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Vuelo nocturno

Autor: Antoine de Saint-Exupéry

I

Las colinas, bajo el avión, cavaban ya su surco de sombra en el oro del atardecer. Las llanuras tornábanse luminosas, pero de una luz inagotable: en este país no cesaban de exhalar su oro, como, terminado el invierno, no cesaban de entregar su nieve.

Y el piloto Fabien que, del extremo Sur, conducía a Buenos Aires el correo de Patagonia, conocía la proximidad de la noche por las mismas señales que las aguas de un puerto: por ese sosiego, por esas ligeras arrugas que dibujaban apenas los tranquilos celajes. Penetraba en una rada, inmensa y feliz.

También hubiera podido creer que, en aquella quietud, se paseaba lentamente casi cual un pastor. Los pastores de Patagonia andan, sin apresurarse, de uno a otro rebaño; él andaba de una a otra ciudad, era el pastor de los villorrios. Cada dos horas, encontraba algunos de ellos que se acercaban a beber en el ribazo de un río o que pacían en la llanura.

A veces, después de cien kilómetros de estepas más deshabitadas que el mar, cruzaba por encima de una granja perdida, que parecía arrastrar, hacia atrás, en una marejada de praderas, su cargamento de vidas humanas: con las alas, saludaba entonces aquel navío.

«San Julián a la vista: aterrizaremos dentro de diez minutos».

El «radio» comunicaba la noticia a todas las estaciones de la línea.

Semejantes escalas se sucedían, cual eslabones de una cadena, a lo largo de dos mil quinientos kilómetros, desde el estrecho de Magallanes hasta Buenos Aires; pero la de ahora se abría sobre las fronteras de la noche como, en África, la última aldea sometida se abre sobre el misterio.

El «radio» pasó un papel al piloto:

«Hay tantas tormentas que las descargas colman mis auriculares. ¿Haréis noche en San Julián?».

Fabien sonrió: el cielo estaba terso cual un acuario, y todas las escalas, ante

ellos, les anunciaban: «Cielo puro, viento nulo». Respondió:

«Continuaremos».

Pero el «radio» pensaba que las tormentas se habían aposentado en algún lugar, como los gusanos se instalan en un fruto: y así, la noche sería hermosa, pero, no obstante, estaría estropeada. Le repugnaba entrar en aquella oscuridad próxima a pudrirse.

Al descender sobre San Julián, con el motor en retardo, Fabien se sintió cansado. Todo lo que alegra la vida de los hombres corría, agrandándose, hacia él: las casas, los cafetuchos, los árboles de la avenida. Él parecía un conquistador que, en el crepúsculo de sus empresas, se inclina sobre las tierras del imperio y descubre la humilde felicidad de los hombres. Fabien experimentaba la necesidad de deponer las armas, de sentir la torpeza y el cansancio que le embargaban —y también se es rico de las propias miserias— y de vivir aquí cual hombre simple, que contempla a través de la ventana una visión ya inmutable. Hubiera aceptado esa aldea minúscula: después de escoger, se conforma uno con el azar de la propia existencia e incluso puede amarla. Os limita como el amor. Fabien hubiera deseado vivir aquí largo tiempo, recoger aquí su porción de eternidad, pues las pequeñas ciudades, donde vivía una hora, y los jardines rodeados de viejos muros, sobre los cuales volaba, le parecían, fuera de él, eternos en duración. La aldea subía hacia la tripulación, abriéndose. Y Fabien pensaba en las amistades, en las jovencitas, en la intimidad de los blancos manteles, en todo lo que, lentamente, se familiariza con la eternidad. La aldea se deslizaba ya rozando las alas, desplegando el misterio de sus jardines cercados, a los que sus muros ya no protegían. Pero Fabien, después de aterrizar, supo que sólo había visto el lento movimiento de algunos hombres entre las piedras. Aquella aldea, con su sola inmovilidad, guardaba el secreto de sus pasiones; aquella aldea, denegaba su suavidad: para conquistarla hubiera sido preciso renunciar a la acción.

Transcurridos los diez minutos de escala, Fabien reemprendió el vuelo.

Volvióse hacia San Julián, que ya no era más que un puñado de luces, y luego de estrellas. Más tarde se disipó la polvareda que, por última vez, le tentó.

«Ya no veo los cuadrantes; voy a encender la luz».

Tocó los contactos, pero las lámparas rojas de la carlinga derramaron sobre las agujas una luz tan diluida aún en aquella azulada claridad diurna, que no llegó a colorearlas. Pasó la mano por delante de una bombilla y apenas si se tiñeron sus dedos.

«Demasiado pronto».

No obstante, la noche ascendía, cual humo oscuro, colmando los valles. Éstos no se distinguían ya de las llanuras. Y se iluminaban los pueblos y las constelaciones de sus luces se contestaban unas a otras. Él también, haciendo parpadear con el dedo sus luces de posición, respondía a los pueblos. La tierra estaba llena de llamadas luminosas; cada casa encendía su estrella, frente a la inmensa noche, del mismo modo que se vuelve un faro hacia el mar. Todo lo que cubría una vida humana, centelleaba. Fabien se admiraba de que la entrada de la noche fuese, esta vez, como una entrada en una rada, lenta y bella.

Sumergió su cabeza en la carlinga. El radio de las agujas empezaba a brillar. Una después de otra, el piloto comprobó las cifras, y quedó satisfecho. Se descubría sólidamente sentado en el cielo. Rozó con el dedo un larguero de acero, y percibió el metal chorreando vida: el metal no vibraba, pero vivía. Los quinientos caballos del motor engendraban en la materia un fluido muy suave, que cambiaba su hielo en carne aterciopelada. Una vez más, el piloto no experimentaba, en el vuelo, ni vértigo, ni embriaguez, sino el trabajo misterioso de un cuerpo vivo.

Ahora, se había recompuesto un mundo, donde, a codazos, trataba de lograr un lugar cómodo.

Golpeteó el cuadro de distribución eléctrica, tocó uno a uno los contactos, removióse un poco, se recostó mejor, y buscó la posición más cómoda para sentir el balanceo de las cinco toneladas de metal, que una noche viviente llevaba sobre sus espaldas. Luego, tanteó, colocó en su sitio la lámpara de socorro, la dejó, la tocó de nuevo para asegurarse de que no se deslizaba, la dejó después para golpetear cada clavija, y encontrarlas sin equivocarse, educando así a sus dedos en un mundo ciego. Luego, cuando estuvieron adiestrados, se permitió encender una lámpara, adornar su carlinga con instrumentos de precisión, vigilando, sólo en los cuadrantes, su entrada en la noche, como en un declive. Luego, como nada vacilaba, ni vibraba, ni temblaba, y permanecían fijos el giróscopo, el altímetro y el régimen del motor, desperezóse un poco, apoyó su nuca en el cuero del respaldo, e inició esta profunda meditación del vuelo, en la que se saborea una esperanza inexplicable.

Ahora, como un velador en el corazón de la noche, descubre que la oscuridad muestra al hombre; esas llamadas, esas luces, esa inquietud. Esa simple estrella en la oscuridad; el aislamiento de una casa. Hay una que se apaga: es una mansión que se cierra sobre su amor.

O sobre su tedio. Es una casa que cesa de hacer su ademán al resto del mundo. No saben lo que esperan, ante su lámpara, esos campesinos, acodados sobre la mesa; ignoran que su deseo, en la enorme noche que los rodea, vaya tan lejos. Pero Fabien lo descubre cuando, tras haber recorrido mil kilómetros, percibe cómo unas olas de fondo, profundas, elevan y hacen descender el avión, que respira, cuando ha atravesado diez tormentas, cual países en guerra, y, entre ellas, algunos claros de luna; cuando alcanza esas luces, una después de otra, con la sensación de vencer. Aquellos hombres creen que la lámpara brilla para su humilde mesa, pero alguien, a ochenta kilómetros, percibe el brillo de esa luz, como si, desesperados, la balanceasen; ante el mar, desde una isla desierta.

II

De esta manera los tres aviones postales de Patagonia, de Chile y de Paraguay regresaban del Sur, del Oeste y del Norte hacia Buenos Aires. Allí se esperaba su cargamento, para dar salida, hacia medianoche, al avión de Europa.

Tres pilotos, cada uno tras su capota, pesada como una chalana, perdidos en la noche, meditaban su vuelo, y, de un cielo tormentoso o pacífico, bajarían lentamente hacia la ciudad inmensa, cual extraños campesinos que descienden de sus montañas.

Rivière, responsable de toda la red, paseaba a lo largo de la pista de aterrizaje de Buenos Aires. Permanecía silencioso, pues, hasta que hubiesen llegado los tres aviones, este día sería temible. Minuto tras minuto, a medida que le llegaban los telegramas, Rivière sabía que arrancaba algo al sino, que reducía la porción de lo ignoto, que sacaba a sus dotaciones fuera de la noche, hasta la orilla.

Un obrero le abordó para comunicarle un mensaje de la estación de Radio:

—El correo de Chile anuncia que divisa las luces de Buenos Aires.

—Bien.

Muy pronto Rivière oirá ese avión: la noche entregará a uno de los tres, cual el mar, con su flujo, su reflujo y sus misterios que deposita en la playa el tesoro que por tanto tiempo ha zarandeado. Más tarde, se recibirán de ella los otros dos.

Entonces, este día habrá terminado. Entonces, las tripulaciones fatigadas, remplazadas por otras de refresco, se irán a dormir. Pero Rivière no tendrá reposo: el correo de Europa, a su vez, le cargará de inquietud. Siempre será así. Siempre. Por primera vez, ese viejo luchador se asombraba de sentirse cansado. La llegada de los aviones no será nunca esa victoria que concluye una guerra, e inicia una era de paz venturosa. Jamás habrá, para él, otra cosa que un paso hecho, precediendo a mil otros pasos semejantes. Le parece a Rivière que, desde largo tiempo, levantaba un peso muy grande, con los brazos tendidos: un esfuerzo sin descanso y sin esperanza. «Envejezco…». Envejecía, si en la sola acción no hallaba ya su sustento. Se asombró de reflexionar sobre problemas que jamás se había planteado. Y, no obstante, volvía hacia él, con melancólico murmullo, la suma de deleites que siempre había eludido: un océano perdido. «¿Tan cerca está, pues, todo eso…?». Se dio cuenta de que, poco a poco, había aplazado para la vejez, para «cuando tuviera tiempo», lo que hace agradable la vida de los hombres. Como si realmente un día se pudiese tener tiempo, como si se ganase, al fin de la vida, esta paz venturosa que todo el mundo se imagina. Pero la paz no existe. Tal vez no existe siquiera la victoria. No existe la llegada definitiva de todos los correos.

Rivière se detuvo ante Leroux, el viejo contramaestre. También Leroux trabajaba desde hacía cuarenta años. Y el trabajo consumía todas sus fuerzas. Cuando Leroux entraba en su casa, hacia las diez o las doce de la noche, no era un mundo diferente el que se le ofrecía, no era una evasión. Rivière sonrió a ese hombre que, levantando su tosca faz, señalaba un eje pavonado: «Aguantaba muy fuerte, pero lo he vencido». Rivière se inclinó sobre el eje; el oficio le ocupaba de nuevo. «Será preciso advertir a los talleres que ajusten estas piezas con más huelgo». Pasó un dedo sobre las huellas de las herramientas; luego, consideró de nuevo a Leroux. Una pica pregunta le subía a los labios, ante aquellas arrugas severas. Sonrióse:

—¿Se ha ocupado usted mucho del amor en su vida, Leroux?

— ¡Oh!, el amor, sabe usted, señor director…

—Sí, a usted le ha pasado lo que a mí; nunca ha tenido tiempo.

—Muy poco, ciertamente…

Rivière escuchaba el sonido de esa voz, para saber si la respuesta era amarga; pero no lo era. Este hombre experimentaba, vuelto hacia su vida pasada, el tranquilo contento del carpintero que acaba de cepillar una hermosa tabla: «Hela aquí. Ya está hecha».

«Hela aquí —pensaba Rivière—, mi vida está hecha».

Rechazó los pensamientos tristes que en él despertaba la fatiga, y se dirigió hacia el cobertizo, pues el avión de Chile zumbaba ya en el aire.

III

El ruido del lejano motor se hacía cada vez más denso: maduraba. Se encendieron los faros. Las luces rojas del balizaje hicieron surgir un cobertizo, los mástiles de la T. S. H., una pista cuadrada. Se preparaba una fiesta.

—¡Helo aquí!

El avión corría ya en el haz de los faros. Tan brillante, que parecía nuevo. Pero, cuando finalmente se paró frente al cobertizo, mientras los mecánicos y los obreros se apresuraban a descargar el correo, el piloto Pellerin no daba señales de vida.

—Pero, ¿a qué espera para bajar?

El piloto, ocupado en alguna misteriosa faena, no se dignó responder. Probablemente escuchaba aún, en su interior, el estrépito del vuelo. Movía lentamente la cabeza, e inclinado hacia adelante, manipulaba algo. Por fin, volvióse a los jefes y camaradas, considerándolos con silenciosa gravedad, como si fueran de su propiedad. Parecía contarlos, medirlos, pesarlos, y pensaba que se los merecía de sobras, a ellos, y también ese cobertizo en fiesta, y ese su tráfico, sus mujeres y su tibieza. Poseía a ese pueblo en sus anchas manos, como súbditos suyos, pues podía tocarlos, oírlos, insultarlos. Pensó primero insultarlos por estarse allí, tan tranquilos, tan seguros de vivir, admirando la Luna, pero fue benigno:

—¡Me pagaréis una copa! Y descendió.

Quiso explicar su viaje:

—¡Si supierais…!

Juzgando, sin duda, haber dicho lo suficiente, marchóse a despojarse de su traje de cuero.

Cuando el coche se lo llevó hacia Buenos Aires, en compañía de un inspector taciturno y de un Rivière silencioso, se entristeció: es hermoso salir de un mal puerto, y, al tomar tierra, escupir con vigor unas fuertes palabrotas. ¡Qué potencia de alegría! Pero, en seguida, cuando uno se acuerda, se duda no se sabe de qué.

Bregar con un ciclón, eso, por lo menos, es real, es franco. Pero no lo es la faz de las cosas, esa faz que toman cuando se creen solas. Pensaba:

«Es lo mismo que un motín: cosas que apenas palidecen, ¡pero que cambian tanto!».

