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Son de máquina

Óscar Collazos

     Mirando hacia el bar, repasando la hilera de botellas y reparando en las etiquetas pegadas, Ernesto, vestido con traje gris-claro de pana, trataba de reconocer el sitio mientras esperaba la llegada de sus amigos, “seguramente siguen viniendo”, hacía tres años los había dejado, esperando ser reconocido y saludado con grandes abrazos, así que la espera, ya larga, empezaba a ser fastidiosa: volaban moscas sobre la mesa y se asentaban en su descuidada viscosidad, y ya era notorio un malestar que se expresaba en la manera de subir el vaso a los labios, en la manera de mover las rodillas en un abaniqueo nervioso, ese movimiento que la mesera evidenció y siguió, provocada por la suerte de su cliente. “Otro cuba libre”, ordenó él, y la mesera volvió (vieja, rechoncha, anchas nalgas bamboleantes y pesadas), sin dejar de mirarle las piernas nerviosas, fijándose en la pinta que llevaba el cliente, “no debe ser de aquí: es vaporino”, pensó, y se imaginó uno de los barcos enormes de la Greislain anclados en la bahía.

    Ernesto contempló el vaso vacío y la humedad mantecosa de sus bordes, recordó que la última vez, en junio del 58, había estado con los amigos, “todos tesos”, y que el bar entonces se mantenía lleno de conocidos, “ni los meseros ni el barman son los mismos”, y de ahí su pregunta curiosa (“¿es que esto cambió de dueño?”) y la respuesta inmediata de la mesera (“¡uff, hace tiempos!”) y su tranquilidad momentánea al saberlo.

    “¿Ya no vienen los de barrio?”, preguntó. “¿De cuál barrio?”, dijo la mujer, agitando sus dos brazos en el aire. “Pues los muchachos que venían antes, no sé, acabo de llegar de los esteits”, dijo tartamudeando. “No sé”. Y la respuesta lo dejó en silencio. “Aquí vienen muchos, seguramente ya ni son muchachos: ¿no dice que se fue hace tiempo?”. (Y entonces el mundo que Ernesto se había hecho antes de llegar, mirando desde la borda del barco y tratando de reconocer la ciudad, los pequeños y envejecidos edificios, fue desmoronándose). “¿Se habrán ido? No puede ser: nunca pensaron irse de aquí, decían que aquí morirían gozando como siempre habían gozado”.

