con sus pantalones verdes y el guardapolvo de algodón. Se fue derecha a su jarra de agua, la levantó asiéndola por el asa y miró dentro.

—Me alegra comprobar que esta vez no hay animales viscosos en mi agua. En caso contrario, algo excepcionalmente desagradable les hubiera ocurrido a todos y cada uno de los componentes de esta clase. Y eso la incluye a usted, señorita Honey.

La clase permaneció tensa y en silencio. Para entonces ya habían aprendido un poco de aquella tigresa y nadie quería correr el menor riesgo.

—Está bien —tronó la Trunchbull—. Vamos a ver cómo habéis aprendido la tabla del tres o, por decirlo de otra manera, lo mal que os la ha enseñado la señorita Honey.

La señorita Trunchbull estaba de pie, frente a la clase, con las piernas separadas y las manos en las caderas, mirando con el ceño fruncido a la señorita Honey, que permanecía en silencio a un lado.

Matilda, inmóvil en su pupitre de la segunda fila, miraba atentamente.

—¡Tú! —gritó la Trunchbull, señalando con un dedo del tamaño de un rodillo de cocina a un niño llamado Wilfred.

Éste se encontraba sentado en el extremo de la derecha de la primera fila.

Wilfred se puso en pie.

—Recita la tabla del tres, pero al revés, empezando por el final —dijo con voz tonante la señorita Trunchbull.

—¿Al revés? —tartamudeó Wilfred—. Pero así no la hemos aprendido.

—¡Eso es! —gritó triunfalmente la Trunchbull—. ¡No os ha enseñado nada! Señorita Honey, ¿por qué no les ha enseñado absolutamente nada la última semana?

—Eso no es cierto, señora directora —dijo la señorita Honey—. Han aprendido la tabla de multiplicar por tres, pero no veo ninguna razón para que la aprendan al revés. No tiene ningún sentido enseñar algo al revés. Aseguraría que ni usted, por ejemplo, sería capaz de deletrear al revés una palabra tan sencilla como «erróneo» de corrido. Lo dudo mucho.

—¡No sea impertinente, señorita Honey! —gritó la señorita Trunchbull, que se volvió al infortunado Wilfred—. Muy bien, chico —dijo—. Contéstame esto. Si tengo siete manzanas, siete naranjas y siete plátanos, ¿cuántas piezas de fruta tengo en total? ¡Date prisa! ¡Vamos! ¡Dame la respuesta!

—¡Eso es una suma! —exclamó Wilfred—. ¡No es la tabla del tres!

—¡Tonto de capirote! —gritó la Trunchbull—. ¡Flemón purulento! ¡Hongo venenoso! ¡Eso es la tabla de multiplicar por tres! ¡Tienes tres grupos distintos de frutas y cada grupo tiene siete piezas! ¡Tres por siete son veintiuno! ¿No lo entiendes, pedazo de alcornoque? Te daré otra oportunidad. Si tengo ocho melones de invierno, ocho melones de verano y ocho melones como tú, ¿cuántos melones tengo en total? ¡Vamos! ¡Contéstame enseguida!

El pobre Wilfred estaba totalmente confundido.

—¡Espere! —exclamó—. ¡Espere un momento! Tengo que sumar ocho melones de invierno y ocho de verano… —empezó a contar con los dedos.

—¡Ampolla reventada! —gritó la Trunchbull—. ¡Gusano asqueroso! ¡Eso no es una suma! ¡Es una multiplicación! ¡La respuesta es tres por ocho! ¿O es ocho por tres? ¿Qué diferencia hay entre tres por ocho y ocho por tres? ¡Dímela, pedazo de inmundicia, y cuidado con lo que dices!

Wilfred estaba ya demasiado asustado y aturdido para poder hablar.

La Trunchbull se plantó en dos zancadas a su lado y, mediante un sorprendente truco gimnástico o, quizá, con una llave de judo o kárate, golpeó por detrás las piernas de Wilfred con uno de sus pies, de tal forma que el niño salió disparado del suelo y dio un salto mortal en el aire. A medio camino del salto mortal, ella le agarró por un tobillo y le mantuvo sujeto cabeza abajo, como un pollo desplumado en el escaparate de una tienda.

—¡Ocho por tres —gritó la Trunchbull, balanceando a Wilfred de un lado a otro, sujeto por el tobillo— es lo mismo que tres por ocho y es igual a veinticuatro! ¡Repítelo!

En ese preciso momento, Nigel, que estaba sentado al otro lado de la habitación, dio un brinco y señaló nervioso en dirección a la pizarra, chillando:

—¡La tiza! ¡La tiza! ¡Mirad la tiza! ¡Se mueve sola!