Hizo esfuerzos para recordar.

Franqueaba apacible la cordillera de los Andes. Las nieves invernales gravitaban sobre ella con todo el peso de su paz. Las nieves invernales habían llevado la paz a esa mole, como los siglos a los castillos muertos. Sobre doscientos kilómetros de espesor, ni un hombre, ni un hálito de vida, ni un esfuerzo. Sólo aristas verticales, que se rozan a seis mil metros de altura; sólo capas de piedras desplomándose verticalmente; sólo una formidable tranquilidad.

Aquello acaeció en las cercanías del Pico Tupungato…

Reflexionó. Sí, es allí, precisamente, donde fue testigo de un milagro.

Porque con anterioridad nada había visto; se había sentido simplemente desazonado, semejante a alguien a quien se mira. Demasiado tarde y sin llegar a comprender cómo se había sentido envuelto por el furor. Mas, ¿de dónde procedía aquel furor?

¿En qué adivinaba que rezumaba de las piedras, que fluía de la nieve? Porque nada parecía acercársele, ninguna sombría tempestad estaba en marcha. Pero un mundo, apenas diferente, surgía del otro, sobre el mismo lugar. Pellerin observaba, con el corazón inexplicablemente encogido, aquellos picos inocentes, aquellas aristas, aquellas crestas de nieve, apenas grisáceas, y que, no obstante, empezaban a vivir, como un pueblo.

Sin tener que luchar, apretó las manos sobre los mandos del aparato. Algo se preparaba; algo que él no comprendía. Tendía sus músculos, cual bestia pronta a saltar, pero nada atisbaba que no estuviese tranquilo. Sí, tranquilo, pero cargado de un raro poder.

Luego, todo se había agudizado. Las aristas, los picachos, todo se hizo agudo: se les sentía penetrar en el viento duro, cual rodas. Y luego, le pareció que viraban y derivaban a su alrededor, como gigantescos navíos, que maniobraban para el combate. Y luego, mezclado con el aire, hubo polvo: un polvo que ascendía, flotando dulcemente, como un velo, a lo largo de las nieves. Entonces, para buscar una escapatoria en caso de retirada forzosa, volvió la cabeza y tembló: toda la cordillera, a sus espaldas, parecía fermentar.

«Estoy perdido».

De un picacho, delante suyo, brotó la nieve: un volcán de nieve. Luego, de un segundo picacho, algo a la derecha. Y así, todos ellos, uno después del otro, como tocados sucesivamente por algún invisible corredor, se inflamaron. Fue entonces cuando, con los primeros remolinos de aire, las montañas oscilaron alrededor del piloto.

La acción violenta deja pocas huellas: ya no encontraba en sí mismo el recuerdo de los grandes remolinos que lo habían arrollado. Se acordaba tan sólo de haberse debatido rabiosamente entre aquellas llamaradas grises.

Reflexionó.

«El ciclón no es nada. Se salva el pellejo. ¡Pero el momento anterior! ¡Pero aquel encuentro antes de abordarlo!».

Creía reconocer, entre mil, cierto rostro; y, no obstante, ya lo había olvidado.

IV

Rivière miraba a Pellerin. Cuando éste, dentro de veinte minutos, descendiese del coche, se perdería entre la muchedumbre con un sentimiento de lasitud y pesadez. Pensaría tal vez: «Estoy cansado… ¡Cochino oficio!». Y a su mujer le confesaría algo como: «Se está mejor aquí que sobre los Andes». Pero no obstante, se había casi desprendido de él todo lo que los hombres estiman de modo singular: acababa de conocer su miseria. Acababa de vivir unas horas sobre la otra faz de la decoración, sin saber si le sería permitido hallar de nuevo esa ciudad, con sus luces. Si encontraría incluso, amigas de la infancia, enojosas pero queridas, esas pequeñas debilidades del hombre. «En toda multitud hay hombres —pensaba Rivière— a quienes nadie distingue, pero que son prodigiosos mensajeros. Y ni ellos lo saben. A menos que…». Rivière temía a ciertos admiradores: sus exclamaciones disminuían al hombre, falseaban el sentido de la aventura, cuyo carácter sagrado no comprendían. Pero Pellerin guardaba aquí toda su grandeza de saber simplemente, mejor que nadie, lo que vale el mundo entrevisto bajo cierta luz, y de rechazar las aprobaciones vulgares con un rudo desdén. Rivière le felicitó: «¿Cómo os las habéis arreglado?». Y lo estimó por hablar en términos del oficio, por hablar de su vuelo como un herrero de su yunque.

Pellerin explicó primero su retirada cortada. Casi se excusaba: «Así, pues, no pude escoger». Después, no había visto nada más; la nieve le cegaba. Pero las violentas corrientes de aire le habían salvado, levantándolo a siete mil metros. «Seguramente durante toda la travesía, me he mantenido a ras de las crestas». Habló también del giróscopo, cuya entrada de aire sería preciso cambiar de sitio: la nieve la obturaba: «Se forma escarcha». Más tarde, otras corrientes habían derribado a Pellerin, que no comprendía cómo, a tres mil metros, no se había estrellado contra nada. Es que volaba ya sobre la llanura. «De repente me he dado cuenta de ello, al irrumpir de improviso en un cielo puro», explicó, finalmente, que en aquel instante había tenido la impresión de salir de una caverna.

—¿Tempestad también en Mendoza?

—No, he aterrizado con cielo limpio, sin viento. Pero la tempestad me seguía de cerca.

La describía porque, decía, «a pesar de todo era extraña». La cima se perdía, muy alta, en las nubes de nieve, pero la base rodaba sobre la llanura como si fuese lava negra. Una a una, las ciudades eran tragadas: «Jamás lo había visto…». Luego se calló, embargado por algún recuerdo.

Rivière se volvió hacia el inspector.

—Es un ciclón del Pacífico; se nos ha prevenido demasiado tarde. Esos ciclones, no obstante, nunca van más allá de los Andes.

Nadie podía prever que el de ahora proseguiría su marcha hacia el Este.

El inspector, que nada sabía de ello, aprobó.

El inspector parecía titubear; se volvió hacia Pellerin, y agitóse la nuez en la garganta, pero guardó silencio. Después de reflexionar, mirando de nuevo recto ante él, recobró su melancólica dignidad.

La arrastraba consigo, como un equipaje, esa melancolía. Desembarcado la víspera en Argentina, llamado por Rivière para imprecisas tareas, estaba embarazado con sus grandes manos y con su dignidad de inspector. No tenía derecho a admirar ni la fantasía, ni la inspiración: por su profesión, admiraba la puntualidad. Sólo tenía derecho a beber un vaso en compañía, a tutear a un camarada, y a aventurar un juego de palabras, cuando, por una casualidad inverosímil, se encontraba, en la misma escala, con otro inspector.

«Es pesado ser juez», pensaba.

En realidad no juzgaba, sólo meneaba la cabeza. Ignorándolo todo, meneaba la cabeza, lentamente, ante lo que encontraba, fuese lo que fuese. Esa actitud desazonaba a las conciencias negras y contribuía a la buena conservación del material. No era amado, pues un inspector no ha sido creado para las delicias del amor, sino para la redacción de informes. Había renunciado a proponer en ellos métodos nuevos y soluciones técnicas, desde que Rivière había escrito: «Se ruega al inspector Robineau que no nos mande poemas, sino informes. El inspector Robineau utilizará felizmente su competencia, estimulando su celo personal». Y así se lanzó desde entonces, como sobre su pan cotidiano, sobre las flaquezas humanas: sobre el mecánico que bebía, sobre el jefe de aeropuerto que pasaba noches toledanas, sobre el piloto que rebotaba al aterrizar.

Rivière decía de él: «No es muy inteligente; por eso presta grandes servicios». Un reglamento hecho por Rivière era, para Rivière, conocimiento de los hombres; mas para Robineau no existía nada más que un conocimiento del reglamento.

«Por todas las salidas retrasadas, Robineau —le había dicho un día Rivière —, debéis descontar las primas de exactitud».

«¿Incluso en caso de fuerza mayor? ¿Incluso debido a la niebla?».

«Incluso debido a la niebla».

Y Robineau sentíase orgulloso de tener un jefe que, por severo, no temía ser injusto. De ese poder, a tal extremo ofensivo, sacaba él mismo cierta majestad.

«Han dado ustedes la salida a las seis quince —repetía más tarde a los jefes de los aeropuertos—, no les podremos pagar su prima».

«Pero, señor Robineau, a las cinco y media ¡no se veía ni a diez metros!».

«Es lo que dice el reglamento».

«¡Pero, señor Robineau, no podemos barrer la niebla!».

Y Robineau se atrincheraba en su misterio.

Pertenecía a la dirección. Él sólo, entre esos perinolas, era quien comprendía cómo, castigando a los hombres, se mejoraba el tiempo.

«No piensa nada —decía de él Rivière—; eso le evita pensar mal».

Si un piloto destrozaba un aparato, aquel piloto perdía su prima de conservación.

«Pero ¿y cuando la avería ha tenido lugar encima de un bosque?», se había informado Robineau.

«Encima de un bosque, también».

Y Robineau se lo tenía por dicho.

«Lo deploro —contestaba más tarde a los pilotos, con viva embriaguez—; lo deploro infinitamente; hubiese sido preciso tener la avería en otro lugar».

«Pero, señor Robineau, ¡no se puede escoger!».

«Lo dice el reglamento».

«El reglamento —pensaba Rivière— es como los ritos de una religión, que parecen absurdos pero forman a los hombres». Le era igual que lo tuviesen por justo o por injusto. Tal vez estas palabras ni siquiera tenían sentido para él. Los pequeños burgueses de las pequeñas ciudades dan vueltas, en el crepúsculo, alrededor de su quiosco de música y Rivière pensaba: «¿Justo o injusto, con respecto a ellos?; esto carece de sentido: ellos no existen». El hombre era, para él, cera virgen que se debía moldear. Se debía dar un alma a esa materia, crearle una voluntad. No creía esclavizarlos con dureza, sino lanzarlos fuera de ellos mismos. Si castigaba todo retraso, cometía una injusticia, pero dirigida hacia la salida, la voluntad de cada escala creaba esa voluntad. No permitiendo que los hombres se regocijasen por un tiempo cerrado, como si fuera una invitación al reposo, los tenía pendientes de que clarease; y la espera humillaba secretamente hasta al más oscuro peón. Se aprovechaba así la primera imperfección de la armadura: «Despejado en el Norte, ¡listos!». Gracias a Rivière, sobre quince mil kilómetros, el culto al correo lo dominaba todo.

Rivière algunas veces decía:

«Esos hombres son felices, porque aman lo que hacen, y lo aman porque soy duro».

Tal vez hacía padecer, pero también proporcionaba a los hombres armados grandes alegrías. «Es preciso empujarlos —pensaba— hacia una vida fuerte, que entrañe dolores y alegrías, pero es la única que vale».

Como ya el coche entraba en la ciudad, Rivière mandó que los condujeran a las oficinas de la Compañía. Robineau, que se había quedado solo con Pellerin, miró a éste, y entreabrió los labios para hablar.

V

Aquella noche Robineau se sentía fatigado. Acababa de descubrir, frente a Pellerin vencedor, que su propia vida era gris. Acababa sobre todo de descubrir que él, Robineau, a pesar de su título de inspector y de su autoridad, valía menos que ese hombre quebrantado por la fatiga, acurrucado en el ángulo del coche, con los ojos cerrados y las manos negras de aceite. Por primera vez, Robineau admiraba. Necesitaba decirlo. Necesitaba, sobre todo, ganarse una amistad. Estaba cansado de su viaje y de sus yerros del día; tal vez incluso se sentía ridículo. Se había confundido, esta tarde, en sus cálculos, al comprobar la reserva de combustible, y el mismo agente al que deseaba sorprender, movido por la piedad, se los había terminado. Pero, sobre todo, había criticado el montaje de una elevadora de aceite tipo B. 6 confundiéndola con una del tipo B. 4, y los mecánicos, socarrones, le habían dejado reprender durante veinte minutos «una ignorancia que nada excusa», su propia ignorancia.

Tenía miedo también a su habitación en el hotel. De Toulouse a Buenos Aires, volvía invariablemente a ella después del trabajo. Se encerraba bajo llave, con secretos de los que se sentía fatigado, sacaba de su maleta un pliego de papel, escribía lentamente «Informe», aventuraba algunas líneas, y lo rompía todo. Hubiera deseado salvar la Compañía de algún gran peligro. Pero la Compañía no peligraba. Hasta ahora sólo había salvado un cubo de hélice atacado de orín. Había pasado su dedo sobre aquella herrumbre, con un aire fúnebre, lentamente, ante un jefe de aeropuerto, quien le había respondido: «Diríjase a la escala precedente: ese avión acaba de llegar». Robineau dudaba de su actuación.

Para aproximarse a Pellerin, aventuró:

—¿Quiere cenar conmigo? Tengo necesidad de conversación; mi profesión, a veces, es tan dura…

Luego, corrigió para no descender con demasiada rapidez:

— ¡Tengo tantas responsabilidades!

Sus subalternos no tenían ningún deseo de introducir a Robineau en su vida privada. Todos pensaban: «Si aún no ha encontrado nada para su informe, como tiene un hambre atroz, me devorará a mí».

Pero Robineau, esta noche, no pensaba más que en sus miserias: el cuerpo mortificado por un molesto eczema, su único secreto verdadero; hubiera deseado explicarlo, hacerse compadecer, pues como no encontraba consuelo en el orgullo, lo buscaba en la humildad.

VI

Los secretarios dormitaban en las oficinas de Buenos Aires cuando Rivière entró. No se había quitado el abrigo, ni el sombrero: parecía siempre un eterno viajero; tan poco era el aire que desplazaba su pequeña estatura, tan grises sus cabellos, y tanto se adaptaban a todos los ambientes sus vestidos anónimos, que pasaba casi inadvertido. Y, sin embargo, el fervor animó a los hombres. Los secretarios se agitaron, el jefe de oficina consultó urgentemente los últimos papeles, las máquinas de escribir crepitaron.

El telegrafista clavaba sus clavijas en el cuadro y anotaba sobre un voluminoso libro los telegramas.

Rivière sentóse y leyó.