    Insistió en repasar, otra vez, las hileras de botellas y el espejo del bar, pensando que en verdad las cosas habían cambiado, “entonces atendían meseras muy buenas: me acuerdo que no hacíamos sino joderlas todo el tiempo”, y que, incluso, ya no estaban en las paredes las fotos de Danielsantos, Panchitorrisé ni Celiacruz, sino unos afiches de toros extraños para él, y detrás del mostrador un hombre que hablaba con la zeta y la ce, mundo extraño para él, verdaderamente, lejano de aquel mundo que en Nuevayork se convertía en el furor del Paladium, que él revivía ahora con nostalgia, en una nostalgia que lo sobrecogía cuando el sofoco de los cuerpos era de tanta intensidad como el ritmo de la piernas siguiendo la guaracha o el danzón, al ritmo de ese “son de máquina, María/ son de máquina”, o cuando —juntos— todos ellos con el mismo lenguaje, parecían crear una barrera que los acercaba, que los defendía de ese otro lenguaje desconocido. Seguro lo compró algún español, pensó Ernesto. Miró el reloj —subiendo con gesto delicado la manga de la chaqueta de pana, “meidinusa”—, y vio las siete y media. “Venían a eso de las seis pasadas”, recordó. Se imaginó la figura delgada de Luisprieto, con su sonrisa (“¡epa, hermano, qué pinta tienes!”), luego a Efraín (“coño, hermano, pero mira cómo has venido de chévere”) y a Chavito con sus mocasines embolados dos veces al día, su peinado a lo Elvispresley y esa manera de caminar como sobre las nubes, apenas asentando las suelas de los zapatos (“él tan camaján que ha sido”), sí, los siente venir, gestos, admiraciones, miradas de envidia, y por un momento establece un diálogo imaginario con ellos (“Nuevayork, hermano, hay que verlo, los rascacielos, eso no es nada, hay que verlos, subirse al Empairesteitsbildin y ver a la gente que camina abajo como hormiguitas hay que ver la bacanería de Harlem esta pinta la compré con el sueldo de dos días qué cara va ser hermano todo es regalado hay que trabajar y todo suave entienden”), diálogos que luego se van perdiendo en su distorsión, como el volumen de un radio que va haciéndose escaso hasta quedar en nada, en un vacío, y luego las preguntas, una tras otra, y él respondiendo, “otro traguito que yo invito”, sacudiendo la solapa del saco que seguramente se ha llenado de polvo, “¿cuándo irán a componer este pueblo?”, tosiendo, tos afectada, concluyendo con una palabra en inglés, “ah, perdonen, pero es la costumbre”, y otra vez “ai-am-sorry” y las sonrisas acompañadas a cada instante por otras sonrisas, tímidas sonrisas de complacencia y ahí su mundo se va haciendo cálido, dotándose de entusiasmo hasta que vienen las voces más altas y casi los gritos. Es el golpe de un vaso caído de la bandeja de la mesera gorda (“putamadre”) lo que hace que Ernesto abandone ese nido de placidez de sus imágenes. “Será verlos mañana”, piensa y pide la cuenta (“¿jaumoch?”), en una frase que la mujer entiende perfectamente. “Dieciocho”. Y ella mira la mano que busca en la cartera, los dedos que escogen entre los billetes, repasándolos y, finalmente, uno que sale de la cartera. “Cinco dólares”. Y ella piensa: “Es vaporino ”. “Cámbielos a diez”, y espera que la mujer vuelva con los vueltos. Ernesto siente la mirada del español detrás del mostrador y ve una sonrisa amplia, sonrisa amplia salida seguramente del billetico aquel que se ha extendido, acariciado con las yemas de los dedos. La mujer vuelve. “Aquí tiene y a sus órdenes, a sus órdenes jefe”, y Ernesto —al ver de nuevo al español— recuerda al marinero barcelonés, maricón él, que en la borda le había dicho antes de bajarse: “Quédate, ricura, quédate y conocerás el mundo”.

    Al salir recuerda, de nuevo, los días anteriores a su salida, “se va Ernesto para los esteits”, y las preguntas, “¿verdad que te vas a Nuevayork?”, y él, “claro que me voy, ¿qué diablos hace uno en este moridero?”, riéndose, riéndose cuando no podía detener el entusiasmo. Recuerda que había conseguido el embarque de mesero y que después se bajaría en Nuevayork, yéndose en un barcopirata, de esos que contratan sin compromiso. “Me voy en segunda del Américovespucci”, dijo entonces. “Bebimos hasta las seis de la mañana”, recuerda, y es la imagen de Chavito, cantando un bolero de Daniel, “yo ya me despedí, de los muchachos”, y la de Efraín haciéndole el dúo, y las horas que pasaron sentados en la acera cantando y repasando episodios, “cuando íbamos a las películas de Resortes y de ahí salíamos a tirar paso a la Pilota ”, llegando al entusiasmo dramático de la despedida, llantos de borrachos cantando tristemente una canción y la corriente de aire salobre golpeando en sus rostros. “Estaba subiendo la marea”, piensa. “Aquí a la vuelta vivía Efraín”, se dice y gira el cuerpo para devolverse y preguntar, “no señor, aquí no vive ningún Efraín”, y él, “pero si siempre vivió aquí”, y la mujer: “Que no sea terco jovencito que si viviera aquí nadie se lo negaría ni más faltaba que se lo fuéramos a negar, seguramente vivió antes pero esta casa la compramos hace meses y no sabemos quién vivía. ¿Cómo es que dice que se llama? Ah, no-aquí-no-vive-ningún-Efraín”.