Tan histérica y penetrante fue la exclamación de Nigel, que todos los que estaban allí, incluso la señorita Trunchbull, miraron a la pizarra. Allí, sin que cupiera la menor duda al respecto, se movía un trozo de tiza nuevo, cerca de la superficie negra grisácea de la pizarra.

—¡Está escribiendo algo! —gritó Nigel—. ¡La tiza está escribiendo algo! Y ciertamente era así.

—¿Qué demonios significa esto? —gritó la Trunchbull.

Se había sobresaltado al ver que una mano invisible había escrito su nombre de pila. Dejó caer a Wilfred al suelo. Luego gritó, sin dirigirse a nadie en particular:

—¿Quién está haciendo eso? ¿Quién lo está escribiendo?

La tiza continuaba escribiendo.

Todos los presentes escucharon el grito ahogado que salió de la garganta de la Trunchbull.

—¡No! —gritó—. ¡No puede ser! ¡No puede ser Magnus!

La señorita Honey, situada a un lado de la clase, miró rápidamente a Matilda. La niña estaba muy derecha en su pupitre, la cabeza erguida, la boca apretada y los ojos brillantes como dos estrellas.

Por alguna razón, todos miraban ahora a la Trunchbull. El rostro de la mujer se había tornado blanco como la nieve y abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua, profiriendo sonidos entrecortados.

La tiza dejó de escribir. Se balanceó durante unos instantes y luego de repente cayó al suelo con un tintineo y se partió en dos.

Wilfred, que había vuelto a ocupar su sitio en la primera fila, gritó:

—¡Se ha caído la señorita Trunchbull! ¡Está en el suelo!

Ésa era una noticia sensacional y la clase entera saltó de sus asientos y se acercó a contemplar el espectáculo. El enorme corpachón de la directora estaba caído cuan largo era, fuera de combate.

La señorita Honey se acercó enseguida y se arrodilló junto a ella.

—¡Se ha desmayado! —exclamó—. ¡Está sin conocimiento! ¡Que vaya alguien inmediatamente a buscar a la enfermera!

Tres niños salieron corriendo de la habitación.

Nigel, siempre dispuesto a entrar en acción, dio un brinco y cogió la jarra de agua.

—Mi padre dice que el agua fría es lo mejor para reanimar a una persona que se ha desmayado —dijo y, sin más, volcó el contenido de la jarra sobre la cabeza de la Trunchbull.

Nadie protestó, ni siquiera la señorita Honey.

Matilda seguía sentada inmóvil en su pupitre. Se sentía extrañamente exultante. Experimentaba la sensación de haber conseguido algo que no era de este mundo, el punto más alto del cielo, la estrella más lejana. Había notado más maravillosamente que otras veces la fuerza que se concentraba detrás de sus ojos, que corría como un fluido caliente por el interior de su cráneo. Sus ojos se habían vuelto abrasadoramente ardientes y habían empezado a surgir cosas de las cuencas de sus ojos y, entonces, la tiza se había levantado sola y había empezado a escribir. Tan sencillo había sido, que parecía como si ella no hubiera hecho nada.

En ese momento entró precipitadamente en la clase la enfermera de la escuela, seguida de cinco profesores, tres mujeres y dos hombres.

—¡Caramba, al fin ha podido vencerla alguien! —exclamó uno de los hombres, sonriendo—. ¡Enhorabuena, señorita Honey!

—¿Quién le ha echado agua? —preguntó la enfermera.

—Fui yo —dijo Nigel, orgullosamente.

—¡Bien hecho! —exclamó otro de los profesores—. ¿Traemos más?

—Deje eso —dijo la enfermera—. Tenemos que trasladarla a la enfermería.

Hicieron falta los cinco profesores y la enfermera para levantar a la gigantesca mujer y salir tambaleándose con ella de la clase.

La señorita Honey dijo a los alumnos:

—Creo que será mejor que os vayáis al patio y que paséis el rato hasta la próxima clase.

A continuación se volvió, se dirigió a la pizarra y borró cuidadosamente todo lo escrito con tiza. Los niños comenzaron a salir del aula. Matilda inició la salida con ellos, pero al pasar junto a la señorita Honey se detuvo y sus ojos centelleantes se encontraron con los de la profesora, que se acercó y le dio a la niña un fuerte abrazo y un beso.

Un nuevo hogar

Ese mismo día, más tarde, comenzaron a circular noticias de que la directora se había recobrado de su desmayo y que se había marchado de la escuela con los labios apretados y el rostro blanco.