Después de la prueba de Chile, releía la historia de un día feliz en el que las cosas se ordenaban por sí mismas, en el que los mensajes, expedidos por los aeropuertos uno después de otro, eran sobrios boletines de victoria. El correo de Patagonia progresaba también con rapidez: se adelantaba su horario, pues los vientos empujaban del Sur al Norte su gran oleaje favorable.

—Denme los mensajes meteorológicos.

Cada aeropuerto encomiaba su tiempo claro, su cielo transparente, su buena brisa. Una tarde dorada había vestido a América. Rivière regocijóse de la buena voluntad de las cosas. En estos momentos, el correo luchaba en alguna parte en la aventura de la noche, pero con las mejores posibilidades.

Rivière apartó el cuaderno.

—Bien.

Y, vigilante nocturno que velaba sobre la mitad del mundo, salió a dar un vistazo a los servicios.

Detúvose ante una ventana abierta y consideró la noche. Contenía Buenos Aires, pero también, como una enorme nave, toda América. No se asombró de

ese sentimiento de grandeza: el cielo de Santiago de Chile era un cielo extranjero; pero, puesto en marcha el correo hacia Santiago de Chile, se vivía, de un extremo a otro de la línea, bajo la misma bóveda profunda. De ese otro correo, cuya voz se acechaba en los receptores de T. S. H., los pescadores de Patagonia veían brillar las luces de a bordo. Esta inquietud de un avión en vuelo, cuando pesaba sobre Rivière, pesaba también sobre las capitales y las provincias, con el ronroneo del motor.

Feliz ahora, por esta noche tan despejada, se acordaba de las noches de desorden en las que el avión se le antojaba peligrosamente hundido y muy difícil de socorrer. Desde la estación de Radio de Buenos Aires se seguía su gemido mezclado con los chirridos de las tormentas. Bajo aquel ruido sordo, se perdía el oro de la onda musical. ¡Qué angustia en el canto menor de un correo lanzado, como dardo ciego, contra los obstáculos de la noche!

Rivière pensó que el puesto de un inspector, en noche de vela, se hallaba en la oficina.

—Búsquenme a Robineau.

Robineau estaba a punto de hacerse amigo de un piloto. Ante él, en el hotel, había abierto su maleta, que ofrecía esos pequeños objetos por los que los inspectores se parecen a los demás hombres: algunas camisas de dudoso gusto, un neceser completo de aseo, la fotografía de una mujer delgada, que el inspector colgó en la pared. De este modo, hacía a Pellerin la humilde confesión de sus necesidades, de sus ternuras, de sus pesares. Alineando en un orden miserable sus tesoros, extendía ante el piloto su miseria: un eczema moral. Mostraba su prisión.

Sin embargo, para Robineau, como para todos los hombres, existía una pequeña luz. Había experimentado una gran dulzura al sacar del fondo de su maleta un pequeño estuche, cuidadosamente envuelto. Lo había golpeteado largo rato sin decir nada. Luego, abriendo por fin las manos:

—He traído esto del Sahara…

El inspector había enrojecido al atreverse a tal confidencia. Se consolaba de sus sinsabores, de su infortunio conyugal, y de toda esa gris verdad, con pequeños guijarros negruzcos que abrían una puerta sobre el misterio.

Enrojeciendo algo más:

—Se encuentran otros idénticos en el Brasil…

Y Pellerin había golpeado la espalda de un inspector que se doblaba sobre la Atlántida.

También por pudor Pellerin había preguntado:

—¿Le gusta la Geología?

Sólo las piedras habían sido dulces para él en la vida.

Robineau, cuando fue llamado, se entristeció, pero recobró de nuevo su dignidad.

—Debo dejarle; el señor Rivière me necesita para algunas decisiones graves.

Cuando Robineau penetró en la oficina, Rivière lo había olvidado. Se hallaba meditabundo ante un mapa donde se destacaba en rojo la red de la Compañía. El inspector esperaba órdenes. Después de muchos minutos, Rivière, sin volver la cabeza, le preguntó:

—¿Qué piensa de este mapa, Robineau?

A veces, planteaba jeroglíficos al despertar de un ensueño.

—Este mapa, señor director…

El inspector, en realidad, no pensaba nada, pero, examinando resueltamente el mapa con aire severo, inspeccionaba a bulto Europa y América. Rivière, por otra parte, continuaba sin comunicárselas, sus meditaciones: «El rostro de esa red es hermoso, pero duro. Nos ha costado muchos hombres, y hombres jóvenes. Se impone aquí con la autoridad de las cosas ya construidas, pero ¡cuántos problemas plantea!». No obstante, el objetivo, para Rivière, lo dominaba todo.

Robineau, de pie a su lado, examinando aún el mapa con la misma firmeza, se enderezaba poco a poco. De Rivière no esperaba ninguna compasión.

Una vez había probado suerte confesando su vida destrozada por causa de su ridícula enfermedad, pero Rivière le había respondido con un exabrupto: «Si eso os impide dormir, estimulará también vuestra actividad».

Era un exabrupto a medias, pues Rivière acostumbraba a afirmar: «Si el insomnio de un músico le hace crear hermosas obras, es un hermoso insomnio». Un día, había designado a Leroux: «Dígame si no es hermosa esa fealdad que rechaza el amor…». Todo lo que de grande tenía Leroux, lo debía tal vez a esa desgracia, que había limitado su vida entera a la del oficio.

—¿Es usted amigo de Pellerin?

—¡Eh…!

—No se lo reprocho.

Rivière dio media vuelta y, con la cabeza inclinada, a cortos pasos, arrastró consigo a Robineau. Una triste sonrisa, que Robineau no comprendió, le vino a los labios:

—Sin embargo…, sin embargo, usted es el jefe.

—Sí —dijo Robineau.

Rivière pensó que de esa manera, cada noche, una acción se desarrollaba en el cielo como un drama. Una flexión de voluntades podía acarrear un desastre; tal vez habría que luchar mucho hasta el nuevo día.

—Debe permanecer usted en su papel.

Rivière pesaba sus palabras:

—Tal vez, la próxima noche, ordenará a ese piloto una salida peligrosa:

tendrá que obedecer.

—Sí…

—Dispone usted casi de la vida de los hombres, de hombres que valen más que usted…

Pareció titubear.

—Eso es grave…

Rivière, que continuaba andando lentamente, se detuvo algunos instantes.

—Si le obedecen por amistad, les engaña. Por lo mismo, no tiene usted derecho a ningún sacrificio.

—No… ciertamente.

—Y si ellos creen que la amistad de usted les ahorrará alguna tarea ingrata, también los engañará: será absolutamente necesario que obedezcan. Siéntese ahí.

Rivière empujaba, suavemente, con la mano, a Robineau hacia su mesa.

—Le voy a situar en su lugar, Robineau. Si está cansado, no le corresponde a esos hombres el sostenerlo. Usted es el jefe. La debilidad de usted es ridícula. Escriba.

—Yo…

—Escriba: «El inspector Robineau impone al piloto Pellerin tal sanción por tal motivo…». Ya encontrará un motivo cualquiera.

— ¡Señor director!

—Obre como si lo entendiera, Robineau. Quiera a los que manda. Pero sin decírselo.

Robineau, de nuevo, con gran celo, ordenará limpiar los cubos de hélice.

Una pista de socorro comunicó por T. S. H.: «Avión a la vista. Avión

comunica: Baja de régimen; voy a aterrizar».

Se perdería sin duda media hora. Rivière experimentó esa irritación que se siente cuando el tren expreso se detiene sobre la vía, y los minutos dejan de librar su lote de llanuras. La aguja mayor del reloj recorría ahora un espacio muerto: tantos acontecimientos hubieran podido acaecer en esta abertura de compás. Rivière salió para matar la espera; y la noche le pareció vacía, como un teatro sin actor. «¡Que se pierda una noche así!». Por la ventana miraba con rencor aquel cielo despejado, cuajado de estrellas, aquel balizaje divino, aquella luna, el oro dilapidado de una noche así.

Pero, desde que el avión despegó de nuevo, la noche fue para Rivière aún más emocionante y más hermosa. Llevaba la vida en sus flancos. Rivière cuidaba de ella.

—¿Qué tiempo encuentran? —mandó preguntar a la tripulación.

Transcurrieron diez segundos:

—Muy bueno.

Luego arribaron algunos hombres de ciudades atravesadas, que, para Rivière, eran, en esta lucha, ciudades que se rendían.

VII

Una hora más tarde el «radio» del correo de Patagonia se sintió suavemente levantado, como si le tirasen de un hombro. Miró a su alrededor; pesadas nubes oscurecían las estrellas. Se inclinó hacia tierra: buscaba las luces de las ciudades, tan semejantes al brillo de las luciérnagas ocultas en la hierba, pero nada relucía en aquella hierba negra.

Previendo una noche difícil, sintióse displicente: marchas, contramarchas, territorios ganados que es preciso luego ceder. No comprendía la táctica del piloto; le parecía que iban a dar contra la espesura de la noche, como contra un muro.

Descubría ahora, frente a ellos, un fulgor imperceptible sobre la línea del horizonte: un resplandor de fragua. El «radio» tocó en el hombro a Fabien, pero éste no se inmutó.

Los primeros remolinos de la lejana tormenta atacaban el avión. Suavemente levantadas, las masas metálicas pesaban contra la carne misma del «radio»; luego parecían desvanecerse, fundirse, y, en la noche, durante algunos segundos, flotó solo. Entonces se agarró con sus dos manos a los largueros de acero.

Y como no distinguía otra cosa que la bombilla roja de la carlinga, se estremeció al sentirse descender en el corazón de la noche, sin ninguna ayuda, bajo la sola protección de una pequeña lámpara de minero. No osó molestar al piloto para conocer lo que decidiera y, con las manos apretadas sobre el acero, inclinado hacia su camarada, miraba la sombría nuca de éste.

Sólo la cabeza y unos hombros inmóviles se destacaban en la débil claridad. Aquel cuerpo no era más que una masa oscura, algo ladeada a la izquierda, con la faz vuelta a la tempestad, lavada sin duda por cada fulgor. Pero el «radio» no veía nada de aquel rostro. Todos los sentimientos que en él se agolpaban para afrontar una tempestad: aquel gesto, aquella cólera, todo lo que de esencial se intercambiaba entre aquel rostro blanquecino y los breves resplandores que surgían allá, en lo hondo, permanecía para él impenetrable.

Adivinaba, sin embargo, la potencia concentrada en la inmovilidad de aquella sombra: y la estimaba. Sin duda, lo arrastraba hacia la tormenta, pero también lo cubría. Sin duda, aquellas manos, cerradas sobre los mandos, gravitaban ya sobre la tempestad como sobre el cuello de una bestia, pero los hombros, cargados de fuerza, continuaban inmóviles: en ellos se adivinaba una profunda reserva.

El «radio» pensó que, en definitiva, el piloto era el responsable. Y ahora, en la grupa del avión, galopando hacia el incendio, saboreaba todo lo que aquella oscura figura, allí, delante suyo, expresaba de material y de fuerte, todo lo que expresaba de perdurable.

A la izquierda, débil como un faro en eclipse, un nuevo fuego se alumbró.

El «radio» retuvo un gesto para tocar la espalda de Fabien y prevenirle; pero le vio volver lentamente la cabeza, y mantener su rostro, por algunos instantes, frente al nuevo enemigo; luego, lentamente, tomar de nuevo su posición primitiva. Los hombros seguían inmóviles, y la nuca apoyada sobre el cuero.

VIII

Rivière había salido para andar un poco y eludir el malestar naciente. Él, que sólo vivía para la acción —una acción dramática—, sentía extrañamente que el drama se desplazaba, se hacía personal. Pensó que, alrededor de su quiosco de música, los pequeños burgueses de las pequeñas ciudades vivían una vida en apariencia silenciosa, pero algunas veces henchida también de dramas: la enfermedad, el amor, la muerte, y tal vez… Su propia dolencia le enseñaba muchas cosas: «Abre ciertas ventanas», se decía. Luego, hacia las once de la noche, respirando ya mejor, se encaminó a la oficina. Lentamente se abría paso entre el gentío que se agolpaba ante la puerta de los cines. Alzó los ojos a las estrellas, que lucían sobre la estrecha calle, borradas casi por los anuncios luminosos, y pensó: «Esa noche, con mis dos correos en vuelo, soy responsable del cielo entero. Esa estrella es un mensajero que me busca entre la muchedumbre, y que me encuentra: por eso me siento algo extranjero, algo solitario».

Se acordó de una frase musical: algunas notas de una sonata que escuchara ayer con unos amigos. Éstos no la habían comprendido: «Ese arte nos aburre y le aburre, sólo que usted no lo confiesa».

«Tal vez…», respondió.

Se había sentido, como hoy, solitario, pero muy pronto había descubierto la riqueza de tal soledad. El mensaje de aquella música venía a él, sólo a él, entre los mediocres, con la suavidad de un secreto. Como el mensaje de la estrella. Ambos le hablaban, por encima de tantos hombros, en un lenguaje que sólo él entendía.

Sobre la acera le empujaban; pensó aún: «No me enfadaré. Me parezco al padre de un niño enfermo, que anda en medio de la multitud a pasos cortos. Lleva en sí el gran silencio de su hogar».

Levantó los ojos para mirar atentamente a los hombres. Intentaba encontrar los que llevaban consigo, quietamente, su invención o su amor, y se acordó de la soledad de los torreros de los faros.

El silencio de las oficinas le complació. Las atravesaba lentamente, una después de otra, y sus pasos resonaron solos. Las máquinas de escribir dormían bajo los hules. Los grandes armarios estaban cerrados sobre los expedientes en orden. Diez años de experiencias y de trabajo. Se le ocurrió que visitaba los subterráneos de un Banco; allí donde se amontonan las riquezas. Pensaba que cada uno de aquellos registros acumulaba algo mejor que el oro: una fuerza viviente pero dormida, como el oro de los Bancos.

En alguna parte encontraría el único secretario en vela. Un hombre trabajaba en alguna parte para que la vida fuese continua, para que la voluntad fuese continua y, así, de escala en escala, para que jamás, de Toulouse a Buenos Aires, se rompiera la cadena. «Ese hombre desconoce su grandeza».