    Cuando deja atrás la casa, y queda fija la cara de la vieja haciendo muecas de cortesía, Ernesto siente varias gotas de agua sobre la nuca. “¿Qué se habrán hecho esos cabrones?”. En la puerta de la casa reconoce la voz del padre que grita y el ladrido del perro del vecino. Al llegar, ayer en la noche, había pensado, viendo la casa y las mismas cosas en su sitio, que “aspiraciones es lo que les falta para mejorar la situación”, pero se había guardado su reflexión. “Ernesto va a dormir solo en la cama suya”, dijo la madre a uno de los hermanos. “Usted duerme con Juaco”, había dicho luego. Ernesto había experimentado una especie de resignada incomodidad. “Tendré que buscarme un apartamento”, pensó. “Qué pena con usted —le había explicado la madre, siempre con el tono respetuoso—, tener que dormir en un cuarto con los otros cuatro”. Ernesto había estado en silencio un rato. “¿Y mi papá sigue en el mismo trabajo? ”, había preguntado. “La misma cosa”. Y él: “Debería cambiar, buscarse algo mejor”. La madre se había quedado en silencio. Ernesto había experimentado la pesadez del aire y notado la mirada curiosa de los hermanos, una pregunta innominada en sus bocas, tal vez: “¿Bonito Nuevayork?”, o “dicen que hay muchos rascacielos, tan grandes y altos como las nubes”, y luego sus respuestas, sus respuestas ponderatorias y entusiastas. Cuando se apagó la luz volvió el brillo deslumbrante de la ciudad y una pesadumbre que él hizo mayor al abrir los ojos a la estrechez del cuarto, al recordar la impresión de las calles, la de los rostros, el Paladium ardiendo en ritmo en los cientos de cabezas apiñadas y en los cientos de cuerpos estremecidos, y sentía la impresión de un mundo resquebrajado, pacientemente resquebrajado en su caída. Fue entonces cuando pensó volver. “Buscaré la forma de volver, chances no faltan cada día”. Recordó el invierno de la ciudad y la nieve amontonándose y se vio con una pala retirándola, abriendo zanjas espaciosas, resignado a su suerte, a esa suerte de algo que había escogido: la actitud de su cuerpo, encorvado, tal vez en la mesa de un bar y el cosquilleo del estómago cuando el hambre se confundía con el frío y recordó la intensidad del sudor y la interminable y ruidosa fila de autos replegándose hacia las playas y pensó en La Florida. Su tránsito mudo, la gran ciudad y ese nostálgico paso acompañado por las calles de los barrios llenos de arena y lodo y salpicada de mariscos, en las que lejanamente intuía una necesidad. No pudo soñar, ni dormir siquiera: escuchó cada golpe del reloj en el cuarto de los padres y trató de reconstruir su llegada al bar con la vista puesta en la mesa de los desconocidos. “¿Qué se hicieron Efraín, Luisprieto, Chavito, los demás?”, había preguntado a la madre al volver a casa. “¿Luis Prieto? Si supiera: se metió en un negocio de contrabando y fue a dar derechito a la cárcel. ¡Cuántas lágrimas le costó a la pobre Clara! —¿Recuerda a Clara, su mamá?— Como que se quedó sin trabajo y se dedicó a revender unos uisquicitos por ahí hasta que se enroló con otros que sacaban en grande y acabó —eso dicen al menos— saqueando una bodega. Y pensar que era un muchacho de esos que se le veía lo bueno por encima. Un poco vago, pero eso pasaba”. (La madre había concluido diciendo esto con un bostezo, haciendo una mueca, seguramente de pena). “¡Pobre Lucho!”, había dicho Ernesto, “un día de estos lo voy a ver”. (Recuerda que fue Luisprieto el que más se emborrachó cuando se despidieron, “ojalá vuelva pronto, hermano, y que se traiga sus dólares, que esos son los que mandan en todas partes”, lo recuerda y tiene fija su imagen). “De Chavito supe que estaba en el cuartel y que lo habían llevado a pelear contra los chusmeros. ¡Ay! Un día vino su hermano a preguntarme por usted, que quería saber su dirección, pero como nunca supimos dónde andaba usté, no se la pudimos dar. Fue él que me contó que Chavito estaba en el monte y que en su casa tenían mucho miedo de que lo mataran, con lo fácil que es de matar hoy en día”, dijo la madre, suspirando y mirando a Ernesto, que respondió al tono apesadumbrado de la madre entrecerrando los ojos y diciendo: “Bien duro que debe ser eso”. Ernesto seguía interrogándola y la madre seguía dando cuenta de todas las cosas conocidas. “¡Cómo cambian los tiempos! —había dicho ella—, y pensar que antes era más fácil criar una a sus hijos y verlos crecer y darles la educación que se quería”. Después, Ernesto se había despedido de ella y había mirado el cuarto que tenía adelante. Ella había reparado en la figura del hijo con satisfacción. “Se hizo un hombre completo”, pensó.