A la mañana siguiente no fue a la escuela. A la hora del almuerzo, el director suplente, el señor Trilby, llamó por teléfono a su casa para saber si se encontraba mal. Nadie contestó al teléfono.

Cuando terminaron las clases, el señor Trilby decidió indagar y se encaminó a la casa de las afueras en donde vivía la señorita Trunchbull, una casa preciosa, de estilo georgiano, de ladrillo rojo, conocida como La Casa Roja, situada en el bosque, detrás de las colinas.

Llamó al timbre y no hubo respuesta.

Aporreó con todas sus fuerzas la puerta y no hubo respuesta.

Gritó «¿Hay alguien en casa?, pero no hubo respuesta.

Intentó abrir la puerta y comprobó sorprendido que se hallaba abierta.

Entró.

La casa estaba silenciosa y no había nadie en ella; sin embargo, todos los muebles se encontraban en su sitio. El señor Trilby subió al piso superior y se dirigió al dormitorio principal. Allí también parecía estar todo normal, hasta que abrió cajones y armarios. No había vestidos, ropa interior ni zapatos. Habían desaparecido.

«Se ha marchado», se dijo el señor Trilby, y se dirigió a informar a los administradores de la escuela de que, aparentemente, la directora se había esfumado.

El segundo día por la mañana, la señorita Honey recibió una carta certificada de la oficina de un notario local informándole que había aparecido, repentina y misteriosamente, el testamento de su padre. El documento revelaba que, desde la muerte de su padre, la señorita Honey era, de hecho, la legítima propietaria de una casa situada en las afueras del pueblo, conocida como La Casa Roja, que, hasta ahora, había ocupado una tal señorita Agatha Trunchbull. El testamento indicaba también que le dejaba a ella los ahorros de toda su vida que, afortunadamente, seguían a salvo en el banco. Añadía el notario en su carta que si la señorita Honey se dignaba ir por su oficina lo antes posible, la propiedad y el dinero serían transferidos de inmediato a su nombre.

Así lo hizo la señorita Honey, y al cabo de un par de semanas se trasladó a La Casa Roja, el mismo lugar donde se había criado y donde, felizmente, permanecían los muebles y cuadros familiares. A partir de entonces, Matilda se convirtió en una visitante asidua. Iba allí todas las tardes, cuando salía de la escuela, y entre la profesora y la niña comenzó a establecerse una estrecha amistad.

Mientras tanto, en la escuela se estaban produciendo también grandes cambios. Tan pronto como desapareció de escena la señorita Trunchbull, se nombró director, en sustitución suya, al excelente señor Trilby. Poco después, a Matilda la trasladaron al curso superior, donde la señorita Plimsoll no tardó en comprobar que aquella sorprendente chiquilla era tan brillante como había dicho la señorita Honey.

Una tarde, unas semanas después, Matilda estaba merendando con la señorita Honey en la cocina de La Casa Roja, como hacía siempre después de clase, cuando dijo de repente:

—Me ha sucedido una cosa muy extraña, señorita Honey.

—Cuéntamelo —dijo la señorita Honey.

—Esta mañana —dijo Matilda— y, sólo por distraerme, intenté mover algo con los ojos y no pude. No se movió nada. Ni siquiera sentí el calor en los ojos. Ha desaparecido el poder que tenía. Creo que lo he perdido del todo.

La señorita Honey untó parsimoniosamente de mantequilla una rebanada de pan moreno y luego extendió sobre ella un poco de mermelada de fresa.

—Pensé que sucedería algo así —dijo.

—¿Sí? ¿Por qué? —preguntó Matilda.

—Bueno —dijo la señorita Honey—, es sólo una suposición, pero he aquí lo que pienso. Mientras estabas en mi clase no tenías nada que hacer, no tenías que esforzarte por nada. Era una frustración para tu asombroso cerebro. En él había almacenada una enorme cantidad de energía sin utilizar que, de una forma u otra, tuviste la facultad de proyectar a través de tus ojos y hacer que los objetos se movieran. Pero ahora las cosas son diferentes. Estás en la clase superior, compitiendo con niños que te doblan la edad, y empleas toda tu energía mental en clase. Por vez primera, tu cerebro tiene que luchar y esforzarse y estar de verdad ocupado, lo que es estupendo. Pero esto no es más que una suposición, puede que estúpida, pero no creo que se aleje mucho de la realidad.

—Estoy contenta de que haya terminado —dijo Matilda—. No me gustaría ir por ahí toda la vida haciendo milagros.

—Ya has hecho bastante —dijo la señorita Honey—. Apenas puedo creerme todo lo que has hecho por mí.