Los correos, en alguna parte, luchaban. El vuelo nocturno duraba como una enfermedad: era preciso velar. Era preciso asistir a aquellos hombres que con las manos y con las rodillas, pecho contra pecho, afrontaban la oscuridad, y que no conocían nada más, absolutamente nada más, que cosas movedizas, invisibles, de las que era necesario salirse, como de un mar, a fuerza de brazos ciegos. ¡Qué terribles confesiones a veces! «He iluminado mis manos para verlas…». En ese baño rojo de fotógrafo, sólo el terciopelo de las manos. Es preciso salvarlo; es lo único que queda en el mundo.

Rivière empujó la puerta de la oficina. Una sola lámpara, en un muro, creaba una playa clara. El martilleo de una sola máquina de escribir daba sentido a ese silencio, sin colmarlo. El campanilleo del teléfono temblaba a veces; entonces, el secretario de guardia se levantaba, y se dirigía hacia aquella llamada repetida, obstinada, triste. El secretario de guardia descolgaba el receptor y la angustia invisible se calmaba: era una conversación muy tranquila en un rincón de sombra. Luego, impasible, el hombre volvía a su mesa, el rostro cerrado por la soledad y el sueño, sobre un secreto indescifrable. ¡Qué amenaza trae una llamada, que arriba del exterior, de la noche, cuando dos correos están en vuelo! Rivière pensaba en los telegramas que les llegan a las familias bajo las lámparas nocturnas, y en la desgracia que, durante unos segundos, casi eternos, se cierne en secreto sobre el rostro del padre. Onda primero sin fuerza, tan tranquila, tan lejos del grito lanzado. Percibía su débil eco en cada discreto campanilleo. Y los movimientos del hombre, que la soledad hacía lento como un nadador entre dos aguas, volviendo de la oscuridad hacia su lámpara, como un buzo al remontarse, le parecían cada vez henchidos de secretos.

—No se mueva. Voy yo.

Rivière descolgó el aparato y oyó un murmullo de gente.

—Aquí, Rivière.

Un débil tumulto, luego una voz:

—Le pongo en comunicación con la estación de radio.

Un nuevo tumulto, el de las clavijas en el cuadro; luego otra voz:

—Aquí, la estación de radio. Vamos a comunicarle los telegramas.

Rivière los anotaba y meneaba la cabeza:

—Bien… Bien.

Sin importancia. Mensajes regulares del servicio. Río de Janeiro pedía una información. Montevideo hablaba del tiempo, y Mendoza del material. Eran los ruidos familiares de la casa.

—¿Y los correos?

—El tiempo es tempestuoso. No los entendemos.

—Bien.

Rivière consideró que la noche aquí era pura, las estrellas brillantes, pero los radiotelegrafistas descubrían en ella el aliento de lejanas borrascas.

—Hasta luego.

Rivière se levantó, el secretario le abordó:

—Las notas del servicio, para la firma, señor…

—Bien.

Rivière descubría en él una gran amistad por este hombre, que cargaba también con el peso de la noche. «Un camarada de combate —pensaba Rivière —. No sabrá nunca, sin duda, cuánto nos une esta vela».

IX

Cuando volvía a su despacho particular, con un legajo de papeles en la mano, Rivière experimentó en su costado derecho el vivo dolor que, desde hacía algunas semanas, le atormentaba.

«No estoy bien…».

Se apoyó por un instante contra la pared:

«Pero es ridículo».

Luego alcanzó su sillón.

Una vez más se sentía entumecido como un viejo león, y una gran tristeza le embargó.

«¡Tanto trabajo para acabar así! Tengo cincuenta años; en cincuenta años he llenado mi vida, me he formado, he luchado, he alterado el curso de los acontecimientos; y he aquí lo que ahora me ocupa, y me llena, y hace decrecer el mundo en importancia… Es ridículo».

Esperó, enjugóse un leve sudor, y, cuando el malestar se hubo calmado, trabajó.

Examinaba lentamente las notas.

«Hemos comprobado en Buenos Aires que, mientras se desmontaba el motor 301…, impondremos una sanción grave al responsable».

Firmó.

«La escala de Florianópolis, no habiendo observado las instrucciones…».

Firmó.

«Desplazaremos por medida disciplinaria al jefe de aeropuerto Richard, que…».

Firmó.

Luego, como aquel dolor en el costado, adormecido pero presente y nuevo como un nuevo sentido de la vida, le obligaba a pensar en sí, casi se amargó.

«¿Soy justo o injusto? Lo ignoro. Si castigo, las averías disminuyen. El responsable no es el hombre, sino algo como una potencia oscura que jamás se alcanza si no se alcanza a todo el mundo. Si fuese muy justo, un vuelo nocturno sería cada vez un peligro de muerte».

Le invadió cierto cansancio por haber trazado tan duramente esta vía. Pensó que la piedad es buena. Seguía hojeando las notas, absorto en su ensueño.

«…en cuanto a Roblet, a partir de hoy, cesará de formar parte de nuestro personal».

Vio con la imaginación a aquel viejo bonachón y se le hizo presente la conversación de la noche anterior.

«—Un ejemplo; ¿qué quiere usted? Es un ejemplo.

»—Pero, señor; pero, señor. Por una vez, sólo por una vez; piense usted en ello, ¡he trabajado toda mi vida!

»—Es preciso dar un ejemplo.

»—Pero, señor… ¡Vea usted, señor!».

Entonces surgió aquella gastada cartera y aquella vieja hoja de periódico donde aparece Roblet, joven, al lado de un avión.

Rivière veía temblar las viejas manos sobre aquella gloria ingenua.

«—Es el año 1910, señor… ¡Soy yo quien montó, aquí, el primer avión de la Argentina! ¡La aviación, después de 1910…! ¡Señor, son veinte años! ¿Cómo puede usted entonces decir…? ¡Y los jóvenes, señor, cómo se van a reír en el taller…! ¡Ah, se reirán como locos!

»—Eso no me importa.

»—¿Y mis hijos, señor? ¡Yo tengo hijos!

»—Ya se lo he dicho: le ofrezco una plaza de peón.

»—¡Mi dignidad, señor, mi dignidad! Pero, señor, son veinte años de aviación, un antiguo obrero como yo…

»—De peón.

»—¡Rehúso, señor, rehúso!».

Las viejas manos temblaban, y Rivière apartó los ojos de aquella piel ajada, gruesa y bella.

«—De peón.

»—No, señor, no…, quiero decirle aún…

»—Puede retirarse».

Rivière pensó: «No es a él a quien he despedido así, tan brutalmente; es al mal del que él, tal vez, no es responsable, pero que sucedía a causa de él».

«Porque a los acontecimientos se los manda —pensaba Rivière—, y obedecen, y así se crea. Y los hombres pobres son cosas, y se les crea también. O se los aparta cuando el mal pasa por ellos».

«Quiero decirle aún…». ¿Qué es lo que quería decir el pobre viejo? ¿Que se le arrebataban sus viejas alegrías? ¿Que amaba el ruido de las herramientas sobre el acero de los aviones, que se privaba a su vida de una gran poesía, y, además…, que es preciso vivir?

«Estoy muy fatigado», pensaba Rivière. La fiebre subía, acariciante. Golpeaba la hoja y pensaba: «Amaba mucho el rostro de ese viejo compañero…». Y Rivière veía de nuevo sus manos. Bastaría decir: «Bien. Bien. Quédese». Rivière veía ya la ola de alegría que bajaría sobre aquellas viejas manos. Y ese gozo que dirían, que iban a decir, no el rostro, sino esas viejas manos de obrero, le parecía la cosa más hermosa del mundo. «¿Rompo esta nota?» y la familia del viejo, y esa vuelta al hogar, por la noche, y ese modesto orgullo:

«—¿Así, pues, continúas en el trabajo?

»—¡Pues claro! ¡Soy yo quien montó el primer avión de la Argentina!».

Y los jóvenes que ya no se reirían más, y ese prestigio reconquistado por el antiguo…

«¿La rompo?».

El teléfono se dejó oír; Rivière lo descolgó. Un tiempo largo, luego esa resonancia, esa profundidad que causan el viento y el espacio a la voz humana. Por fin habló:

—Aquí, el campo. ¿Quién está ahí?

—Rivière.

—Señor director, el 650 está en la pista.

—Bien.

—Todo listo, ya; pero, a última hora, hemos debido rehacer el circuito eléctrico: las conexiones eran defectuosas.

—Bien. ¿Quién ha montado el circuito?

—Lo averiguaremos. Si usted lo permite, aplicaremos sanciones: ¡una avería de luz a bordo puede ser algo grave!

—Cierto.

Rivière pensó: «Si no se arranca el mal cuando se le encuentra,

dondequiera que esté, se producen luego averías en la luz: es un crimen

flaquear cuando por azar se descubren sus instrumentos: Roblet partirá».

El secretario, que nada ha visto, sigue tecleando.

—¿Qué es?

—La contabilidad quincenal.

—¿Por qué no está lista aún?

—Yo…

—Luego lo veremos.

«Es curioso ver cómo recobran su imperio los acontecimientos, cómo se muestra una enorme fuerza oscura, la misma que levanta las selvas vírgenes, que crece, que forcejea, que ruge de todas partes alrededor de las grandes obras». Rivière pensaba en esos templos que pequeñas lianas aterran.

«Una gran obra…».

Pensó aún para tranquilizarse: «Quiero a todos estos hombres, y no es a ellos a quienes combato, sino a lo que sucede por ellos…».

Su corazón latía a golpes rápidos, que le hacían sufrir.

«No sé si lo que hago está bien. Ignoro el exacto valor de la vida humana, de la justicia, o del dolor. Ignoro con exactitud lo que vale el gozo de un hombre. O una mano que tiembla. O la piedad, o la dulzura…».

Meditó:

«La vida se contradice tanto, que uno se las arregla como puede con la vida… Pero perdurar, crear, cambiar el cuerpo perecedero…».

Rivière reflexionó, luego llamó:

—Telefoneen al piloto del correo de Europa. Que venga a verme antes de despegar.

Pensaba:

«Es preciso que ese correo no dé media vuelta inútilmente. Si no sacudo a mis hombres, siempre les inquietará la noche».

X

La mujer del piloto, despertada por el teléfono, miró a su marido y pensó:

«Lo dejaré dormir un poco más».

Admiraba aquel pecho desnudo, de fuerte quilla; pensaba en un hermoso navío.

El piloto reposaba en el lecho tranquilo, como en un puerto, y, para que nada agitase su sueño, ella borró con el dedo ese pliegue, esa sombra, esa ola; apaciguaba el lecho, como un dedo divino, el mar.

Levantóse, abrió la ventana, y el viento le dio en el rostro. La habitación dominaba Buenos Aires. Una casa vecina, donde se bailaba, esparcía algunas melodías que el viento traía, pues era la hora de los placeres y el reposo. La ciudad encerraba a los hombres en sus cien mil fortalezas; todo estaba quieto y seguro; pero a esta mujer le parecía que alguien iba a gritar «¡A las armas!» y que sólo un hombre, el suyo, se erguiría. Descansaba aún, pero su descanso era el reposo temible de reservas que van a consumirse. La ciudad dormida no le protegía: sus luces le parecerán vanas, cuando se levante, cual joven dios, de su polvo. Contemplaba esos brazos sólidos que, dentro de una hora, llevarían la suerte del correo de Europa, responsables de algo grande, como el destino de una ciudad. Turbóse por ello. Aquel hombre, en medio de aquellos millones de hombres, era el único preparado para el extraño sacrificio. Se apenó. Él escapaba así a su dulzura. Ella lo había alimentado, velado, acariciado, no para sí misma, sino para esta noche que iba a arrebatárselo. Para luchas, para angustias, para victorias, de las que ella nada sabría. Aquellas manos tiernas eran todo suavidad, pero sus verdaderas tareas eran oscuras. Ella conocía las sonrisas de este hombre, sus precauciones de amante, pero no, en la tormenta, sus divinas cóleras. Ella le cargaba de tiernos lazos: de música, de amor, de flores; pero cuando sonaba la hora de la partida, estos lazos caían sin que él pareciese sufrir por ello.

Abrió los ojos.

—¿Qué hora es?

—Medianoche.

—¿Qué tiempo hace?

—No sé…

Se levantó. Andaba lentamente hacia la ventana, desperezándose. —No tendré mucho frío. ¿Cuál es la dirección del viento? —¿Cómo quieres que lo sepa…?

Él se inclinó.

—Sur. Muy bien. Esto dura, por lo menos hasta el Brasil.

Fijóse en la luna, y se supo rico. Luego sus ojos bajaron hacia la ciudad.

No la juzgó dulce, ni brillante, ni cálida. Veía ya derramarse la arena vana de sus luces.

—¿En qué piensas?

Él pensaba en la posible bruma hacia Porto Alegre.

—Tengo mi estrategia. Sé por dónde hay que dar la vuelta.

Seguía inclinado. Respiraba profundamente, como antes de lanzarse, desnudo, al mar.

—Ni siquiera estás triste… ¿Cuántos días estarás fuera?

Ocho, diez días. No sabía. Triste, no; ¿por qué? Aquellas llanuras, aquellas ciudades, aquellas montañas… Le parecía que marchaba, libre, a su conquista. Pensaba también que antes de una hora poseería y desecharía a Buenos Aires.

Sonrió:

—Esa ciudad… muy pronto estaré lejos. Es hermoso marcharse de noche. Se tira de la manecilla de los gases, cara al Sur y, diez segundos más tarde, se invierte el paisaje, cara al Norte. La ciudad no es ya más que un fondo de mar.

Ella pensaba en todo lo que es preciso desechar para conquistar.

—¿No amas tu hogar?

—Sí que lo amo…

Pero ya su mujer lo sabía en marcha. Esas espaldas pesaban ya contra el cielo.

Ella se lo mostró:

—Tendrás buen tiempo, tu ruta está tapizada de estrellas.

Él se rio:

—Sí.

Ella puso su mano sobre este hombro y emocionóse al sentirlo tibio: esta

carne ¿estaba, pues, amenazada…?

— ¡Eres muy fuerte, pero sé prudente! —Prudente, sí, claro…

Rio de nuevo.

Se vestía. Para esta fiesta escogía las telas más rudas, los cueros más pesados; se vestía como un campesino. Cuanto más tosco se hacía, más lo admiraba ella. Le ceñía el cinturón, tiraba de sus botas.

—Esas botas me molestan.

—He aquí las otras.