    Al mediodía entró al bar y en la actitud del día anterior, la chaqueta de pana gris colgando suspendida de un hombro, se mantuvo de pie junto a la barra, esperando la llegada de alguien. “Es, bueno, no me acuerdo de su nombre pero me parece conocido”, pensó al ver llegar al hombre de camisa y pantalones caquis, a quien todos los días, antes de su salida, encontraba siempre solo bebiendo cerveza en la barra. “Solo me acuerdo que vino en un barco noruego hace muchos años y se enamoró de una negra y se quedó aquí, viviendo con ella, viviendo de las cosas que contrabandeaba. Un día tuvo una pelea del carajo con tres tipos y los tumbó a todos: desde entonces, todos empezaron a respetarlo, lo miramos con respeto y queríamos saludarlo, pero él nunca se dejaba: siempre se mantenía serio. Míster John, le decía todo el mundo y él respondía “qué hay”, nada más, y seguía caminando con su negra abrazada, él tan mono, con los brazos velludos, caminando despacio, siempre con su negra del brazo, “qué le habrá visto a esa mujer” decían cuando lo veían pasar las otras mujeres, más claritas ellas, y él —que seguramente había oído las murmuraciones— se reía y la abrazaba más. Ya se estaba volviendo viejo cuando me fui pero parece igual que antes, que en el cincuentiocho”. Ernesto trató de saludarlo, de encontrarse con su mirada y subir las cejas (solo las cejas), pero el hombre, bebiendo su cerveza, “¿dónde estará la negra?”, parecía estar ajeno a todo cuanto sucedía a su alrededor.

    Al salir, el sol empezó a picarle en el cuerpo y desabrochó los dos botones de la chaqueta, sintiendo el descenso del sudor por sus espaldas. Trajo otra vez —esta vez vagamente— el recuerdo de Luisprieto, Efraín, Chavito y los demás. Se imaginó a Luisprieto con el fusil en la mano, posando en una foto que su mamá tendría en el tocador. Despacio, reparando en la gente, todos desconocidos, experimentó una alegre vanidad al sentirse mirado. “Aquí en esta esquina nos pegaron un susto del putas cuando rompimos unos vidrios. Chavito casi se mea y Luisprieto no hizo sino reírse. Corrimos muertos de miedo: cuando llegamos a la casa temblábamos”.

   “Casi todos se fueron”, dijo El Profesor, a quien Ernesto reconoció saliendo de la farmacia, “la misma en donde comprábamos los condones”, con sus lentes enormes y transparentes. “Aquí no tienen ningún porvenir, solo el de cargar bultos en el muelle y de tomar trago con las vagabundas”, dijo El Profesor, reparando en la figura de Ernesto. Inmediatamente, el viejo se instaló en un amplio salón, frente a un grupo de muchachos, y se imaginó dando una lección incomprensible, con el ceño arrugado y un tic nervioso, instantáneo, en el hombro derecho. “¡Ah, qué tiempos!”, pensó cuando al abrir los ojos que había cerrado, también instantáneamente, se halló con un rostro que le era conocido, el rostro de Ernesto algo maduro. “Me acuerdo que usted era de los que no dejaban a nadie tranquilo”, dijo El Profesor, conservando el mismo tono doctoral de sus mejores días. Ernesto, al despedirse trató de conservar una imagen bastante débil, venida de pronto: estaba de pies ante El Profesor, con pantalón corto y blusa marinera, serio, asustado esperando que este asentara su enorme regla, en golpes regulares sobre la palma de las dos manos extendidas pacientemente. Retuvo por un instante la imagen, pero inmediatamente sintió la presencia de sus compañeros, en la imagen siguiente que trataba de superponerse en su memoria. “¿Dónde diablos estarán ahora?”, pensó. Creen que no soy de aquí.