Matilda, que estaba sentada en un alto taburete de la mesa de la cocina, se comió su pan con mermelada lentamente. Le encantaban esas tardes con la señorita Honey. Se sentía muy a gusto en su presencia y las dos se hablaban más o menos como iguales.

—¿Sabía usted —preguntó Matilda repentinamente— que el corazón de un ratón late a un ritmo de seiscientas cincuenta veces por segundo?

—No lo sabía —dijo la señorita Honey sonriendo—. ¿Dónde lo has leído?

—En un libro de la biblioteca —respondió Matilda—. Eso quiere decir que late tan rápido que ni siquiera se pueden diferenciar los latidos. Debe sonar como un zumbido.

—Así debe de ser —dijo la señorita Honey.

—¿A qué ritmo cree usted que late el corazón de un erizo?

—Dímelo —pidió la señorita Honey, volviendo a sonreír.

—No tan rápido como el de un ratón —dijo Matilda—. Trescientas veces

por minuto. Pero, aun así, nadie hubiera pensado que latiera tan rápidamente tratándose de un animal que se mueve tan despacio, ¿no, señorita Honey?

—Yo, desde luego, no —respondió la señorita Honey—. Dime alguno más.

—El caballo —dijo Matilda—. Ése va realmente despacio. Sólo cuarenta veces por minuto.

«Esta niña —pensó la señorita Honey— parece interesarse por todo. Es imposible aburrirse a su lado. Me encanta».

Las dos siguieron hablando durante una hora, más o menos, y a eso de las seis se despidió Matilda y se fue andando a su casa, en lo que tardaba unos ocho minutos. Cuando llegó, vio un gran Mercedes negro estacionado a la puerta. No le prestó demasiada atención. Era frecuente ver coches extraños estacionados ante la puerta de su casa. Cuando entró en la casa se encontró con un auténtico caos. Su madre y su padre estaban en el vestíbulo, guardando frenéticamente ropas y diversos objetos en maletas.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Qué pasa, papi?

—Nos largamos —dijo el señor Wormwood sin levantar la vista—. Nos vamos al aeropuerto dentro de media hora, así que ya puedes ir empaquetando tus cosas. ¡Vamos, chica! ¡Date prisa!

—¿Que nos vamos? —exclamó Matilda—. ¿Adónde?

—A España —dijo el padre—. El clima es mejor que en este piojoso país.

—¡A España! —gritó Matilda—. ¡Yo no quiero ir a España! ¡Me gusta vivir aquí y me gusta mi escuela!

—¡Limítate a hacer lo que te digo y deja de discutir! —rugió el padre—. ¡Bastantes problemas tengo sin contar contigo!

—Pero papi… —comenzó a decir Matilda.

—¡Cierra el pico! —gritó el padre—. ¡Nos vamos dentro de treinta minutos! ¡No voy a perder ese avión!

—¿Por cuánto tiempo nos vamos, papi? —preguntó Matilda—. ¿Cuándo volveremos?

—No vamos a volver —respondió el padre—. ¡Ahora, lárgate! ¡Estoy ocupado!

Matilda se dio la vuelta y salió por la puerta principal, que estaba abierta. Tan pronto como estuvo en la calle echó a correr. Se dirigió a la casa de la señorita Honey, a la que llegó en apenas cuatro minutos. Subió corriendo el sendero que conducía a ella y vio a la profesora en el jardín delantero, en medio de un macizo de rosas, con unas tijeras de podar. La señorita Honey había oído el ruido de las rápidas pisadas de Matilda sobre la gravilla y se incorporó y salió del macizo en el momento en que llegaba la niña corriendo.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué pasa?

Matilda se detuvo frente a ella, sin aliento y con el rostro rojo:

—¡Se van! —exclamó—. ¡Se han vuelto todos locos y están haciendo las maletas para irse a España dentro de treinta minutos!

—¿Quiénes? —preguntó tranquilamente la señorita Honey.

—Mamá y papá y mi hermano Mike, y dicen que tengo que irme con ellos.

—¿De vacaciones!

—¡Para siempre! —exclamó desolada Matilda—. ¡Papá dice que no vamos a volver nunca!

Hubo un breve silencio y luego dijo la señorita Honey:

—La verdad es que no me sorprende mucho.

—¿Quiere decir que sabía usted que se iban? —exclamó Matilda—. ¿Por qué no me lo dijo?

—No, querida —dijo la señorita Honey—. No sabía que se iban a marchar.

Pero la noticia no me sorprende.

—¿Por qué? —preguntó Matilda—. Dígame por qué, por favor —aún jadeaba por la carrera y por el sobresalto que le había producido todo aquello.