—Búscame un cordón para mi lámpara de socorro.

Ella le contemplaba. Reparaba el último defecto de la armadura: todo ajustaba bien.

—Eres muy hermoso.

Vio que se peinaba cuidadosamente.

—¿Es para las estrellas?

—Es para no sentirme viejo.

—Estaré celosa…

Rio aún, la besó, y la apretó contra sus pesados vestidos. Luego la levantó en vilo, como se levanta a una niña, y, riendo siempre, la acostó:

—¡Duerme!

Y, cerrando la puerta tras sí, dio en la calle, en medio del nocturno pueblo incognoscible, el primer paso de su conquista.

Ella quedóse allá. Miraba, triste, las flores, los libros, la suavidad que para él no eran más que un fondo de mar.

XI

Rivière lo recibe:

—Me gastó usted una broma en su último correo. Dio media vuelta cuando los «meteos» eran buenos; pudo haber pasado. ¿Tuvo miedo?

El piloto, sorprendido, se calla. Frota, lentamente, sus manos, una contra la otra. Luego endereza la cabeza, y mira a Rivière en la cara.

—Sí.

Rivière, en el fondo, siente piedad por este muchacho, tan valiente, que tuvo miedo. El piloto trata de excusarse:

—No veía absolutamente nada. Ciertamente, a lo lejos… tal vez… la T. S. H. decía… Pero mi lámpara de bordo se debilitaba, y no veía ya mis manos. Quise encender mi lámpara de posición para distinguir por lo menos el ala, no veía nada. Me sentía en el fondo de un gran agujero por el que era difícil remontarse. Entonces mi motor empezó a vibrar…

—No.

—¿No?

—No. Lo hemos examinado. Está perfecto. Pero siempre se cree que un motor vibra cuando se tiene miedo.

— ¡Quién no hubiese tenido miedo! Las montañas me dominaban. Cuando quise tomar altura, encontré fuertes remolinos. Usted sabe, cuando no se ve ni pizca… los remolinos… En lugar de remontar, perdí cien metros. Ni siquiera veía el giróscopo; ni tampoco los manómetros. Parecióme que el motor disminuía de régimen, que se calentaba, que la presión de aceite menguaba… Todo eso en la oscuridad, como una enfermedad. Me alegró mucho el ver de nuevo una ciudad iluminada.

—Tiene usted demasiada imaginación. Retírese.

El piloto sale.

Rivière se hunde en su sillón y pasa la mano por sus cabellos grises.

«Es el más valiente de mis hombres. Lo que logró en esa noche es muy hermoso, pero yo lo libero del miedo…».

Luego, como le volviese una tentación de debilidad:

«Para hacerse amar, basta compadecer. Yo no compadezco nunca, o lo oculto. Me gustaría mucho, no obstante, rodearme de amistad y de ternura humana. Un médico, en su profesión, las encuentra. Pero es a los acontecimientos a quien sirvo. Es preciso que forje a los hombres para que los sirvan. ¡Qué bien siento esa ley oscura, durante la noche, en mi oficina, ante las hojas de ruta! Si me dejo ir, si dejo que los acontecimientos sigan su curso, entonces nacen misteriosamente los accidentes. Como si únicamente mi voluntad impidiera al avión estrellarse en pleno vuelo, o, a la tempestad, retrasar el correo en marcha. Me sorprendo, a veces, de mi poder».

Reflexionó aún:

«Es claro, tal vez. Es corno la lucha perpetua del jardinero sobre su césped.

El peso de su simple mano rechaza el bosque primitivo, que aquélla prepara eternamente».

Pensó en el piloto:

«Yo lo salvo del miedo. No es a él a quien atacaba, es, a través de él, a esa resistencia que paraliza a los hombres ante lo desconocido. Si lo escucho, si lo compadezco, si tomo en serio su aventura, creerá volver del país del misterio, y sólo del misterio se tiene miedo. Es preciso que no haya más misterios. Es preciso que los hombres desciendan a ese pozo oscuro y, al remontarlo, digan que no han encontrado nada. Es preciso que ese hombre descienda al más íntimo corazón de la noche, en su espesura, sin siquiera esa pequeña lámpara de minero, que no alumbra más que las manos o el ala, pero que aparta lo desconocido a una braza de distancia».

No obstante, en esa lucha, una silenciosa fraternidad ligaba, en el fondo, a Rivière con sus pilotos. Se trataba de hombres de la misma contextura, que sentían el mismo deseo de vencer. Pero Rivière se acuerda de las otras batallas que ha librado para la conquista de la noche.

Se temía, en los círculos oficiales, como a una maleza inexplorada, aquel territorio umbrío. Lanzar una tripulación, a doscientos kilómetros por hora, hacia las tormentas, las brumas y los obstáculos materiales que la noche contiene sin mostrarlos, les parecía una aventura tolerable para la aviación militar; se abandona un territorio en noche clara, se bombardea, se vuelve al mismo terreno. Pero los servicios regulares fracasarían en la noche. «Para nosotros —había replicado Rivière— es una cuestión de vida o muerte, puesto que perdemos, por la noche, el avance ganado, durante el día, sobre los ferrocarriles y navíos».

Con tedio, había oído hablar Rivière de estadísticas, de seguros, y, sobre todo, de opinión pública: «¡A la opinión pública —replicaba— se la gobierna!». Pensaba: «¡Cuánto tiempo perdido! Hay algo…, algo que aventaja a todo eso. Lo que vive, lo atropella todo para vivir, y crea sus propias leyes, para vivir. Es irresistible». Rivière no sabía cuándo ni cómo la aviación comercial abordaría los vuelos nocturnos, pero era preciso preparar esa solución inevitable.

Rememora los tapices verdes ante los cuales, con la barba sobre el puño, había escuchado, con una extraña conciencia de fuerza, tantas objeciones. Le parecían vanas, condenadas de antemano por la vida. Y sentía su propia fuerza, recogida en él como un peso: «Mis razones pesan; venceré —pensaba Rivière—. Es la inclinación natural de los acontecimientos». Cuando se le reclamaban soluciones perfectas, que descartasen todos los peligros: «La experiencia es quien nos dará las leyes —respondía—; el conocimiento de las leyes no precede jamás a la experiencia».

Después de un largo año de lucha, Rivière había vencido. Unos decían «debido a su fe», los otros «debido a su tenacidad, a su potencia de oso en marcha», pero, según él, simplemente, porque gravitaba en la buena dirección.

Pero, ¡cuántas precauciones en los comienzos! Los aviones no despegaban más que una hora antes de despuntar el día, no aterrizaban más que una hora después de la puesta del sol. Cuando Rivière se juzgó muy seguro de su experiencia, únicamente entonces, se atrevió a enviar los correos a las profundidades de la noche. Apenas seguido, casi desautorizado, dirigía ahora una lucha solitaria.

Rivière llama para conocer los últimos mensajes de los aviones en vuelo.

XII

Mientras tanto, el correo de Patagonia abordaba la tormenta, y Fabien renunciaba a evitarla con un rodeo. La juzgaba demasiado extensa, pues la línea de relámpagos se hundía en el interior del país, descubriendo fortalezas de nubes. Intentaría pasar por debajo, y si el asunto se presentaba mal, daría media vuelta.

Leyó su altura: mil setecientos metros. Apoyó las manos sobre los mandos para empezar a reducirla. El motor vibró muy fuerte y el avión tembló. Fabien corrigió, al parecer, el ángulo de descenso; luego, sobre el mapa, verificó la altura de las colinas: quinientos metros. Para conservarse en margen, navegaría a setecientos.

Sacrificaba su altura como el que se juega una fortuna.

Un remolino hizo cabecear al avión, que tembló muy fuerte. Fabien se sintió amenazado por invisibles hundimientos. Soñó que daba media vuelta y que encontraba de nuevo cien mil estrellas, pero no viró ni un solo grado.

Fabien calculaba sus posibilidades: se trataba de una tormenta local, probablemente, pues Tre-lew, la próxima escala, anunciaba un cielo cubierto en tres cuartas partes. Se trataba de vivir veinte minutos apenas, en ese negro hormigón. No obstante, el piloto se inquietaba. Inclinado a la izquierda contra la masa del viento, intentaba interpretar los confusos resplandores, que aun en las noches más espesas, se pueden percibir. Pero ni siquiera eran resplandores. Apenas cambios de densidad, en el espesor de las sombras, o una fatiga de los ejes.

Desdobló un papel del «radio».

«¿Dónde estamos?».

Fabien hubiera dado mucho por saberlo. Respondió: «No lo sé.

Atravesamos, con la brújula, una tormenta».

Se ladeó más aún. Se sentía molesto por la llama del escape, agarrada al motor como un penacho de fuego, tan pálida que el claro de la luna la hubiera extinguido, pero que en esta nada, absorbía el mundo visible. La contempló. Se había trenzado, apretada por el viento, como la llama de una antorcha.

Cada treinta minutos, para comprobar el giróscopo y el compás, Fabien hundía su cabeza en la carlinga. No se atrevía a encender las débiles lámparas rojas, que lo cegaban por largo tiempo, pero todos los instrumentos, con cifras de radio, derramaban una pálida claridad de astros. En medio de agujas y de cifras, el piloto experimentaba una seguridad engañosa: la de la cámara del navío sobre la que pasa el oleaje. La noche, y todo lo que traía de pedruscos, de ruinas azotadas, de colinas, corría también contra el avión con la misma asombrosa fatalidad.

«¿Dónde estamos?», le repetía el operador.

Fabien surgía de nuevo y reanudaba, apoyado en la izquierda, su vela terrible. No sabía cuánto tiempo, cuántos esfuerzos le librarían de aquellas cadenas sombrías. Dudaba casi de verse jamás libre de ellas, pues se jugaba la vida sobre este pequeño papel, sucio y arrugado, que había desplegado y leído mil veces, para alimentar su esperanza: «Trelew: cielo cubierto en tres cuartas partes, viento Oeste débil». Si Trelew estaba cubierto en sus tres cuartas partes, podrían distinguirse sus luces por los desgarrones de las nubes. A menos que…

La pálida claridad prometida más lejos lo impulsaba a proseguir; sin embargo, como las dudas le acuciaban, garrapateó para el «radio»: «Ignoro si podré pasar. Pregunte si detrás de nosotros continúa el buen tiempo».

La respuesta le dejó consternado:

«Comodoro anuncia: La vuelta aquí, imposible. Tempestad».

Empezaba a adivinar la ofensiva insólita que, desde la cordillera de los Andes, se abatía hacia el mar. Antes de que hubieran podido alcanzarlas, el ciclón les arrebataría las ciudades.

—Pregunte el tiempo de San Antonio.

—San Antonio contesta: «Se levanta viento Oeste, tempestad hacia Oeste. Cielo cubierto cuatro cuartos». San Antonio oye muy mal a causa de los parásitos. Yo también oigo mal. Creo que me veré obligado muy pronto a remontar la antena debido a las descargas. ¿Dará media vuelta? ¿Cuáles son sus proyectos?

—Déjeme en paz. Pregunte el tiempo de Bahía Blanca.

—Bahía Blanca contesta: «Prevemos, antes de veinte minutos, violenta tormenta Oeste sobre Bahía Blanca».

—Pregunte el tiempo de Trelew.

—Trelew contesta: «Huracán, treinta metros segundo, Oeste y ráfagas de lluvia».

—Comunique a Buenos Aires: «Nos encontramos taponados por todos lados. Tempestad se cierne sobre mil kilómetros; no vemos nada. ¿Qué debemos hacer?».

Para el piloto, esta noche no tenía ribera alguna, puesto que no conducía ni hacia un puerto (todos parecían inaccesibles), ni hacia el alba: el combustible se agotaría antes de una hora cuarenta. Así que se vería obligado, más o menos pronto, a descender como un ciego, en esta espesura.

Si hubiese podido aguantar hasta el nuevo día…

Fabien pensaba en el alba como en una playa de arena dorada, donde habría encallado después de esta dura noche. Bajo el avión amenazado, nacería la ribera de las llanuras. La tierra tranquila habría llevado sus granjas dormidas, sus rebaños y sus colinas. Todas las amenazas que rodaban en la oscuridad, se volverían inofensivas. Si pudiese, ¡cómo nadaría hacia el día!

Pensó que estaba cercado. Todo se resolvería, bien o mal, en esta espesura.

Ciertamente. Algunas veces había creído, cuando amanecía, entrar en convalecencia.

¿Para qué sirve fijar los ojos en el Este, donde vive el sol? Había entre ambos tal profundidad de noche, que jamás podría remontarla.

XIII

—El correo de Asunción sigue sin novedad. Estará aquí dentro de dos horas. Prevemos, en cambio, un retraso importante en el correo de Patagonia, que se encuentra, al parecer, con dificultades.

—Bien, señor Rivière.

—Es posible que no lo esperemos para hacer despegar el avión de Europa: después de la llegada del de Asunción, nos pedirá usted instrucciones. Esté presto.

Rivière releía ahora los telegramas de protección de las escalas Norte. Abrían el correo de Europa una ruta de luna: «Cielo limpio, luna llena, viento nulo». Las montañas del Brasil limpiamente recortadas sobre la luminosidad del cielo, hundían en los remolinos plateados del mar sus espesas cabelleras de selvas negras: esas selvas, sobre las cuales llovía incansablemente, sin colorearlas los rayos de la luna. Y en el mar, las islas también negras, cual restos errantes de naufragios. Y, a lo largo de toda la ruta, esa luna inagotable: un manantial de luz.

Si Rivière ordenaba la salida, la tripulación del correo de Europa entraría en un mundo estable que, por toda la noche, luciría dulcemente. Un mundo donde nada amenazaba el equilibrio de las masas de luz y de sombra, donde ni siquiera se insinuaba la caricia de esos vientos puros, que, si arrecian, pueden estropear en algunas horas un cielo entero.