     (Un flash-back o el valor de las obsesiones:)

     Allá todo el mundo quería ser alguien. Trabajaba para ser alguien. Cuando viene el verano muchos trabajan. Se meten todo el día y trabajan porque quieren ser alguien. No es como aquí: parranda de perezosos y sinvergüenzas sin aspiraciones. Hay que ver cómo trabajan allá: de la nada van consiguiendo, por puro sudor, todo lo que desean. Como Willy: hay que ver que llegó de Puerto Rico sin cinco en los bolsillos: estuvo aguantando hambre en Nueva York varios meses. Nadie se fija en nadie, y aguantar hambre es algo teso: se siente de pronto que algo se le sube a uno a la cabeza, que se está quedando sin fuerzas. Y siente los olores cercanos: quiere apropiarse de ellos. Siente todos los sabores y los retiene entre la lengua y los paladares. Pero luego, Willy, sí, el mismo arrancado, tal vez me lo contó él mismo sentado en la sala de su casa, frente al televisor, con los ojos detrás de unos lentes oscuros, “es para el cansancio”, que el problema fue encontrar chamba y luego dedicarse con alma, vida y corazón a chambear. Ahorrar lo que quedaba, conseguirse un apartamentico de una pieza con su cocina, y luego la nevera y la licuadora y el televisor, “los créditos son botados”, y así, un día, cuando se enamoró de una gringa (porque Willy, aunque su nombre parezca de gringo, es que él se llama Guillermo, o William, como le decían luego), él es un negro de estos lados, de estos jediondos morideros, Willy, ese Willy que se había ido conmigo de la escuela consiguió luego casa, cuando se casó con esa gringa de treinta años que no dejaba de mirarme cuando llegué y me preguntó, en inglés eso sí, porque decía que le daba pereza hablar español, que si quería quedarme y conseguir unos dólares. Willy, ese sí es un hombre de empuje. No como esta manada de muertos de hambre sin aspiraciones. Pero de dónde van a sacar aspiraciones estos desgraciados si tienen que bultear todo el día y cuando salen de trabajar se van a bebérselo todo en cerveza, sí, aspiraciones es lo que les falta a todos, como si el mundo se fuera a acabar hoy mismo. Allá todo el mundo quiere ser alguien, tener su casita, dejarles luego algo a los hijos, vivir con comodidad, comprarse su carrito aunque no sea exactamente un último modelo. Willy estaba sacando el suyo, “me voy a comprar un Ford 59”, y su mujer había vendido por viejo otro la semana anterior, era un modelo horrible, y Willy dentro de poco, muy dentro de poco, tendría su carro último modelo, y ya seguramente lo tiene si sigue trabajando para darse la buena vida… (y mientras el recuerdo de Willy, sentado frente al televisor, volvía otra vez, Ernesto recordaba Paladium, allí en donde en el más completo furor y desenfreno, había sudado hasta el desmayo. Paladium, dejaba de ser un nombre, o un local inmensamente fastuoso, para convertirse en el centro de una memoria agitada y nostálgica. Muchos días después, Ernesto estuvo sentado en la barra del mismo bar, recorriendo las calles del puerto, ya sin su chaqueta de pana, apenas sus pantalones ajustados y las palabritas en inglés que soltaba atrevidamente, acompañado de vez en cuando por un John que ya no paseaba con su negra del brazo, ni enseñaba su agresividad altiva, sino más bien un John caricaído, que veía a Ernesto y lo saludaba con amabilidad. Todo el puerto era recorrido pensando en la ciudad que se había quedado atrás. Era el constante e ineficaz juego de la memoria tratando de evocar aquellas cosas perdidas. Las casas arruinadas y el puerto envuelto en ese fuego que la marinería desafiaba cuando bajaba de los barcos, borracha e insultante, hacia las zonas de prostitución, le recordaba a la marinería borracha e internacional de la gran ciudad que seguía clavada en esas largas y tercas evocaciones). “Nadie tiene aquí aspiraciones —siguió diciendo mientras bebía su cerveza—: mi papá lleva veinte años en el mismo trabajo y en el mismo puesto. La misma casa arrendada de siempre y las mismas incomodidades: tres cuartos para que duerman diez personas amontonadas, pero a medida que constataba esa pobreza, lo asaltaba el recuerdo, muy a su pesar, de infinitos cuartos de miserables hoteles en donde más de diez, quizá veinte inmigrantes se arrumaban como carga inservible”.

