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Simónides preservado por los dioses

Fábulas: Jean de La Fontaine

Nunca alabaremos bastante a los Dioses, a nuestra amante y a nuestro rey Malherbe lo decía, y suscribo a su opinión: me parece una excelente máxima. Las alabanzas halagan los oídos y ganan las voluntades: muchas veces conquistas a este precio los favores de una hermosa. Veamos cómo las pagan los Dioses. El poeta Simónides se propuso hacer el panegírico de un atleta, y tropezó con mil dificultades. El asunto era árido: la familia del atleta, desconocida; su padre, un hombre vulgar; él, desprovisto de otros méritos. Comenzó el poeta hablando de su héroe, y después de decir cuanto pudo, se salió por la tangente, ocupándose de Cástor y de Pólux; dijo que su ejemplo era glorioso para los luchadores; ensalzó sus combates, enumerando los lugares en que más se distinguieron ambos hermanos; en resumen: el elogio de aquellos Dioses llenaba dos tercios de la obra. Había prometido el atleta pagar un talento por ella; pero cuando la hubo leído, no dio más que la tercera parte, diciendo, sin pelos en la lengua, que abonasen el resto Cástor y Pólux. “Reclamad a la celestial pareja, añadió. Pero, quiero obsequiaros, por mi parte: venid a cenar conmigo. Lo pasaremos bien: Los convidados son gente escogida; mis parientes y mis mejores amigos: sed de los nuestros.” Simónides aceptó: temió perder, a más de lo estipulado, los 18 gajes del panegírico. Fue a la cena: comieron bien; todos estaban de buen humor. De pronto se presenta un sirviente, avisándole que a la puerta había dos hombres preguntando por él. Se levanta de la mesa, y los demás continúan sin perder bocado. Los dos hombres que le buscan, son los celestes gemelos del panegírico. Le dan las gracias, y en recompensa de sus versos, le advierten que salga cuanto antes de la casa, porque va a hundirse. La predicción se cumplió. Flaqueó un pilar; el techo, falto de apoyo, cayó sobre la mesa del festín, quebrando platos y botellas. No fue esto lo peor: para completar la venganza, una viga rompió al atleta las dos piernas y lastimó a casi todos los comensales. Publicó la fama estas nuevas. “¡Milagro!” gritaron todos; y doblaron el precio a los versos de aquél varón tan amado de los Dioses. No hubo persona bien nacida que no le encargase el panegírico de sus antecesores, pagándolo a quién mejor. Vuelvo a mi texto, y digo, en primer lugar, que nunca serán bastante alabados los Dioses y sus semejantes. En segundo lugar, que Melpómene muchas veces, sin desdoro, vive de su trabajo; y por último, que nuestro arte debe ser tenido en algo. Hónrense los grandes cuando nos favorecen: en otro tiempo, el Olimpo y el Parnaso eran hermanos y buenos amigos.

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