Pero Rivière titubeaba, frente a esta luminosidad, como un buscador de oro frente a vedados campos auríferos. Los acontecimientos, en el Sur, desmentían a Rivière, único defensor de los vuelos nocturnos. Sus adversarios sacarían de un desastre en Patagonia una posición moral tan fuerte que tal vez haría impotente en adelante la fe de Rivière; pero la fe de Rivière no había vacilado: una grieta en su obra habría permitido el drama, y el drama evidenciaba esa hendedura, pero no probaba nada más. «Tal vez sean necesarias, en el Oeste, algunas estaciones de observación… Lo estudiaremos». Pensaba además: «Mis razones para insistir son las mismas e igualmente sólidas; en cambio, he descartado una posible causa de accidentes: la que acaba de hacerse patente». Los reveses robustecen a los fuertes. Desgraciadamente, contra los hombres se practica un juego donde entra muy poco en consideración el verdadero sentido de las cosas. Se gana o se pierde según las apariencias. Se marcan puntos miserables, y uno se encuentra atenazado por la apariencia de una derrota.

Rivière llamó.

—Bahía Blanca, ¿no nos comunica nada aún por T. S. H.?

—No.

—Llame por teléfono.

Cinco minutos más tarde, se informaba:

—¿Por qué no nos comunica nada?

—No entendemos al correo.

—¿No habla?

—No sabemos. Demasiada tormenta. Incluso si transmitiese no lo entenderíamos.

—Trelew, ¿les oye?

—Somos nosotros los que no oímos a Trelew.

—Telefonee.

—Lo hemos probado: ha sido cortada la línea.

—¿Qué tiempo hace ahí?

—Amenazador. Relámpagos al Oeste y al Sur. Muy cargado.

—¿Viento?

—Débil aún, pero sólo por diez minutos. Los relámpagos se acercan a gran velocidad.

Un silencio.

—Bahía Blanca. ¿Escucha? Bien. Llámeme dentro de diez minutos.

Rivière ojeó los telegramas de las escalas Sur. Todas señalaban el mismo silencio del avión. Algunas no respondían ya a Buenos Aires y, en el mapa, aumentaba la mancha de las provincias mudas, donde las pequeñas ciudades aguantaban ya el ciclón, con todas las puertas cerradas, y cada casa de sus calles oscura y tan aislada del mundo y perdida en la noche como un navío. Sólo el alba las libertaría.

Sin embargo, Rivière, doblado sobre el mapa, conservaba aún la esperanza de descubrir un refugio de cielo puro, pues había pedido, por telegramas, el estado del cielo a la policía de más de treinta ciudades de provincia y las respuestas empezaban a llegarle. Sobre dos mil kilómetros, las estaciones de radio tenían orden, si una de ellas captaba una llamada del avión, de advertir en treinta segundos a Buenos Aires que le comunicaría, para retransmitirla a Fabien, la situación del refugio.

Los secretarios convocados para la una de la madrugada habían ocupado de nuevo sus mesas. Allí se enteraban, misteriosamente, de que, tal vez, se suspenderían los vuelos nocturnos y de que el mismo correo de Europa no despegaría antes de amanecer. Hablaban en voz baja de Fabien, del ciclón, y, sobre todo, de Rivière. Lo adivinaban allí, muy cerca, aplastado poco a poco por ese mentís de la Naturaleza.

Pero todas las voces se apagaron: Rivière, en su puerta, acababa de aparecer, envuelto en su abrigo, el sombrero como siempre sobre los ojos, eterno viajero. Se dirigió, con paso tranquilo, hacia el jefe de oficina:

—Es la una y diez; ¿está en regla la documentación del correo de Europa?

—Yo… yo creí…

Dio media vuelta, lentamente, hacia una ventana abierta, las manos cruzadas tras la espalda.

Un secretario le alcanzó:

—Señor director, obtendremos pocas respuestas. Se nos comunica que, en el interior, muchas líneas telegráficas han sido ya destrozadas.

—Bien.

Rivière, inmóvil, contemplaba la noche.

Así, cada mensaje amenazaba al correo. Cada ciudad, cuando podía responder, antes de que las líneas fuesen destruidas, daba cuenta de la marcha del ciclón, como si se tratara de una invasión. «Viene del interior, de la Cordillera. Barre toda la ruta, hacia el mar…».

Rivière juzgaba las estrellas demasiado brillantes, el aire demasiado húmedo. ¡Qué extraña noche! Se dañaba, bruscamente, por placas, como la pulpa de un fruto luminoso. Las estrellas numerosas dominaban aún Buenos Aires, pero esto era sólo un oasis: y un oasis de un instante. Además un puerto fuera de radio de acción del avión. Noche amenazadora que un viento dañino picaba y pudría. Noche difícil de vencer.

En algún lugar, un avión corría peligro en sus profundidades: ellos se agitaban, impotentes, sobre la orilla.

XIV

La mujer de Fabien telefoneó.

La noche de cada regreso, calculaba la marcha del correo de Patagonia: «Despega en Trelew…». Luego se dormía de nuevo. Algo más tarde: «Debe de acercarse a San Antonio. Debe de ver sus luces…». Entonces se levantaba, apartaba las cortinas, y consideraba el cielo: «Todas esas nubes le molestan…». A veces, la luna se paseaba como un pastor. Entonces, la joven mujer se sentaba de nuevo, tranquilizada por aquella luna y aquellas estrellas, aquellos millares de presencias alrededor de su marido. Hacia la una, lo sentía próximo. «No debe de andar ya muy lejos. Debe ver Buenos Aires…». Entonces se levantaba y le preparaba su cena y café muy caliente: «Hace tanto frío, allá arriba…». Lo recibía siempre, como si descendiese de una cumbre nevada: «¿Tienes frío?». «No.» «Es igual; caliéntate…». Hacia la una y cuarto, todo estaba dispuesto. Entonces telefoneaba.

Ésta, como las otras noches, se informó:

—¿Ha aterrizado Fabien?

El secretario que la escuchaba, se turbó un poco:

—¿Quién habla?

—Simone Fabien.

—¡Un momento…!

El secretario, no atreviéndose a decir nada, pasó el auricular al jefe de la oficina.

—¿Quién está ahí?

—¡Ah!.., ¿qué desea usted, señora?

—¿Ha aterrizado mi marido?

Se produjo un silencio que debió de parecer inexplicable: luego respondieron simplemente:

—No.

—¿Lleva retraso?

Nuevo silencio.

—Sí…, retraso.

—¡Ah…!

Era un «¡Ah!». de carne herida. Un retraso no es nada…, no es nada…, pero cuando se prolonga…

—¡Ah…! ¿Y a qué hora estará aquí?

—¿A qué hora estará aquí? No…, no lo sabemos.

Ella daba ahora contra un muro. Sólo obtenía el eco de sus propias preguntas.

—Se lo ruego, ¡dígame! ¿Dónde se halla él…?

—¿Dónde se halla? Espere…

Esa inercia le dañaba. Algo ocurría, tras aquel muro.

Se decidieron:

—Ha despegado de Comodoro a las diecinueve treinta.

—¿Y luego?

—¿Luego…? Muy retrasado… Muy retrasado a causa del mal tiempo…

—¡Ah! El mal tiempo…

¡Qué injusticia, qué bribonada la de esa luna que se mostraba ostentosa y desocupada sobre Buenos Aires! La joven mujer se acordó de repente que apenas eran necesarias dos horas para ir de Comodoro a Trelew.

—¡Y vuela desde hace seis horas hacia Trelew! ¡Pero les envía mensajes, a ustedes! Pero ¿qué dice…?

—¿Qué nos dice? Naturalmente, con semejante tiempo… Usted comprenderá…, esos mensajes no se entienden.

—¡Con semejante tiempo!

—Así, pues, señora, le telefonearemos en cuanto sepamos algo.

—¡Ah! Ustedes no saben nada…

—Buenas noches, señora…

—¡No, no! ¡Quiero hablar con el director!

—El señor director está muy ocupado, señora; se encuentra celebrando una conferencia…

—¡Ah! ¡Me da lo mismo, me da lo mismo! ¡Quiero hablarle!

El jefe de oficina se enjugó el rostro:

—Un momento…

Empujó la puerta de Rivière:

—La señora Fabien, que quiere hablarle.

«Eso —pensó Rivière—, eso es lo que temía». Los elementos efectivos del drama empezaban a aparecer. Pensó primero eludirlos: las madres y las esposas no entran en las salas de operaciones.

Se manda callar también la emoción en los navíos en peligro. No ayuda a salvar a los hombres. No obstante, aceptó:

—Conecte con mi mesa.

Escuchó aquella pequeña voz lejana, temblorosa, y en seguida supo que no podría responderle. Sería estéril, infinitamente estéril para los dos, el enfrentarse.

—Señora, se lo ruego, ¡cálmese! Es harto frecuente en nuestro oficio esperar noticias largo tiempo.

Había llegado a esa frontera donde se plantea, no el problema de un pequeño peligro personal, sino el de la acción. Frente a Rivière se erguía, no la mujer Fabien, sino otro sentido de la vida. Rivière sólo podía escuchar, compadecer aquella voz, aquel canto tan enormemente triste, pero enemigo. Pues ni la acción, ni la felicidad individual admiten particiones: están en conflicto. Esta mujer hablaba también en nombre de un mundo absoluto, y de sus deberes y de sus derechos. El mundo del resplandor de la lámpara doméstica sobre una mesa, de una patria de esperanzas, de ternuras, de recuerdos. Exigía su bien y tenía razón. Pero él, Rivière, también tenía razón, aunque no podía oponer nada a la verdad de esta mujer. Él descubría, a la luz de una humilde lámpara doméstica, que su propia verdad era inexpresable e inhumana.

—Señora…

Pero ya no le escuchaba. Había caído, casi a sus pies, le parecía a él, después de haber lastimado sus débiles puños contra el muro.

Un ingeniero había dicho un día a Rivière, cuando se inclinaba sobre un herido, junto a un puente en construcción: «Ese puente, ¿vale el precio de un rostro aplastado?». Ningún labrador, para quienes aquella carretera se abría, hubiera aceptado, para ahorrarse un rodeo, mutilar ese rostro espantoso. Y, sin embargo, se construían puentes. El ingeniero había añadido: «El interés general está formado por los intereses particulares: no justifica nada más». «Y, no obstante —le había respondido más tarde Rivière—, si la vida humana no tiene precio, nosotros obramos siempre como si alguna cosa sobrepasase, en valor, la vida humana… Pero ¿qué?».

Y a Rivière, pensando en la tripulación, se le encogió el corazón. La acción, incluso la de construir un puente, destruye felicidades; Rivière no podía dejar de preguntarse: «¿En nombre de qué?».

«Esos hombres —pensaba— que van tal vez a desaparecer, habrían podido vivir dichosos». Veía rostros inclinados en el santuario de oro de esas lámparas nocturnas. «¿En nombre de qué los ha sacado de ahí? ¿En nombre de qué los ha arrancado de la felicidad individual? La primera ley, ¿no es precisamente la de defender esas dichas? Pero él las destroza. Y no obstante, un día, fatalmente, los santuarios de oro se desvanecen como espejismos. La vejez y la muerte, más implacables que él mismo, los destruyen. ¿Tal vez existe alguna otra cosa, más duradera, para salvar? ¿Tal vez hay que salvar esa parte del hombre que Rivière trabaja? Si no es así, la acción no se justifica».

«Amar, amar únicamente, ¡qué callejón sin salida!». Rivière tuvo la oscura conciencia de un deber más grande que el de amar. O se trataba también de una ternura, ¡pero tan diferente de las otras! Evocó una frase: «Se trata de hacerlos eternos…». ¿Dónde lo había leído? «Lo que vos perseguís en vos mismo muere». Imaginó un templo al dios Sol de los antiguos incas del Perú. Aquellas piedras erguidas sobre la montaña. ¿Qué quedaría, sin ellas, de una civilización poderosa que gravitaba con el peso de sus piedras, sobre el hombre actual, como un remordimiento? «¿En nombre de qué rigor o de qué extraño amor, el conductor de pueblos de antaño, constriñendo a sus muchedumbres a construir ese templo sobre la montaña, les impuso la obligación de erguir su eternidad?». Rivière se imaginó aún a los habitantes de las pequeñas ciudades que, en el crepúsculo, dan vueltas alrededor de sus quioscos de música: «Esa especie de felicidad, ese arnés…»., pensó. El conductor de pueblos de antaño, tal vez no tuvo piedad por el dolor del hombre; pero tuvo una inmensa piedad por su muerte. No por su muerte individual, sino piedad por la especie que el mar de arena borraría. Y él conducía a su pueblo a levantar, por lo menos, algunas piedras que el desierto no había de sepultar.

XV

Este papel doblado en cuatro tal vez les salve: Fabien lo despliega, apretados los dientes.

«Imposible entenderse con Buenos Aires. Ni siquiera puedo manipular: me saltan chispas de los dedos».

Fabien, irritado, quiso responder, pero cuando sus manos abandonaron los mandos para escribir, una especie de ola poderosa penetró en su cuerpo: los remolinos le levantaban, haciéndole oscilar en sus cinco toneladas de metal. Renunció a escribir.

Sus manos se afirmaron de nuevo sobre el oleaje, y lo dominaron.

Fabien respiró profundamente. Si el «radio» remontaba la antena por miedo a la tormenta, le rompería la cara en cuanto hubiesen aterrizado. Costase lo que costase, era preciso entrar en contacto con Buenos Aires, como si, a más de mil quinientos kilómetros, se les pudiese lanzar una cuerda sobre este abismo. A falta de una temblorosa y casi inútil luz, como la lámpara de un albergue, pero que les habría gritado ¡tierra!, como un faro, les era preciso por lo menos una voz, una sola voz, llegada de un mundo que ya no existía. El piloto sacudió el puño en su luz roja, para dar a entender a su compañero esta trágica verdad, pero el otro, inclinado sobre el espacio devastado, con las ciudades enterradas y las luces muertas, no lo comprendió.

Fabien hubiera seguido todos los consejos, mientras le fuesen gritados. Pensaba: «Si me dicen que dé la vuelta en redondo, daré la vuelta; si me dicen que marche hacia el Sur…». En alguna parte estarán esas tierras pacíficas, tranquilas bajo las grandes sombras de la luna. Los cama-radas, allá lejos, las conocían, instruidos como sabios inclinados sobre mapas, todopoderosos, al abrigo de las lámparas hermosas como flores. ¿Qué sabía él fuera de los remolinos y de la noche que lanzaba contra él su torrente negro a la velocidad de un derrumbamiento? No podían abandonar a dos hombres entre esas trombas y esas llamaradas que surgían en las nubes. No, no podían hacerlo.

Ordenarían a Fabien: «Dirección doscientos cuarenta». Y él tomaría esa dirección. Pero estaba solo.