       Ernesto, fatigado, volvía de nuevo a la casa paterna y encontraba las miradas de admiración de los hermanos: las preguntas escaseaban ya pero seguía el mismo gesto tímido de los hermanos y de la madre. Su regreso a casa desataba el diligente movimiento de los hermanos buscando complacerlo, de pronto una frase en inglés despertaba sus sonrisas y los hermanos decían, apenas balbuceando, “no speak english”, y él entonces se reía y largaba parrafadas para que ellos, entre maravillados y silenciosos, pidieran más frases en ese lenguaje incomprensible que empezaba a significar para ellos la remota posibilidad de ir algún día a instalarse en el último piso de ese edificio cuyo nombre seguía resultando un misterio absoluto, “ampairesteitsbildin”, decía Ernesto, un nombre dotado de la magia que unía lo remoto con lo inalcanzable. Lo rodeaban: Ernesto —entonces— se sentaba en medio de ellos y empezaba a contar y recontar sus historias, a veces las fantásticas historias de sus héroes: Willy, el barranquillero que empezó sin nada hasta conseguir casa, auto, televisor, mujer gringa y cocina de gas. Tony, el jamaiquino que lavando platos hizo una fortuna. Sam, el mexicano (cuyo nombre era Samuel Sánchez) que luego de salir de la cárcel se volvió juicioso y, de mesero, en menos de dos años, tuvo para hacer vida y negocios independientes… Eran héroes distintos a los que los hermanos habían tenido y seguían queriendo: Tarzán, Flash Gordon, Supermán, El Zorro, El Santo, estos resultaban todavía dotados de un poderío que Ernesto parecía haber olvidado y sustituido por los nombres de Willy, Tony y Sam (Guillermo, Antonio y Samuel, mejor).

     Cuando Ernesto regresó al barrio de putas, se encontró con el primer conocido: ahí estaba, sentado en la puerta del Shangay, silencioso e impotente, un rostro amigo. “Es Tito, Tito el cantinero”, pensó. No pudo evitar un recorrido de la mirada por el cuerpo del hombre, que lo miró con admiración. “Sí, es Tito el cantinero”. Y recordó al Tito que había conocido detrás del mostrador, cantando siempre “son de máquina, María/ son de máquina”, remedando a Rolandolaserie. Iba con frecuencia al inodoro en donde prendía un cigarrillo de marihuana que luego ofrecía a sus amigos. “Es Tito”, le confirmó un muchacho que estaba ocupando el sitio que en el 58 ocupaba el viejo que, tendiendo la mano, pedía ahora limosna a los visitantes. Volvieron a su memoria Luisprieto, Chavito, Efraín, y Ernesto se imaginó sentado en una mesa del rincón, al lado del estrado de madera que, como un minúsculo escenario, albergaba a los músicos que acompañaban en vivo el ritmo de la canción, a la clientela entusiasmada que, con la cabeza, con golpes de las manos sobre la mesa, con el repique de los zapatos en el suelo, festejaban la grandeza de la música, y al viejo Tito, el mesero que hacía malabares con la bandeja llena de cervezas.