—Porque tu padre —dijo la señorita Honey— está relacionado con una banda de ladrones. En el pueblo lo sabe todo el mundo. Creo que es el destinatario de coches robados en todo el país. Está metido hasta el cuello.

Matilda se la quedó mirando con la boca abierta.

—Llevaban coches robados al taller de tu padre —prosiguió la señorita Honey—, donde él cambiaba las matrículas, los pintaba de otro color y cosas por el estilo. Probablemente le habrán dado el soplo de que la policía iba tras él y hace lo que todos: marcharse a España, donde no pueden cogerle. Habrá estado mandando fuera su dinero durante años, para cuando llegara este momento.

Se encontraban en el césped de la parte delantera de la bonita casa de ladrillo rojo con sus patinadas tejas rojas y sus altas chimeneas, y la señorita Honey aún tenía en la mano las tijeras de podar. Hacía una tarde excelente y por allí cerca cantaba un mirlo.

—¡Yo no quiero ir con ellos! —gritó Matilda—. ¡No me iré!

—Me temo que tendrás que hacerlo —dijo la señorita Honey.

—¡Quiero vivir aquí con usted! —exclamó Matilda—. ¡Por favor, déjeme vivir aquí con usted!

—Me gustaría que pudieras —dijo la señorita Honey—, pero creo que no es posible. No puedes dejar a tus padres sólo porque quieras. Tienen derecho a llevarte con ellos.

—¿Y si ellos accedieran? —preguntó Matilda ansiosamente—. ¿Podría quedarme con usted si dijeran que sí? ¿Permitiría que me quedara aquí con usted?

—Sí, sería maravilloso —dijo la señorita Honey, dulcemente.

—¡Creo que accederán! —exclamó Matilda—. ¡Creo que sí! ¡La verdad es que no les importo nada!

—Calma, calma —dijo la señorita Honey.

—¡Tenemos que ir enseguida! —exclamó Matilda—. ¡Se van a marchar de un momento a otro! ¡Vamos! —gritó, cogiendo de la mano a la señorita Honey.

—. ¡Por favor, venga conmigo y dígaselo! ¡Tenemos que apresurarnos! ¡Tenemos que correr!

Un instante después, las dos se dirigían corriendo por el sendero de entrada hacia la calle. Matilda iba delante, tirando de la señorita Honey, y fueron corriendo desenfrenadamente por el campo y por el pueblo hasta la casa de los padres de Matilda. El gran Mercedes negro estaba aún en la puerta y el maletero y las puertas estaban abiertas, mientras el señor y la señora Wormwood y el chico se movían apresuradamente de un lado a otro, cargando las maletas, cuando llegaron corriendo Matilda y la señorita Honey.

—¡Mamá, papá! —exclamó Matilda, jadeando—. ¡No quiero ir con vosotros! ¡Quiero quedarme aquí y vivir con la señorita Honey, y ella dice que puedo hacerlo, pero sólo si me dais permiso! ¡Decid que sí, por favor! ¡Vamos, papá, di que sí! ¡Di que sí, mamá!

El padre se volvió y miró a la señorita Honey.

—Usted es la profesora que vino a verme una vez, ¿no? —dijo.

Luego volvió a su tarea de colocar maletas en el coche.

—Ésta tendrá que ir en el asiento trasero —le dijo su mujer—. Ya no hay más sitio en el maletero.

—Me encantaría tener conmigo a Matilda —dijo la señorita Honey—. Yo cuidaría de ella con todo cariño, señor Wormwood, y pagaría todos sus gastos. No les costaría a ustedes ni un penique. Pero no fue idea mía, sino de Matilda.

Sin embargo, no accederé a quedarme con ella sin que den su pleno consentimiento de buen grado.

—¡Vamos, Harry! —dijo la madre, metiendo la maleta en el asiento trasero

—. ¿Por qué no la dejamos, si es eso lo que quiere? Será una menos de quien ocuparse.

—Tengo prisa —dijo el padre—. Tengo que tomar ese avión. Si ella quiere quedarse, que se quede. Por mi parte no hay inconveniente.

Matilda se arrojó en brazos de la señorita Honey y se abrazó a ella. La señorita Honey la abrazó a su vez y, a poco, la madre, el padre y el hermano se subieron al coche y éste salió disparado con un fuerte chirrido de neumáticos. El hermano hizo un gesto de despedida con la mano, a través de la ventanilla trasera, pero el padre y la madre ni siquiera miraron hacia atrás. La señorita Honey aún tenía a la niña en sus brazos y ninguna de ellas dijo nada, mientras veían cómo el coche doblaba la esquina, al final de la calle, y desaparecía para siempre en la distancia.

Fin

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