Le pareció que también la materia se sublevaba. El motor, a cada inclinación, vibraba tan fuerte, que toda la masa del avión se agitaba con un temblor furioso. Fabien, con la cabeza hundida en la carlinga, cara al horizonte del giróscopo, pues, afuera, no discernía ya la masa del cielo de la tierra, consumía todas sus fuerzas en dominar el avión. Andaba perdido en una oscuridad donde todo se mezclaba: la oscuridad del origen del mundo. Las agujas de los indicadores de posición oscilaban cada vez más aprisa, haciéndose imposibles de seguir. El piloto, al que engañaban, se debatía mal, perdía altura, se hundía poco a poco en esa oscuridad. Leyó la altura «quinientos metros». Era el nivel de las colinas. Sintió que sus olas vertiginosas corrían hacia él. Diose cuenta también de que todas las masas del suelo eran como arrancadas de su sostén, partidas a pedazos, y empezaban a dar vueltas, ebrias, a su alrededor. Empezaban a su alrededor una especie de danza que se estrechaba cada vez más.

Tomó una resolución. Aun a riesgo de hincarse en el suelo, aterrizaría no importaba dónde. Y para evitar, al menos, las colinas, lanzó su único cohete luminoso, que se inflamó, revoloteó, iluminó una llanura y se apagó: era el mar.

Pensó rápidamente: «Me he perdido. Cuarenta grados de corrección; he derivado enormemente. Es un ciclón. ¿Dónde se halla la tierra?». Viraba de lleno hacia al Oeste. Pensó: «Ahora, sin cohete, es seguro que me mato». Pero un día u otro debía llegar la muerte. Y su camarada, allá detrás… «Ha remontado la antena, sin duda». Pero ya no le guardaba rencor. Puesto que, si él mismo abriera simplemente las manos, la vida de ambos se escurriría inmediatamente, como vana polvareda. Tenía en sus manos el corazón palpitante de su compañero y el suyo propio. Y, de repente, sus manos le horrorizaron.

Los remolinos de aire parecían golpes de ariete. El piloto, para amortiguar las sacudidas del volante, que habrían roto los cables de los mandos, se había agarrado a él con todas sus fuerzas. Y continuaba agarrado. Pero he aquí que no se sentía ya sus manos, adormecidas por el esfuerzo. Quiso agitar los dedos para percibir su mensaje: no supo si había sido obedecido. Era algo desconocido, como vejigas de baldruche insensibles y blandas, lo que tenía al final de sus brazos. Pensó: «Es preciso imaginarme que aprieto con todas mis fuerzas…». No supo si el pensamiento había llegado hasta las manos. Pero como sólo percibía las sacudidas del volante por el dolor de sus hombros: «Se me escapará. Mis manos se abrirán…». Espantóse por haberse permitido tales palabras, pues creyó sentir sus manos que, obedeciendo esta vez la oscura potencia de la imagen, se abrían lentamente, en la sombra, para entregarlo.

Habría podido luchar aún, probar suerte: no hay fatalidad externa. Pero sí hay una fatalidad interior: llega un momento en el que nos descubrimos vulnerables; entonces las faltas nos atraen como un vértigo.

Y fue en este instante cuando lucieron en su cabeza, en un desgarrón de la tormenta, como cebo mortal en el fondo de una masa, algunas estrellas…

Juzgó que era una trampa: se ven tres estrellas por un agujero, se sube hacia ellas, y ya no se puede descender, se permanece allí, mordiendo las estrellas…

Sin embargo, era tal su hambre de luz, que remontó.

XVI

Se remontó, soslayando mejor los remolinos, gracias a los hitos que ofrecían las estrellas. Su pálido imán le seducía. Se había afanado tan largo tiempo en la búsqueda de una luz, que no habría abandonado la más confusa. Feliz por el fulgor de un albergue, habría revoloteado hasta la muerte alrededor de esta señal, de la que estaba hambriento. Por eso ascendía hacia los campos de luz.

Se elevaba poco a poco en espiral, por el interior del pozo que se había abierto y que se cerraba de nuevo a sus pies. A medida que ascendía, las nubes perdían su cenagosa oscuridad, pasaban contra él como olas cada vez más puras y blancas. Fabien emergió.

Su sorpresa fue extraordinaria: la claridad era tal que le cegaba. Por algunos segundos tuvo que entornar los ojos. Jamás hubiera creído que las nubes, que la noche, pudiesen cegar. Pero la luna llena y todas las constelaciones las convertían en olas resplandecientes.

El avión había ganado, de un solo golpe, en el mismo instante de emerger, una calma que parecía extraordinaria. Ningún oleaje lo zarandeaba. Como barca que pasa el dique, entraba en las aguas abrigadas. Había penetrado en una región ignota y escondida del cielo, como la bahía de las islas venturosas. La tempestad, debajo de sí, formaba otro mundo de tres mil metros de espesor, atravesado por ráfagas, trombas de agua y relámpagos, pero presentaba a los astros un rostro de cristal y de nieve.

Fabien creyó haber arribado a limbos extraños, pues todo hacíase luminoso: sus manos, sus vestidos, sus alas. La luz no bajaba de los astros, sino que se desprendía, debajo de él, alrededor de él, de esas masas blancas.

Las nubes, bajo él, devolvían toda la nieve que recibían de la Luna. Las de derecha e izquierda, altas como torres, hacían lo mismo. La luz era cual leche en la que se bañaba la tripulación. Fabien, volviéndose, vio que el «radio» sonreía.

—¡Esto va mejor! —gritó.

Pero la voz se perdía en el ruido del vuelo: las sonrisas solas hablaban. «Estoy completamente loco —pensaba Fabien— por sonreír; estamos perdidos».

Sin embargo, mil oscuros brazos le habían desatado de sus cadenas, como se desata a un prisionero al que se permite andar solo, por un tiempo, entre flores.

«Demasiado hermoso», pensaba Fabien. Erraba entre las estrellas acumuladas con la densidad de un tesoro, en un mundo donde nada vivía fuera de él, absolutamente nada excepto él, Fabien y su camarada. Semejante a esos ladrones de ciudades fabulosas, emparedados en la cámara de los tesoros, de donde no sabría salir. Entre pedrerías heladas, erraban infinitamente ricos, pero condenados.

XVII

Uno de los radiotelegrafistas de Comodoro Rivadavia, escala de Patagonia, hizo un ademán brusco, y todos los que velaban impotentes en la estación se agruparon alrededor de ese hombre y se inclinaron.

Se inclinaban sobre un papel virgen y crudamente iluminado. La mano del operador titubeaba aún, y el lápiz se balanceaba. La mano del operador tenía aún las letras prisioneras, pero ya sus dedos temblaban.

—¿Tormentas?

El «radio» hizo «sí» con la cabeza. Sus chirridos le impedían entender.

Luego anotó algunos signos indescifrables. Luego palabras. Luego se pudo restablecer el texto:

«Bloqueados a tres mil ochocientos por encima de la tempestad. Navegamos rumbo Oeste, hacia el interior, pues habíamos derivado sobre el mar. A nuestros pies todo está obstruido. Ignoramos si volamos aún sobre el mar. Comunicad si la tempestad se extiende al interior».

A causa de las tormentas, para transmitir este telegrama a Buenos Aires tuvieron que hacer la cadena de estación en estación. El mensaje avanzaba en la noche, como fuego que se enciende sucesivamente.

Buenos Aires mandó responder:

«Tempestad general en el interior. ¿Cuánto combustible le queda?».

«Media hora, aproximadamente».

Y esta frase, de velador a velador, remontó hasta Buenos Aires.

La tripulación estaba condenada a zozobrar antes de treinta minutos en un ciclón que la arrojaría contra el suelo.

XVIII

Rivière medita. No conserva ya ninguna esperanza: esa tripulación naufragará en algún lugar, esta noche.

Rivière se acuerda de una visión que había impresionado su infancia: se vaciaba un estanque para encontrar un cuerpo. No se encontrará nada tampoco, antes de que esta masa de oscuridad haya desalojado la superficie de la tierra, antes de que asciendan al día esas playas, esas llanuras, esos trigales. Sencillos labradores descubrirán tal vez a dos muchachos con el codo plegado sobre la faz, durmiendo, al parecer, varados sobre la hierba y el oro de un fondo apacible. Pero la noche les habrá ahogado.

Rivière piensa en los tesoros sepultados en las profundidades de la noche cual en mares fabulosos… Esos manzanos nocturnos que esperan el día con todas sus flores, flores que no sirven aún. La noche es rica, colmada de perfumes, de corderos adormecidos, y de flores que no tienen todavía color.

Poco a poco ascenderán hacia el día los gruesos surcos, los bosques mojados, la alfalfa fresca. Pero, en medio de las colinas, ahora inofensivas, de las praderas y de los corderos, en la sabiduría del mundo, dos muchachos parecían dormir. Y alguna cosa habrá pasado del mundo visible al otro.

Rivière sabe que la mujer de Fabien es inquieta y tierna: este amor apenas le fue prestado, cual un juguete a un niño pobre.

Rivière piensa en la mano de Fabien, que por algunos minutos posee aún su destino en los mandos. Esa mano que ha acariciado. Esa mano que se ha posado sobre un rostro, y ha cambiado ese rostro. Esa mano que ha sido milagrosa.

Fabien anda errante sobre el esplendor de un mar de nubes: la noche; pero, más abajo, está la eternidad. Marcha perdido entre las constelaciones que habita solo. Tiene aún el mundo en sus manos, y le inclina contra su pecho. Aprieta sobre el volante el peso de una a otra estrella, el inútil tesoro, que será preciso entregar…

Rivière piensa que una estación de radio lo escucha aún. Sólo una onda musical, sólo una modulación une aún a Fabien con el mundo. Ni una queja. Ni un grito. Sino la nota más pura que jamás haya dado la desesperanza.

XIX

Robineau lo sacó de su soledad.

—Señor director, he pensado…, se podría intentar…

No tenía nada que proponer. Pero testimoniaba así su buena voluntad. Hubiera deseado encontrar una solución, y la buscaba como la de un jeroglífico. Siempre encontraba soluciones que Rivière jamás escuchaba: «Ya lo ve usted, Robineau, en la vida no existen soluciones. Existen sólo piezas en movimiento: es preciso crearlas, y las soluciones vienen detrás». También Robineau limitaba su acción a crear una fuerza en movimiento en la corporación de los mecánicos. Una humilde fuerza en movimiento, que preservaba de la herrumbre a los cubos de hélice.

Pero los acontecimientos de esta noche encontraban a Robineau desarmado. Su título de inspector no poseía ningún poder sobre las tormentas, ni sobre una tripulación fantasma, que no se debatía en realidad por una prima de exactitud, sino para escapar a una sola sanción, que anulaba las de Robineau: la muerte.

Y Robineau, ahora inútil, vagaba por las oficinas, sin ocupación.

La mujer de Fabien se hizo anunciar. Traída por la inquietud, esperaba en la oficina de los secretarios que Rivière la recibiese. Los secretarios, a escondidas, alzaban sus ojos hacia este rostro. Experimentaba una especie de vergüenza, y miraba, temerosa, a su alrededor: todo aquí le era hostil. Esos hombres, que continuaban su trabajo, como si anduvieran sobre un cuerpo; esos expedientes donde la vida humana, el dolor humano no dejaba otro residuo que el de las duras cifras. Buscaba señales que le hablasen de Fabien; en su casa, todo le recordaba esa ausencia: el lecho desembozado, el café servido, un ramo de flores… Aquí no descubría ninguna traza. Todo se oponía a la piedad, a la amistad, al recuerdo. La sola frase que oyó, pues nadie levantaba la voz ante ella, fue el juramento de un empleado, que reclamaba una factura: «… La factura de las dínamos, ¡santo Dios!, que expedimos a Santos». Ella levantó los ojos sobre este hombre, con una expresión de infinita sorpresa. Luego, sobre la pared donde se desplegaba un mapa. Sus labios temblaban algo, apenas.

Adivinaba, con embarazo, que representaba aquí una verdadera enemiga, lamentaba casi haber venido, hubiera deseado esconderse, y, por miedo a que fuese demasiado reparada su presencia, retenía la tos y el llanto. Se descubría insólita, inconveniente, como desnuda. Pero su verdad era tan fuerte, que las miradas fugitivas venían, a escondidas, incansablemente, a leerla en su rostro. Esa mujer era muy hermosa. Revelaba a los hombres el mundo sagrado de la felicidad. Revelaba qué materia augusta se lastima, sin saberlo, al actuar. Bajo tantas miradas, entornó los ojos. Revelaba qué paz, sin saberlo, se puede destruir.

Venía a interceder tímidamente por sus flores, por su café servido. De nuevo, en esta oficina, más fría aún, su débil temblor de labios volvió a aparecer. También descubría su propia verdad, inexpresable, en este otro mundo. Todo lo que en ella se erguía de abnegación casi salvaje, por ferviente, le parecía tomar aquí un rostro inoportuno, egoísta. Hubiese querido huir.

—Le molesto…

—No me molesta usted, señora —le dijo Riviére—; desgraciadamente, ni usted ni yo podemos hacer otra cosa que esperar.

Ella alzó débilmente sus espaldas; Rivière comprendió el sentido del gesto: «Para qué la lámpara, la cena servida, las flores que voy a encontrar de nuevo…». Una joven madre había confesado un día a Rivière: «Aún no he comprendido la muerte de mi hijo. Son las pequeñas cosas las que son duras: sus vestidos, con los que me encuentro, y, si me despierto durante la noche, esa ternura, ya inútil como mi leche, que me sube sin embargo al corazón…». También para esa mujer la muerte de Fabien comenzaría apenas mañana, en cada objeto, en cada acto, ya vano. Fabien abandonaría lentamente su casa. Rivière silenciaba una profunda piedad:

—Señora…

La joven mujer se retiraba, con sonrisa casi humilde, ignorando su propia potencia.

Rivière se sentó, algo sombrío.

«Pero ella me ayuda a descubrir lo que yo buscaba…».

Golpeteaba distraídamente los telegramas de protección de las escalas

Norte. Meditaba:

«No pedimos ser eternos; pedimos tan sólo no ver que los actos y las cosas pierden de repente su sentido. El vacío que nos envuelve, se hace entonces patente…».