   Ernesto siguió allí, viendo el lugar de otros años. “¿Qué le había pasado a Tito?”, se preguntaba. “Fue que —empezó diciendo el muchacho del bar— lo cogió un mal que ningún doctor pudo curar: se fue quedando tieso por partes. Aquí lo vimos atendiendo con una mano que no movía nunca, caminando pandiado. Luego usté no me creerá, Jefe, estuvo trabajando sin manos. Decía que aquí había crecido y que aquí estaba el único negocio en que podía trabajar. Entonces el patrón lo puso a vigilar a los que llegaban y que a veces se iban sin pagar la cuenta. Luego, ya no pudo hacer nada el pobre Tito. Un día lo fuimos a ver a su casa, digo casa por decir nomás, esa que queda a la orilla de la marea, y no se podía mover. ¿Ve usté ese carrito con rodachines que tiene al lado? Se lo mandamos a hacer, hicimos una colecta y se lo llevamos a su casa. Ahora lo traen a eso de las siete, a hacer nada, como usté ve. A eso de las tres de la mañana lo lleva el hijastro a su rancho. Dice que él quiere aunque sea ver lo que pasa y pedirle a los gringos sus centis”. Pagó la cerveza y salió.

   En los días siguientes, obstinado en el recuerdo, sin la presencia de Luisprieto ni Chavito ni Efraín, frecuentó el Shangay y vio, hasta cansarse, hasta llegar al fastidio, vio a Tito el cantinero decir a la entrada de los marineros borrachos y tatuados, “uanmoni”, voz lastimera que Ernesto había dejado de escuchar para grabarla en la memoria como un sonsonete melancólico del pasado que revivía en otros días, los días del “son de máquina”. Empezó entonces la resignación, la callada resignación de dormir en el cuarto con los demás hermanos. El vestido de pana gris fue dejado en el armario y empezó a vestir, otra vez, las camisas floreadas y los pantalones de dril que al llegar le resultaron muy extraños y ásperos.

   Un día, sentado en el parque, vio pasar a John, el noruego, manejando un jeep. Le entró la curiosidad de saber dónde estaba la negra: lo vio alejarse y no pudo evitar el pensar: “Seguro se volvió rico”. Recordó luego el cuarto en donde había estado durmiendo y el rostro de la madre, la pesada humildad de su voz y la indiferencia del padre leyendo el periódico. Y entonces, ahí estaban el Paladium, y Willy, un muchacho joven hablando inglés con su mujer que engordaba, frente al televisor. Fue penetrando de nuevo en la ciudad y, aunque extraña, la ciudad volvía a ser el blanco de sus ojos aunque la memoria hacía de nuevo el ejercicio terco de reconstruir siempre los mismos acontecimientos, melancolía y nostalgia de los días que quedaron atrás. Después de dos semanas de estarlo pensando, llegó a la casa: los hermanos habían olvidado o se habían cansado de preguntar por nuevas frases en inglés. El padre estaba con los pies sumergidos en un platón de agua caliente y la madre (silenciosa, arrugada la frente en un esfuerzo nervioso de sus ojos) trataba de descoser un pantalón. Apenas levantaron la vista, Ernesto se quedó un rato en silencio.

       —¿Qué hubo? ¿Levantó trabajo? —preguntó el padre.

       —No; en ninguna parte hay trabajo —respondió Ernesto y dejó que surgiera la imagen, descompuesta quizá, de Nuevayork, seguida de muchos rostros conocidos y amigos.

       —Pues busque bien que esto está jodido —sugirió el padre.

       —La comida está tapada en la mesa —dijo la madre, en voz baja.

       —Bueno —contestó secamente Ernesto y fue a la mesa. Terminó de comer y el padre se acercó a él. Entonces fue cuando le dijo:

       —Me regreso a Nueva York, me están consiguiendo embarque.

       El padre no respondió. La madre se quedó muda. En el momento de entrar al cuarto para recostarse, quitándose la camisa y sintiendo el sudor que bajaba por las axilas, Ernesto sintió que los ojos le ardían y, luego, sin poder evitarlo, empezaron a mojarse de lágrimas. Sintió que la madre volvía al cuarto y, sin más explicaciones, le decía:

       —Su papá se quedó sin trabajo. Dijo que como usted era el mayor, debía ver la forma de conseguir algo mientras él levantaba algo que hacer.

       Ernesto enfrentó a la madre y recordó lo dicho hace algunos segundos. “Me regreso a Nuevayork”, y se imaginó subiendo al barco, entregando el pasaporte y, luego, en alta mar, asomado al sinfín de la distancia, con los brazos apoyados en la borda del buque.    

 

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