Sus miradas cayeron sobre los telegramas:

«Y he aquí por dónde se introduce en nosotros la muerte: esos mensajes que carecen ya de sentido…».

Contempló a Robineau. Ese muchacho mediocre, ahora inútil, no tenía sentido. Rivière le dijo casi con dureza:

—¿Es preciso que le dé yo mismo trabajo?

Luego Rivière empujó la puerta que daba sobre la sala de los secretarios, y la desaparición de Fabien le sorprendió, evidente, por señales que la señora Fabien no había sabido ver. La ficha del «R. O. 903», el avión de Fabien, figuraba ya en el tablero mural, en la columna del material indisponible. Los secretarios, que preparaban los papeles del correo de Europa, sabiendo que saldría con retraso, trabajaban mal. Desde la pista, pedían informaciones para las tripulaciones que, ahora, velaban sin objeto. Las funciones de la vida se habían hecho más lentas. «La muerte, hela aquí», pensó Rivière. Su obra se parecía a un velero averiado, sin viento, sobre el mar.

Oyó la voz de Robineau:

—Señor director…, se habían casado hace seis semanas…

—Váyase a trabajar.

Rivière seguía contemplando a los secretarios, y, más allá de los secretarios, a los peones, a los mecánicos, a los pilotos, a todos aquellos que le habían ayudado en su obra, con fe de constructores. Pensó en las pequeñas ciudades de antaño, que oían hablar de las «islas» y se construían un navío. Para cargarlo con su esperanza. Para que los hombres pudiesen ver cómo su esperanza abría las velas sobre el mar. Todos engrandecidos, todos sacados fuera de sí mismos, todos libertados por un navío. «El objetivo, tal vez, nada justifica, pero la acción libera de la muerte. Esos hombres perduraban a causa de su navío».

Rivière luchaba también contra la muerte, cuando dé a los telegramas su pleno sentido, a las tripulaciones nocturnas su inquietud, y a los pilotos su objetivo dramático. Cuando la vida impulse esta obra como el viento impulsa un velero en el mar.

XX

Comodoro Rivadavia ya no oye nada; pero, a mil kilómetros de allí, a veinte minutos más tarde, Bahía Blanca capta un segundo mensaje:

«Descendemos. Entramos en las nubes…».

Luego esas dos palabras de un texto oscuro aparecieron en la estación de Trelew.

«… ver nada…».

Las ondas cortas son así. Se las capta allí, se es sordo a ellas aquí. Luego, sin razón alguna, todo cambia. Esa tripulación, cuya posición es desconocida, se manifiesta ya a los vivos, fuera del espacio, fuera del tiempo; y sobre las hojas blancas de las estaciones de radio son ya fantasmas que escriben.

¿Se ha agotado el combustible o el piloto juega su última carta: encontrar tierra sin estrellarse? La voz de Buenos Aires ordena a Trelew:

«Pregúntenselo».

La estación de escucha de T. S. H. parece un laboratorio: níqueles, cobres y manómetros, red de conductores. Los operadores de guardia, en blusa blanca, silenciosos, parecen inclinados sobre un sencillo experimento.

Con sus dedos delicados tocan los instrumentos, exploran el cielo magnético, buscan la vena de oro.

«¿No responde?».

«No responde».

Tal vez van a captar esa nota que sería una señal de vida. Si el avión y sus luces de bordo remontan entre las estrellas, oirán tal vez el canto de esa estrella…

Los segundos manan. Manan, en verdad, como sangre. ¿Dura aún el vuelo? Cada segundo arrastra una posibilidad. Por eso el tiempo que transcurre parece destruir. Del mismo modo que, a lo largo de veinte siglos, toca un templo, prosigue su camino sobre el granito y entierra el templo en polvo, ahora, siglos de usura se agolpan en cada segundo y amenazan a una tripulación.

Cada segundo se lleva algo. Esa voz de Fabien, esa risa de Fabien, esa sonrisa. El silencio gana terreno. Un silencio cada vez más pesado, que se tiende sobre esta tripulación como el peso de un mar.

Entonces alguien advierte:

«La una cuarenta. Último límite del combustible: es imposible que aún siga volando».

Y la paz se hace.

Algo amargo y soso sube a los labios como en el término de un viaje. Algo se ha consumado de lo que nada se sabe, algo descorazonador. Ya entre todos esos níqueles y esas arterias de cobre, se experimenta la misma tristeza que reina sobre las fábricas destruidas. Todo ese material parece pesado, inútil,

desafectado: un peso de ramas muertas.

No hay más remedio que esperar el nuevo día.

Dentro de algunas horas, surgirá a la luz toda Argentina, y esos hombres permanecerán allí, como sobre la playa, frente a la red de la que se tira lentamente, muy lentamente, y no se sabe lo que contendrá.

Rivière, en su oficina, experimenta esa paralización que sólo permiten los grandes desastres, cuando la fatalidad libera al hombre. Ha hecho poner alerta a la Policía de toda una provincia. No puede hacer nada más, es preciso esperar.

Pero el orden debe reinar incluso en la mansión de los muertos. Rivière, con un gesto, llama a Robineau:

—Telegrama para las escalas Norte: «Prevemos retraso importante del correo de Patagonia. Para no retrasar demasiado correo Europa, juntaremos correo Patagonia con próximo correo Europa».

Se dobla un poco hacia adelante. Pero hace un esfuerzo y se acuerda de algo, que era grave. ¡Ah, sí! Y para no olvidarlo:

—Robineau.

—¿Señor Rivière?

—Redacte una nota: Prohibición a los pilotos de sobrepasar las mil

novecientas revoluciones: me destrozan los motores.

—Bien, señor Rivière.

Rivière se dobla algo más. Necesita, ante todo, soledad:

—Márchese, Robineau. Márchese, querido…

Y Robineau se asusta de esta igualdad ante las sombras.

XXI

Robineau vagaba ahora, melancólico, por las oficinas. La vida de la Compañía se había detenido, pues aquel correo previsto para las dos sería suspendido y no partiría hasta que fuese de día. Los empleados, con rostros herméticos, velaban aún, pero esta vela era inútil. Se recibían aún, con ritmo regular, los mensajes de protección de las escalas Norte, pero sus «cielos limpios», y sus «luna llena», y sus «viento nulo» evocaban la imagen de un reino estéril. Un desierto de luna y de piedras. Como Robineau hojease sin saber por qué un expediente en el que trabajaba el jefe de oficina, percibió que éste, de pie ante él, esperaba, con un respeto insolente, a que se lo devolviese. Con la expresión decía: «Cuando a usted le plazca, ¿no? Es mío…». Esa actitud de un subalterno desagradó al inspector, pero no se le ocurrió ninguna réplica, e, irritado, le tendió el expediente. El jefe de la oficina se sentó de nuevo con gran nobleza. «Hubiera debido mandarlo a paseo», pensó Robineau. Entonces, anduvo algunos pasos pensando en el drama. Ese drama entrañaría la desgracia de una política, y Robineau lloraba un doble luto.

Luego, le vino la imagen de un Rivière encerrado en su oficina, y que le había dicho: «Querido…». Nunca, a ningún hombre, le había faltado apoyo en tal grado. Robineau sintió por él una gran piedad. Combinaba en su cabeza algunas frases oscuramente destinadas a compadecer, a aliviar. Un sentimiento, que juzgaba muy hermoso, le animaba. Entonces llamó con suavidad. No le contestaron. No se atrevió a llamar más fuerte en ese silencio, y empujó la puerta. Rivière estaba allí. Robineau entraba en los dominios de Rivière, por primera vez, casi en pie de igualdad, como el sargento que, entre las balas, se reúne con el general herido, lo acompaña en la derrota y se convierte en su hermano en el destierro. «Ocurra lo que ocurra, estoy con usted», parecía querer decir Robineau.

Rivière callaba y, con la cabeza inclinada, contemplaba sus manos. Robineau, de pie ante él, no se atrevía a hablar. El león, incluso derribado, le intimidaba. Robineau preparaba frases cada vez más ebrias de devoción, pero cada vez que levantaba los ojos, encontraba aquella cabeza inclinada en tres cuartos, aquellos cabellos grises, aquellos labios apretados ¡sobre qué amargura! Por fin se decidió:

—Señor director…

Rivière levantó la cabeza y le miró. Rivière despertaba de una meditación tan profunda, tan lejana, que tal vez no se había dado cuenta aún de la presencia de Robineau. Y nadie supo jamás lo que meditó, ni lo que experimentó, ni qué luto se había hecho en su corazón. Rivière contempló a Robineau, largamente, como el testigo vivo de alguna cosa. Robineau se sintió incómodo. Cuanto más contemplaba Rivière a Robineau, más se dibujaba sobre los labios de aquél una incomprensible ironía. Cuanto más contemplaba Rivière a Robineau, más enrojecía éste. Y más parecía a Rivière que Robineau había venido a testimoniar, con una buena voluntad conmovedora y desgraciadamente espontánea, la estupidez de los hombres.

Robineau se azoró por completo. Ni el sargento, ni el general, ni las balas existían. Sucedía algo inexplicable. Rivière seguía mirándole. Entonces Robineau, a pesar suyo, rectificó ligeramente su actitud, sacó la mano del bolsillo izquierdo. Rivière seguía mirándole. Finalmente, Robineau, con infinito embarazo, sin saber por qué, balbució:

—He venido a recibir órdenes.

Rivière sacó su reloj, y dijo, simplemente:

—Son las dos. El correo de Asunción aterrizará a las dos y diez. Que el correo de Europa despegue a las dos y cuarto.

Y Robineau esparció la sorprendente noticia: no se suspendían los vuelos nocturnos. Y Robineau se dirigió al jefe de oficina:

—Tráigame ese expediente para que lo compruebe.

Y cuando estuvo delante del jefe de oficina:

—Espere.

Y el jefe de oficina esperó.

XXII

El correo de Asunción comunicó que se disponía a aterrizar.

Rivière, incluso en las peores horas, había seguido, de telegrama en telegrama, su marcha feliz. Era para él, en medio de esa confusión, el desquite de su fe, la prueba. Ese vuelo feliz anunciaba, por sus telegramas, mil otros vuelos también felices. «No hay ciclones todas las noches». Riviére pensaba también: «Cuando la ruta está trazada, no se puede dejar de proseguir».

Descendiendo, de escala en escala, desde Paraguay, como desde un adorable jardín, pródigo de flores, de casas bajas y de aguas lentas, el avión se deslizaba al margen de un ciclón que no le enturbiaba ni una estrella. Nueve pasajeros, arrebujados en sus mantas de viaje, apoyaban la frente en su ventanilla, como en un escaparate colmado de joyas, pues las pequeñas ciudades de Argentina desgranaban ya, en la noche, todo su oro, bajo el oro más pálido de las ciudades de estrellas. El piloto, en la parte delantera, sostenía con las manos su preciosa carga de vidas humanas, los ojos abiertos e inundados de luna, como un cabrero. Buenos Aires llenaba el horizonte con su fuego rosáceo y, muy pronto, brillaría con todas sus piedras cual fabuloso tesoro. El «radio», con sus dedos, enviaba los últimos telegramas, como las notas finales de una sonata que hubiese tecleado, gozosa, en el cielo, y cuyo canto Rivière comprendiese; luego, remontó la antena; después, se desperezó un poco, bostezó y sonrió: estaban llegando.

El piloto, después de aterrizar, encontró al piloto de Europa, recostado contra su avión, con las manos en los bolsillos.

—¿Eres tú el que continúa?

—Sí.

—El Patagonia, ¿ha llegado?

—No se le espera: ha desaparecido. ¿Hace buen tiempo?

—Muy bueno. ¿Fabien ha desaparecido?

Hablaron poco. Una gran fraternidad les dispensaba de hablar.

Se trasbordaban al avión de Europa las sacas de Asunción, y el piloto, aún inmóvil, la cabeza echada hacia atrás, la nuca contra la carlinga, miraba las estrellas. Sintió nacer en él un poder inmenso, y le invadió un placer poderoso.

«¿Cargado ya? —dijo una voz—. Contacto, pues».

El piloto no se movió. Ponían su motor en marcha. El piloto iba a percibir por sus espaldas, apoyadas en el avión, cómo éste vivía. El piloto estaba ya seguro, por fin, después de tantas falsas noticias: «Saldrá…». «No saldrá…» «¡Saldrá!». Su boca se entreabrió, sus dientes brillaron bajo la luna como los de una fiera joven.

—Atención con la noche, ¡eh!

No oyó el consejo de su camarada. Las manos en los bolsillos, la cabeza levantada cara a las nubes, a las montañas, a los ríos y a los mares, empezaba a reír silenciosamente. Una risa débil, pero que pasaba por él, como una brisa por un árbol, y le hacía estremecerse. Una risa débil, pero mucho más fuerte que aquellas nubes, que aquellas montañas, que aquellos ríos y que aquellos mares.

—¿Qué es lo que te sucede?

—Ese imbécil de Rivière que me ha… ¡que se imagina que tengo miedo!

XXIII

Dentro de un momento franqueará Buenos Aires, y Rivière, que prosigue su lucha, quiere oírle. Oírle nacer, rugir y desvanecerse, como el paso formidable de un ejército en marcha hacia las estrellas.

Rivière, cruzados los brazos, pasa por medio de los secretarios. Ante una ventana, se detiene, escucha, y medita.

Si hubiese suspendido una sola salida, la causa de los vuelos nocturnos estaba perdida. Pero, adelantándose a los débiles, que mañana desaprobarán su actuación, Rivière, durante la noche, lanza esta nueva tripulación.

¿Victoria? ¿Derrota…? Estas palabras carecen de significación. La vida está por debajo de esas imágenes y prepara ya otras nuevas. Una victoria debilita a un pueblo, una derrota despierta a otro. La derrota que ha sufrido Rivière es tal vez una enseñanza que aproxima la verdadera victoria. Sólo importa el acontecimiento en marcha.

Dentro de cinco minutos, las estaciones T. S. H. habrán dado el alerta a las escalas. Sobre quince mil kilómetros, el estremecimiento de la vida habrá resuelto todos los problemas.

Se deja oír ya el canto de órgano: el avión.

Y Rivière, a pasos lentos, vuelve a su trabajo, entre los secretarios que su dura mirada encorva. Rivière el Grande, Rivière el Victorioso, que lleva sobre sí su pesada victoria.

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